Bienales al borde, o una mirada a las bienales desde las perspectivas del Sur
Sydney Opera House, 2014. Wikimedia commons, GNU Free Documentation License, Version 1.2. Creative Commons Attribution 3.0 Unported. Foto: Sardaka.
Historias de origen
Más de un siglo después de su primera encarnación en Venecia, en 1895, las bienales finalmente han comenzado a emerger como hechos cruciales para la historia del arte. Desde las antologías el amplio alcance dedicadas a la «bienalogía» como objeto de estudio, hasta monografías sobre bienales específicas (Venecia, Estambul, São Paulo, Dakar), o incluso ediciones particulares de bienales específicas (como la tercera Bienal de La Habana desde 1989), todas engrosan las estanterías con el peso de un nuevo enfoque en el discurso del arte. Estos son los brotes con que emergen los «estudios sobre bienales», como parte del floreciente mercado de la historia curatorial y de exposiciones que está reactivando el desarrollo de la disciplina en el mundo entero.1
Sin embargo, a pesar del estado naciente de este campo académico, ya empezamos a ver dos líneas de pensamiento que lo dominan y le dan forma. La primera es lo que podríamos llamar el modelo de «las bienales son malas», en el que las bienales se perciben como un poco más que las criadas del neoliberalismo globalizado; la segunda es, como mostraré, su antítesis. Sin embargo, ambas líneas tienen sus raíz en los impulsos competitivos y coloniales del capitalismo del siglo XIX (representados más claramente en las ferias mundiales y en las exposiciones universales que comenzaron en Londres en 1851 y se extendieron por toda Europa, América del Norte y Australasia en las décadas siguientes, culminando con la creación de la Bienal de Venecia y la Carnegie Anual de Pittsburgh, a mediados de la década de 1890). Ambas aumentaron su voracidad al colapso del comunismo soviético, tanteando el camino en lugares antes vedados, transformándolos en nuevos mercados para nuevos productos y redes.
Y ambas prosperan en esta perpetuación de «lo nuevo» —nuevos artistas, diseños, deseos, etc.— que, junto con una insistencia en la flexibilidad y la movilidad, amenaza con condenarnos a una fijación en un seductor y cambiante (pero siempre presente) ahora, y a ignorar así el pasado y el retorno de los espectros coloniales dentro de loneocolonial (véanse Baker 2004, 20-25; Altshuler 2010, 17-27 y Jones 2010, 28-49).
La segunda línea de pensamiento es, como dije, la antítesis de la primera: el modelo de «las bienales traen esperanza», en el que ellas se posicionan como lugares de diálogo social e intercambio interdisciplinario, generando una utopía multicultural que confronte lo que el curador Okwui Enwezor llama «la lógica adormecedora del espectacular capitalismo» (2004, 2; Papastergiadis and Martin 2011, 45-62). Documenta 11, de Enwezor, es el punto de referencia para este modelo, al estar constituida por cuatro «plataformas» de simposios organizados en Europa, el Caribe, África Occidental y la India, todas ellas abarrotadas de investigadores y artistas de diferentes partes del mundo que debatían los retos de la cultura urbana contemporánea, y una quinta plataforma, la exposición de Kassel, diseñada para continuar estos modos del diálogo global mediante la curaduría de obras de arte. No obstante, este modelo no está anclado en el siglo XIX, sino en 1989 o, más precisamente, en las exposiciones organizadas en 1989, que desde entonces se proclaman como transformadoras de los modos de mostrar y discutir el arte —«Magiciens de la terre», de Jean-Hubert Martin, en París, es el ejemplo más invocado, junto con «The Other Story», de Rasheed Araeen, en Londres, y, en ocasiones más raras, aunque más desafiantes, la tercera Bienal de La Habana2—.
Sala de Amedeo Modigliani en la Bienal de Venecia de 1930, 15 diciembre. Foto: Wikimedia Commons. Licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0.
En conjunto, estas antinomias arrojan una historia de las bienales que las ha hecho ubicuas, e incluso normalizado, a fuerza de citarlas reiteradamente. Lo que es también sorprendente de esta historia, sin embargo, es cuán atada se mantiene a una visión del mundo basada en las metrópolis y las economías culturales que abrazan el Atlántico norte. Por un lado, al parecer, las bienales son en esencia un peón del capital euroestadounidense, al fundir sin problemas el neoliberalismo y el colonialismo a través de algo así como un salto temporal entre el siglo XIX y el ahora. Por el otro, sus potencialidades sacan fuerzas de la presunta apertura y generosidad de las exposiciones que se realizaron en los viejos centros del mundo del arte —París, Londres e, incluso, Nueva York, si extendemos el discurso a su bête noire tantas veces citada, la exposición «Primitivism» alojada en el Museo de Arte Moderno en 1984—, que alcanzaron su apogeo en Documenta3, el rival más importante de la Bienal de Venecia por el prestigio internacional. Las bienales son, pues, los signos de un deseo de poder del Atlántico norte o de su generosidad de espíritu (o, de hecho, una conjunción de estas fuerzas antinómicas: un tipo de poder capaz de generosidad y una cantidad generosa posible gracias al poder). En otras palabras, las historias de las bienales en su estado actual siguen siendo historias decididamente del Norte —escritas predominantemente por los analistas del Norte y reforzando, incluso en su crítica autorreflexiva, un linaje de influencia dentro y desde el Norte— a pesar de sus pretensiones de globalidad.
La pregunta que quiero plantear es, entonces, si es posible otra mirada a las exposiciones y sus historias al abordar el tema de manera diferente. Para ser más específico, ¿podría este linaje comenzar a cambiar cuando se estudie, ya no desde las perennes e insistentes demandas del Norte sino a partir de los puntos de vista y las aspiraciones del Sur? Y por «Sur» me refiero aquí a algo más que las cartografías geográficas del hemisferio sur, o a los contornos geoeconómicos del «Sur Global» como una categoría de la privación económica. Mientras la noción de Sur ciertamente puede abarcar estos terrenos, también afirma las historias de colonialismo que coexisten y son compartidas en todo el mundo —lo que la curadora chilena Beatriz Bustos llama «el vínculo de nuestras tragedias», que une al colono con el indígena en modos distintos al de la mano dura de los cuarteles imperiales, y que no se limita al colonialismo de la modernidad temprana, sino que les compete también a las incursiones coloniales más recientes de la economía neoliberal y sus relaciones internacionales4—. Y si es cierto que la reflexión histórica es fundamental para el Sur, ello no anula la importancia de iniciativas constructivas que se generan fuera de estas historias y las interpelan; es decir, la red de potencialidades que pueden conectarse y coordinarse a través de las culturas del Sur, haciendo hincapié en «el Sur» como «una dirección, así como un lugar», para citar al historiador Kevin Murray, y como una zona de agencia y creación, no solo de pobreza y explotación (2008, 26).5
Las páginas que siguen están, pues, guiadas por una serie de preguntas que, espero, abonarán la muy necesaria reinvención de las historias de las exposiciones en el mundo entero durante las últimas décadas: ¿En qué consistiría una perspectiva del Sur sobre las bienales? ¿Qué inquietudes o alternativas podría plantear esa perspectiva para las historias de estas exposiciones como hemos llegado a conocerlas hasta ahora? ¿O la narrativa seguirá siendo prácticamente la misma sin importar la dirección en que se proyecten? No pretendo poder abarcar todos los matices de estas cuestiones; dado su decidido eclecticismo resulta imposible que una historia de las bienales del Sur se restrinja a una narrativa lineal. No obstante, está claro que estas historias, que en gran parte permanecen todavía ocultas, no encajan en el marco habitual de las bienales que surgieron en una primera oleada a finales del siglo XIX y empalmaron suavemente con la marea neoimperial de las décadas de 1990 y 2000. En cambio, ellas coinciden con una segunda ola de «bienalización» que se desarrolló a mediados de la década de 1950 y hasta la de 1980, y que insistió en los modos de regionalismo crítico como medio para realinear redes culturales atravesando divisiones geopolíticas.
Una historia breve de las bienales del Sur
¿Dónde podrían comenzar estas historias? Si las narrativas habituales encuentran sus orígenes en la década de 1890, o en el debut de Documenta (en 1955) y su objetivo de rehabilitar el arte y el desarrollo urbano de la Alemania (Occidental) de la posguerra, entonces quizás nosotros también podamos comenzar en 1955: en los confines meridionales del mar Mediterráneo, en Alejandría, con el desarrollo de una de las primeras bienales de orientación regional, la Première Biennale de la Méditerranée. Esta narrativa aún conserva cierta familiaridad para los aficionados de las bienales, pues, como las exposiciones en Venecia o São Paulo, la llamada Bienal de Alejandría dividió a participantes y presentaciones de acuerdo a su país de origen, y las selecciones fueron determinadas por funcionarios (en su mayor parte consulares) de cada una de las naciones involucradas. Además —y, de nuevo, como sus homólogas de Venecia o Kassel—, esta bienal buscó utilizar la exposición del arte reciente como el medio para retornar a una época gloriosa de producción artística local (en este caso, el siglo III a C., cuando Alejandría era «el faro de las Artes, el centro del pensamiento, la patria de la Filosofía», según el texto introductorio del comisionado general de la bienal, Hussein Sobhi), con el fin de resucitar el estatus internacional y cultural de la ciudad (Sobhi 1955, vii).
Cubierta del catálogo de la Primera Bienal del Mediterráneo, 1955. Foto: Anthony Gardner.
La política era fundamental dentro de esta visión, puesto que la Bienal del Mediterráneo también fue diseñada para conmemorar el tercer aniversario de la Revolución egipcia, un proceso que finalmente llevó a Gamal Abdel Nasser —principal patrocinador del certamen— a la Presidencia del país. Sin embargo, mientras que Nasser más tarde promovería una agenda panárabe como piedra angular de su filosofía política, el regionalismo mediterráneo fue la fuerza impulsora de esta primera bienal. Semejante enfoque «mediterranista» no era, por supuesto, nuevo para la región misma (los imperios egipcio, griego y romano habían dado ya al traste con él), pero sí era un modelo diferente para presentar una bienal. En lugar de enfatizar la competencia entre los artistas de diferentes países y culturas —obviamente por medio de la entrega de premios a artistas específicos, que en Venecia, Pittsburgh y en otros lugares a menudo había causado amargas y celosas rivalidades, así como unas determinaciones arbitrarias de «calidad»—, la Bienal del Mediterráneo buscó, al menos desde el discurso, «en cierto modo ser propicia a la cooperación artística» entre sus participantes (Latif el-Baghdadi, en Deuxième Biennale 1957, v), que procedían del perímetro entero del mar Mediterráneo: Egipto, España, Grecia, Francia, Italia, Líbano, Yugoslavia y Siria. En 1957 se unieron a la lista artistas de Albania, Marruecos y Túnez. En cierto modo, esta «cooperación artística» revelaría (o eso esperaban los organizadores de la bienal) un «denominador común propiamente mediterráneo», un reacercamiento estético que podría cruzar diferentes tradiciones culturales, según afirma en el prefacio del catálogo Hanna Simaika, directora del Museo de Bellas Artes y Centro Cultural de Alejandría (1957, 8). Sin embargo, también debemos recordar que 1955 fue el apogeo de la Guerra Fría; reunir artistas de ambos lados de la Cortina de Hierro, así como de los países sometidos a las dictaduras posfascistas, al aislamiento y a la desesperación, era una verdadera hazaña. Para Sobhi, en particular, el regionalismo podía ser una manera de romper esas divisiones geopolíticas: «[…] la bienal restablecerá las relaciones amistosas entre los países del Mediterráneo», aseguraba en el texto. Aunque sería fácil percibir la bienal y sus ambiciones regionalistas como poco más que un peón en la políticas identitarias de Nasser, esa mirada desconocería la importancia que el regionalismo puede desempeñar en el desarrollo de los movimientos de liberación e independentistas, y después de ellos. En efecto, si el catálogo de la Segunda Bienal del Mediterráneo puede indicar algo con sus frecuentes referencias a las naciones en liberación y posliberación a lo largo de la costa mediterránea, una preocupación primordial fue justamente el desarrollo cultural de los Estados descolonizantes —cómo desarrollar nuevas identidades regionales que desafiaran los antiguos decretos coloniales y los nuevos de la Guerra Fría—.6 Y precisamente ese evento a gran escala de la bienal internacional se consideró como la mejor forma de manifestar esta amabilidad regional y el potencial transcultural.
Quizá este sea un buen punto de partida para repensar la historia de las bienales. Hallamos otro diferente si nos aventuramos al otro extremo del planeta, a la ciudad indonesia de Bandung que, de nuevo, con buenos auspicios, en 1955 organizó la conferencia en la que los países de Asia y África no alineados con el capitalista «Primer Mundo» —liderado por los Estados Unidos— ni con el comunista «Segundo Mundo» —apoyado por la Unión Soviética— buscaron una comunidad alternativa y transversal con las llamadas naciones «no alineadas». Este fue el nacimiento del «Tercer Mundo», no como una categoría «racializada» de pobreza o subdesarrollo, en lo que se convertiría en la imaginación jerárquica del Primer Mundo, sino como una entidad geopolítica crítica, menos basada en los lazos explícitos de solidaridad que en experiencias compartidas de descolonización y una insistencia en no depender de la dicotomía ruso-estadou-nidense de la Guerra Fría. Al año siguiente, en una conferencia de la Unesco en Nueva Delhi, los acuerdos de Bandung también echaron raíces en las relaciones culturales internacionales, pues fue durante esta conferencia que el recién descrito Tercer Mundo se dedicó a la promoción de rutas de intercambio tanto cultural como comercial alternativas a las del Primero y el Segundo.7 Para 1961, estas rutas se formalizaron en Yugoslavia de dos maneras significativas: en la creación oficial del Movimiento de los Países No Alineados, en el marco de una conferencia en Belgrado que tuvo lugar ese año, y en las nuevas oleadas de bienales al oeste del país que reunieron las obras de artistas de los hemisferios norte y sur más allá de diferencias ideológicas. Esto ocurrió en la música, por ejemplo, con la primera Bienal de Música de Zagreb, subtitulada como «Festival internacional de música contemporánea», y realizada durante una semana en mayo del 61. En las primeras ediciones de la Bienal de Música, Zagreb acogió a Igor Stravinsky, John Cage, Pierre Schaeffer (el fundador de la música concreta) y otros compositores y músicos importantes de toda Europa y América del Norte, muchos de los cuales tocaron con la Orquesta Filarmónica de Zagreb, así como con estudiantes en la Universidad de los Trabajadores en el centro de la ciudad. Pero son las artes visuales en lo que quiero enfocarme aquí, dada la importancia de la Bienal de Artes Gráficas de Liubliana para los comienzos de la década de 1960, una exposición que, en cierta medida, anticipó el clamor por alinear a las culturas no alineadas, puesto que la versión realizada en 1961 era, en realidad, la cuarta edición en su historia.
Al igual que la Bienal del Mediterráneo, la primera Bienal de Artes Gráficas se organizó en 1955 y entregó premios a artistas de ambos lados de la Cortina de Hierro: Armin Landeck, de los Estados Unidos, recibió el mayor reconocimiento, el Premio del Consejo Ejecutivo de la Asamblea Nacional de la República Popular de Eslovenia; otros premios fueron otorgados a artistas de Yugoslavia, Gran Bretaña y Polonia. Germain Richier fue premiado, pero, en una curiosa desviación de las asignaciones basadas en la nación, fue catalogado como procedente no de Francia, sino de la Escuela de París. Las ediciones posteriores de la Bienal de Artes Gráficas, a lo largo de la década de 1960, ampliarían aún más este abrazo incluyendo artistas de Asia (Japón, China, Tailandia, Malasia), América del Sur (Brasil, Chile, Argentina, Perú, Uruguay) y África (Sudán, Sudáfrica), así como Australasia, Europa oriental y occidental y la República Árabe Unida, el Estado soñado por Nasser que unificaba a Egipto y Siria, que duró muy poco. El propósito de esta bienal, como sus funcionarios contarían luego, dependió directamente de los acontecimientos políticos contemporáneos. Su mezcla de artistas y filiaciones culturales tenía como tarea principal «unir a Oriente y Occidente a través del puente del arte», de una forma tal que «subrayaba el mismo no compromiso activo8 que coincide totalmente con nuestra concepción de las relaciones internacionales» (Košak 1973).9 Esto, a su vez, expresaba modos de compromiso cultural «sin violencia […] y que dan esperanza para el futuro» y, por lo tanto, relaciones horizontales en vez de verticales que enfatizarían la «democratización y dinamización» de las prácticas culturales de las exposiciones (Kržišnik, en Košak 1973).10
Había obvias complicaciones con este argumento. La persistencia de los premios en la Bienal de Artes Gráficas retuvo las valoraciones jerárquicas y supuestamente «objetivas» de calidad que se oponían al igualitarismo y a la transversalidad como sustento a la política de democratización y «no compromiso activo» en las divisiones geopolíticas de la bienal.11 Además, al replicar la agenda política y el discurso del Movimiento de los Países No Alineados, esta bienal se arriesgó a ser un poco más que promocional para las ambiciones de Tito de convertirse en el líder o el secretario general del movimiento (cargo que de hecho mantuvo entre 1961 y 1964).12 Esta fue una ambición compartida por Nasser —el presidente egipcio, que a su vez sucedió a Tito como secretario general—, de tal manera que la Bienal de Artes Gráficas y la Bienal del Mediterráneo quedaron como marcadores en la lucha de los respectivos líderes por la hegemonía entre las naciones no alineadas. No obstante, y como fue también el caso de la Bienal del Mediterráneo, la historia de la Bienal de Artes Gráficas revela cómo estas exposiciones también pueden ser una manera significativa «para hacer política por otros medios», como Caroline Jones ha afirmado acerca de las bienales en su mejor faceta (2010, 46). Lo que pueden crear es un terreno para experimentar con formas del intercambio cultural alternativas a las exigidas por los modelos dominantes de las relaciones internacionales.
No creo que sea exagerado sugerir que lo que estas bienales de los no alineados, del Tercer Mundo, del Sur, estaban tratando de hacer era dar forma a la independencia cultural después de lograr la independencia nacional —o, para ser más precisos, durante ese tiempo gris entre la descolonización y la absorción de nuevo en las corrientes subterráneas de la modernidad del Atlántico norte—. ¿Qué nuevos modos de conexión podían surgir de los intersticios entre la independencia nacional y los dictados de la Guerra Fría? La respuesta, en su mayor parte, no era ni un repliegue neonacionalista ni un impulso arrogante hacia la globalización, sino una insistencia en reimaginar lo regional. En América Latina, desde la segunda mitad de la década de 1960 hasta principios de la de 1970, por ejemplo, se desató una avalancha de bienales que buscaban desplazar el eje de la influencia cultural y económica desde el Norte (los Estados Unidos o la península ibérica) para concentrarse en el intercambio con los vecinos en el Caribe y otras partes de Sur y Centroamérica. En 1968, la ciudad colombiana de Medellín celebró la primera Bienal de Coltejer —bautizada en nombre de la industria textil local, y que sería la bienal más grande en el momento en Suramérica, organizada por el odontólogo y artista local Leonel Estrada—, con cientos de obras expuestas de artistas latinoamericanos y del Caribe, y otros de Canadá, los Estados Unidos y España. Máscaras de Haití, arte cinético de Argentina, pinturas, grabados e instalaciones se entremezclaron en un edificio recuperado y sin terminar para enfatizar la diversidad de las prácticas iberoamericanas, a la vez que dejaron de lado la separación de las obras de arte de acuerdo con la nacionalidad de sus creadores (el modelo de exposición habitual de las ferias mundiales, la Bienal de Venecia, la Bienal de São Paulo y muchas otras). Un enfoque regional similar se desarrolló así mismo en la primera Bienal de Grabado Latinoamericano en San Juan, Puerto Rico, en 1970 (aunque con un enfoque estricto en las artes gráficas, en vez de la amplia gama de prácticas expuestas en Medellín), así como en la Bienal Americana de Artes Gráficas de Cali (Colombia), en 1971, y en la Bienal Internacional de Arte, en Valparaíso (Chile), en 1973.
Afiche oficial de la primera Bienal de Coltejer, Medellín, 1968. Foto: cortesía del Museo de Antioquia
Al mismo tiempo, las bienales a lo largo de Asia y en Australia estaban tratando de integrar también lo local dentro de lo regional como un modo viable de internacionalismo. La Bienal de Arte Asiático en Dhaka (Bangladesh) se concentró, aunque no exclusivamente, en la pintura, la escultura y los trabajos en papel de artistas del sur de Asia para su primera entrega, en 1981. Después de su lanzamiento inaugural de la Ópera de Sídney en Australia, en 1973, la segunda edición de la Bienal de Sídney, en 1976, reunió la escultura y el performance de los países de la costa del Pacífico, al poner el land art de Australia y la escultura de museo en diálogo con obras similares de artistas japoneses y coreanos, así como con instalaciones procedentes de California (más notablemente, una cápsula del tiempo y una videoinstalación multicanal del colectivo Ant Farm). El objetivo, según el curador Tom McCullough, era «estimular un “Triángulo del Pacífico” de intercambio e influencia mutua, donde Australia y Nueva Zelanda formaran un tercer ángulo» con los de Asia y la costa occidental de Estados Unidos (1976).13 En 1974, por su parte, la Unión de Artistas Árabes, con sede en Bagdad, estableció la Bienal de Arte Árabe, una exposición diseñada para unir y exhibir
[…] todas las artes plásticas en un enfoque contemporáneo, inspirado en la herencia árabe y los desarrollos culturales mundiales con el fin de formular, mediante la interacción del arte árabe […] un ambiente oportuno para el fortalecimiento de los lazos artísticos y sociales entre los artistas árabes y para la creación de un arte árabe distinto. (Al-Jeboori et ál. 1974
Aún más, la primera edición de la Bienal de Arte Árabe no solo se celebró en Bagdad, ciudad de residencia de la Unión, sino que migraría también a «todas las capitales árabes» convirtiéndose en la primera bienal itinerante del mundo (una hazaña que se logró en una sola ocasión y tuvo como destino final Rabat, Marruecos, en 1976) (Al-Jeboori et ál. 1974).14
Hojeando los catálogos de estas bienales se hace evidente que cada una de ellas dependió de una especie de conservadurismo estético, al menos durante sus primeros años de tanteo. Con la posible excepción de la Bienal de Coltejer y, hasta cierto punto, la segunda Bienal de Sídney, estas bienales del Sur recurrieron a los medios tradicionales de la pintura, el papel y la escultura como soporte de nuevas prácticas artísticas contemporáneas. Incluso al destacar un patrimonio cultural específico —como fue el caso de la Bienal de Arte Árabe—, gran parte de las obras presentadas eran cómodamente figurativas, a menudo realizadas por artistas formados en las escuelas de arte de Europa occidental o, en los casos más radicales, que aspiraban vincular la abstracción de la Escuela de París con «la civilización islámica», como Hussein Sobhi de la Bienal del Mediterráneo argumentó, «donde el arte abstracto, geométrico y desnudado se acerca a la poesía pura» (1955, ix). No obstante, como los estudiosos de la historia de las bienales sin duda afirmarán, y como a menudo pasa con las bienales contemporáneas, a veces las fortalezas o debilidades de obras específicas resultan secundarias frente a la importancia de la exposición en su conjunto, o al menos de los aspectos de la exposición que complementan las obras exhibidas. Este fue, sin duda, el caso de estas bienales del Sur, cuya importancia puede estar menos en el conjunto de las piezas que en el congregar artistas, mecenas, escritores y público procedentes del interior y de fuera de una región específica. En algunos casos —y esto fue especialmente cierto en Liubliana, que se convirtió en un punto de encuentro fundamental para artistas y curadores de los Estados Unidos, Gran Bretaña, Rumania, Yugoslavia y otros lugares—,15 las bienales permitieron que la gente adquiriera visados y cruzara fronteras que habrían sido extremadamente difíciles si no imposibles de cruzar sin la excusa de asistir a la muestra. En ocasiones las fronteras podían ser más que geopolíticas: una de las imágenes más fuertes del «Diálogo europeo», la Tercera Bienal de Sídney en 1979, no es una obra de arte o su instalación en la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, sino una reunión informal entre dos personalidades del arte, el crítico francés Pierre Restany y el artista aborigen y activista David Malangi, llevando a cabo una intensa conversación que probablemente no habría sido posible sin las oportunidades que ofreció la bienal.
Kishio Suga, Things Dependence, 1976. Vista de la instalación en la 2° Bienal de Sídney, 1976, Art Gallery of New South Wales. Foto: cortesía de la Bienal de Sídney.
Se puede especular, por supuesto, si surgieron otras oportunidades de hacer tales reuniones, pero precisamente es este deseo de modelos formales e informales del diálogo regional y transcultural, y la frecuencia con la que se documentaron esas reuniones, lo que distingue a las bienales del Sur de sus anteriores contrapartes más célebres. «Diálogo europeo» es una exposición clave no solo por su serie de encuentros hasta entonces impensables, o por incluir las pinturas de los artistas aborígenes como contemporáneas en vez de considerarlas arte «primitivo» o «tradicional», sino por las tres publicaciones lanzadas junto con la bienal, que documentaron y debatieron su vida útil, desde el concurso previo para organizar la exposición, hasta una reflexión posterior a su cierre.16 Estos documentos incluían fotos de las instalaciones, todos los recortes de prensa de la bienal, comentarios del público (tanto críticas como manifestaciones de apoyo), así como las transcripciones de las numerosas reuniones comunitarias celebradas entre el curador, Nick Waterlow, y los habitantes de Sídney durante el año anterior a la bienal —reuniones que tenían la intención de promover la participación y el debate con los artistas locales acerca del enfoque, el contexto y la dirección que debía darse al certamen, pero que a menudo dieron lugar a una recepción hostil por parte de una escena artística que se sentía excluida de la agenda proeuropea de la bienal—.
Sydney Opera House (Yellow Book), 1962. Tapa del informe con los planos y el trazo geométrico entregados por Jørn Utzon y su firma de arquitectos para el concurso de construcción de la Casa de la Opera de Sídney. Foto: © State of New South Wales through the State Records Authority of NSW.
De modo similar, otras bienales complementaron la exhibición de las obras con un énfasis en el comentario, el análisis y la reflexión informal sobre el evento a medida que tenía lugar, transformando así el modelo de exhibición en un campo extendido de discurso. La Bienal de Arte Árabe fue, para el crítico Keith Albarn, particularmente notable por las actividades celebradas «al final de cada día en que todos los hombres [presumiblemente los artistas] se convirtieron en poetas, filósofos y músicos, sentados en grandes círculos, y se entretuvieron hasta la madrugada» (Albarn 1974, 257). Esta no era, por supuesto, una actividad restringida —la presencia de un crítico inglés demuestra que no era exclusiva ni excluyente—, sino un medio abierto para reivindicar lo que Albarn llamó «un ethos común» entre los participantes; ethos quepodría fortalecer y ampliar esa búsqueda de una comunidad panárabe que la Bienal de Bagdad se proponía lograr con las propias obras de arte. Para la tercera edición de la Bienal de La Habana, así mismo, se establecieron pequeños bares improvisados junto a los lugares de exposición en todas partes de la ciudad, una estrategia para reunir a los residentes y los visitantes durante el evento. De esta manera, el debate informal —o lo que Gerardo Mosquera, uno de sus curadores, llamó de forma reveladora «una plataforma “horizontal” Sur-Sur, basada en gran medida en el contacto personal entre gente de diferentes mundos del arte» (2010, 205)— complementaba el simposio formal de la bienal y su análisis por parte de artistas y críticos sobre el tema central: tradición y contemporaneidad (un grupo que incluía a Geeta Kapur, Charles Merewether y otras figuras de naciones no alineadas y de la región del Sur en términos más generales). En Medellín, la segunda Bienal de Coltejer se convirtió, por su parte, en un lugar en el que los artistas participantes y los públicos pudieron discutir y firmar peticiones contra el presunto fraude político y el potencial golpe de Estado que perturbó las elecciones presidenciales colombianas justo antes de su lanzamiento, en 1970. Estos actos abiertos de crítica y desafío se extendieron posteriormente a otros temas, incluyendo la avalancha de dictaduras y la tortura en otras partes de Suramérica, así como la influencia de los Estados Unidos y el imperialismo en la región. En el proceso, la Bienal de Coltejer surgió como una plataforma inusual para divulgar la información sobre la política fraudulenta en la región, para el debate entre los participantes y, finalmente, para protestar contra las nuevas imposiciones de poder en Suramérica.17
Esta es solo una historia breve de las bienales del Sur durante la segunda ola de «bienalización», a partir de 1950. No obstante, la brevedad no impide acá enfatizar dos preocupaciones particulares. La primera, que la insistencia en el regionalismo presente simultáneamente en muchas partes diferentes del mundo fue a la vez un proyecto crítico y de reconstrucción: crítico en el sentido en que trató de complejizar y, en algunos casos, repudiar la dicotomía de la Guerra Fría entre Oriente y Occidente, capitalismo y comunismo, y las trepidaciones y antagonismos asociados a ellos; y de reconstrucción, en el sentido de señalar un cambio desde los ejes verticales de influencia de una región a otra, a ejes más horizontales de diálogo y compromiso trasversales a la región. De esta manera, el internacionalismo de lo regional podíapromoverse como transcultural, incluso igualitario, fruto de los intentos de hacer comunidad en lugar de nacer de un deseo de autoridad geopolítica y sus jerarquías de poder concomitantes. Y esto nos remite a la segunda preocupación enunciada, puesto que no fue solo ni principalmente a través de la presentación formal y las estructuras oficiales de las bienales mismas, sino mediante estos modos informales de discurso y debate como esa comunidad logró afirmarse. La horizontalidad del intercambio localizado —y me refiero aquí a los diálogos cara a cara, al filosofar informal, a la canción, etc.— fue, por lo tanto, inseparable de la horizontalidad del intercambio regional, el uno fundamental para la posibilidad del otro.
Que la bienal deba ser el medio elegido para este regionalismo crítico informal puede parecernos extraño hoy en día, dada la prevalencia y la similitud innegable de estas megaexposiciones en el mundo entero hoy. Sin embargo, las bienales también le abrieron al Sur oportunidades que claramente no le brindaban otras modalidades culturales. Su recurrencia permitió una plataforma firme y relativamente estable para generar nuevos lazos culturales —o lo que la Unión de Artistas Árabes llamó, a su vez, una oportunidad para que «los artistas árabes se conozcan entre sí mediante reuniones regulares y periódicas»— durante una época que sería notable por sus profundas inestabilidades y amenazas de hostilidad (citado en Albarn 1974, 257). Esa recurrencia habría contribuido también a desarrollar una nueva infraestructura cultural dentro de la ciudad anfitriona de la bienal: una infraestructura que era a la vez conceptual (con el acceso y la generación de nuevas teorías, prácticas y políticas del arte) y material (nuevos lugares de exposición, audiencias y patrocinadores), y que podía potencialmente catalizar nuevas manifestaciones de «localidad» durante la lucha por la descolonización que se libraba en muchas de estas regiones del Sur.
No obstante, todo ello engendró una paradoja, puesto que el formato de la bienal encerraba una herencia colonial importante, como he señalado, herencia que tenía el potencial de obstaculizar o menoscabar esos intentos de utilizarla para dar forma a la independencia cultural. Lo que este importante giro hacia las bienales me sugiere, sin embargo, es que los intentos del Sur de afirmar el regionalismo no significaban una separación radical de todas las formas o historias de colonialismo; ni una lucha por una autonomía absoluta, ya sea del pasado reciente o frente a otras regiones y culturas —o lo que Walter Mignolo (2007, 449-514), entre otros, ha defendido como un proceso de «desconexión» radical de la colonialidad—. Tampoco ponían de relieve una disponibilidad de replicar o ser fácilmente asimilados a las formas culturales y los debates del «centro» (especialmente, vista la insistencia en las políticas identitarias panárabes o iberoamericanas y la frecuente exclusión de artistas estadounidenses o españoles). La realidad era más compleja que cualquiera de estas dos posturas. En cambio, lo que estas bienales pusieron de presente fue que el formato colonial de la bienal podía transformarse desde dentro, redirigirse con el fin de regenerar la infraestructura cultural local y utilizarse como una plataforma para debatir el corriente estado del intercambio «centro-periferia» y desarrollar prácticas de relaciones internacionales que lo redefinieran. Estas bienales ilustraron, por lo tanto, hasta dónde era innegable el peso de la profunda historia de colonialismo sobre el nuevo espíritu de regionalismo del Sur; antes bien, este era fundamental para conectar las culturas del Sur mediante «el vínculo de nuestras tragedias» —para reiterar las palabras de Beatriz Bustos— y, lo que es más importante, para encontrar maneras de superarlas.
La importancia de las historias del Sur
El legado de estas bienales es definitivamente precario. Resulta tentador buscar consuelo o inspiración en las exposiciones históricas en el intento de reformatear y recontextualizar las bienales contemporáneas, cuando la ubicuidad a veces amenaza con llevarlas a la homogeneización. Sin embargo, al mismo tiempo que el retorno a un pasado supuestamente mejor corre el riesgo de fetichizar lo obsoleto, puede también valorizar la política y los modelos de exposición que han venido estancándose desde el periodo del regionalismo del Sur. Como el curador Bassam el-Baroni astuta-mente señala, este ha sido el destino de la Bienal del Mediterráneo, que promueve la misma agenda de «mediterraneísmo» a través de la lente del nacionalismo egipcio que tenía la década de 1950. Para Baroni, esta no solo se ha convertido en «una ideología enferma con poco efecto sobre la política regional o internacional», sino que también ha condenado a la Bienal del Mediterráneo a desgastarse en un tema solitario a lo largo de sus más de cincuenta años (El-Baroni 2006). Otras bienales de la segunda ola han cambiado el enfoque por completo —la Bienal de Sídney ha demostrado por largo rato un interés restringido a la cuenca del Pacífico— o la falta de interés, estabilidad o financiación ha acabado por extinguirlas.
Anuncio de prensa sobre la primera Bienal de Coltejer, 1° de mayo de 1968, diario El Correo, Medellín. Foto: cortesía del Museo de Antioquia.
Hay, sin embargo, mucho en juego al adoptar una perspectiva desde el Sur sobre las bienales, en particular debido a su importancia en la historia del arte. Uno de los elementos más frustrantes en el desarrollo de las historias curatoriales y expositivas en los últimos años, incluso en su mejor momento, ha sido su tendencia a la imprecisión y las lagunas debido a sesgos del Norte. Lo que Charles Esche y Rachel Weiss, por ejemplo, afirmaron recientemente, que la Bienal de la Habana era «solo el cuarto evento bienal internacional de arte contemporáneo en el planeta» cuando fue inaugurado en 1984, o que su edición de 1989 fue la primera en concebir las bienales como plataformas discursivas al tiempo que exposiciones formales, resulta incorrecto, como una comprensión más amplia de las bienales del Sur claramente lo demuestra.18
Cubierta del catálogo de la primera Bienal de La Habana, Cuba, 1984. Foto: cortesía de Nelson Herrera Ysla.
Dado el caso, la importancia de la Bienal no radica en su condición propiciatoria, sino más bien en el hecho de culminar, en más de un sentido, casi tres décadas de transformaciones constantes en los modos de hacer exposiciones. Así mismo, las bienales no surgieron en rechazo de la representación nacional ni (para citar a Esche de nuevo) se definieron «en términos de la mezcla política y social de las ciudades que las acogen» apenas a finales de los años ochenta, cuando la «bienalización» se hallaba en su tercera ola (Esche 2012, 11); estos fenómenos ya estaban presentes, y se debatían en Sídney, Medellín y en otras ciudades «periféricas» que buscaron transformar el alcance internacional de las bienales en 1960 y 1970.
Tal vez lo más impactante sobre estas exposiciones «periféricas» sea, sin embargo, que no entran fácilmente en el estereotipo de las bienales como síntoma neoliberal. Si bien ciertamente tenían la ambición de ser internacionales, a menudo fue una asociación internacional socialista, o al menos inspirada en el socialismo, la que cargó su retórica y sus objetos. Desde la itinerante Bienal de Arte Árabe, creada por la Unión de Artistas Árabes para redistribuir atención, fondos y educación hacia todo lo largo del mundo árabe, pasando por la promoción de las bienales dentro de la agenda socialista de los gobiernos de Tito en Yugoslavia y de Nasser en Egipto, hasta los cimientos ideológicos en la solidaridad socialista entre naciones no alineadas, fueron estos y no el capitalismo del Atlántico norte los puntos de referencia primarios para el análisis y la reevaluación de las bienales del Sur (algo que deviene especialmente claro, pienso, con las protestas en Medellín contra las dictaduras de derecha y el neocolonialismo estadounidense en Suramérica a principios de 1970). Que estas bienales hayan tenido éxito en sus esfuerzos o hayan sido simplemente peones en las
batallas ideológicas de la Guerra Fría, es una pregunta que estas historias dejan sin responder. Independientemente de la respuesta, lo que las exposiciones revelan es una necesidad de reconsiderar la política y las posibilidades que encierran las bienales, y el estudio sobre ellas, para volver a sacudir la historia de las exposiciones, para alborotarla y ponerla de vuelta en la vanguardia, con la misma contundencia con que las exposiciones han sido relegadas a los márgenes de la historia del arte. En otras palabras, esto exige que las perspectivas del Sur complementen y desafíen las perspectivas del Norte y que veamos qué sucede cuando los legados de las bienales del Sur se reintroducen —no para replicarlos, sino para recordarlos, transponerlos y, por tanto, transformarlos— en las historias y en la vitalidad de las corrientes culturales globales y la «transregionalidad crítica» de la que son efecto, como los teóricos Ranjit Hoskote y Nancy Adajania han argumentado (2010). Después de todo, es esta reinvención de lo regional —como crítica de las corrientes dominantes de lo neoliberal a escala mundial y un compromiso reconstructivo con los públicos en lo local y de modo transcultural— lo que una vez más se ha convertido en gran preocupación sociocultural en África del Norte y en Asia Occidental, en Centroamérica y Suramérica y en todo el Sur de manera generalizada. Este es un proceso en el que las bienales del Sur aún pueden desempeñar un papel importante y creativo.
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1. El término bienalogía fue acuñado por Filipovic, van Hal y Øvstebø en la introducción de su volumen The Biennial Reader (2010, 12-27). Otros pioneros en este discurso son Yacouba Konaté (2009), Agnaldo Farias (2001) y Rachel Weiss et ál. (2011).
2. Estas tres exposiciones fueron las fuerzas culturales más importantes de la época, de acuerdo con los editores de la revista Afterall, que organizó un simposio en la galería Tate Britain de Londres, el 3 de abril del 2009, dedicado a «las exposiciones y el mundo entero»; simposio que sería particularmente importante para el posterior desarrollo de la serie de libros de Afterall sobre «historias de exposiciones» emblemáticas.
3. La crítica de Chin-Tao Wu sobre las reivindicaciones de la apertura poscolonial de la Documenta 11 sigue siendo la más significativa y fulminante hasta ahora (2009, 107-115). Esta trayectoria también puede rastrearse en la confluencia de liberalismo y poscolonialismo en los escritos de Thomas McEvilley, especialmente en su crítica de «Primitivism» (1984, 54-61) y su apoyo a las así llamadas bienales del «Tercer Mundo» (1993, 19-21).
4. Debate con Beatriz Bustos, el 26 de septiembre del 2011 (argumentos similares pueden encontrarse en Papastergiadis 2010, 141 y ss).
5. Una insistencia similar en las capacidades generativas del Sur se puede encontrar en Connell (2007); véanse también Mignolo (1999) y revistas como Revista del Sur y Nepantla: Views from South.
6.En el catálogo Deuxième Biennale de la Méditerranée (1957) son frecuentes, en efecto, las referencias a cónsules generales comisionados al desarrollo cultural de posliberación.
7. Esta se orientó principalmente por el acuerdo sobre la «Apreciación mutua de los valores culturales occidentales y orientales» (Unesco 1965), un documento precursor de proyectos como el «Diálogo entre civilizaciones» (2003) que se encuentra hoy entre los lineamientos centrales de la Unesco para la promoción del desarrollo y el intercambio transcultural.
8. Del inglés, «active non-engagement», expresión que refiere a la intención decidida a no involucrarse activamente en algo, la determinación a permanecer pasivo. [N. de la Ed.]
9. Košak fue el presidente de la Asamblea de la Ciudad de Liubiana, patrocinadora estatal de la Bienal de Artes Gráficas. Es significativo el modo en que las afirmaciones de Košak anticipan una retórica bastante similar apoyada por la bienal europea itinerante Manifesta, durante más de veinte años.
10. Zoran Kržišnik fue el fundador de la bienal y se desempeñó como secretario general y director de la Galería Moderna desde 1957 hasta 1986.
11. De hecho, esta también fue una gran preocupación para Kržišnikm, quien dedicó gran parte de su introducción a la exposición de 1973 a refutar cualquier crítica acerca de la entrega de premios (en especial, a raíz de la retirada de premios en la Bienal de Venecia, después de las protestas lideradas por artistas y estudiantes en la bienal de 1968), y enfatizó, más bien, la necesidad de premios para garantizar la calidad y «un espíritu constructivo de competencia» (Kržišnikm 1973).
12. Kržišnik más tarde argumentó que la Bienal de Artes Gráficas era una materialización explícita de la política de Tito, afirmando que «la idea de la no alineación apareció y en ese momento: [A mediados de la década de 1950] yo demostré al mariscal Tito […] que la Bienal de Artes Gráficas en realidad era una materialización de lo que se denominaba apertura, que luego se vio como no alineación» (Kržišnik en entrevista con Beti Žerovc 2007; la traducción es mía).
13. Este enfoque curatorial se reorientó de manera dramática, sin embargo, en la tercera edición, cuando el curador Nick Waterlow presentó «Diálogo europeo», que excluía a todos los artistas asiáticos y estadounidenses, intentando romper con la influencia dominante del arte no europeo, y especialmente de Nueva York, en las prácticas australianas. A pesar del gesto reaccionario, «Diálogo europeo» sigue siendo un punto de referencia por ser la primera bienal internacional en exponer la pintura aborigen como arte contemporáneo, con pinturas yolngu sobre corteza exhibidas como formas de abstracción contemporánea.
14. No obstante, en la década siguiente, otra bienal panárabe, la Bienal Internacional de Arte Árabe del Cairo, surgió para sustituir la difunta bienal itinerante. La Bienal del Cairo abrió sus puertas en 1984, pero cambiaría el enfoque en el arte específicamente árabe en las edicio-nes posteriores. Nótese que esta lista de exposiciones no es exhaustiva; en otras partes del mundo también surgieron bienales regionales. La región del Báltico, por ejemplo, tuvo dos grandes exposiciones que incluyeron artistas de Rusia, Lituania, Estonia, Polonia y Alemania Oriental, así como Finlandia, Alemania Occidental y Suecia: la Trienal Báltica de Artes Contemporáneas Jóvenes (en Vilnius, Lituania, en 1979, más tarde rebautizada como la Trienal Báltica) y la Rauma Biennale Balticum, en Finlandia, desde 1985 (sobre la Trienal Báltica, véase Bydler 2011, 464-478).
15. Zoran Kržišnik ofrece un informe notablemente abierto al respecto —y de la importancia de la Bienal de Artes Gráficas en reunir curadores, artistas y políticos de los bloques oriental y occidental de Europa— en su entrevista con Žerovc (2007).
16. Véanse, respectivamente: Waterlow 1979; Art Gallery of New South Wales 1979 y Binns et ál., 1979.
17. Sobre las peticiones y protestas en la segunda Bienal de Coltejer véase la reseña de Charles Spencer, quien las critica como «un gesto un tanto vacío y cómodo» (1970, 62).
18 Para una discusión sobre La Habana como la «cuarta» bienal y sobre su «giro discursivo», véanse los textos de ambos en Weiss (2012, 9, 11 y 14).
* Una versión de este ensayo titulada «Biennales on the Edge», se publicó por primera vez en Higher Atlas/Au-dela de l’Atlas: The Marrakech Biennial in Context (Samman y Chan 2012, 88-123). Taducción al español de Erika Tanacs.