MEDIAR LAS PRÁCTICAS ARTÍSTICAS: ¿DEPONER O EXACERBAR LA MIRADA?
Nicolás Consuegra, Uno de nosotros…, 2004-2009. Exposición en el 41° Salón Nacional de Artistas, 2008. Foto: José Kattán.
Ver el arte de América desde él mismo, y desde el Sur, e intentar difundirlo en su complejidad,
evitando las generalizaciones estereotipadas, las «otrizaciones» de un nuevo exotismo y las satisfacciones de expectativas cliché.
Gerardo Mosquera, Carolina Ponce de León y Rachel Weiss
Con esta serie de ideas anunciaron sus propósitos dentro del proyecto expositivo los tres curadores de «Ante América», exposición que se realizó a finales de octubre de 1992 en Bogotá, y que se exhibiría a lo largo del año siguiente en las ciudades de Caracas, San Francisco, San Diego y Nueva York. La muestra intentaba evadir cualquier coincidencia con la imagen proyectada por la mirada eurocéntrica sobre el arte de América Latina; imagen en la que habían caído algunas exposiciones que se acercaban al arte de esta comunidad cultural desde las nociones de magia o fantasía. Frente a la mirada proveniente del Norte, ellos intentaron interponer una pantalla concebida desde el Sur que proyectara una imagen diferente, y aún por conocer, del arte realizado desde América Latina entonces (Ponce de León 1992, 10).
Es interesante pensar que el lugar para resistir el poder de representación que se moviliza a través del campo del arte sea una exposición y no otro tipo de plataforma. Parece una apuesta optimista por la capacidad del formato exposición para movilizar el saber y poder necesarios para confrontar la estructura de su «escena primordial». En dicha escena prevalece una mirada que situó el arte de América Latina dentro de un espacio de confinamiento marcado por una concepción «esencialista» de la identidad cultural —entendida como raíz— que había llegado a naturalizarse al punto de no ser percibida. Así, pues, parecería que con «Ante América» se intentó reubicar esa mirada hipotética que nos definía como un otro y no como un yo cultural, para que operara desde un sitio con el cual quisiéramos coincidir o con el cual nos lográramos identificar (Mosquera 1992, 12).
Mediar la mirada
Es ampliamente conocida la trasposición de términos que propone el sicoanálisis lacaniano para abordar la mirada. En contraste con la filosofía clásica, que definía a los sujetos como los que ven el mundo, este enfoque sicoanalítico propone que es el mundo el que los mira a ellos. De esa manera, la mirada consistiría en la experiencia subjetiva de ver en el campo de otro, lo cual amenaza permanentemente la posibilidad de «ver el mundo» de modo satisfactorio. El influjo de la mirada está mediado por la presencia de una pantalla que convierte lo real en una imagen a la vista del sujeto (Lacan 1964, 104).
Jose Bedia, Espíritu del arco, 1992. Vista de la exposición en «Ante América», 1993, Bogotá. Foto: cortesía de Jaime Cerón.
Varios autores se han aventurado a establecer qué es lo que compone esa pantalla con el fin de interpretar cuáles son sus alcances sobre lo que percibimos como imagen de lo real. Jacques Lacan se refería a ella como una mancha, que de hecho sería la sombra proyectada por la propia pantalla, porque cuando vemos a través de ella lo que percibimos es atrapado en una red que está fuera de nosotros (Lacan 1964, 103-105). En uno de sus célebres análisis sobre la fotografía, Roland Barthes se apoyó en las nociones sobre la mirada de Lacan y desde allí logró identificar las dimensiones constitutivas de su experiencia. Es así como propuso un campo en el cual se inscribía la percepción en relación con el propio saber del sujeto, que llamó studium. Esa podría ser su interpretación de la pantalla (Barthes 1980, 63). RobertBrysson, a su vez, la vio como una construcción cultural estructurada como discurso y la llamó «visualidad» (Brysson 1988, 92). Rosalind Krauss la entendió como un obstáculo correlativo al lugar del cuerpo en la percepción, que funcionaría de manera similar a atravesarse frente a un proyector de imágenes y convertirse en una sombra dentro de la imagen (Krauss 1993, 198). Hal Foster la interpretó como «la reserva cultural de la que cada imagen es un ejemplo» (Foster 2001, 143).
En general, estos y otros autores parecen coincidir en señalar que esa pantalla está conformada por las representaciones culturales, que constituyen la dimensión social de lo visual tanto como la dimensión visual de lo social. La luz que va del mundo hacia el sujeto queda atrapada en una red de imágenes reconocibles, de manera similar a como los peces caen atrapados en la red del pescador (Brysson 1988, 91).
Para que los seres humanos podamos orquestar colectivamente nuestras experiencias visuales se requiere que cada uno las someta a lo que es socialmente aceptado como descripción inteligible del mundo, o de lo que creemos que es el mundo. La visión es social y, por eso, a cualquier desviación de la construcción social de la realidad visual se la declara alucinación o perturbación. Entre el sujeto y el mundo se ha insertado una suma de discursos que conforman la visualidad. Al ser una construcción cultural, esta es diferente de la visión como experiencia sensorial inmediata. Cuando aprendemos a ver socialmente (es decir, cuando articulamos nuestra experiencia visual inmediata con los códigos de reconocimiento que provienen de nuestro trasfondo cultural), nos insertamos en sistemas de discurso visual que han visto el mundo antes que nosotros y que lo seguirán viendo después (Brysson 1988, 91).
Si nos aproximamos a las prácticas del arte desde esta perspectiva, es claro que el sujeto en cuestión sería el espectador más que el artista. Tal sujeto se enfrenta a una imagen correspondiente a una determinada experiencia de lo real que solo es posible ver gracias a la pantalla sobre la cual se configura. Esta no sería otra que la visualidad antes mencionada, en cuyo caso, dicha pantalla compromete todo lo que ha sido denominado como «la institución arte» (Lacan, 1964, 108). La visualidad, entendida como pantalla, sirve de intermediaria para «proteger» al espectador de la mirada del mundo, pues la captura y la doma hasta transformarla en imagen. Las prácticas artísticas funcionan como trampas que capturan la mirada de «lo real» (entendido como lo irrepresentable), y que lo muestran solo para probar que no es mostrable (Lacan 1964, 108).
Varios autores se preguntan si todas las concepciones culturales que conforman las prácticas del arte operarían según esta idea de pacificar la mirada, y algunos, entre los que se encuentra Hal Foster, responden que no (2001, 143). Durante el último siglo y medio, y en particular en las décadas más recientes, ha sido evidente el interés de muchos artistas por «rasgar la pantalla», o por mostrar que ya está rasgada.
Les interesa poner en cuestión los componentes culturales que sustentan y determinan la conexión del arte con el mundo, entre los que se encuentran todos los aspectos que estructuran la «institución arte» ya mencionada. Si bien Foster incluye como ejemplo de esta situación a aquellas prácticas artísticas que movilizan los excesos innombrables de carácter abyecto u obsceno —constantes en el arte desde la segunda mitad del siglo XX—, también existen autores que llaman la atención sobre la otra cara de la moneda, a saber, las prácticas artísticas que insisten en el silencio, lo oculto y lo invisible (Hernández 2006, 14).
Regresando al caso de «Ante América», es evidente que uno de sus principales intereses era precisamente «rasgar la pantalla» sobre la cual se proyectaba la mirada eurocéntrica movilizando las concepciones culturales que definían el arte de América Latina en función de una noción esencial de identidad cultural que dicha mirada demandaba. Si tenemos en cuenta la concepción de Lacan sobre la función de esa pantalla, veremos que sin intermediación el sujeto se ve expuesto al efecto perturbador de la mirada; con la presencia de lo que queda de la pantalla, en cambio, el sujeto estaría en capacidad de identificar de qué mundo ha emergido esa mirada, es decir, podría dimensionar sus alcances y resistirlos.
Mediar la curaduría
Uno de los rasgos característicos del campo del arte colombiano es que los espacios temporales —fundamentalmente los generados como plataformas para la realización de proyectos expositivos— han llegado a tener mayor repercusión al interior del campo artístico que los espacios institucionales que operan con un programa permanente. Por esta razón, algunas de las movilizaciones de saber y poder más cruciales en los espacios del arte en Colombia podrían haber ocurrido dentro de situaciones temporales que funcionaron críticamente en relación con diferentes marcos institucionales.
Una muestra que abrió el camino para los señalamientos que planteó «Ante América» fue «Los hijos de Guillermo Tell», curada por Gerardo Mosquera y Graciela Pantin, que se expuso en Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá a comienzos de 1991. Esta exposición revisaba el arte contemporáneo producido en Cuba teniendo en cuenta las transformaciones que lo habían caracterizado en las décadas recientes. El título de la exposición provenía de una canción de Carlos Varela, un rockero y trovador cubano muy popular en ese momento, que hablaba de cómo el hijo de Guillermo Tell se cansó de sostener la manzana en la cabeza, y, después de crecer, quería ser él quien usara el arco y la flecha. La alusión a la necesidad de un relevo en el poder era clara en los jóvenes que habían vivido siempre al interior de la Revolución cubana y pensaban que podrían lidiar con el poder a su manera sin tener que cambiar necesariamente de dirección.
En el texto curatorial, Mosquera aludía a la manera como los jóvenes artistas de su país provenían en muchos casos de contextos populares, y cómo, gracias a una sofisticada formación académica, lograban navegar en escenarios aparentemente antagónicos mediante la creación de obras «cultas» en cuya constitución intervenía desde adentro la cultura vernácula (1991, 10). Sin embargo, Mosquera hacía hincapié al mismo tiempo en los renovados intereses de los contextos hegemónicos sobre «el otro» —propiciados por el posmodernismo— que mantenían una estructura de representación en donde el «otro» siempre éramos «nosotros» y nunca «ellos». Por esa razón, Mosquera soñaba con que en el cambio de milenio «el otro» se revelara contra su «otrización» e hiciera a su manera la cultura occidental, «lo que equivaldrá a deseurocentralizar la cultura “universal”» (1991, 11). Así mismo, cuestionaba la demanda hegemónica de que los artistas provenientes de América Latina «expresaran» su identidad cultural, que parecía ser usada por los centros del mundo del arte como el equivalente de un pasaporte o una tarjeta de identidad que garantizara a dichos artistas su derecho a circular legítimamente por esos ámbitos. Mosquera resaltaba el total desinterés de los artistas jóvenes cubanos por mostrar sus raíces culturales, cuando, de hecho, su trabajo parecía señalar que la identidad cultural se vivía como acción y no como expresión de un rasgo esencial (Mosquera 1991, 12).
La muestra estuvo conformada por quince artistas de al menos tres generaciones, pero se caracterizó por lo significativo del conjunto de obras, que oscilaba entre cuatro y diez piezas de cada uno. Fue una de las primeras exposiciones realizadas en Colombia que se aventuró a revisar críticamente el arte contemporáneo en toda su complejidad, y que centró su atención en el arte contemporáneo proveniente de América Latina como escenario de disputas culturales y políticas.
Unos meses después, el mismo Mosquera sería el encargado de realizar la primera cátedra internacional de arte de la Biblioteca Luis Ángel Arango, que se tituló Arte y diseño: problemas en torno a su definición cultural. El certamen contó con una amplísima asistencia, a pesar de consistir en ocho sesiones de tres horas de duración cada una, realizadas a lo largo de dos semanas. El enfoque y contenidos de la cátedra, que surgió de la tesis doctoral realizada por Mosquera en la Unión Soviética, fue altamente polémico por su distancia frente a las concepciones que circulaban por entonces en torno al arte moderno en el contexto colombiano.
Un año después de realizada «Los hijos de Guillermo Tell», comenzó el proceso de preparación de la exposición «Ante América», que implicó una transformación del modus operandi de los procesos de mediación de las muestras que se realizaban en las salas de exposición de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Desde mediados de los años ochenta, se había constituido un grupo de guías de sala que estaba integrado por artistas recién egresados de las facultades de arte, como también por estudiantes de semestres avanzados de las carreras de arte, humanidades y ciencias sociales de Bogotá. El modus operandi de este grupo consistía en tener reuniones semanales en donde se compartían textos de interés general sobre el arte moderno y contemporáneo, que se complementaban con las lecturas y discusión de los textos propuestos por los curadores al frente de cada proyecto expositivo. Adicionalmente, un elemento clave para la preparación del grupo consistía en el encuentro con los curadores y los artistas, que ocurría de manera muy puntual, una vez finalizado el montaje de las muestras. Las visitas comentadas intentaban mantenerse fielmente dentro de los límites teóricos propuestos por los curadores y los artistas, y se basaban de manera bastante juiciosa en el texto curatorial.
Sin embargo, para el proceso de preparación de «Ante América» se hizo evidente no solo para los curadores sino para la misma institución a cargo de su organización que no sería suficiente la metodología habitual de la cual se echaba mano para preparar el proceso de mediación de cualquier otro proyecto expositivo. Tanto por los enfoques conceptuales como por los contextos a los que se aludía, así como por el tipo de artistas y obras que se iban a presentar, era necesario complejizar los marcos de referencia, expandir las fuentes bibliográficas, incorporar nuevas metodologías de análisis y ampliar la terminología para hablar de la muestra. Adicionalmente, era necesario focalizar la atención en los pormenores que implicaba hablar de arte en el contexto contemporáneo de América Latina. Esto hizo que el proceso de preparación del equipo comenzara seis meses antes de la apertura de la muestra, y que involucrara varios momentos de encuentro con los curadores. Adicionalmente, la posibilidad de realizar diálogos con algunos artistas durante la instalación de sus piezas expandió aún más el conjunto de herramientas de análisis, lo que permitió que todos los mediadores estuvieran en capacidad de plantear sus propios marcos discursivos, de acuerdo a la manera como había apropiado los distintos discursos y concepciones. En ese sentido, se podría decir que cada una de las visitas comentadas fue diferente a las demás, porque era claro que había muchas maneras distintas de hablar acerca de la exhibición y las obras, y todos los mediadores eran lo suficientemente solventes frente al tema en cuestión para poder explorar diferentes modos de aproximación, de acuerdo al tipo de grupos a los que se enfrentaran.
Uno de los autores que se introdujo para esos fines fue Néstor García Canclini, quien apenas comenzaba a ser leído en ese entonces en Colombia y que generaría un fuerte impacto en la manera de generar discursos sobre el arte, particularmente por su atención a los procesos de hibridación que han dado forma al arte realizado en América Latina (García 1989, 264). Los participantes en el proceso de conformación del grupo de guías de sala también tuvieron que enfrentarse a textos que problematizaban las prácticas de curaduría en un momento en que apenas comenzaba a hablarse sobre el tema en Colombia.
El enfoque curatorial tomaba en consideración la manera como los rasgos comunes de las culturas que conforman América Latina lograban simultáneamente potenciar significativas diferencias culturales que coexisten entre ellas. Pero también señalaba que esa misma condición se extendía a los demás países del Tercer Mundo, situados en el eje Sur-Sur, que, a pesar de ser tan disímiles y estar tan distantes, «encaran problemas comunes derivados de la situación poscolonial» que les impiden establecer vínculos efectivos en sentido horizontal (Mosquera 1992, 12).
En la muestra participaron artistas que trabajaban desde América Latina, aun cuando varios de ellos hubieran estado viviendo en países del hemisferio norte desde hacía algún tiempo o que algunos otros provinieran de culturas indígenas de esos mismos países o pertenecieran a comunidades caribeñas, a comunidades afroamericanas o latinas. El desafío de generar relaciones interculturales implicaba no pocas ni sencillas preguntas: «¿Cómo va a enfrentar América Latina el diálogo horizontal de las culturas si apenas lo ha resuelto dentro de países donde gran parte de la población permanece ajena al proyecto nacional supuestamente integrador?» (12). Un primer paso era comprender que la única manera en que estas construcciones culturales resultaran efectivas sería que emergieran de los diálogos entre las propias diferencias. Un segundo paso era aceptar la facilidad con que se apropia e incluye lo extranjero como si fuera algo propio e íntimo dentro de nuestro contexto (13-14).
Luis Camnitzer, Lección de historia del arte, 2000-2001. Exposición en el 41° Salón Nacional de Artistas, 2008. Foto: José Kattán.
Si se presta atención al tipo de piezas incluidas en esta exhibición se puede entender cómo los mismos artistas habían generado a su propio modo una rasgadura en la pantalla que soporta la imagen de lo real, para contraponerse a la mirada eurocéntrica. Esta operación ocurría fundamentalmente por la apropiación y resignificación de algunas prácticas artísticas del hemisferio norte. Su afinidad con las estrategias que los que los artistas de América Latina querían implementar les permitía confrontar las convenciones estéticas que le daban forma a sus obras y son el más claro ejemplo de cómo opera la «visualidad» en el campo del arte. El planteamiento que hace Robert Brysson de que la visualidad opera como un discurso es muy elocuente para entender cómo han funcionado las convenciones artísticas en el arte occidental. Durante varios siglos se mantuvo incuestionada la conexión ilusoria de las imágenes artísticas —tanto en la pintura y la escultura— con el campo de lo real, que habitualmente implicaba que un aspecto de la imagen fuera interpretado como cuerpo y otro como espacio dentro un escenario hipotéticamente profundo, que se denominaban convencionalmente como figura y fondo. Sin embargo, el siglo XX trajo consigo una trasposición de términos al reemplazar la representación de la profundidad ilusoria de lo real por la representación de sus huellas latentes en la superficie de las propias obras. La pintura y escultura realizadas a partir del cubismo son una evidencia de esa conquista de la superficie como un «nuevo» escenario convencional.
Sin embargo, cuatro décadas más tarde se generaría paulatinamente otra trasposición cuando se traspasan el marco del cuadro y el pedestal de la escultura —que durante siglos fueron los máximos límites convencionales del arte— para convertir las obras en figura y la arquitectura en fondo, desestructurando de manera ominosa el papel de pantalla de las obras de arte.
Prácticamente la totalidad de los artistas que integraron «Ante América» fueron partícipes de esta rasgadura en la pantalla, pero se pueden traer a colación dos casos concretos que provienen tanto de la pintura como de la escultura. El artista cubano José Bedia utilizó el dibujo y la pintura para apropiarse de los rasgos «expresivos» que se le atribuían a las imágenes que surgían del uso de la gestualidad corporal, para desmontar los trasfondos humanistas del arte entendido como expresión subjetiva individual. En su instalación in situ para «Ante América», Bedia realizó un dibujo neoexpresionista de gran formato directamente sobre el muro, y le incorporó algunos objetos, materiales y elementos de grafiti para confrontar los ideales modernos eurocéntricos de un sujeto que se expresa, y para mostrar en su lugar un «otro cultural» que actúa en ese mismo canal pero con un sentido opuesto. Lo mismo podría decirse de la manera como la artista colombiana Doris Salcedo desplazó la práctica de la escultura, desde el objeto hacia la instalación, en su emblemática obra Atrabiliarios, que se exhibió por primera vez en América Latina en esta exposición. La obra que era inseparable de la arquitectura en donde se presentaba, pareció sustituir la visibilidad expresiva asociada convencionalmente al arte por una situación silenciosa, no del todo visible, que parecía inseparable del campo social en donde era percibida. La obra de Salcedo consistía en veinte nichos enclavados dentro de la pared, cubiertos con una membrana animal que había sido cosida con suturas —similares a las realizadas en un quirófano— a los bordes de cada nicho. A través de estas membranas se vislumbraban zapatos de mujer (salvo un zapato masculino) dispuestos en diferentes posiciones y con distintos tipos de marcas o huellas en su superficie, apenas perceptibles a través de la membrana. Parecía que intentara generar una experiencia en los espectadores en donde ver es como tocar. Ese carácter traslúcido de la superficie de su obra es metafórico de su interés en no domar la mirada del mundo con su obra, sino dejar apenas que algo de ella afecte al espectador.
«Ante América» intentaba hacer ver el arte contemporáneo de América Latina desde ese tipo de complejidades, al concebirse como un «ensayo abierto sobre el continente» (14). Los artistas que la conformaron planteaban en sus obras lo que los curadores percibían como una conciencia de la región que se manifestaba en escenarios tan diversos como lo estético, lo social, lo vivencial o lo religioso. Eran artistas con diferentes trayectorias, edades y procedencias geográficas, pero con un papel similar en la activación del contexto cultural y artístico de América Latina. La exposición se proponía como un discurso de integración, pero también se pensaba como un acto. Invitaba a mirar «problematizadoramente el arte del continente y el continente desde el arte» (Mosquera 1992, 16).
En la muestra participaron veintiséis artistas que incluían nombres con un significativo nivel de reconocimiento internacional para ese momento, como el chileno Alfredo Jaar, la cubana Ana Mendieta, el uruguayo Luis Camnitzer o los colombianos Beatriz González y Antonio Caro. También estuvieron presentes artistas que comenzaban a circular de manera efectiva en distintos contextos culturales y geográficos, como el mexicano Guillermo Gómez Peña, el estadounidense Jimmy Durham, y los cubanos José Bedía y Juan Francisco Elso (ya entonces fallecido). No obstante, llama la atención que dentro de los más jóvenes o con menor trayectoria dentro de la muestra hubo artistas cuya obra sería protagónica del arte realizado desde América Latina en la siguiente década, como el venezolano José Antonio Hernández Díez, o los colombianos María Fernanda Cardoso, María Teresa Hincapié, José Antonio Suárez y Doris Salcedo.
«Ante América» también incluyó la exposición «Cambio de foco», curada por Carolina Ponce de León, que revisaba las prácticas fotográficas en América Latina y que contó entre sus artistas al brasileño Mario Cravo Neto, al guatemalteco Luis González Palma, a la cubana Consuelo Castañeda, al argentino Gerardo Suter y al colombiano Miguel Ángel Rojas, entre otros. Cabe anotar que esta muestra fue pionera en aproximarse a la fotografía desde el campo del arte, porque en ese momento era común pensar que se trataba de ámbitos separados.
Tras la apertura de las muestras se llevó a cabo la segunda cátedra internacional de arte, bajo el nombre de «Encuentro teórico Ante América», que revisó muchos de los debates latentes en el enfoque curatorial y en donde participaron, además de los curadores, teóricos internacionales como Nelly Richard, Fredric Jameson o Pere Salabert; y artistas como Doris Salcedo, quien a partir de su obra Atrabiliarios, realizó una ponencia sobre la idea del arte documental.
En su conjunto, el proyecto «Ante América» fue crucial para identificar los marcos de representación sobre los cuales habían sido erigidos muchos de los discursos que sustentaban las prácticas del arte en América Latina, y que eran el efecto de la mirada hegemónica de donde provenían sus categorías.
Mediar la mediación
Vista general de la exposición sobre el Coloquio Latinoamericano de Arte No-objetual y Arte Urbano, en el marco del MDE07, Museo de Arte Moderno de Medellín, 2007. Foto: Carlos Tobón.
Durante la primera década del siglo XXI se conjugaron muchos factores en torno a la recuperación de la memoria de diferentes tipos de hechos, situaciones y proyectos en el campo artístico colombiano de las décadas finales del siglo XX; y con frecuencia esta búsqueda en torno a la memoria dio origen a publicaciones o a proyectos expositivos. Uno de tales proyectos que generó un «nuevo» y particular interés fue el Primer Coloquio Latinoamericano sobre Arte No-objetual y Arte Urbano, realizado en 1981 como parte de las actividades del recientemente creado Museo de Arte Moderno de Medellín. El evento se concibió como un escenario crítico en torno a la realización de la IV Bienal de Medellín, que se llevaba a cabo ese mismo año en un intento por recuperar las experiencias más significativas de las tres bienales de pintura de Coltejer (realizadas entre 1968 y 1972 en la ciudad). La dirección del coloquio le fue comisionada al crítico de arte peruano, radicado en México, Juan Acha, acérrimo contradictor de esas bienales por su efecto fetichista y mercantilizador del arte en la década del setenta. Bajo su dirección se concibió y realizó el coloquio que, a lo largo de cuatro días, no solo reunió ponencias teóricas de personajes como Néstor García Canclini o Nelly Richard, sino también acciones e intervenciones artísticas en los espacios del museo y sus alrededores. En ellas participaron artistas como Ana Mendieta, Cildo Meireles, Adolfo Bernal o Marta Minujin, entre otros. En su balance, Juan Acha destacó todas las tensiones generadas por la alteridad entre los dos eventos, que llevaron a que personas cercanas a la IV Bienal —como Marta Traba— arremetieran contra el coloquio y viceversa. También mencionó la coincidencia entre los señalamientos realizados en el coloquio propiamente dicho y las intervenciones artísticas que lo acompañaron. Así mismo, hizo notar la persistente tensión generada en las relaciones culturales del eje NorteSur, tanto por la presencia de concepciones hegemónicas provenientes de Europa como por la emergencia de un claro escenario de influencia de Estados Unidos en la región (Acha 2011, 287).
El enfoque teórico y político de este coloquio fue altamente significativo respecto al intento de exacerbar la mirada que el arte acarrea dentro de las prácticas artísticas de América Latina. Un primer indicio en este sentido fue el hecho de hablar de «no objetualidad» en lugar de hablar de «conceptualismo». Este sutil matiz implicaba una resistencia tanto a la idea convencional del arte como mercancía, como a la concepción idealista de la práctica del arte desligada de problemáticas contextuales y concebida desde una idea de «pureza» o de «autonomía». Es en el cruce entre las disciplinas modernas de pintura, escultura o dibujo, así como en el análisis de una «realidad artística» latinoamericana —entendida como una visión histórica y social del arte en la región—, donde se genera la no-objetualidad del arte en América Latina (Acha 2011, 290). La condición anticonvencional de esta postura es una temprana manera de rasgar la pantalla sobre la que se proyecta la realidad cultural de América Latina en una imagen que no responda a las demandas del Norte cultural y político.
Al cumplirse veinticinco años del coloquio, el Museo de Antioquia lideró la realización de un proyecto que retomaría la relación entre la ciudad de Medellín y el contexto del arte contemporáneo. Por esa razón, invitó a un equipo de curadores a pensar en los efectos culturales tanto de las bienales como del coloquio, y fue así como surgió el Encuentro Internacional de Arte de Medellín 2007, que se denominó MDE07 en referencia a una de las obras realizadas por Adolfo Bernal en el coloquio.1 El MDE07 implicó una amplia gama de actividades en un alto número de espacios y por un prolongado periodo de tiempo, pero una de sus acciones cruciales fue la edición y publicación de las memorias del coloquio de 1981, dentro del componente denominado «Resonancias históricas».
El encuentro en sí se concibió como una indagación sobre todas las situaciones que habían caracterizado la circulación y recepción del arte contemporáneo en la ciudad a lo largo de su historia, pero rehuyó el nombre de «bienal» porque quería mantenerse fuera de los imaginarios y convenciones que se asociaban a ese tipo de certámenes: su alto costo, su carácter espectacular y la preeminencia de los componentes expositivos por encima de cualquier otro tipo de procesos, que lleva a que la mayor parte de su público provenga eminentemente del ámbito internacional. El nombre de la primera versión del MDE (que ya se ha realizado en tres ocasiones) fue «Espacios de hospitalidad», que gravitaba entre las nociones de hospitalidad y hostilidad, y buscaba «volver el gran evento artístico una situación doméstica, familiar, cotidiana» (Roca 2011, 14).
Gabriel Sierra, Habitación de proyectos, 2007. MDE07 Espacios de hospitalidad, Medellín. Foto: Carlos Tobón.
Considerando el papel de la hospitalidad en el proyecto, la modalidad de la residencia artística —que apenas comenzaba a reconocerse como una práctica relevante en Colombia— fue uno de los principales métodos de conformación de todos sus componentes, lo cual permitió que artistas, curadores, formadores y hasta los mismos espacios artísticos se «encontraran» con los diferentes agentes sociales del campo artístico de la ciudad de Medellín, a través de procesos temporales de mediana y larga duración. Al mismo tiempo, fue posible plantear un componente pedagógico como eje estructurante de todas las acciones, gracias a la presencia permanente de los participantes del MDE07 en la ciudad. Desde enero hasta julio hubo una cita semanal de conversaciones entre artistas, formadores y curadores en la Casa del Encuentro, antigua sede del Museo de Antioquia, que era el epicentro conceptual y simbólico del proyecto, y que hasta la fecha mantiene ese mismo nombre.
El vínculo conceptual del encuentro con el coloquio demarcó el tipo de prácticas, escenarios, actores sociales y procesos que lo estructuraron, y, por esa razón, se planteó como la domesticación de un modelo de bienal (Roca 2011, 14), intentando resistirse políticamente a las convenciones artísticas que regulan hegemónicamente la manera de poner en circulación el arte contemporáneo. Este giro sutil hacia la validación de lo local —en este caso, las audiencias y dinámicas propias de la ciudad de Medellín— por encima de lo global —entendido como el sector profesional del campo internacional del arte y sus modos de operar— fue la manera en que el MDE07 rasgó la pantalla y dejó vislumbrar la mirada de la que surgieron las diferentes piezas.
Desde la realización del MDE07 emergieron otras opciones de articulación entre el arte colombiano y el contexto internacional, como los Salones Nacionales de Artistas —que han tenido dos versiones enteramente internacionales, el 41SNA Urgente! en el 2008, y el 43SNA SaberDesconocer, en el 2013—; así mismo, se consolidaron nuevas plataformas curatoriales en el contexto nacional o regional como los Salones Regionales de Artistas, que han tenido en común la ampliación o complejización de sus componentes pedagógicos, cuyos efectos han implicado incluso que algunos proyectos de curaduría hayan tomado la forma de proyectos de formación. Tal fue el caso del Primer Simposio Regional de Profesionales e Informales en Artes Plásticas y Visuales, realizado por el colectivo Helena Producciones, en la región Pacífico en el 2009, o la Escuela de Garaje realizada por el colectivo Laagencia en la región centro, en el 2015.
Tatzu Nishi, Susúrrame algo al oído, 2007. Instalación en la iglesia del Sagrado Corazón: vista externa y vista interior del campanario intervenido. MDE07 Espacios de hospitalidad, Medellín. Fotos: Carlos Tobón.
En esta serie de proyectos que he recorrido en este texto se ha puesto en relación la contingencia de las prácticas artísticas realizadas desde Colombia con la pantalla que configura el campo internacional del arte, logrando crear fisuras que, lejos de apaciguar los efectos de lo real, antes bien los exacerban. La mirada puede ser exacerbada cuando la pantalla que la contiene se desgarra y logra revelar los componentes culturales y políticos que la entretejen. En el campo del arte las hebras que dan forma a esa pantalla son todos los aspectos convencionales e institucionales que definen el rol de sus diferentes prácticas. Replantear ese rol es el primer paso para movilizar el saber y el poder que el arte conlleva, pues así se rasga la pantalla que media los efectos de lo real y evita que se proyecte una imagen del mundo dentro de la que podamos encajar sin cuestionamientos.
Referencias
Acha, Juan. 2011. «Balance del coloquio», en: Memorias del Primer Coloquio Latinoamericano sobre Arte No-objetual y Arte Urbano. Encuentro internacional de Medellín, prácticas artísticas contemporáneas. Medellín: Museo de Antioquia.
Barthes, Roland. 1980. La cámara lúcida. Buenos Aires: Paidós.
Brysson, Robert. 1988. «The Gaze in the Expanded Field.» In Vision and Visuality. Seattle: Dia Art Foundation.
Foster, Hal. 2001. El retorno de lo real. Madrid: Akal.
García Canclini, Néstor. 1989. «Culturas híbridas, poderes oblicuos», en: Culturas híbridas, estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Grijalbo.
Hernández, Miguel. 2006. «El arte contemporáneo entre la experiencia, lo antivisual y lo siniestro», en: Revista de Occidente, n.° 29, 7. Disponible en: <http://es.scribd.com/ doc/52795700/El-arte-contemporaneo-entre-lo-real-y-lo-siniestro>, consultado el 12 de diciembre del 2015.
Krauss, Rosalind. 1993. «Pantalla», en: El inconsciente óptico. Madrid: Tecnos.
Lacan, Jacques. 1964. «De la mirada como objeto a minúscula», en: Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
Mosquera, Gerardo. 1991. «Los hijos de Guillermo Tell», en: Los hijos de Guillermo Tell. Caracas: Binev.
Mosquera, Gerardo. 1992. «Presentación», en: Ante América, catálogo de exposición. Bogotá: Banco de la República.
Mosquera, Gerardo. 2010. «Del arte latinoamericano al arte desde América Latina», en: Caminar con el diablo, textos sobre arte, internacionalismo y culturas. Madrid: Exit.
Ponce de León, Carolina et ál. 1992. Ante América. Bogotá: Banco de la Republica.
Roca, José. 2011. «Domesticando el modelo bienal», en: Cuadernos MDE07. Encuentro Internacional de Medellín. Prácticas Artísticas Contemporáneas. Medellín: Museode Antioquia.
1. La obra de Bernal consistió en apropiarse de la manera como se hace mención a la ciudad de Medellín en los códigos aeroportuarios: la sigla MDE. Bernal tradujo la sigla a clave morse para emitir el nombre como una señal continua, a través de una frecuencia de radio, durante la realización del coloquio en 1981.