APRENDER CON LOS PÚBLICOS
Diogo de Moraes, de la serie Relatório 2 diário do busão, 2015.
Fotos: cortesía del artista.
La artista Tomie Ohtake produce líneas tenues mediante la superposición de capas de pintura blanca sobre lienzo. Por su parte, el chico le pide a su peluquero que trace una línea diagonal recta, incisiva, en su cabeza semi-rapada
Los estudios de públicos se vienen haciendo en Brasil desde hace casi un siglo, si consideramos el trabajo de los institutos de investigación de opinión pública, orientados principalmente a los campos de la política y del mercado. Hay empresas que han logrado bastante notoriedad, al punto de que el nombre de una de ellas, Ibope1, se transformó en una expresión lingüística que es sinónimo de buena audiencia o popularidad. Por otro lado, en el campo de la cultura tales estudios apenas dan sus primeros pasos. Aunque desde algunas áreas académicas o profesionales —la comunicación, las políticas públicas y la museología, con aportes de la sociología, de la antropología, etc.— se desarrollan estudios desde mediados de la década de 1980 por lo menos, aún carecemos de una serie histórica de indicadores que nos permita hacer comparaciones y análisis más precisos. En el campo de las artes visuales, particularmente, tal falta de experiencia es aún más evidente: apenas cuatro entre las más de cincuenta instituciones que trabajan con arte contemporáneo en el país han hecho alguna investigación sobre sus públicos (Goldstein y Fialho, 2012); y en el campo aún más delimitado de la educación en exposiciones de arte tales estudios prácticamente no existen.
En ese contexto, llama la atención el interés de algunas instituciones, como es el caso del Itaú Cultural (entidad vinculada a uno de los mayores bancos privados del país) y del Sesc São Paulo (apoyado por las entidades patronales del comercio) que en los últimos años parecen impulsar los estudios de públicos en Brasil mediante seminarios, investigaciones y publicaciones relacionadas con el tema.2 De modo general, sus investigaciones declaran el interés por delinear el perfil de los nuevos consumidores culturales y comprender el uso que hacen del tiempo libre, sus hábitos, comportamientos y prácticas. Sin embargo, parecen concebir la cultura mucho más como esfera de entretenimiento que en relación a procesos de compromiso político-existencial. Sus encuestas, por ejemplo, a pesar del espacio que reservan a las respuestas espontáneas (preguntas abiertas), tienden a catalogar los resultados con categorías tradicionales, en el sentido de las concepciones del tipo de arte y cultura que las propias instituciones ofrecen: música, cine, teatro, literatura, exposiciones, etc. De tal modo, parecen ignorar una variedad de manifestaciones expresivas: escraches, blogs, tertulias, hashtags, rolezinhos3, memes, transgenerismo, gifs, tomas (occupies), etc., que tal vezestén entre las más significativas dinámicas culturales emergentes hoy.
Pero, ¿para qué sirven esas investigaciones? «Disponer de datos para las reflexiones e intervenciones en el área» puede que no diga mucho. Según Pierre Bourdieu, para quien «la opinión pública no existe», las problemáticas fabricadas por las encuestas de opinión siempre «están subordinadas a una demanda de tipo particular» (2002).
En este caso, no sabemos si, por ejemplo, servirán a la mejor aplicación de los recursos públicos o a la maximización del lucro privado, si favorecerán el levantamiento popular o el control de la población. Por cierto, una vez estén disponibles, los datos ciertamente podrán tener muchos usos. De cualquier manera, en una de las encuestas, titulada «Públicos de la cultura», realizada entre 2013 y 2014 por el Sesc junto con la Fundación Perseu Abramo, los entrevistados les concedieron información (no sabemos a cambio de qué) sobre el tiempo que gastan en cuidados personales, en sus desplazamientos cotidianos, haciendo algún trabajo remunerado, etc. Respecto de otra encuesta, denominada «Hábitos culturales de los paulistas», realizada en el mismo periodo por J. Leiva Cultura & Esporte (con recursos públicos provenientes de la Ley federal y estatal de fomento a la cultura) el director de esa empresa afirmó, refiriéndose al trabajo realizado: «Esa es la experiencia que ponemos a disposición de nuestros clientes para que tomen decisiones estratégicas con seguridad y pleno conocimiento de las áreas en las cuales están invirtiendo» (Leiva, 2014).
En este punto es importante repasar por lo menos algunas bases de la crisis de confianza hoy generalizada frente a las instituciones como representantes de los intereses de la sociedad. Para Pedro Güell (2013), en la América Latina colonizada por el catolicismo iberoamericano, la confianza en las instituciones se organizó sobre una base paternalista oligárquica, que dividió el mundo social entre las élites dirigentes, por un lado, y el pueblo dirigido, por el otro. Bajo la vigencia de esta división, las élites —identificadas por vínculos familiares, inicialmente, y luego sustituidas por el corporativismo— son depositarias de la confianza y la reciprocidad entre desconocidos necesarias para la vida en sociedad; entre tanto, el pueblo y las masas, identificados con la turba, el desorden y la violencia, son objeto de desconfianza. Como máximo, el pueblo recibe apenas la confianza que le otorgan las élites, a las cuales debe agradecer con trabajo, obediencia y respeto. Es en este mundo, en el cual unos tienen la confianza que los otros necesitan pero no pueden producir, donde las desigualdades encuentran su fundamento «racional». En la medida en que transfiguran sus intereses particulares en intereses generales, las propias instituciones que trabajan para maximizar la confianza que se deposita en ellas se tornan sospechosas.
«Profesora: Allá en el Instituto Tomie Ohtake no podrás tocar nada.
Alumna: ¿Ni siquiera el piso? ¿Y cómo caminaremos allá?»
Según Bourdieu, de nuevo, las problemáticas que se imponen a las encuestas de opinión están «profundamente relacionadas con coyunturas y dominadas por un determinado tipo de demanda social» (2002). En el caso de estudios de públicos, ¿cuál será la demanda? La hipótesis es (aunque hay que investigarla aún) que su interés por establecer el perfil de los consumidores para anticipar su comportamiento, no busca abrir un espacio de negociación que pudiera llevar a incorporar nuevas categorías y modos de pensar la cultura no hegemónicos a partir de sus actuaciones extrainstitucionales o contrapúblicas. Incluso la «pluralidad» de los públicos en cuanto «grupos con intereses particulares» tiende a limitarlos a entidades preexistentes, menospreciando su capacidad de autoorganización. En ese contexto, los estudios de públicos parecen empeñados simplemente en reafirmar la credibilidad de las instituciones, otorgándoles una nueva hegemonía en medio de dinámicas culturales que las desafían. En todo caso, se trata de dinámicas que se deberían percibir no solamente como producto de la popularización de los medios digitales sino, particularmente en Brasil, en relación al proceso de movilidad social experimentado en los últimos quince años; cambio que ha permitido una nueva toma de posición, quizá una nueva «autocon-fianza», a por lo menos treinta millones de brasileños (Souza 2012, 19 y ss).
Las bolas de papel oscilan entre objeto relacional y arma de guerra en las manos del grupo de estudiantes.
En relación al surgimiento de esa nueva clase trabajadora, que emerge de las clases populares conquistando su inserción productiva en el mercado laboral por medio de una conjunción de factores y a costa de un «extraordinario esfuerzo», Jessé Souza afirma que en ella está ausente el deseo de distinción social, de volverse representante del «buen gusto», del «buen uso del lenguaje», etc., lo cual le permite, en cierto modo, escapar a la «dominación simbólica» (2009, 54-55). Más que ambiciones materiales, estos luchadores quieren construir para sí una «subjetividad densa», siendo justamente esta disposición lo que menos se ha considerado. Para Mangabeira Unger, se trata de una clase social «que se niega a sentirse como un pedazo del Atlántico norte desgarrado en el Atlántico sur»; no obstante, «su destino político no está definido» (véase Unger, en Souza 2009, 9 y ss).
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Si consideramos esa problemática desde la perspectiva de la educación en museos y exposiciones de arte, se diría que es necesario desarrollar y cuestionar al mismo tiempo los estudios de público. De lo contrario, la actuación de los públicos, o mejor, la dimensión político-imaginaria de sus prácticas y manifestaciones culturales, permanecerá sin registro ni repercusión, retardando procesos de transformación de lo que como sociedad sabemos y valoramos como arte y cultura con miras a una democracia cultural; así como la transformación de las instituciones y el modo en que nos reconocemos en ellas, teniendo en cuenta su actual crisis de representación. Mi planteamiento es que, lo que estos estudios van produciendo debe cuestionarse al mismo tiempo en sus propósitos y procedimientos, para evitar justamente la afirmación de una nueva hegemonía en detrimento de las dinámicas culturales emergentes. Particularmente en el caso de las instituciones de arte, estos estudios no pueden limitarse a las encuestas de satisfacción simples —que a menudo subsumen los intereses del público a los intereses de la propia institución— y en cambio deben dedicarse a desarrollar y promover dinámicamente sus demandas políticas y sociales.
Entiendo que la construcción de una salida para el impasse debe ser interdisciplinaria. Para que los estudios de públicos en estos términos hagan parte de la práctica de la educación en museos y exposiciones de arte es necesario, al menos en Brasil, inocular en este campo otra serie de cuestiones, así como otras referencias, ya que sus prioridades hasta ahora se han limitado a calificar cómo se aproximan los públicos a la oferta cultural. En este sentido, es la institucionalidad del campo de la educación artística la que debe cuestionarse. Bajo ese propósito, quisiera repasar en cuatro «episodios» —sin pretensión genealógica, por medio de casos que me parecen más evidentes o accesibles— el modo en que algunas disciplinas o áreas del conocimiento han expresado esa problemática en Brasil, aunque no lo hagan necesariamente en los mismos términos, ni refiriéndose a los mismos problemas entre sí. Estos son: 1) la comunicación, 2) las políticas culturales, 3) la museología y, de forma tal vez menos previsible, 4) la filosofía política. A riesgo de caer en la superficialidad en esta comparación, que no puedo ignorar en la medida que se trata de percibir algunos intercambios entre ellas —tanto de lo que guardan en común como por los asuntos que cada una puede plantear a las demás—, considero que lo importante, empero, es destacar el papel de las mediaciones, de los agentes intermediarios, de los intermidia4, de la socialidad. Así mismo, en este texto busco poner de relieve el retorno a las culturas populares y el problema de la autorepresentación, la desconfianza frente a la representación y la dimensión de preformatividad de las redes, la reconfiguración de los conflictos y la formación de otros lazos sociales, entre otros aspectos. En tales intercambios, la clave es aprender con los públicos.
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A mediados de la década de 1980, el campo de la comunicación retomó el debate sobre los estudios de recepción —investigados en el país, en cierto modo, desde comienzos del siglo XX—, cuestionando una típica relación de poder según la cual el emisor activo predomina sobre el receptor pasivo:
Como si hubiera una relación siempre directa, lineal, unívoca y necesaria de un polo, el emisor, sobre otro, el receptor; una relación que supone un emisor genérico, macro, un sistema o red de vehículos de comunicación, y un receptor específico, individuo, sin complicaciones, débil, micro, decodificador, consumidor de contenidos superfluos; como si hubiera dos polos que necesariamente se oponen y no ejes de un proceso más amplio, complejo y, por eso mismo, también permeado por contradicciones. (Sousa 1995, 14)
Para Mauro Wilton de Sousa,5 en ese proceso la recepción pasa a ser vista también como un espacio de producción cultural en donde se crean sentidos culturales. Pero no se trata de una posición abstracta, fruto de una simple voluntad teórica. Tal perspectiva surge en medio de crisis y discontinuidades caracterizadas por un desajuste entre determinados presupuestos teórico-metodológicos (universales, teleológicos, etc.) y las prácticas del «mundo vital»; un desajuste que se experimenta no solo en el campo teórico (más allá de las relaciones entre comunicación y cultura), sino también en los procesos sociales de un modo general. En efecto, una variedad de «sismologías» busca comprender este estremecimiento. En su conjunto, ellas cuestionan la capacidad heurística de la razón y de los relatos macroexplicativos, postulando que se tenga en cuenta un mundo social cada vez más plural. Sin embargo, a partir de una perspectiva posmoderna, ese receptor se encuentra conflictivamente dividido entre el sujeto social y el sujeto individual. Es necesario identificarlo en una pluralidad de actores y procesos sociales como algo que ya no se refiere exclusivamente a los aparatos, a la tecnología, al orden institucional, y que no está en un tiempo futuro y colectivo, sino en sus etapas más concretas e inmediatas de vida, desde la mera diversión hasta las experiencias más intensas (1995, 22-24).
Frente a esta fragmentación de la vida social e individual, a partir de 1968 diferentes investigadores y pensadores se inclinaron hacia el estudio de lo cotidiano y de las nuevas sensibilidades, buscando captar las contradicciones, desigualdades y diferencias sociales como trasfondo de una nueva práctica o leguaje en surgimiento. De la misma manera, a partir de Gramsci se retoma el estudio de la forma en que el poder político se negocia y ejerce en las sociedades modernas en términos de hegemonía —que aún se interpreta en términos de clase social—, pero también de las prácticas culturales como agentes del proceso de disputa por el poder. Con respecto a la comunicación, en este contexto se busca comprender las mediaciones que condicionan al sujeto, pero que superan el determinismo entre emisor y receptor, que por entonces era predominante en el estudio de los medios. Además de eso, se busca entender los intermidia, que, en su mezcla de formatos, géneros y lenguajes, están tanto en la esfera de la producción como en la del consumo, o incluso las redes de comunicación, vistas como una pluralidad de medios, no solo de emisores, interactuando entre sí (1995, 24-28 y 31).
Según Sousa, particularmente en América Latina —en donde la noción de cultura erudita, por ejemplo, no se podría entender separadamente a la cuestión colonial— el proceso de retomar los estudios sobre el sujeto receptor viene aparejado con un retorno a las culturas populares que implica la definición de una nueva operación política en su interacción con la cultura de masas. Otro efecto de ese proceso es el reconocimiento de que los países «no desarrollados» se encuentran regidos por una pluralidad de circunstancias irreductibles a una lógica global de análisis. En el mundo laboral, por ejemplo, la expansión de una economía de servicios abre espacio para las más diversas iniciativas por parte de los nuevos agentes sociales. La alteración de las fronteras entre lo público y lo privado, por su parte, propicia la negociación de espacios políticos y culturales relacionadas a cuestiones de género, étnicas, sexuales, etc. De esta manera, el espacio de la subjetividad pasa a ocupar un lugar social, pues viene marcado por el ethos de la sociabilidad, o incluso deviene espacio de subjetivación en medio de instancias públicas de enunciación. De esta manera,
[la comunicación] ya no se puede reducir a los vehículos que la componen, y en cambio exige que ser comprendida en el proceso en que esos vehículos actúan y que, por consiguiente, le dan un lugar social también en vínculo con la vida y no solo como su instrumento-vehículo. (1995, 30)
He allí lo que Sousa, evocando a Jesús Martín-Barbero, llama el paso a la «dimensión de la socialidad», entendida como aquello que en sociedad «[…] excede el orden de la razón institucional», construyéndose en las prácticas de los «diferentes impugnadores»:
Es la trama que forma los sujetos y actores para tejer un orden y rediseñarlo, pero también sus negociaciones cotidianas con el poder y las instituciones.
De allí emergen los movimientos que desplazan y recomponen el mapa de los conflictos sociales, de los modos en que se interpelan y constituyen los actores y las identidades. (Martín-Barbero, en Sousa 1995, 30-31)
Por su parte, Martín-Barbero (en su participación en el seminario de 1991) propone que la recepción se considere un lugar nuevo, «a partir del cual debemos repensar los estudios y la investigación en comunicación» (1995, 39), y no solo una etapa del proceso de comunicación, conforme un modelo mecánico y conductista, que reduce la recepción a una simple caja vacía, a un punto de llegada de lo que ya está listo, confundiendo «[…] el sentido de los procesos de comunicación en la vida de las personas, con el significado de los textos, de los mensajes o incluso del lenguaje y de los medios» (40-41). Para Martín-Barbero, los sentidos producidos por los receptores son irreductibles a las intenciones del emisor y sus expectativas en cuanto a la recepción; y el reconocimiento de ese lugar indica a la vez una profunda reorganización de la propia producción que, al matizarse cada vez más, pasa a corresponderse con la fragmentación del sujeto social. Con esto, en resumen, «tenemos que estudiar no lo que hacen los medios con las personas, sino lo que hacen las personas con sí mismas, lo que hacen con los medios» (55); y es necesario hacerlo especialmente en la medida en que esos sentidos puedan evocar otras historias, tiempos y lógicas —de forma incluso «anacrónica», más allá de una visión progresista y unidireccional de la historia—, así como otras sensibilidades, que muchas veces resultan no de una cultura letrada, sino de mestizajes entre las culturas orales y las audiovisuales.
Obras en riesgo
Para Martín-Barbero, estudiar tales sentidos de la recepción supone estar atento (y oponerse) a las diferentes maniobras de deslegitimación del gusto popular que lo asocian al mal gusto o a la falta de gusto, y que descalifican los modos populares de recepción por ser pasionales, tumultuosos, ruidosos, etc. Esas formas de exclusión tienden a considerar la expresión popular como un simple ruido comunicacional a reducir, cuando en realidad ella puede manifestar demandas culturales y sociales no formuladas, que justamente requieren analizarse para lograr ser articuladas. Ver la necesidad de formular tales manifestaciones no significa tomarlas en su inmediatez, como siguiendo el lema de que «el consumidor siempre tiene la razón». No debemos separarlas de los procesos de producción (por el emisor), ni de la concentración económica de los medios, las reorganizaciones del poder ideológico, o los proyectos de hegemonía política y cultural. La recepción es un espacio de negociación de sentido, de interacción entre usos transmitidos y usos efectivos de los mensajes; de interacción también con la sociedad, con los demás actores sociales y no solo con aparatos y tecnologías —así sucede con las telenovelas, cuyo sentido tiene más que ver con la circulación de los significados que con el significado del texto mismo (1995, 57-58)—.
La trama conceptual de los estudios de la recepción en América Latina se organiza, según Martín-Barbero, a partir de cuatro claves de estudio: 1) sobre la vida cotidiana, 2) sobre el consumo, 3) sobre la estética de la lectura, y, finalmente, 4) los estudios sobre la historia social y cultural de los géneros narrativos. En la primera clave se destaca una ruptura con la visión según la cual la vida cotidiana es simplemente un espacio de reproducción, para considerarla un espacio de producción incesante de la sociedad, del tejido social y de la socialidad en un contexto fragmentado. También allí se destaca la reintroducción de un sentido común, pues todo ciudadano es un filósofo en el sentido gramsciano —en la medida en que piensa, duda y cuestiona, produciendo conocimientos en y sobre la cotidianidad—, pero también en el sentido de aquello que se comparte por medio de una praxis comunicativa. En la segunda clave, el consumo se ve como apropiación socialmente diferenciada de los productos sociales, pero también como un sistema de circulación y popularización del sentido en toda su diversidad, un campo de objetivación de los deseos y, finalmente, un lugar ritualmente organizado. En la tercera, se concibe la lectura como interacción dialógica, e incluso como negociaciones asimétricas entre autores y lectores. En la cuarta, los géneros se presentan no como propiedades de los textos, sino como estrategias de comunicación profundamente ligadas a los diferentes universos culturales de los lectores, quienes se deben comprender en sus relaciones con las transformaciones históricas y los movimientos sociales. A propósito, los géneros serían los lugares clave de la relación entre matrices culturales populares y los formatos industriales y comerciales (58-66).
Con cada comentario que formula sobre las pinturas de Tomie Ohtake, el chico insiste en señalar los detalles en el lienzo, acercándose bastante a la superficie con su dedo índice. A pesar de no aparecer en el dibujo, el vigilante le sigue el rastro.
En otros términos, el retomar el asunto de la recepción refleja un proceso en el cual tanto la alta cultura como la cultura popular tienden a masificarse. Frente a esa masificación estructural de la sociedad, de acuerdo con el mismo autor, lo populardebe pensarse no en términos de algo «externo» y que se opone a lo masivo, sino en términos de su «imbricación conflictiva» en lo masivo (véase Martín-Barbero 2009, 310-323). De este modo, tanto la noción de lo popular asociada a un «polo íntegro y resistente», como lo masivo en cuanto «mero producto de la manipulación» pierden su vigencia. Finalmente, es también en lo masivo, es decir, en el modo en que las clases populares urbanas decodifican los productos simbólicos ofrecidos por los medios, en donde podemos hallar diferentes adaptaciones, desvíos, subversiones, etc., en los cuales se manifiesta la fuerza de lo popular, aunque «deformada», en medio de «nuevas condiciones de existencia y lucha». Las matrices culturales (populares) son, en este caso, el sustrato de constitución de los sujetos sociales «más allá de los entornos objetivos delimitados por el racionalismo instrumental y de los frentes de lucha consagrados por el marxismo»; un sustrato cuyos velos se encuentran «en el imaginario barroco, en el dramatismo religioso, la narrativa oral, el melodrama, la comedia, el habla popular».
Esta perspectiva recuerda el «análisis polemológico de la cultura» de Michel de Certeau (2014, 44), que politiza las «operaciones de los usuarios». Se trata, según Martín-Barbero, de una «revancha contra un orden mundial que los excluye y los humilla y contra el cual las personas se enfrentan, desordenando el tejido simbólico que articula tal orden» (2009); una revancha que se manifiesta (refiriéndose ahora a la presencia de lo popular en algunos programas cómicos de la televisión peruana), como «des-articulación, confusión, hablar rápido, hablar mal»; es decir, a modo de «transformación de la carencia en argucia y de las circunstancias en oportunidad para imponerse o para parodiar la retórica de aquellos que, de hecho, hablan bien». De esta manera, para que se pueda percibir «el pueblo que le da forma a la masa», es necesario investigar y tomar parte en tales mediaciones, en el sentido de tales imbricaciones conflictivas entre diferentes nociones de cultura. Así no solo evitaremos pensar lo popular como algo puramente externo a lo masivo, sino también la cultura como algo puramente externo a la sociedad.
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En el campo de las políticas culturales, los estudios de públicos tienen como objetivo conocer la «forma en que la población en general vive la cultura» y la «evolución de los comportamientos [culturales] de la población», según Botelho y Fiore (2005). Ellos parten de la premisa de que el desarrollo cultural se encuentra a la base del desarrollo económico, o incluso de que la formación cultural resulta hoy un requisito imprescindible para la inserción en el mercado laboral —teniendo en cuenta la expansión del capitalismo cultural, la sociedad del conocimiento, la industria del entretenimiento, el turismo, etc.—. Así pues, la cultura ha dejado de ser algo superficial y marginal a la vida social y ha pasado a demandar la respuesta del poder público. Y es en ese contexto que «conocer al público ha devenido fundamental». De allí el interés de tales estudios —que asocian la formación cultural al desarrollo y al empleo— por traducir las prácticas culturales en indicadores, cuantitativos y cualitativos, capaces de informar adecuadamente la toma de decisiones por parte de los gestores culturales.
En una de las primeras encuestas realizadas en ese campo en Brasil (al inicio de la década del 2000) sobre el tiempo libre y las prácticas culturales en la región metropolitana de São Paulo, los investigadores Botelho y Fiore (2005) planteaban el objetivo de «contribuir a un mejor conocimiento de los factores que interfieren en las prácticas de entretenimiento cultural o de puro y simple entretenimiento», así como del que «precede las elecciones que hacen las personas en su tiempo libre para ocuparlo» (2005). Un primer sondeo con dos mil personas reveló una previsible desigualdad de acceso a la cultura legitimada —de modo semejante a lo percibido por entonces en algunos países de Europa— donde variables sociodemográficas como ingresos, escolaridad, grupo de edad y ubicación de domicilio tienen un peso significativo. Sin embargo, apoyándose en Bernard Lahire, Botelho y Fiore afirman que «solo se puede hablar en desigualdad de acceso cuando hay un fuerte deseo alimentado colectivamente». Pero ello puede tener al menos dos sentidos: 1) la percepción de esa desigualdad presupone el deseo de aquello a lo que no se accede, lo cual debemos evitar, pues asume la necesidad de formar / educar previamente aquel deseo; 2) lo que no se está accediendo se refiere a una cultura específica —reconocida por los propietarios de un capital cultural específico— y no a la cultura en general, ni a las diferentes nociones de cultura, o a sus mestizajes; en cuyo caso no hay ni debe haber cosa alguna colectivamente deseada. Esto sugiere, en últimas, que cierta percepción de la desigualdad cultural puede en realidad reproducir la desigualdad social. Según los autores, esos nuevos aportes aún no han sido suficientes para alterar las investigaciones llevadas a cabo, pues, en general, «[…] tienen como premisa la “democratización cultural”, incorporando poco del debate que pone en entredicho la “democracia cultural”» (2005).
En la siguiente etapa, de carácter cualitativo, un 5% de aquella muestra fue encuestada en profundidad, dándole atención a las actividades que las personas desarrollan en su «tiempo libre», para sus preferencias y modalidades de involucrarse con la cultura [engajamento], es decir, si lo hacen por obligación, con entusiasmo, pasión, etc. Esta segunda muestra se definió a partir de la identificación, en la muestra anterior, de tipos representativos de la diversidad de los encuestados. Frente a esto, se buscó identificar tanto las condiciones que los llevan a practicar o consumir cultura, como los mecanismos de transmisión del gusto y de los hábitos culturales, así como su educación dentro y por medio de la trama de la vida cotidiana. La encuesta finalmente evidencia una variedad de prácticas informales que, a propósito, en seguida fueron objeto del video Inventar en el cotidiano (2005), dirigido por Mônica Simões. Allí se perciben vidas culturales bastante ricas, aunque no se las aprecie aún como parte de las actividades socialmente legitimadas, que tienen lugar en registros no necesariamente insertos en la industria cultural. Refiriéndose a los practicantes, afirma:
[Son] compositores, escritores, poetas, instrumentistas, fotógrafos, aficionados a baile y el canto, […] personas que incorporan eso en su cotidiano, [y que] parecen superar fuertes limitaciones y restricciones, demostrando mayor interés en las prácticas culturales de lo que uno se podría imaginar a partir dela condición económica y local en que viven. (Botelho 2013; el énfasis es mío)
En su participación en el Encuentro Internacional Públicos de la Cultura (2013), Botelho relaciona la cuestión de los públicos con el problema de la formación cultural de los individuos. Para la investigadora, el deseo de cultura —sin especificar allí a qué tipo de cultura se refiere— no es natural pero se puede promover. Esto significa que no existen públicos a priori, sino los públicos se forman y son formados. Entonces, ¿de qué manera formar ese deseo, si las testarudas políticas de democratización terminan reforzando la desigualdad cuando favorecen a aquellos individuos que, en razón del capital cultural que tienen, logran reconocer el valor de lo que se les ofrece? ¿Cómo fomentar entonces aquel «mayor interés» a pesar de las restricciones? Aquí el recurso a la educación por parte de las políticas —o, en particular, a la educación artística por parte de las políticas educativas— no debería sugerir una simple transferencia al futuro del problema actual, como si esa transferencia fuera la «solución». Da la impresión de que la formación, la educación, es un problema secundario para la política pública; o puede parecer que su tarea es, a pesar de las reservas al respecto, dedicarse a garantizar la oferta. Recordemos que incluso la educación puede funcionar en una dirección «democratizante». Entonces, ¿cuál debe ser el papel de las políticas, por ejemplo, frente al agotamiento del modelo escolar y su régimen de disciplina y obligatoriedad?
Tanto desde el punto de vista de las políticas culturales como desde el de la educación, se considera necesario tomar el sesgo de una dinámica de pluralidad cultural —lo cual Botelho reconoce— sin prejuicios elitistas o populistas, observar las diversas prácticas de la población para que sean efectivamente centrales, y fomentar una diversidad de voces y propuestas, así como múltiples caminos de desarrollo personal. Esa dinámica parece estar de acuerdo con el proceso de fragmentación tanto social como individual. Aunque no niegue el peso de las variables sociodemográficas, el trabajo de Lahire (según Botelho) muestra que nadie se comporta de forma homogénea en cuanto a sus preferencias culturales; las personas transitan por diversos registros y códigos, dependiendo de las circunstancias —lo que, desde la sociología, Lahire llama disonancias—. Considerando otras referencias, esa pérdida del límite de clase para las preferencias culturales supone unas fronteras políticas ambiguas, identidades indeterminadas y diferidas, posiciones de contingencia del sujeto que eventualmente se articulan de forma plural o antagónica, permitiendo la expresión de las «pasiones colectivas» (Mouffe en Barbalho 2015). Sin embargo, incluso las disonancias se pueden volver privilegios cuando el tránsito es más accesible a aquellos que cuentan con capital cultural y económico para transitar, lo cual también se refleja en la encuesta. En cualquier caso, la investigadora reafirma la importancia de equipamientos culturales donde las personas puedan no solo consumir, sino practicar diversas actividades culturales, ampliando su repertorio más allá del entretenimiento. Más que eso, considero que sería necesario pensarlos como espacios receptivos de una socialidad que excede el orden institucional.
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En el campo de la museología, en la presentación de un dossier que reúne textos a partir de los términos «comunicación, público y recepción», Marília Xavier Cury (2015) recuerda que desde el final de la Segunda Guerra Mundial se viene dando una transformación social en los museos. En ese proceso, las primeras propuestas en términos prácticos de que el museo se volviera «un agente de comunicación para una diversidad de públicos» datan de finales de la década de 1960. No obstante, se han necesitado varias décadas para que los visitantes (receptores) fueran escuchados más allá de lo que los curadores (emisores) esperaban o deseaban. También aquí la recepción se concibe como un proceso que sucede y antecede la experiencia museal, así como un punto de vista a partir del cual se estudian los museos, pero, sobre todo, un área de análisis en que los usos y apropiaciones de los espacios museales por los diferentes públicos —según la perspectiva de los estudios culturales pero aplicándoles otros modelos— se abordan como prácticas culturales. En todo caso, se trata de un tema relativamente nuevo para los museos y la museología, pero que ha convocado a una interesante diversidad de disciplinas y abordajes.
Hora del recreo
En el mismo dossier, Louise Prado Alfonso y Márcia Lika Hattori (2015) relatan el proceso de concepción e implantación, en el año 2012, del Museo Histórico y Arqueológico de Lins (ciudad al noroeste de São Paulo), cuyo imaginario se constituye desde la llegada de la vía férrea al inicio del siglo XX, dado el «vacío» demográfico de la región, pero también a la presencia de bandeirantes6 y, luego, a los inmigrantes (principalmente japoneses). La memoria de esta ciudad reconoce como fundadores a los coroneles, capitanes y élites locales, sin considerar las etnias indígenas (kaingang, terena, entre otras) que desde hace siglos habitaban y aún viven allí, ni la población afro, campesina e inmigrante que llegó luego. Conscientes de que los museos como espacios públicos que construyen representaciones sociales cada vez son más criticados, las autoras y responsables del proyecto decidieron intervenir en este imaginario. La implantación del museo tenía entre sus objetivos repatriar a la región una colección de artefactos indígenas curada por el investigador Kiju Sakai. Además, su implementación en una antigua estación ferroviaria permitía cuestionar un pasado y presente vinculados a proyectos desarrollistas. Diferentes grupos, no solo los indígenas, fueron invitados a participar en la elaboración del plan museológico y la concepción de las primeras exposiciones, entre ellos, los descendientes de inmigrantes, familiares de los antiguos ferroviarios, trabajadores rurales, alumnos y profesores de la red municipal.
Tentativa de anonimato
En ese proceso, el propio municipio apareció como un territorio de negociación entre diferentes agentes, comunidades y segmentos culturales. Enmarcada en los preceptos de la socio-museología, que vincula el desarrollo cultural a la responsabilidad social, la propuesta buscó incluir en la narrativa museológica a grupos sociales marginalizados mediante estrategias de autorepresentación, en vez de simplemente atraerlos como nuevos públicos. En el caso de los indígenas, a pesar de la dificultad de autorepresentarse (según las autoras, por estar acostumbrados a ser representados) y de la resistencia de algunos —que sentían temor a «volverse pasado»—, sus pocas exigencias parecen haber sido consideradas dentro de la realización de un trabajo de educación patrimonial junto a la escuela de la Tierra Indígena Icatu. Además, determinaron construir una casa circular en el área externa del museo (a partir de modelos de vivienda de los habitantes locales, según fuentes arqueológicas) que pudiera ser reconocida por los no indígenas como una casa indígena, ya que sus casas actuales son de mampostería. Del mismo modo, se elaboraron textos de pared, en alianza entre investigadores y líderes indígenas, en los cuales se percibe que la casa tiene un valor simbólico: «[…] trae de regreso a la ciudad de Lins a antiguos habitantes que fueron expulsados y asesinados durante la expansión de la vía férrea noroeste y los frentes de ocupación del oeste paulista» (Alfonso y Hattori 2005). De esta manera, es clara la intención de pensar la masacre de los indios kain-gang como una especie de antipatrimonio que será conservado / recordado. Así pues, este tipo de iniciativas parecen hacer posible
[…] una mejor comprensión del «otro» y de ciertos aspectos de su cotidianidad, una mejor comprensión del contexto de inserción de la institución, una mirada diferente frente al pasado y presente de la región, la formación y mantenimiento de las alianzas y la apropiación de la institución por la comunidad; especialmente, un lazo más fuerte con grupos en condición de exclusión, como es el caso de las comunidades indígenas. (Salamon en Alfonso y Hattori 2005)
Todo lleva a creer que las exposiciones se realizaron atendiendo los anhelos de los diferentes grupos participantes, trabajando con el otro indígena, para el otro no indígena. Refiriéndose a Hugues de Varine, la propuesta museológica asume el papel de «liberar las fuerzas creativas de la sociedad», procurando que los museos sean «fuertes referencias para las comunidades». Sin embargo, en eso parecen tener la idea de que el museo «da voz» a las comunidades indígenas, de que les otorga un lugar de habla para que sus historias no las cuenten nuevamente los «otros» en una perspectiva etnocéntrica. Por otro lado, el trato con las «memorias excluidas» parece trabajar por una reintegración; las ve como un «cuerpo perdido» que necesita reunirse al conjunto al que pertenece —favoreciendo «un lenguaje propio que las simbolice o congregue» (Certeau, en Alfonso y Hattori, 2005)—. De ese modo, pareciera que ellos ya no cuentan sus historias, que carecieran de un lenguaje propio, lo cual refuerza el orden institucional.
En este punto es posible problematizar la perspectiva para los no indígenas. El proceso ha despertado conflictos y tensiones. En cierto punto, los miembros de una comunidad del entorno del museo —que serían desplazados por las obras de acceso— le prendieron fuego a la casa, la cual se tuvo que reconstruir para la apertura (lo cual no constituía necesariamente un ataque a los indígenas, sino a la institución).
El texto afirma que tales conflictos se discutieron durante todo el proceso, pero no expone su discusión, únicamente registra que entre los habitantes había jóvenes en situación de riesgo. Más adelante menciona que en el proceso hubo «grupos que construyen» y otros que «incomodan». Lo cierto es que allí se reconoce cómo la diversidad y la pluralidad —en los términos de Manuela Carneiro da Cunha— significan «riesgos para imágenes idealizadas y construidas, amenazando poderes y lugares instituidos». Sin embargo, separar lo constructivo de lo que obstaculiza toma aquí un viso particular de cara a la diversidad. Después de todo, ¿cuál sería la posición de los jóvenes desplazados en la narrativa del museo? En otro contexto, Barbalho afirma que «todo discurso está sujeto que su sistema de diferencias se desestabilice con la actuación de articulaciones discursivas otras, procedentes de fuera» (2013, 20). Entonces, ¿cómo implementar políticas de representación sin desatender ese tipo de pluralidad?, ¿será necesario pensar no un museo de memoria indígena, sino en un museo de los conflictos entre los indígenas y los no indígenas, abierto a las negociaciones entre demandas emergentes de diferentes grupos sociales marginalizados?
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En su libro sobre la acción política después de las redes de comunicación, el filósofo Rodrigo Nunes considera que el ciclo antiglobalización de finales de la década de 1990 y el momento político iniciado en Túnez, a fines del 2010 —que después llegaría a Egipto, a parte del Magreb y Marrakech, España, Portugal, Grecia y Brasil—, comparten algunas características distintivas frente a momentos políticos anteriores:
[…] la desconfianza en las políticas de representación y en la representación en general, el rechazo de las organizaciones formales y la tendencia a la organización en redes, la preferencia por las formas de acción creativas, extralegislativas, la diversidad táctica y el uso del Internet para organizar, movilizar, diseminar la información, generar afecto y convocar apoyo. (Nunes 2014, 08; la traducción es mía)
Con todo, únicamente los movimientos más recientes han logrado aprovechar la expansión del acceso a la web y del ascenso del Internet 2.0, animados por una generación que creció conectada. En ese periodo, el Internet pasó a estructurar la cotidianidad de la mayoría de las personas, desde sus relaciones de trabajo hasta sus opciones de ocio, incluyendo los servicios públicos y privados que utilizan. Esa dimensión de la experiencia de la red es lo que, según el autor, hace posible o incluso fortalece la idea de que las acciones políticas se pueden constituir por medio de lazos distintos a los de las organizaciones formales, generalmente asociadas a la definición de jerarquías, la burocratización, la falta de transparencia y el déficit de democracia de los actuales sistemas de representación. De ese modo, las organizaciones en red se vuelven una potencia cotidiana, apropiable de modos muy diversos. De hecho, incluso nuevos partidos políticos parecen emerger, en cierto modo, de una apropiación de las redes.
La posibilidad de seguir en tiempo real el desarrollo de esas acciones (resonancia informacional), simultáneamente a la producción de un sentido de urgencia (resonancia afectiva) que impele a la acción, es para Nunes una de las características distintivas del momento presente. La replicación performativa de estas acciones crea un sistema-red tan amplio como su capacidad de responder públicamente frente un malestar social. He ahí la dimensión performática de los medios digitales, los cuales, según el autor, funcionan como una batería que acumula energía para luego descargarla en las calles, en un proceso que va de los clicks (en referencia al clickactivismo) a la acción colectiva. Algunas redes más organizadas que convocan lazos más fuertemente establecidos —es decir, que administran páginas y cuentas más populares, definen lugares, fechas, horarios y temas, entre otros protocolos, etc.— desempeñan, por tanto, un papel preponderante en ese proceso.
Es beneficioso, pues, tener hoy una descripción del modo de organización de esas acciones políticas desde una perspectiva distinta a la de «filosofía de la espontaneidad», para abrir paso a un balance entre términos aparentemente incompatibles: horizontalidad y acción coordinada, procesos democráticos y decisiones estratégicas, etc.; y observar, al mismo tiempo, las propiedades específicas de estas redes que no podemos ya ignorar. Para Nunes las redes no son exactamente horizontales, de hecho, considerarlas tales puede redundar en un «obstáculo epistemológico». No obstante, ello no significa abandonar la horizontalidad, la apertura, la transparencia, ni una radicalización de la democracia; en otras palabras, es necesario dar espacio a las cuestiones que pueden presentarse en medio de aquellos términos, formuladas de uno para el otro, considerando esos estados mixtos en su densidad conceptual y operacional específica.
De acuerdo con Nunes, una de las dicotomías de las que debemos escapar es aquella entre el uno y los muchos, entre términos en singular y términos en plural, entre unidad y multiplicidad, pueblo y multitud, partido y movimiento. Incluso la palabra «movimiento» parece inadecuada para describir el momento actual, en la medida en que sugiere cierta cohesión de objetivos, identidades y prácticas. Desafiar esa limitación gramatical, que también es cognitiva y política, es fundamental para lograr preguntar de qué manera pensamiento y acción estratégicos son posibles en y por medio de las redes, en sentido social, intersubjetivo, de infraestructura, etc. Está en juego aquí el desarrollo de una autoconsciencia de los movimientos respecto a cómo ellos mismos se desenvuelven a partir de sus potencialidades específicas. Frente a esto es necesario considerar el papel de incontables agentes intermediarios: clusters, hubs, identidades colectivas, funciones de vanguardia, etc. Para esto, el autor presenta dos herramientas conceptuales: el sistema-red y el movimiento-red.
El momento político parece subsumir diferentes movimientos que actúan, con mayor o menor sinergia, en una misma coyuntura configurando una red. Pero, ¿de qué modo hay una red? Según Nunes, un sistema-red es un sistema de diferentes redes constituidaspor muchas capas que interactúan entre sí. Cada capa tiene sus propios conjuntos de nudos, lazos y clusters, todos ellos dinámicos. Los individuos circulan, así mismo, entre esas capas (o constituyen ellos las capas, dependiendo del criterio) y, en esa medida, transitando por diferentes espacios, físicos o virtuales, las conectan entre sí. De esta manera es posible concebir un «movimiento» más amplio de las relaciones sociales, que no se limitan a las expresiones individuales ni a los objetivos colectivamente pactados.
Por su parte, el movimiento-red es el orden reflexivo en el cual el sistema red y los múltiples elementos y capas que reúne (actores, intenciones, objetivos, acciones, afectos, etc.) toman conciencia de sí mismos; así, no todos los que participan en el sistema-red participan en el movimiento-red. Se trata de un movimiento cuyas partes son a su vez redes que se conectan a él por lazos de diferentes tipos y fuerzas. Del mismo modo, hay diferentes movimientos dentro de un mismo movimiento-red: políticos, laborales, de identidad, en torno a una causa, etc. Él incorpora múltiples perspectivas y ángulos para diferentes actores, pero algunas de sus acciones se pueden describir sin referencia al movimiento como un todo. El movimiento-red no depende de la reciprocidad entre los variados agentes, lo cual implica un abordaje fundamentalmente distinto de las divergencias entre ellos.
En suma, el movimiento-red es un prerrequisito para el pensamiento estratégico y táctico. También deriva de una dinámica de multiplicidad, señalando la continua construcción de lo común, cuya forma no se puede determinar por anticipado. Este movimiento permite diferentes combinaciones entre lo unitario y lo disperso: tácticas diversas, acciones distribuidas, institucionalizaciones e incluso partidos, según lo que cada situación requiera. De acuerdo con Nunes «la cuestión no es qué solución sería válida para el todo, sino cuáles soluciones trabajan dentro del todo» (2014, 29); de ahí la necesidad de encontrar las mediaciones que, a partir de sus interacciones, aumentan la capacidad de acción (en flujo) del sistema como un todo.
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El chico ya no soporta ver tantas pinturas
Los intercambios que podemos vislumbrar entre esos diferentes espacios de problemas, todos los cuales cuestionan las prerrogativas de las instituciones y de la representación, sugieren algunos aspectos a replantear en el campo de la educación en museos y exposiciones de arte, considerando que sus «beneficiarios» tienen que desempeñar un papel histórico y político. De modo general, ellos implican dejar entre paréntesis el carácter típicamente intervencionista de la educación en general, sin que eso signifique poner la esperanza simplemente en la educación espontánea.
En ese contexto, aprender con los públicos apunta a un proceso de construcción de lo común en el disenso, en medio de la fragmentación social y el pluralismo cultural. Se trata de una rearticulación política y epistemológica de la educación que reserva especial atención a las mediaciones, a los mestizajes, a los estados mixtos, etc. La educación en este proceso se dirige no tanto a hacer empresa con la experiencia de los públicos como a la empresa de observar estas imbricaciones. Por lo tanto, la desestabilización de las agendas (previas) de ciertas disciplinas o identidades —de su «sistema de diferencias»— se vuelve el punto de partida para una reconfiguración (práctica y discursiva) de los conflictos sociales que hay que desplegar.
Este proceso revela la necesidad de pensar la negociación entre las demandas de los diversos grupos sociales marginados. En este contexto, la relevancia de los museos y exposiciones de arte estará incluso en función de su disponibilidad a negociar con socialidades que exceden el orden institucional, en su capacidad para abrir un espacio de elaboración de los conflictos y las diferencias que surgen allí.
Parafraseando a Michel de Certeau (2012), si estas instituciones quieren renovar su función propiamente educativa en medio de la «masificación estructural», deben remitir el sentido de su oferta a la práctica del pensamiento —incluso la de su organización— de la que participan los «receptores» de esa oferta. Sabemos que el diálogo y la horizontalidad son un referente común para el discurso educativo, pero el diálogo no siempre reconoce el conflicto. Muchos educadores, en lugar de trabajar para transformar el conflicto mediante el diálogo, dialogan como si este no estuviera allí. No parecen interesados en construir lo común disensual mediante el diálogo, sino que se limitan al «intercambio de experiencias»; en otras palabras, no buscan construir la comunidad que se encuentra dividida por la experiencia (Agamben, 2009), sino mantener una armonía postulada de antemano. De hecho, muchos de estos educadores, a pesar de no reducir los espectadores a cajas vacías y considerando el carácter productivo de la recepción, por lo general editan sus voces en beneficio de cierta imagen institucional. En este sentido, en un mundo cada vez más conflictivo, desgarrado por las divisiones sociales, económicas, étnicas, religiosas, etc. como este en que vivimos, es su tarea educativa lo que está en cuestión. De hecho, no solo el público, sino también los educadores, supervisores, productores, curadores, personal de mantenimiento, seguridad, etc., deben unirse a esta comunidad —que no se promulga por decreto ni se obtiene por cálculo— subrayando «la importancia de algunos diálogos transversales a diferentes roles que se relacionan con los procesos auto-educativos» (Kelian, 2014).
Conviene recalcar que, en estas negociaciones entre la socialidad y la institución, lo que se negocia son tanto los sentidos y concepciones del arte y la cultura, como las demandas de los diferentes grupos culturales o sociales. Sin embargo, desde la perspectiva de la socialidad, elaborar estas demandas no apunta a coincidir con las necesidades o las nociones de identidad del público, sino a potenciar los contrapúblicos, que se manifiestan sin identidad dada, tanto en la división de cada uno consigo mismo, como rompiendo con las expectativas de incluirlos en ciertos ritos o procesos de socialización. No restringirlos a los esquemas de intereses y referencias de las instituciones, a su vez, implica cuestionar la tendencia de la institución a preservar su propia identidad, al precio de perder numerosas oportunidades de aprendizaje.
Dichas negociaciones no tienen lugar únicamente entre los que están dentro y los que están fuera de las instituciones, sino también a su interior, entre sus diversos órganos, y el exterior, entre los diferentes públicos. En este contexto, la cultura no puede valorarse solo por su integración económica, que vincula la formación cultural, como he dicho, al desarrollo y la empleabilidad; al contrario, ella debe ser considerada en su capacidad para proponer otras economías, siguiendo los intereses de las socialidades. Así mismo, aquel común disensual (aparentemente unitario) no resultará incompatible con los movimientos de la red (en apariencia dispersos); al contrario, ya que no dependen de la reciprocidad entre los diferentes agentes, tales movimientos implican otro enfoque para la disidencia —enfoque que también debemos aprender—. He aquí un esbozo del «todo» en medio del que la educación (dentro y fuera de las instituciones) puede trabajar.
Referencias
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1. Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística.
2. A mediados del 2011, el Itaú Cultural dedicó el número 12 de su Revista Observatorio, bajo la coordinación editorial de Isaura Botelho, a reflexionar sobre el consumo cultural y los públicos de la cultura, lo cual, afirmaban, era imprescindible para la «formulación de políticas que aprovechen y democraticen los bienes culturales». En el año 2014, en alianza con la editora Iluminuras, la organización publicó el libro O lugar do público, organizado por Jacqueline Eidelman, Mélanie Roustan y Bernardette Goldstein, investigadoras en el campo de la museología en Francia. Del 12 al 14 de noviembre del 2013, el Sesc São Paulo realizó el Encuentro Internacional Públicos de la Cultura, que reunió investigadores, profesores universitarios, gestores y representantes de instituciones culturales, procedentes de ocho países (de America y Europa) para reflexionar sobre la misma temática.
3. Los rolezinhos son encuentros populares de adolescentes organizados desde redes sociales, con los que los jóvenes buscan divertirse y revindicar su derecho a estar en espacios públicos. Estos eventos han llegado a convocar hasta seis mil personas, creando situaciones de seguridad pública. El tema ha cobrado un carácter político no solo por su escala, sino debido a que los jóvenes marginalizados se toman los espacios reservados al comercio y los vuelven sus lugares de ocio. [N. de la Ed.]
4. Siguiendo a Wilton de Sousa, los intermidia son los espacios o mediaciones que tienen lugar entre los formatos, géneros o lenguajes de la cultura.
5. Quien en 1991 organizó el seminario Sujeto: El lado oculto del receptor. Véase el libro que compila sus memorias en Sousa (1995).
6. Se denomina banderaintes en Brasil a los expedicionarios esclavistas, colonizadores del territorio y cazadores de riquezas mineras en el país entre los siglos XVI y XVIII. [N. de la Ed.]