UN ARTISTA DEL HAMBRE (EN EL MUSEO EFÍMERO DEL OLVIDO)
Lucas Ospina
Bogotá, 1971
Lucasospina.blogspot.com
luospina@uniandes.edu.co
Kafka
A mitad del cuento Un artista del hambre, de Franz Kafka, hay un giro: «el mimado artista del hambre se vio un día abandonado por la multitud ávida de diversiones, que prefería acudir en masa a otros espectáculos». Kafka no da razones de lo que motiva ese giro en el gusto de la época, solo relata los hechos; y muestra cómo el «empresario», el representante del artista,
[…] recorrió una vez más media Europa con él para ver si en algún lugar u otro volvía a repuntar el antiguo interés; todo fue en vano; como obedeciendo a un acuerdo secreto se había creado en todas partes una auténtica aversión contra el espectáculo del ayuno. (2003, 246)
El artista, al ver que el interés por su acto personal languidece, se despide del empresario y, en su búsqueda de público, se une a la tropa de una empresa multitudinaria, el circo.
Museo efímero del olvido
Manuel Antonio Fandiño, de 87 años, ha pasado la mitad de su vida cuidando el Templete del Libertador. Atrás, los cuadros del pintor que le cedió las llaves del lugar. Foto: Abel Cárdenas, El Tiempo.com, edición del 14 de septiembre del 2014.
Este cuento de Kafka sirvió de pretexto para Un artista del hambre, una pieza en la exposición colectiva «Museo efímero del olvido», propuesta con la que Cristina Lleras y María Soledad García organizaron la curaduría del 15 Salón Regional de Artistas zona Centro en el 2015. Al momento de enviar la propuesta a la convocatoria del Salón no se tenía claro dónde tendría lugar el museo. Entonces contemplé montar la pieza de Un artista del hambre, a manera de espectáculo, en algún lugar del centro de Bogotá. Una opción era un cuarto en la base del Templete de Bolívar, en el Parque de los Periodistas. El proceso de restauración de este monumento me impidió usarlo, pero sacó a la luz una historia kafkiana que publicó el periódico El Tiempo. La noticia «El hombre que vivió 40 años debajo de la escultura de Bolívar» (Gómez Lema 2014) contaba la historia de Manuel Fandiño, un hombre de 87 años que se quedaba sin hogar al no poder continuar habitando el «cilindro perfecto de casi 8 metros de diámetro, sin ventanas, construido en piedra hace 128 años, por Pietro Cantini, un arquitecto italiano». La historia cuenta que
[…] el viejo quedó anclado al monumento el día en que conoció al pintor Luis Germán Barrera, que se había posesionado del Templete para fundar en ese primer piso la sede principal de la Asociación de Artistas Bolivarianos. Allí, Barrera tenía pensado pintar sus cuadros, escribir 5000 poesías y morir al lado del Libertador. Como Manuel siempre había sido comerciante y pasaba por allí con frecuencia, le propuso al artista un trato a comienzos de 1973: «Yo le vendo sus cuadros por todo Bogotá y usted me da el 20% del total de las ventas». (2014)
Fandiño se turnaba con Barrera para cuidar el lugar en las noches, hasta el año 2003, cuando encontró a su socio muerto dentro del monumento, y desde entonces estuvo a solas en la labor de cuidar del Templete. A mitad del 2015 el monumento entró en un prolongado proceso de restauración por parte de la Alcaldía de Bogotá, y Fandiño, de forma similar al artista del hambre, tuvo que buscar otro destino.
La pieza
Cuando supe que no podría usar el Templete, se confirmó que el Museo efímero del olvido tendría lugar en la Universidad Nacional. Para alojar el acto del artista del hambre, las curadoras y el productor del Salón propusieron el edificio de Bellas Artes.
En el primer piso, aledaño al corredor que lleva hacia los salones de clase, el edificio cuenta con un cuarto de techo alto y una pequeña ventana, cuya función original parece haber sido la de habitación temporal para los modelos de las clases de anatomía artística.
Al ver el espacio algunas cosas cambiaron, menguó mi interés por el espectáculo y escogí como momento inicial de la puesta en escena el instante en que el artista se dona al circo, en este caso, al Salón. La figura del empresario, que en un principio iba a ser uno de los actores principales como eco, sátira y amalgama de varios de los personajes que producen la escena del arte —curadores, galeristas, productores, profesores, historiadores y relacionistas públicos—, se vio delegada a la curaduría del Salón y a la iniciativa del proponente.
En cuanto a la adecuación del espacio, mantuve la economía del cuento de Kafka: adentro solo habría arrumes de paja, un reloj y un vaso de agua —con el que el artista se moja los labios para evitar que se agrieten, y para que el reconocimiento de su arte se dé por empatía y no por simpatía lastimera—. A esto, el artista sumó una cobija, una sábana, una almohada y un balde.
Aunque en un momento pensé en instalar una reja que emulara la jaula y permitiera observar al artista, la puerta de madera del cuarto se mantuvo. Al final opté por abrir en la puerta un pequeño ojal en la mitad superior; un recurso que impedía la visión plena y dejaba al espectador ver al artista con un solo ojo, y por un solo visitante cada vez. En la parte inferior de la puerta, otra apertura más pequeña, articulada con bisagras y cerrada con un candado, permitía descargar la orina del balde. Una licencia poética fue la de añadir un espejo dentro, colgado en la pared opuesta a la puerta. El espejo estaba a la misma altura del ojal pero, por algún efecto, cuando alguien miraba desde afuera, veía su ojo impostado sobre el reflejo de la cara muda de un simio.
El día de la apertura del Salón, el 5 de agosto del 2015, a las 5:30 p.m., el artista, un hombre mayor y delgado, seleccionado en una convocatoria abierta —sobre todo por tener cierta recordación como actor de la televisión colombiana en el siglo pasado—, ingresó al cuarto. Una vez cerrada la puerta, procedimos a clausurarla con sellos y adhesivos oficiales en los que un notario certificaba la hora y día del cerramiento.
Lucas Ospina, Un artista del hambre, 2013. Registro de acciones del público asistente. Proyecto participante en el «Museo efímero del olvido» SRA15 zona Centro, Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Artes, Bogotá. Foto: cortesía de Lucas Ospina.
Junto al marco de la puerta incluí algunas imágenes de prensa. Una mostraba un aviso en la primera página del periódico El Tiempo que decía:
Se busca Un artista del hambre. ¿Tiene hambre? ¡Aguántela! ¿No ha podido encontrar ningún alimento que le guste? ¡Haga alarde de su insatisfacción! ¿Qué más quiere? ¡Sea usted insaciable! ¡El gran espectáculo del Artista del hambre llama hoy por única vez!¡Quien hoy deja pasar la oportunidad la pierde para siempre! ¡Quien piense en su futuro es de los nuestros! ¡Todos son bienvenidos! ¡Quien quiera llegar a ser un artista del hambre que se presente! ¡Nosotros somos la experiencia que puede cada uno necesitar! ¡A quien se decida por nosotros le damos la bienvenida ya, aquí mismo! ¡Pero apúrense, se cerrará todo y nunca más volverá a abrir! Informes unartistadelhambre@gmail.com.
Otra imagen exhibía una noticia sobre el ilusionista David Blaine que, en octubre del 2003, salió de su jaula de metacrilato, suspendida en el aire por una grúa, tras aguantar 44 días sin ingerir alimentos.
Lucas Ospina, Un artista del hambre, 2013. Registro de acciones del artista del hambre. Proyecto participante en el «Museo efímero del olvido» SRA15 zona Centro, Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Artes, Bogotá. Foto: cortesía de Lucas Ospina.
La nota cuenta que numerosos británicos «solían provocarle con comida, insultarle y arrojar piedras contra la celda transparente».
También incluí las imágenes de una huelga de hambre. Junto a una carpa, unos hombres sostenían un letrero que decía: «No queremos comida. ¡Tenemos hambre de toro! Los novilleros colombianos en Huelga de Hambre». En otra imagen se veía un letrero que llevaba la cuenta de los días (veintitrés), una bandera de Colombia con un toro como símbolo, y la frase «respeto a nuestra cultura». La protesta se había dado a raíz de la prohibición de las corridas en la plaza de toros La Santamaría de Bogotá.
En otra imagen se veían tres tarjetas promocionales de artistas del hambre europeos que parecían datar de comienzo del siglo pasado. La última imagen mostraba una página del periódico Indian Express con la noticia de que Mahatma Gandhi rompía su ayuno luego de veintiún días.
En el otro costado de la puerta había un tablero, donde se anotaban los días de ayuno del artista, y dos avisos: «Prohibido tomar fotos» y «Por favor no alimente al artista».
La exhibición tuvo un desarrollo normal, sin contra-tiempos. Durante los primeros días coincidió con una muestra de los trabajos de grado de alumnos de bellas artes, así que algunos espectadores pensaron que se trataba de una tesis estudiantil o de un vaticinio sobre el posible futuro de muchos de aquellos que estaban prontos a graduarse.
En un grupo cerrado de Facebook llamado «Materias y electivas fáciles» se dio una discusión sobre la pieza y la naturaleza del arte, y alguien dijo sobre el artista que era «un chiste… y además siempre se rotan y se salen, y caminan por ahí, y hablan y comen como los seres humanos».
Notas del artista del hambre
—Ayer, jueves, a las 3 p.m., unos estudiantes de economía tuvieron una clase de indicadores económicos en el salón de al lado. Leyeron todo en las puertas y decidieron regresar a visitarme. Me preguntaron: «¿Por qué hace esto?». Obviamente, cínica o irónicamente, contesté que por amor al arte. Al rato llegaron unos niños de escuela. Primero eran pocos y me dijeron que tenían que escribir algo sobre arte. Luego fueron llegando más y empezaron a interrogarme, primero con timidez y luego con avidez y sorna: «¿En qué se inspiró para hacer esto?». Respondí: «En el cuarto de Gandhi, que tenía solo un colchón duro y un vaso de agua». Prosiguió otro niño: «¿Cómo se preparó para hacer esto?». Dije:
«Ya he hecho otras acciones. Una fue pararme debajo de un cocotero durante horas a esperar a que me cayera un coco en la cabeza». Profesora y estudiantes soltaron una carcajada y otros comentarios de asombro. «¿Cuándo termina de hacer esto? ¿Qué va a hacer cuando termine?». «Termino el 5 de septiembre y apenas me abran la puerta voy a salir caminando sin parar hasta atravesar el desierto de la Tatacoa en línea recta» (no se me ocurrió nada más bobo). Luego empecé a regalarles heno. Me preguntaron por qué había hecho esa cama de heno; les pregunté si eran católicos. Al unísono se oyó un «Síiii». Les pregunté si se acordaban dónde había nacido Jesús. Al unísono de nuevo: «En Beléeen».
Y pregunté si recordaban cómo era el lugar donde había nacido. «En un portal con pajaaaa». Todos me pedían más heno. Uno, que debió ser el estudiante calavera, desde el orificio me dijo: «Deme a mí también, ¿no le queda más?». Me preguntaron si la gente me daba cosas. Les conté que un señor me había ofrecido un millón de pesos para que saliera del cuarto. Me preguntaron si había aceptado. Les dije que no me interesaba la plata. Cuando todos (unos treinta) tuvieron mucho heno y pedazos de pintura seca de pared que también les regalé, me empezaron a pasar papeles con direcciones de correo electrónico, mensajes de apoyo y me pidieron autógrafos. Dibujé unas diez cabezas a la carrera, de una figura con pelo rizado, y firmé como el artista del hambre. Me preguntaron que cómo me llamaba y respondí:
«El artista del hambre». Dejé que uno o dos tomaran fotos. Las publicaron en su página de Facebook (no se cómo se llaman). Laura, Tomás y Angie pasaron un trozo de papel con sus nombres y las palabras «te admiramos». Les dije, con amabilidad, que no debían admirarme. La profesora dijo que los iba a poner a escribir sobre esta obra. Pensé que los curadores del Salón habían contactado a la profesora.
—Un hombre muy amable dijo que era abogado y coleccionista de arte. Le di un trozo de pintura seca de la pared que yo había descascarado cuidadosamente. Lo firmé como El artista del hambre.
Él lo recibió contento y su reflejo fue sacar su billetera y meterlo como se mete en un compartimento una tarjeta de presentación. Me dio risa y le dije que eso se iba a desmoronar en la billetera; desistió y se lo llevó con cuidado en una mano como si fuera un huevo.
—Hoy apareció una señora que me habló sobre la depresión y sobre el valor de encomendarse al Señor. Le pregunté cómo funcionaba eso para ella y me contó que se había entregado a la oración y a Dios, y que eso la había sacado de la depresión profunda. Verme metido en el cuarto le recordaba ese estado. Me sugirió varias veces, y con devoción, que si me sentía triste me pusiera a orar.
—Dos chicas más aparecen y apenas ven al ojo se paralizan. Se siente el escalofrío que les recorre la espalda. La gente pregunta cuánto llevo ahí.
Digo que como nueve, diez u once días, ya perdí la cuenta… El tablero señala once días, me lo ratifican.
—Un estudiante de arquitectura se lamentó sobre la desaparición del edificio de su facultad, que acababan de demoler. Le pregunté dónde veían sus clases. Me respondió que por cualquier parte del campus, desperdigados. Hablamos sobre lo irónico que era no tener un edificio de arquitectura.
—Una mujer me vio la cara y empezó a preguntar por el señor del otro día, el que estaba vestido elegante y recitaba poesías. Le dije que el artista del hambre sufría mutaciones pero que en el fondo era el mismo.
—Ante algunas personas no hablo para que la ficción no se ancle en mí, como sujeto con nombre propio; para que no se encoja la experiencia y no se aplane y se solucione con haber visto a un individuo, sino que permanezca la tensión y la intriga de una entidad inasible, siniestra.
—Vino un tipo y me comenzó a mirar, a llamarme por mi nombre, no sé cómo lo supo, le boté un zapato contra la puerta, el hombre comenzó a madrearme y me botó cien mil pesos por entre el hueco, asomó su boca y me dijo: «¡Cómase la plata, hijueputa! ¿Qué va a hacer? ¿Tiene hambre? ¡Cómase la plata!». Y se fue. Cogí el dinero.
—Luego, pasadas las dos de la tarde, llega un grupo merecedor, vapuleándose entre ademanes y gestos de certidumbre y seguridad. Son gente del arte.
La curadora sonríe, algo comenta sobre esa obra. Una amiga de la curadora sugiere al menos botarme un maní por el huequito. No me han visto, solo la cama, no saben dónde estoy. Aparezco. Aparece el ojo inquisidor que los vuelve objetos de observación.
En este momento recuerdo las palabras de un estudiante de ciencia política: «Su posición desde dentro del cuarto es de poder; es como un ente poderoso, sin cuerpo, ahí metido lo ve todo y somete con la mirada a los de afuera que vienen a verlo a usted». Todas sacan su iPhone y toman fotos.
—Se acerca con cara tranquila, pero con sigilo, una mujer elegante y respingada que un día vi en una revista donde decían que es de la mejores vestidas de Colombia. Intento dejar que el viento entre por el huequito de la puerta y traiga su perfume.
—Esta tarde un muchacho explicaba a una chica que David Blaine sí lo hace de verdad. La chica está compungida con lo del artista metido en el cuarto.
—Una muchacha joven, de olor ácido y ojos verdes, da vueltas y regresa. Le regalé un pedazo de pintura seca. Sara, la chica de los puntitos negros en el párpado, volvió. Olía delicioso. Luego me quedé solo un rato largo. Me puse a meditar otra vez. Dejé de meditar a los veinte minutos. Pasadas las tres y sin recibir más visitas decidí dormir, tenía mucho sueño. Me puse la cobija y oí que se acercaban unas voces de mujeres. Eran cuatro o cinco según lo que oía, pero no quería acercarme a mirar porque ya estaba instalado. Se acercaron, miraron, discutieron si yo, ahí quietico, era una persona o un muñeco. En ese momento decidí instintivamente que tenía que acercarme con sigilo al hueco y gritar con toda mi fuerza. Sentí que ya no estaban mirando y que estaban totalmente desprevenidas comentando en alta voz como quien está perfectamente a sus anchas y de repente hice un sonido gutural que las hizo saltar chillando y gritando. «¡Hijueputa, sí hay alguien! ¡Está ahí metido!». Salté y cogí rápidamente la cobija y me envolví en ella. Pasado el shock inicial soltaron tremendas carcajadas, se acercaron un poco, con cuidado, y me vieron envuelto en la cobija. Una tenía cara de emoción y no podía parar de sonreír. Me paré y acerqué el ojo. Las miraba a todas, me miraban, miraban al ojo. Así estuvimos hasta que se relajaron y se fueron comentando entre risas, dispersándose por el corredor hacia la amplia tarde que cubría un tranquilo sábado de campus.
—Una mediadora me dijo que a ella le fascinaba que una obra pudiera hablarle, literalmente. La gente sigue yendo y se sigue asombrando.
Referencias
Gómez Lema, Santiago. 2014. «El hombre que vivió 40 años debajo de la escultura de Bolívar», en: El Tiempo, 14 de septiembre, sección Bogotá.
Kafka, Franz. 2003. Obras completas III. Narraciones y otros escritos. Barcelona: Círculo de Lectores.