Curaduría intercultural
Doris Salcedo, Shibboleth, 2007. Instalación en el Turbine Hall, Tate Modern, Londres. Foto: cortesía de la artista.
En el año 2010 el Museo de Brooklyn anunció orgullosamente la exposición «The Arts of Africa» con estas palabras: «Más de 250 obras, abarcando más de 2.500 años, representan el arte del continente africano en las salas del primer piso del Museo», se leía en la página web. Este es un enfoque más o menos típico. No es intercultural. La curaduría «intercultural» no consiste en importar arte desde otros continentes —bajo una perspectiva de tercera persona—, como quien importa un acervo mayorista de obras únicamente definidas por su africanidad. Es, más bien, una actividad curatorial que hace justicia a un aspecto del arte (en general) mejor expresado con la frase «el arte se mueve». Esta frase resume por qué y de qué manera es necesario y posible el ejercicio de curaduría intercultural. Al decir que el arte se mueve busco conceptualizar varios significados de esta frase como un todo complejo. Es mi intención argumentar en lo que sigue que, a partir de la idea de movimiento, la relevancia del arte para la sociedad puede articularse desde una perspectiva intercultural. Llamo a esto la naturaleza «migratoria» del arte.
Con este término aludo al empeño curatorial de aproximarse a unas «estéticas migratorias». «Estéticas» no tanto en referencia al campo filosófico, sino a la experiencia de vinculación sensible, una conectividad basada en los sentidos, y uso el término en plural a propósito. Esta vinculación sensorial o perceptiva tiene lugar, según la teorización temprana de la estética del filósofo alemán Alexander G. Baumgarten, en el espacio público (1961 [1750]). Que sean «migratorias» remite a su vez a los rastros, igualmente perceptibles, de los movimientos de migración que caracterizan la cultura contemporánea. Ambos términos son programáticos: el encuentro con tales rastros brinda diferentes experiencias estéticas.
El reconocimiento de que el arte se mueve es el paradigma del arte en general, no una excepción a él; así, aquello llamado «curaduría intercultural» es el tipo de curaduría que se hace cargo, tanto ética como artísticamente, de este carácter migratorio del arte. Uno puede ponerle etiquetas como «global» o «geopolítica», pero hasta que la cualidad móvil del arte se traiga a primer plano y se lleve a interacción con los visitantes, los espacios y los objetos, y de una obra a la otra, tales etiquetas solo indicarán buenas intenciones, no una buena práctica curatorial. Finalmente, luego de la crítica hecha por Gayatri Spivak en 1999 acerca del concepto poscolonialismo y sus usos y abusos, me abstengo de usar este término al no tener espacio suficiente para desarrollarlo como corresponde.
Distinto de multi- y de trans-, el prefijo inter- denota mutualidad, proceso dinámico y, en principio, igualdad (aunque esta no siempre se ponga en práctica). La curaduría intercultural no apunta a hacer justicia dentro de la actual tendencia a generar exposiciones ancladas en una cultura «diferente» —para ponerlo burdamente— o «exótica». El calificativo «diferente» presupone ante todo un yo desde el cual se enuncia hacia fuera lo otro y lo distinto. Así mismo, la diferencia en cuestión —incluso su «cuestionabilidad»— es propiedad central, acaso esencial, no del arte sino de cómo se colecciona y se presenta.
Hemos visto muchas exposiciones de «arte africano», por ejemplo, y tantas otras de arte chino, latinoamericano e indio. Más que dar cuerpo a una visión nueva, realmente poscolonial, del mundo, este tipo de exposiciones tienden a parecer más bien herederas de las ferias mundiales de comienzos del siglo XX, y no son fundamentalmente distintas de aquellas exhibiciones coloniales. Hay una razón simple para esto, que con-dena de antemano esos proyectos más allá de cualquier intento particular de lograr ser diferentes: resulta increíblemente presuntuoso presentar el «arte africano», como si al «arte europeo» o incluso al «arte francés» se los haya sometido jamás a una arbitrariedad tan rampante como la que engendran semejantes generalizaciones.
Al contrario, y para evitar las implicaciones jerárquicas de pensar en la «diferencia», a este ensayo le compete la cuestión de la interculturalidad en curaduría más allá de prácticas post-, o mejor, neocoloniales. Una vez que nos acostumbremos a ver arte de diferentes partes del mundo podemos empezar a propiciar y dar forma a encuentros entre obras de diferentes culturas en dinámicas que de alguna manera las fusionan. Inter-, «en medio de», presupone igualdad, al menos como posibilidad, movimiento, relación, interacción; todas ellas cosas indispensables para que una curaduría pueda convertirse en geopolítica de un modo que no emane de una actitud autopromocional y sentimentalista. El resultado de lo que yo llamo «inter-ship» es la transformación de ambas partes en el intercambio.1
Una vez ponemos en entredicho el origen naturalmente nacional del arte, una exposición de arte indio como la que el Museo Arken de Arte Moderno (cerca de Copenhague) expuso en el 2012 se vuelve posible; en efecto, esta muestra se estructuró hasta el último detalle en la selección de trabajos significativos, como cualquier muestra de arte occidental. Y se mantuvo lejos del modelo usual de las ferias de arte (al respecto véase Bal 2013a). Uno podría criticar la obstinada presencia de estándares occidentales, por supuesto; pero la paradoja, o el dilema, es que ignorar esos estándares, como los visitantes podrían esperar, puede ser también terriblemente condescendiente. En cambio, involucrarse de lleno con las obras quizá dé pie a una discusión subsecuente acerca del grado en que estos estándares vienen sesgados por conceptos occidentales, pues en ese marco dichos conceptos dejarían de ser autoevidentes. Los curadores interculturales esperarán que se den esas reflexiones y discusiones; incluso obligarán a hacerlas.
El tipo de exposición intercultural que tengo en mente puede entenderse mejor mediante conceptos como la «estética migratoria» y el carácter fundamentalmente móvil del arte, y evitando las trampas de un punto de vista condescendiente y exotizante. Solo entonces pueden evitarse una cierta esquizofrenia cultural —la inquietante sensación de perder el piso al intentar lo imposible— o el autismo cultural —rehusarse a considerar nada que sea foráneo a los rígidos estándares propios—. Ambas diferencias, históricas y geopolíticas, pueden entonces abordarse fuera de la distinción «yo-otro» que promueve el anclaje del juicio estético en dogmas autoevidentes. La India produce arte fantástico; arte que, como todo buen arte, reconoce y trabaja con la historia y el contexto actuales, con la experiencia y las costumbres indias, y con una historia colonial que ningún post- podrá borrar. Lo mismo puede decirse de cualquier otro contexto asociado al tipo de exposiciones que produce un mercado del arte pretendidamente «globalizado».
La narrativa como elemento de la curaduría intercultural
Para que la curaduría intercultural se establezca como práctica común hace falta todavía aprender mucho sobre lo que significa «arte» y cómo lidiar con él. En el mundo occidental el «arte» ha acabado siendo un concepto; su desarrollo usualmente se considera que inicia en el siglo XIV, es teorizado e historizado por Vasari en el siglo XVI y, según historiadores como Arthur Danto (1998) y Hans Belting (1987), su fin se declara en los años sesenta o setenta del siglo XX. Su supuesto desarrollo, según Ernst Gombrich (1987), fue un intento continuo de perfeccionar la representación realista, haciendo del realismo el estándar con el que se juzgaba el arte. Con la modernidad, Clement Greenberg (1961) promovió a su turno la pureza, definida como la especificidad del medio y, así, el arte como lo conocíamos vio su fin.
La pluralidad devino la nueva (no) norma, deshaciendo todo criterio claro para juzgar el arte y, con él, desvaneciendo también al caballero sabelotodo: el conocedor. Sospechosamente, este «fin del arte» coincidió con el fin oficial del colonialismo; la pureza quedó definitivamente en jaque, y la pluralidad se transformó en una renovada e igualmente imperial búsqueda del arte en todos lados. Partes del mundo cuyas culturas visuales no habían tenido que lidiar con los conceptos restringidos del arte de Occidente prosperaron entonces y se convirtieron en territorios para la caza de nuevos trabajadores del arte. De forma igualmente sospechosa, cuando emergieron nuevas naciones la idea de «nación» se volvió obsoleta. Entre tanto, los teóricos poscoloniales hicieron nuevas preguntas y ofrecieron nuevos conceptos para ayudar a entender la nueva escena cultural, ya vieja de algún modo, que a la postre vino a ser llamada «global».
El asunto curatorial no puede seguir abordándose desde la tensión local/global. Entonces, ¿cómo hacer exposiciones verdaderamente interculturales? En una
exposición intercultural, idealmente, las obras albergan un diálogo dentro de ellas; los trabajos que vienen, por decir algo, de la India, se exponen del modo que el público occidental aprecia: no en medio del ruidoso mercado turístico que hasta el Centro Pompidou ha creado (recuérdese su exposición «Paris-Delhi-Bombay» del 2011), sino en una simple y exquisita exposición de arte. Tal exposición sería el resultado de una curaduría intercultural, comprometida con lo que he llamado «estética migratoria». Esta noción promueve la movilidad como un estándar más allá del realismo y en contra de la pureza. Por medio de la estética migratoria las exposiciones y sus narrativas pueden convertirse en un caldo de cultivo clave para las relaciones interculturales.
La narrativa es una retórica social, tanto como lo es la exposición de artes visuales. En toda narrativa, en cualquier medio, lo importante es la distribución de la capacidad o la agencia narrativa: quién hace qué para quién —quién cuenta una historia, quién percibe e interpreta los eventos, quién los escucha o los «ve»—; y, lo que es más importante, ¿quién no tiene acceso a estas funciones? El concepto clave es focalización —cómo se orienta la percepción. El potencial más manipulativo o retórico de las funciones narrativas reside en la focalización. Una exposición es una narrativa y cada obra dentro de ella lo es también. Ambas guían la percepción. Más que haber un proceso de transmisión, en el corazón de la narrativa hay una interacción, y en vez de ser un relato, la historia que se narra es interacción performada.Así mismo pasa con una muestra visual, hecha narrativa por la movilidad del visitante. La curaduría intercultural trabaja con la focalización para traer a primer plano esa cualidad «performativa» del arte exhibido. Esto conlleva necesariamente un reconocimiento de la actividad del visitante y, por lo tanto, previene el tono autoritario de la curaduría.
Comencé a considerar el arte como algo que está por definición en movimiento cuando realicé la curaduría de la muestra itinerante «2Move» (2007-2008), un proyecto colaborativo con el historiador y escritor español Miguel A. Hernández Navarro. El título condensaba la idea de la «estética migratoria», concepto con el cual buscamos establecer cruces productivos entre la noción de imagen en movimiento como un medio artístico, muy extendida hoy, y el hecho crecientemente evidente de que la gente se mueve. Exploramos las diversas maneras en que el video y la migración podían enlazarse entre sí, más allá del reino de la anacrónica y sobrepolitizada idea general de la migración como fenómeno social reciente.
El hecho de que la exposición estuviera enfocada en el video como un arte «en movimiento» llamaba la atención sobre el potencial de conceptualizar la «estética migratoria» primordialmente en términos de movimiento, como elemento común entre las dos partes de la noción. Este enfoque nos permitió movernos libremente entre el sentido literal del movimiento —«la imagen se mueve», «el movimiento de la gente»— y todas sus connotaciones, alusiones y significados metafóricos subyacentes. Esto incluye el movimiento emocional, movimientos del corazón, de los sentidos y de la inteligencia, como consecuencia de un encuentro (inter-). Esta cualidad móvil se activa en el espacio y media en la producción de efectos no atados a los modos tradicionales de hacer sentido o de ver el arte.
Ya sea que se muestre en museos, galerías o en el espacio público, el arte es una intervención, un acto focalizado de narrativa en el espacio. El espacio es algo que compartimos, donde nos encontramos y donde tenemos que lidiar unos con otros, o asumir las consecuencias de no hacerlo. Pensar más allá de las fronteras ordinarias e ir hacia espacios nuevos, jamás explorados, es de vital importancia para sostener las condiciones de posibilidad de un campo político que funcione. Estas condiciones son la capacidad de juzgar, el ejercicio de actos democráticos, y que esté disponible eso que la filósofa estadounidense Wendy Brown llama los «espacios democráticos» (1995); espacios donde la gente puede reunirse, aprender cosas nuevas que rompen la rutina diaria, captar y reconocer los hábitos irreflexivos ajenos, y luego hablar en pie de igualdad, lo cual incluye la posibilidad de disentir, de diferir, en ambos sentidos del verbo. La diversidad y el encuentro son condiciones previas para esta actividad.
Con sus inventivas y a menudo ficcionales imágenes, experimentando con lo aún-no-existente (las variaciones pensables de lo que llamamos normal o incluso posible), y con su lento o hasta extratemporal modo de funcionar frente al frenético paso de la vida diaria, el arte es un área privilegiada donde aquellos espacios pueden construirse. La situación estética intensifica este potencial. Esta situación es migratoria; la pureza monocultural es imposible e indeseable. Y la curaduría debe ser sensible al espacio como un espacio compartido y apto para actos democráticos. En él, el diálogo intercultural es posible y viene alentado sin unilateralidad, sin borrar la singularidad, solidificar la diferencia o rechazar la mutua comprensión.
¿Es posible salir del eurocentrismo?
No realmente, no enteramente; lo cual no significa que no podamos hacer nada. Déjenme traer a colación un ejemplo de París. La nueva presentación de la colección moderna del Centro Georges Pompidou, «Múltiples Modernidades, 1905-1970» incluye explícitamente arte moderno de diferentes continentes, aunque África, como de costumbre, queda mal representada, excepto como fuente de inspiración para el primitivismo. A pesar de ello y de otras limitaciones, resulta significativo que esta autoproclamada «perspectiva renovada y ampliada del arte moderno» se haya abierto en octubre del 2013, el mismo mes en que inauguró la exposición en la Maison Rouge, también en París, donde una colección privada y algunos acervos de museos, piezas procedentes de Tasmania y Australia, conformaron la curaduría de «Théâtre du monde» realizada por Jean-Hubert Martin —conocido por la muestra internacional «Magiciens de la terre» (1989), que fue punto de quiebre en su tiempo.
«Théâtre du monde» 2013-2014, Museo del Louvre, París. Vista lateral del montaje de Grande figure. Femme Leoni, 1947, de Alberto Giacometti (Fundación Marguerite y Aimé Maeght, Saint Paul, Francia) y el Sarcófago de Itnedjes (ca.780-525 a.C.). Curaduría de Antoine de Galbert. Foto: catálogo de la muestra, cortesía de Mieke Bal.
Pero la Maison Rouge no aspiraba al internacionalismo por medio de gestos simples y tardíos de inclusión, fácilmente legibles como cuotas minoritarias condescendientes. La apuesta programática más explícita que Maison hace en este sentido será una nueva serie de exposiciones que inician en el 2011; muestras dedicadas a un centro periférico, para aludir a una contradicción que quizá no sea más que una paradoja.Los centros artísticos en ciudades o regiones que parecen periféricos desde la estrecha perspectiva occidental, resultan centrales o centralistas en su propia región. La primera de estas exposiciones fue «My Winnipeg» (2011), seguida por «My Joburg» (2013). «My Buenos Aires» está planeada para 2015.
La paradoja programática está en combinar el nombre de un lugar lejano con «My». El adjetivo posesivo «mi» es felizmente ambiguo: ¿quién es ese «yo» para quien la ciudad es suya, íntimamente conocida? Al mismo tiempo, para la mayoría de visitantes parisinos estas ciudades son precisamente tan foráneas que pueden convertirse en el centro de una presentación de ese arte. ¿Es el visitante o son los artistas de aquel otro centro quienes presentan a los extranjeros en París algo que les es íntimamente familiar? Una muestra llamada «My Paris» sería, después de todo, difícilmente imaginable. O ¿deberíamos considerar estas exposiciones como retratos de cada ciudad, de la misma forma en que las colecciones son —como lo dijo el propietario de la Maison Rouge, Antoine De Galbert— autorretratos de sus coleccionistas?
Jean-Hubert Martin fungió como curador de una de las exposiciones anuales que la Maison Rouge organiza con su colección privada. Martin no es el inventor de las muestras de arte global, ni su exposición de 1989 fue la primera en incluir arte «de otros lados». Pero, por varias razones —de oportunidad, consistencia, por el gesto audaz en un prestigioso museo público y, finalmente, pero no menos importante, por la controversia—, hace veinticinco años «Magiciens de la terre» se convirtió en la muestra que sentaría el tono de las nuevas políticas de exposición al dejar de definir el arte como algo limitado a París y Nueva York.
Su exposición reciente se titulaba «Théâtre du monde» (2013-2014), un título de alguna manera menos controversial que «Magiciens», pero que también puso en primer plano la amplitud geográfica o, mejor dicho, la no exclusión, al lado de un entorno ficcional. La muestra partía de una colección privada que dialogaba con el contexto de un museo público, ambos en la lejana Tasmania, e incluía una variedad de secciones que revelaban aspectos de lo que el teatro del mundo nos muestra: algunos derivaban de las etapas de la vida; otros, de actitudes o eventos, como «cruces», «aura» y «Más Allá». Los espacios del museo cobraban una apariencia diferente con las secciones, que creaban escenas o fases de una inenarrable historia de «la vida».
No había cronología, ninguna narración coherente y, sin embargo, cada espacio lograba una especie de intimidad, una familiarización con centros de arte extranjeros y un intercambio confuso y dialógico con la locura. Por ningún lado, a lo largo de la muestra, había distintivos de proveniencia, ni sistemas de conocimiento o jerarquías de valor del tipo arteartefacto; ninguna cronología. Antoine de Galbert —y, en el catálogo de la muestra, también Martin— llama a esto décloisonnement: descompartimentación, remover las barreras entre categorías; una epistemología negativa.
El artículo de presentación de Martin en el catálogo lleva el subtítulo «El museo de los encantamientos versus el museo dócil», en referencia al teatro en el siglo XVI, en particular a Shakespeare y a la idea renacentista del «teatro de la memoria» que Giulio Camillo (1480-1544) propone como herramienta para lograr el conocimiento universal. Con ello busca activar la asociación del título de la muestra con ideas que hagan sentir cómodos a los espectadores occidentales, si bien engañosamente. También menciona la asociación con los gabinetes de curiosidades. Los tres posibles marcos de comprensión del concepto subrayan los límites del conocimiento humano y la necesidad de invocar la ficción para que nos ayude a imaginar lo incognoscible. Oponer el encantamiento a la docilidad implica la necesidad de algo que siempre he sentido cuando yo misma visito exposiciones más tradicionales: al ordenar las obras cronológicamente, por ejemplo, se propicia la docilidad del visitante que sigue con la mirada, de la mano de un conocimiento objetivo, un desarrollo que implica valores fijos: de la juventud (algo no lo suficientemente bueno, pero prometedor), pasando por la madurez (la mejor etapa) y el declive (en efecto, la obra desmejora).
El encanto, por otro lado, es como «suspender voluntariamente la incredulidad», el rasgo definitorio de la ficción. No se trata de una seducción manipuladora, pues la suspensión es voluntaria, pero nos permite zafarnos, así sea solo provisionalmente —«suspender» no es «abolir»— de las restricciones que rigen nuestra vida práctica y abrirnos a nuevas experiencias. Como resultado, al salir del espacio y tiempo ficcionales nos sentimos enriquecidos y, por tanto, somos más aptos para lidiar creativamente con estas restricciones. Esto hace del arte un jugador importante en el impulso (utópico) de cambiar el mundo. Gracias a la presentación décloisonné —libre de las constricciones que la historia del arte ha impuesto—, dice De Galbert, el desarrollo cultural es capaz de ser un vector de mejoramiento social. Esta interpretación acerca entre sí al encanto y los magos, y aparta algunas de las controversiales connotaciones que la crítica ancló al título de la muestra curada por Martin en 1989 (véase Fondation Galbert 2009, 9).
Daré solo dos ejemplos para demostrar qué hizo de esta una exposición tan efectiva; dos de mis ejemplos favoritos en curaduría de arte, por diferentes razones. En una galería, tarde en el itinerario de la muestra, un poco aislada de las otras obras y llena de telas que silenciaban el ruido, había un acto de localización que me resultó significativo para toda la exposición. Del modo más llamativo, una escultura de Giacometti —con un pie adelantado indicando estar en marcha— había sido ubicada totalmente sola y de cara a una figura más grande de una cultura antigua: un viejo sarcófago egipcio vertical hacia el que el Giacometti pareciera dirigirse como para ponerse a charlar. La figura no mostraba miedo, era audaz y, sin embargo, modesta, porque se veía muy pequeña en comparación con el sarcófago. Ambas piezas escultóricas estaban rodeadas por una increíble colección de vestidos de diferentes culturas hechos con corteza; en su mayoría piezas abstractas de tela generalmente usadas en las culturas originales con fines rituales. Esta sección de la sala se titulaba Majesté. El emplazamiento de la solitaria escultura de la modernidad occidental representaba lo opuesto a la arrogancia tradicional. No se trataba aquí de una inclusión de lo foráneo en una muestra de objetos occidentales, sino todo lo contrario. Y esto ponía la sala entera en movimiento, permitiendo a los visitantes imaginar qué significa quedarse solo en medio de la diferencia, tal cual los visitantes estaban, de hecho, cuando se detenían o caminaban por la amplia galería.
Mi otro ejemplo favorito es una pequeña sala de tránsito muy oscura, ubicada antes en la secuencia de la muestra, donde alrededor de quince máscaras colgaban de una pared bastante amplia. La imagen reproducida abajo no hace justicia a lo brillante que era el montaje, si los lectores no han tenido la experiencia de verla tal cual. Las máscaras estaban colgadas en una pared oscura frente a la cual una banca invitaba a sentarse. Esta disposición resultó altamente «performativa», y no solo para mí, como lo evidencié en conversaciones con otros visitantes. En ese momento aprendí algo que ya sabía, pero que no había comprendido realmente: sentarse significa tiempo.
Y el tiempo, con su heterogénea duración y naturaleza subjetiva, es la clave para la experiencia del arte. Permite que el arte se (nos) mueva.2
Al facilitar el tiempo, sentarse aumenta la voluntad de quedarse, alienta la inmersión duradera que da a las obras de arte la oportunidad de tener un impacto. Y, en efecto, el tiempo era necesario y el tiempo era también la herramienta para que uno pudiera sentir esa necesidad. Porque las máscaras eran iluminadas una por una, en un orden azaroso, durante un tiempo impredecible. Como resultado, sentarse no significaba para quien observaba relajarse sino, al contrario, era una condición de ejercicio activo de sus capacidades (agency). Uno estaba sentado, pero en el borde. La capacidad activa, a la vez, era indispensable para lograr ver, y experimentar viendo, como una actividad que requiere movilidad, estar alerta y confiar.
La sección se llamaba Apparition, y era traducida algo desafortunadamente como «Fantasmas» en inglés. Martin había transformado una serie de objetos inertes frecuentemente puestos de lado como «artefactos», en una imagen en movimiento. Y siéntanse libres de darle a este último término tantos significados como quieran: cinemático, para empezar, pero hay muchos más. Cada objeto se volvió singular, y la experiencia de su duración era activadora y a la vez volvía a los espectadores modestos, ya que la posibilidad de ver estaba fuera de sus manos y, sin embargo, también dependía de ellos. A diferencia de estar sentado en una sala de cine, no había modo de recostarse y relajarse. Y a diferencia de lo que pasa en una galería, no había forma de apresurarse, atravesarla y decidir uno mismo cuánto tiempo permanecer ahí. Aquel fue un golpe de genialidad, una teorización de cómo no volver esa muestra etnográfica, cómo no caer en la mirada foránea desplegada para el consumo.
Homi Bhabha sostuvo, durante un debate sobre esa muestra, que posicionar el impulso etnográfico como un deseo que el deseo arqueológico complementa, provee un contexto teórico más amplio para ver esta puesta en escena. Sin embargo, esto no me resulta suficiente, pues el contexto cuenta entre las regulaciones artístico-históricas que Martin (y De Galbert) quieren descompartimentar (décloisonner). El trabajo real del montaje radicaba en la intimidad de la salita oscura, junto con la vaga sensación de ansiedad de que era necesaria alguna actividad, so pena de uno perderse de algo.3
«Théâtre du monde» 2013-2014, Museo del Louvre, París. Vista frontal del montaje de Grande figure. Femme Leoni, 1947, de Alberto Giacometti (Fundación Marguerite y Aimé Maeght, Saint Paul, Francia) y el Sarcófago de Itnedjes (ca.780-525 a.C.). Curaduría de Antoine de Galbert. Foto: catálogo de la muestra, cortesía de Mieke Bal.
Fue en ese momento, estando ocupada, emocionada, casi nerviosa en mi observación, temiendo no tener suficiente tiempo para cada máscara, o no ser lo suficientemente rápida para ver cuál de todas salía a la luz, cuando me di cuenta de que sentarse en los espacios de la galería transforma y activa la experiencia. Me sentí afortunada de adquirir esta introspección en ese preciso momento, porque poco después trabajaría en la instalación de mi propio trabajo en video —imágenes en movimiento— en el Muzeum Sztuki, en Lodz, Polonia. Y bajo el impacto de la máscaras de Martin, decidí en el momento situar las pantallas más abajo de lo planeado en principio, y proveer bancas para sentarse frente a cada pantalla —algo inconveniente para el equipo del museo, que no estaba preparado para esto y tuvo que salir a la caza de sillas, y para los técnicos, que planeaban colgar las pantallas a mayor altura.4
Apparition, serie de máscaras africanas en la muestra «Théâtre du monde» 2013-2014, Museo del Louvre, París. Curaduría de Antoine de Galbert. Foto: cortesía de Mieke Bal.
El resultado fue, como aspiraba basándome en «Theatre of the World», que las personas pasaron en la muestra mucho más tiempo del que esperaban. Poder sentarse produjo una situación inmersiva, una voluntad de indagar por parte del público, renunciar al control y jugar de la mano de la ficción —todas ellas condiciones para una inter-ship—. Al mismo tiempo, sin embargo, era necesaria una vinculación activa para ver siquiera las múltiples pantallas, por ejemplo, moviendo la cabeza o el cuerpo entero para escoger lo que se quería ver, y en proximidad de quién. En «Theatre of the World», esto impactó incluso en la actitud con la que la gente se aproximaba a otras salas y a las obras que exhibían, los temas de cada una, y en cómo aceptaban su relativa ignorancia. Alentó a la gente a identificarse con aquella escultura de Giacometti, deliberada y ávidamente sola en inter-acción con lo que el problemático término «otredad» denota.ç
A la luz de esta experiencia reciente, puedo imaginarme perfectamente cómo reconsiderar «Magiciens de la terre». Es demasiado tarde para verla con ojos nuevos e imaginar lo que habría sido para nosotros hoy en día. Pero todo el debate parece perder de vista lo que el trabajo de Martin persigue. Por ejemplo, encuentro que la propuesta de Lucy Steed en su extenso artículo del 2013 —enmarcar «Magiciens de la terre» en términos neoliberales—, es más bien superflua y predecible, especialmente luego de reiterar que no era posmoderna ni poscolonial y que no tenía nada de intelectual o política… Como si todas esas consideraciones fueran mutuamente excluyentes, como si hubiera sido posible salirse totalmente de un neoliberalismo que era ya rampante y lograr hacer a pesar de todo un proyecto de esta talla, como si la inocencia del capitalismo fuera algo posible.
Paradójicamente, tal vez, encontré aquel artículo a-histórico aunque es, o quizá, precisamente porque trata de ser histórico. Pero en su implacable narración cronológica de lo que pasó antes, durante y después de la muestra falla en su misión historicista debido a la linealidad. Está basado en una concepción ingenuamente lineal de la historia. Falla en posicionar la exposición, no tanto en el tiempo —el momento en que la exclusión de las muestras modernas tradicionales apenas empezaba a notarse— sino en su impacto. Y parte de ese impacto es la crítica productiva, tan útil para hacer avanzar nuestras ideas sobre asuntos que la exposición hace aflorar (véase Steeds 2013).
Movimiento, duración, espacio
Ahora, ¿dónde específicamente entra en juego el movimiento? Para este argumento acudo al filósofo francés Henri Bergson (1991). Su libro de 1896, Materia y memoria, es vital para la curaduría intercultural. En él argumenta que la percepción no es una construcción sino una selección que el sujeto realiza a la luz de sus propios intereses. La percepción es un acto del cuerpo para el cuerpo; acto que por definición se lleva a cabo en el presente y, a pesar de ello, está ligado a la memoria. Mientras la percepción es una respuesta interesada al movimiento de la materia, la memoria «importa el pasado al presente» (Bergson 1991, 73). La coexistencia resultante de diferentes momentos (o recuerdos) tiene un aspecto espacial, y a este tiempo-espacio se le da forma en las exhibiciones con la presencia simultánea de múltiplesobras —y con el movimiento simultáneo entre ellas. En este sentido, una exposición es un evento bergsoniano (Bal 2013b).
Esto requiere que los visitantes se muevan dentro de las exposiciones en una relación diferente tanto con el espacio como con el tiempo. Para Bergson, el espacio no es geométrico; así pues, no es ni medible ni idéntico para todos. Al contrario, nuestro sentido espacial es una «sensación natural», heterogénea y diferente para cada uno, dependiente de dónde y con quiénes estamos. En las instalaciones el espacio es precisamente eso: heterogéneo, múltiple; ficcional y real a la vez; subjetivo y al mismo tiempo «extensivo» o deíctico. Así, por ejemplo, una muestra en que el trabajo de cada artista tiene su propio espacio de modo tal que los visitantes se sumergen en un espacio y después en otro, como en la exposición de arte indio en Arken, puede ser muy efectiva sin demeritar el encuentro intercultural, pues ese tipo de muestras encarna el aspecto relacional de la experiencia del visitante, que impele a encuentros entre lo heterogéneo.
En mi estudio de la obra de la escultora colombiana Doris Salcedo he propuesto que otro elemento se añade a lo visual en este encuentro heterogéneo: el audio (Bal 2014). Los trabajos de Salcedo son silenciosos, siempre. Una obra, especialmente como las intensamente afectivas de Salcedo, no solo necesita estar ubicada en una posición donde tenga suficiente «espacio para respirar» —usando una frase estándar—, en orden a adquirir visibilidad. En efecto, el espacio implica otros sentidos más allá de la vista; es sinestésico. Mientras las superficies tienen una cualidad háptica, que implica al tacto, aunque sea a distancia, el otro sentido más prominente al que apelan las esculturas de Salcedo es el oído. Las obras necesitan ser capaces de «hablar» su silencio. Más aún, el trabajo lleva a entender que el acto de escuchar, en sí mismo, es sinestésico; que no puede funcionar sin la colaboración del acto de ver. Así, esa obra necesita silencio visual para poder «escucharse». En otras palabras, el arreglo espacial en sí mismo, incluyendo el espacio que rodea la obra, no es monológico sino dialógico; es un inter- en cuanto pone en escena y, por lo tanto, facilita el zumbido social donde —y a través del cual— el arte cobra sentido para la sociedad más amplia. Aunque Salcedo hace arte visual, no arte sonoro, «escuchar» es una actividad clave para que podamos procesar su obra productivamente. Incluso sostendría que la suya es una obra sonora de facto, en el sentido de apelar al oído cuando demanda silencio (tanto visual como auditivo).
En el caso de esta artista hay una clara conexión de fondo con la violencia cometida en Colombia, aunque esa conexión no excluye otras. La obra necesita un contexto específico, y precisamente dentro de este contexto requiere ir más allá para establecer relaciones entre la violencia local y la global. La cualidad acústica del trabajo de Salcedo surge del deseo de ser testigo, para de ese modo forzar a la espectadora a sentir la presencia de la segunda persona tomando la palabra en la obra.5 Ser testigo, presenciar, es un elemento crucial en la fuerza política del trabajo de Salcedo. Esto implica la posición de la espectadora en un diálogo mediado por el espacio, que ayuda a llevarlo a cabo, si es que el trabajo ha de ser efectivo en su política expositiva. Escuchar implica la necesidad de callar y una actitud de atención versátil comparable a la de la práctica clínica psicoanalítica. El silencio no es un silencio general y sagrado, impuesto por el respeto al Gran Arte; al contrario, este silencio palpable es la materia prima de un espacio político. Se trata de un silencio productivo. Al servir como un espacio político en el que los actos y los juicios democráticos resultan posibles (Brown 1995), el silencio también afina el oído y la mirada para esa singularidad que quien observa puede aportar a estos actos y juicios.
silencio general y sagrado, impuesto por el respeto al Gran Arte; al contrario, este silencio palpable es la materia prima de un espacio político. Se trata de un silencio productivo. Al servir como un espacio político en el que los actos y los juicios democráticos resultan posibles (Brown 1995), el silencio también afina el oído y la mirada para esa singularidad que quien observa puede aportar a estos actos y juicios.
El silencio es también polémico de dos maneras. Primero, como una cualidad espacial, lleva la dimensión política de las obras fuera de los saturados espacios políticos urbanos sobre los cuales Rosalind Deutsche habla en su texto sobre «estética urbana» (1996, xi). Invocar el sonido del silencio dentro de una instalación es un gesto enfático de aislar el espacio. En segundo lugar, y más específicamente, el silencio combate otro silencio, en el duelo implícito entre lo político y la política. Esta apropiación de silencio y la transformación de una herramienta política de opresión en una herramienta para la acción democrática ayuda a ejemplificar nuestra comprensión del inextricable vínculo entre lo artístico y lo político, en lo que denomino arte político: arte que no «habla» de política ni, como la propaganda, clama por una posición política, sino más bien que actúa en el dominio político de la sociedad. Y demuestra también que incluso la escultura fija está en movimiento si es que funciona en verdad. Y, claramente, la espectadora es un agente en este proceso.
Esto implica una actitud articulada de mente y cuerpo, enfocada y abierta, lista, con la voluntad y capacidad de oír cosas inusitadas, para empezar a imaginar y relacionarnos con lo inimaginable. En esta difícil pero enriquecedora tarea el espacio está a la orden para ayudarnos. Debe proveer el silencio y el talante necesarios para una actividad de intensa escucha. Y la obra, sensible a sus espectadores, también deberá escuchar. Escuchar, así como mirar, hablar y actuar, es un acto de doble vía, de inter-cambio.
¿Por qué, entonces, son las piezas de arte objetos adecuados para invitarnos y envolvernos en tales actos dialógicos? Esto me lleva de vuelta a Bergson. La percepción implica la materialidad de los objetos y del cuerpo humano. Bergson considera que el cuerpo es una entidad material y, en esa medida, la percepción es un acto material también. La imagen es material porque la acción del cuerpo al movilizar la imagen es material. Entonces, las imágenes «fijas» también se mueven. Podemos llamar a esto «performativo». Las exposiciones donde, a diferencia del cine y la pintura, se fuerza al visitante de algún modo a focalizar y moverse, son espacios ejemplares donde este movimiento fundamental es encarnado y «performado».
La fuerza política que es precondición de la curaduría intercultural requiere aún de otro movimiento clave. Bergson (1983 [1907]) acuñó el término «evolución creativa» para ello, algo que ocurre cuando comprensión y acción se imbrican. Sin esa comprensión seríamos incapaces de efectuar cambios, y el arte sería impotente políticamente. Este movimiento bergsoniano, estar listos para actuar, define las exposiciones interculturales.
La exposición de arte como instancia concreta de múltiples imágenes en movimiento puede dar cuerpo literalmente a este potencial en un espacio ficcional que, con ayuda de quien observa, puede convertirse en un espacio democrático. Es en la intersección entre movimiento y espacio donde reside el potencial político de una muestra. Ella es, entonces, un espacio social donde la gente, sus creaciones y sus culturas se encuentran, chocan y negocian entre sí.
La curaduría intercultural trabaja con espacios de contacto, espacios donde todo se mueve. Tenemos respuestas físicas a la imagen, ancladas a nuestra memoria corporal. Y esas técnicas de respuesta son parte de nuestros cuerpos y se afincan mediante la experiencia. Pensemos en el proceso de soñar. Un sueño es tanto físico como psicológico, teatral y cinemático, producido pero no controlado, artístico en sus ficciones y político en los mecanismos de censura que rigen el sueño como puesta en escena audiovisual. Y, tal vez, más crucialmente, en su sueño el sujeto no es quien manda. Les presento al visitante de exposiciones.
Samuel Weber traduce el tercer concepto freudiano de censura durante el sueño —en alemán Rücksicht auf Darstellbarkeit, generalmente traducido como «consideraciones de representabilidad»— con la expresión «consideraciones de escenificación» (en inglés, staging) (2004, 265). «Escenificación» es un término más cercano al término alemán, ya que darstellen remite a teatralidad. La palabra alemana dar significa «ahí», un ejemplo de deixis espacial (Doane 2007). Solo un espacio y tiempo específicos, un sujeto que habla y un oyente que sigue al dedo que apunta pueden «llenar» un mundo deíctico con significado; esto requiere especificidad de tiempo y lugar. Y así, nos encontramos en medio de un teatro, alentados a «pensar dentro» de él. Esto es lo que sucede en una exhibición que experimentamos como teatral, como un sueño, no ligada al realismo (Bleeker 2008a; 2008b).
Así mismo, ya que le es imposible ver todo al tiempo, la visitante está al tanto de sus propias limitaciones frente a las obras. Debe recorrer el espacio, escoger un enfoque, un ritmo, una dirección; esto, si la curaduría ha creado un espacio que no sea demasiado «mandón». Por ello, la mejor forma de mostrar arte de otras regiones distintas a donde tiene lugar la exposición será silenciosa, no ruidosa; pedirá reflexión, y entregará sueños, no turismo. La relevancia del sueño deriva de la relativa impotencia y la simultánea e inextricable participación de soñadores-visitantes. Al soñar, quien sueña es fuertemente afectado y, sin embargo, él no es visible para sí mismo. Este sujeto ausente-presente que experimenta la afección es como la espectadora cuya subjetividad se pone en escena en el intersticio de ficción y realidad.
El concepto del sicoanalista Christopher Bollas de lo «impensado conocido» denota algo que sabemos pero sobre lo cual no hemos reflexionado: «A menudo veo que estoy trabajando en una idea sin saber exactamente lo que es, y pienso: estoy abocado a pensar una idea que lucha para que yo la piense» (1987, 10). Este «impensado conocido» es un aún no pensado; el pensar está en proceso pero no se ha logrado aún en este momento único y performativo, y es propulsado hacia el futuro. Ese proceso no ocurre dentro del sujeto, sino entre el sujeto y las potenciales ideas presentes en la exposición, listas para pensarse. Así es como funciona una exposición intercultural: no se presume arrogantemente conocer al interlocutor, ni se rehúye intentarlo. Cada individuo es el impensado conocido del otro; ni familiar ni extraño, más bien emergente en el intento de conocer, en el disfrute de ese intento.
Kaja Silverman ofrece una teoría de la imagen cercana al concepto de Bollas de lo impensado conocido; pero mientras Bollas escribe sobre la gente, la teoría de Silvermanestá enfocada en la visualidad (2000). La suya es también una teoría de la fotografía, los sueños, la memoria y la subjetividad, y, por tanto, es adecuada para una exposición de arte basada en la idea de que las imágenes se mueven, y mueven a los visitantes. Silverman escribe:
Si en el intento de dar sentido a esta extraña maraña de memorias inconscientes no puedo evitar atribuirles un estatus de sujeto, esto se debe a que, en su sentido más profundo, la subjetividad misma no es más que una constelación de memorias visuales luchando por lograr una forma perceptual. (1996, 89)
Doris Salcedo, Plegaria muda, 2008-2010. Madera, compuesto mineral, metal, hierba, dimensiones variables. Fundación Calouste Gulbenkian, Lisboa, 2011. Foto: Patrizia Tocci, cortesía de la artista.
Entre los pensamientos que luchan para que el sujeto los piense, en el caso de Bollas, y la constelación de memorias visuales luchando para acceder a la percepción, en el de Silverman, el verbo común es «luchar». Pero esta lucha no es una pelea; es un esfuerzo vehemente, incluso con un sentido de urgente necesidad.
Esto propicia un proceso democrático en los términos propios del arte: espacios donde la curaduría permite y alienta la actitud democrática, donde ella deviene placentera e impacta afectivamente; espacios que colaboran con la imaginación en su capacidad de hacer que los ocupantes temporales «tengan recuerdos de otros» (Silverman 1996, 89), dentro de —o en el escenario de— un encuentro intercultural. Ello demanda lo que Silverman llama una «mirada productiva» (1996, 164), una concepción de la mirada que se encuentra temporalmente indefinida y, sin embargo, estrechamente ligada al tiempo:
Mirar es insertar una imagen dentro de una matriz de recuerdos inconscientes que constantemente fluctúa, lo cual puede otorgarle a un objeto cultural insignificanteuna resonancia libidinal, o extirparle a un objeto culturalmente significativo todo su valor. Cuando aproximamos una nueva percepción a aquellos recuerdos que nos importan más a nivel inconsciente, esta «se alumbra» o se ilumina, independientemente de su estatus dentro de la representación normativa. (1996, 3-4)
Dentro de una concepción sinestésica de la visión, la memoria olfativa y el tacto son integrales para los recuerdos visuales. Ambos cumplen un papel en toda conexión con «capturas» sensoriales (específicamente visuales) que tengan lugar en el presente. Esto explica que tales actos perceptivos sucedan en la frontera entre los actos voluntarios y las motivaciones inconscientes, y cómo pueden hacer que lo familiar y lo extraño intercambien lugares afectivos. A través de tales inter-ships, de tales performancias de contacto, es posible cambiar nuestros hábitos.
Este juego entre el sueño y el teatro emerge en las exposiciones como forma condensada de espacio democrático. La organización artística del lugar donde la obra teatral sucede, implica una disposición de segmentos limitados y delimitados de espacio y de tiempo reales. Esto pone a cuestas del curador intercultural el peso de hacer a ese espacio estéticamente efectivo. Tal modo de escenificar los encuentros puede radicalizarse al ceder parte de la agencia curatorial al interlocutor. Ceder las apuestas de voz narrativa a la gente, lo que generalmente se deja a la deriva en la tercera persona de la aproximación turística, es una forma efectiva de propiciar encuentros interculturales.
Facilitar esto es el imperativo ético al que apuntala la curaduría como práctica de lo político, donde la interculturalidad es el estándar. En la práctica esto se puede lograr con exposiciones integradoras, que yuxtaponen, confrontan, que nos hacen hablar unos con otros; que presentan obras lo suficientemente diferentes culturalmente para sacudirnos pero no tanto como para que la muestra pierda coherencia y sentido. Es la diferencia entre comparabilidad e inconmensurabilidad. En términos éticos, la actitud que se le pide a los visitantes es la de una infinita capacidad de respuesta a los estímulos afectivos del encuentro (Hernández 2012). Porque el arte (nos) mueve.
Referencias
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1. Con el término inter-ship, Bal hace aquí un juego de sentido con la palabra inglesa internship (práctica de pasantía o residencia en una institución; en ese sentido, tambiénaprendizaje) y la cualidad de intercambio. El término recuerda también los vocablos españoles «intermedial» y «dialógico» usados en la conceptualización contemporánea de procesos relacionales. [N. de la Ed.]
2. Para un análisis del tiempo en el arte véase el libro de Heathfield Out of Now. The Lifeworks of Tehching Hsieh (2008, 17-23 y 30-36).
3. Bhabha hizo este comentario durante una discusión en el seminario C-MAP, en marzo 10 al 11 del 2014, que tuvo lugar en el Moma, Nueva York.
4. Agradezco al director Jaroslaw Suchan, a la curadora Katarznya Sloboda y al coordinador Przemyzlaw Putak por su amplio entendimiento de nuestro trabajo y su ayuda y apoyo para lograr una exposición tan buena como la que resultó. Para un tour en video de nuestra exposición en Lodz, «Madame B: Explorations in Emotional Capitalism» véase Bal and Gamaker (2013).
5. En el texto original, Bal opta a menudo por el género femenino para los sujetos indefinidos o neutros, como es de uso cada vez más frecuente en la lengua inglesa hablada y escrita. Hemos preservado en algunos casos esta decisión donde el uso castellano habitual adoptaría el masculino como sujeto neutro. [N. de la Ed.]