¿Qué significa ser visible? Retrato y fisionomía disidente en Elly Strik
Elly Strik, Bride, 2002-2010, grafito, laca, óleo y lápiz sobre papel, 290 x 205 cm. Foto: Peter Cox, cortesía de la artista.
La crítica cercana. Los bordes de la historia.
La oportunidad Strik
Hubiera querido que escribir sobre Elly Strik fuera como entrar directamente en otro lenguaje: un estallido de paz en medio de una guerra constante. Pero inevitablemente este ejercicio de escritura será otra vez una batalla que habrá que librar dentro del abarrotado palimpsesto de la crítica.
Hace tiempo que vengo luchando con la historiografía hegemónica del arte, con su aparato discursivo y visual de producción de verdad, con las reparticiones que operan entre lo masculino y lo femenino, lo heterosexual y lo homosexual, lo sano y lo enfermo, lo válido y lo inválido, lo humano y lo animal. He refutado esa historiografía por medio de imprudentes empujones teóricos y alocados asaltos performativos, reuniendo las voces y los cuerpos de Ocaña y Nazario, las de las Yeguas del Apocalipsis, la de Adrian Piper y Trinh T. Minh-ha, las de la Womanhouse Project, las de Annie Sprinkle y Beth Stephens, las de Itziar Okariz y Jo Spence, las de Jürgen Klauke y Gironcoli, las de Act Up y General Idea, las de Guillermo Gómez Peña y la Pocha Nostra, y otra vez la voz, ahora entrecortada, de Pedro Lemebel… Pero la historiografía dominante, su taxonomía y sus rituales, vuelven cada vez que el museo se abre, que la escritura comienza. Y ya se sabe que la epistemología dominante siempre tiene más tropas y armas, siempre pega más fuerte y hace más daño que el subalterno. El enviste epistemológico se siente a veces en forma de remordimiento por no adecuarse al canon institucional, otras, como un golpe seco que te paraliza y te hace renunciar de inmediato. Y cuando el lenguaje hegemónico no vuelve en forma de golpe, retorna con la seducción de la cita al uso, del aparato crítico ready to eat. Me digo, una vez más: voy a oponer toda la resistencia de la que soy capaz. YElly Strik me brinda una oportunidad para intentarlo de nuevo, como un mago que me invita a subir en sus alfombras voladoras de papel de 300 x 200 cm.
En definitiva se trata de esto: al escribir sobre Elly Strik no querría hacerlo desde afuera. Como si su obra estuviera allí (en el estudio, en la galería, en el museo) y mis palabras estuvieran aquí (en el catálogo, en la crítica, en la historia). Lo que querría es mezclarme con esa obra. Estar cerca. Desearía que mis palabras brotaran del trazo de sus dibujos, que se trenzaran con la maraña de peloficción que los componen. Querría que esa obra y yo entráramos en un erotismo mutuo transitorio. Desconcertante. Perder la cabeza por esa obra. O darle mi cabeza. Poner la obra (los cientos de rostros y cabezas que Strik hace visibles) en el lugar en el que supuestamente está mi cabeza. Hacer la experiencia de la democracia sensible con la obra. Insisto, me obstino: quiero alejarme de un cierto modo de practicar la crítica de arte, de un modo de hacer historia.
Deseo una crítica desbordada, un ejercicio en el que la historia del arte pueda ser concebida como una labor indiferenciable de la práctica artística. Ni como repetición ni como farsa. Elly Strik se refiere a las palabras del arcángel Raphael en el prólogo del Fausto de Goethe y propone un pacto: «When you read this letter, my dearest, I will be near you». Sin ironía. A la altura de nuestro tiempo, al que Kathy Acker denomina «poscínico» (Acker 1997, 11). Quédate cerca.
Porque no estamos situados en cualquier sitio, sino en el borde mismo de la historia. Me refiero al lugar desde el que la historia del arte mira al cuerpo minoritario, popular, precolonial y descolonial, al cuerpo de los locos, de las mujeres, de las maricas, de los enfermos, de los discapacitados…, y también a todas las prácticas de transformación social y de reinvención del ámbito de lo sensible que se agolpan a la puerta del museo y que nunca lograron realmente entrar. Cuando intento fijarlas en mi mente no dejan de chispear los fragmentos de lenguajes: es la obra de la multitud hecha briznas, destruida, pero no muerta. Es como si la historia entera, la historia universal del arte, sufriera del síndrome del déficit de atención. Es aquí donde Elly Strik entra con sus pinturas y actúa como terapeuta de la historia visual colectiva.
Hacer terapia a la historia visual. El tiempo como madeja del multi-verso. El retrato como contra-ficción somatopolítica. Travestismo temporal y cronopolítica
Intervenir en la historia visual de la hominización es sobre todo deshacer y rehacer sus rostros. Desde 1985, Elly Strik realiza retratos, a menudo con laca y óleo, pero también en lápiz de carbón o de colores sobre papel, en gran formato —3 metros de altura por 2 metros de ancho—. Primeros planos de un rostro dibujado sobre una enorme hoja de papel, sujeta precariamente a un muro por simples chinchetas, los retratos son de un intimismo monumental, de una fragilidad inconmensurable. Al principio, el objeto de muchos de estos retratos es su pareja. Después, a partir de los años noventa, el autorretrato se impone como forma de experimentación e investigación.
El espectador de la obra de Strik entra en una historia del arte en tiempo de fantasmas, como la que nos invita a hacer Georges Didi-Huberman (2009) de la mano de Aby Warburg. La obra de Strik explicita la función fantasmal del arte: el papel y el color son el lugar material en el que se produce la trasmutación de lo invisible en visible. Una ventana sensible por la que reaparecen los rostros velados de la historia. Strik parece haberse transformado en una cortadora de cabezas, en una arqueóloga de la evolución que busca cráneos de especies desaparecidas, una coleccionista de máscaras, una cazadora de fantasmas, una alquimista de lo sensible que armada de un «espejo mágico» busca rostros invisibles. Strik reúne así un extraño banco de cabezas y rostros, de materias y órganos que habrían esperado durante siglos para cobrar otra vida a través de la imagen. Mediante esa tarea espectral, Strik se reconecta con la tradición de expresionistas del mar del norte de principios del siglo XX que le es próxima (aunque instalada en Bruselas, Strik nació en La Haya). El perfil del cuerpo desdibujado por la luz, las miradas vaciadas por la oscuridad y los reflejos fantasmáticos recuerdan a los retratos de Léon Spilliaert; las máscaras dotadas de mirada, la carne desnuda como sustituto de la piel y la calavera como rostro universal nos devuelven a James Ensor.
La obra de Strik es un archivo somatopolítico en el que se guardan las cabezas cortadas de la historia: cráneos de niñas, rostros de viudas y de novias, cabezas de San Juan Bautista, de Sansón y de Holofernes, máscaras de gorila, caretas de Ofelia y del hombre elefante, la cabeza perdida de Goya, rostros pasados y futuros, rostros invisibles o que nunca fueron vistos. Este es un archivo sensible para un museo líquido en el que la mutación y no la identidad es objeto de registro.
El paso de Strik al autorretrato no es un camino hacia el intimismo, sino una radicalización de esta investigación geohistórica. Es la distinción misma entre retrato y autorretrato la que se pone en cuestión. Mirar la historia es imaginarse un rostro. Mirar su propio rostro es rehacer la historia. Strik acaba cortando la cabeza de Strik. La artista es al mismo tiempo Sansón y Dalila, Judith y Horlofernes, el gorila y la chica. Goya, de nuevo, se mira en el «espejo indiscreto» y descubre su rostro simiesco. La mirada se vuelve reflexiva y al mismo tiempo cósmica. Es necesario perder la cabeza para ver la historia.
En los autorretratos, el color es el vehículo material por medio del cual se opera la reaparición fantasmal: el rostro se cubre de materia cobrando densidad y volviéndose difícilmente discernible (como en Hostess, 2005) o haciéndose casi invisible (como en Beaucoup de fleurs, 2002-2003). Otras veces, la lógica de lo espectral opera por interiorización: Strik arranca la piel para mostrarnos las capas invisibles de un rostro, los huesos, los músculos, los dientes (como en Braut, 1998). Pero esta disección no responde a la mirada anatómica del discursomédico. Lo que nos es dado a ver es una contraanatomía afectiva del rostro inscrita en la materia.
Para el espectador, un retrato o un autorretrato de Strik es un enorme espejo mágico de consecuencias imprevisibles. Al pasar al formato 300 x 200 cm, Strik cuestiona la escala del retrato (visible a un golpe de vista y naturalmente proporcional al rostro del espectador) y niega su función en los procesos de subjetivación burguesa. Excesivos, descomunales, deformes, inabarcables, los retratos de Strik devoran la mirada burguesa e interrumpen sus procesos de identificación. Además, esta sobredimensión del retrato fuerza al espectador a abandonar el privilegio de lo óptico y su posición de ojo constituyente, y lo arroja de este modo hacia una experiencia táctil. «Me gustaría que tuvieras la impresión de que la imagen está tocándote», afirma Strik (2009, 78). Afectada por momentos de sordera durante la infancia, Elly Strik explora otras formas de conocimiento que exceden el oído, agudizando la visión periférica y el tacto. La mirada del espectador se vuelve carnal, se intensifica, al mismo tiempo que se hace vulnerable en contacto con la materia.
Elly Strik, Welcome, parte 7 de A Terrible Beauty is Born (9 partes), 2007-2011, grafito sobre papel, 28,5 x 47 cm. Foto cortesía de la artista.
Pero no hablaré aquí de lo que Strik le hace al espectador, sino de lo que Strik hace a la historia visual —el desplazamiento de la posición del espectador será una consecuencia de este seísmo—. Los retratos de Elly Strik constituyen una serie de contraficciones fisionómicas: Strik se apropia del retrato como técnica de producción de subjetividad para distorsionarla, creando un archivo de rostros subalternos. Imágenes supervivientes, habría dicho Warburg; des revenants, podríamos llamarlascon Derrida: espectros que vuelven, fantasmas a los que la artista ayuda a atravesar el umbral de visibilidad. Para inventar otro rostro posible o para hacer lo espectral visible, Strik desfigura la norma, deforma las convenciones humanizadoras de la mirada, altera los recursos visuales y las convenciones antropocéntricas que nos permiten discriminar la diferencia (sexual, animal, racial, somática y funcional…) y que producen las jerarquías entre el cuerpo sano y patológico.
Strik organiza así una gigantesca mesa de operaciones de la historia (el Atlas Mnemosine, hecho de capas de óleo y sombras de carbón) en la que a los rostros perdidos de la memoria visual colectiva se les da una segunda oportunidad de encarnarse y de hacerse visibles subjetivando cuerpos que, aparentemente, no les pertenecen. Es así como, por ejemplo, Strik introduce, en una convencional fotografía de recién casados en un parque, dos elementos que se resisten a ser absorbidos por la convención: las cabezas de los novios son sustituidas por dos rostros fantasmales de Goya. La novia tiene ahora el rostro gris y arrugado de un Goya pensativo, mientras que un Goya más joven y terso se ha apoderado del rostro del novio. La representación idílica del amor heterosexual, su legitimación normativa a través del matrimonio y su codificación por medio de la fotografía nupcial son radicalmente desplazados por el enlace amoroso de dos rostros masculinos que corresponden a dos momentos de la vida de Goya. El tiempo se pliega sobre sí mismo y la historia desvela su factura monstruosa.
Lucho para no situar a Elly Strik en la línea de prestidigitadores de la diferencia sexual, para no encerrarla en el paso de lo femenino a lo masculino o viceversa. No es difícil que la mente quede atrapada en la pegajosa cantinela de las máquinas célibes de Marcel Duchamp según la cual «cada artista masculino lleva en sí su propia esposa y cada artista femenina su propio esposo» (Strik y Ammann 2005, 45). Pero ese no me parece el camino zigzagueante de Strik. Lo que la proliferación de rostros muestra no es una lógica sexual o de género binaria, sino una lógica difusa, más próxima al imaginario de Lotfi Zadeh que a los juegos travestis. Duchamp y Darwin se marcan un tango juntos en el baile de la evolución vestidos con máscaras goyescas.
La noción de «temporal drag» o travestismo temporal, articulada por Elizabeth Freeman (2010) y Rebecca Schneider (2009) para entender los procesos de reapropiación que la cultura camp y queer hace de los objetos y los sujetos «obsoletos» en el capitalismo industrial, parece más apropiada que la de travestismo de género para explicar los desplazamientos operados por Strik. Las cabezas de Goya reinjertadas provocan no solo una evidente transgresión de género, sino que inician un proceso imparable de transgresión temporal. El autorretrato anacrónico es uno de los métodos de la clínica visual de la historia de Strik, un modo de resistir a las lógicas del progreso de la modernidad, a la cronopolítica normativa. La reflexión de Didi-Huberman sobre Warburg nos ayuda aquí a entender el trabajo de Strik:
Nos encontramos frente a la imagen como ante un tiempo complejo, el tiempo provisionalmente configurado, dinámico, de esos movimientos mismos. La consecuencia, o las implicaciones de una ampliación metódica de las fronteras, no es otra que una desterritorialización de la imagen y del tiempo que expresa su historicidad. (Didi-Huberman 2009, 35)
Elly Strik, Ophelia, 2001-2008, lápiz, laca y óleo sobre papel, 231 x 168 cm. Foto: Peter Cox, cortesía de la artista.
Este «anacronismo perturbador» (Danbolt 2011), que hace que los rostros de Goya se hagan visibles sobre una imagen contemporánea, se invierte y se agudiza cuando la artista cede su propio rostro a otras figuras fantasmales. Strik toma una multiplicidad de tramas de tiempo y las entreteje en torno a su cabeza como si se tratara de una trenza de pelo. El tiempo de Strik no es el tiempo universal hegeliano, ni tampoco el tiempo dislocado posmoderno: es un tiempo que hila pacientemente lo visible y lo invisible, un tiempo-pelo-enhebrado-en-la-aguja-de-la-mirada que permite reparar la historia. Al universo de la historia única, Strik opone el multiverso de las historias que se enredan como madejas.
La caracola de mar, el ensamblaje de las células de la epidermis, las circunvoluciones de un moño, las arrugas de un rostro, la arquitectura de folículos que forman una pluma, las motas jaspeadas de un pañuelo, las formas sinuosas que toma un metal en fusión antes de solidificarse, la malla que dibuja el trenzado de una cuerda, el orden interno de partículas reticulares de un cristal, la vibración ondulatoria de los átomos, las cuentas de un collar, el pliegue de un lazo, el complejo tejido de un encaje, la forma sinuosa del pabellón de la oreja, las incontables fibras del pelo… todos estos motivos recurrentes en la obra de Strik son figuras de una temporalidad múltiple. Entran en relación y conflicto el tiempo embrionario, el tiempo evolutivo, el tiempo psíquico, el tiempo acumulativo, el tiempo como función del espacio y del observador… el tiempo de Darwin, de Freud, de Einstein… Strik nos enseña de este modo que «el tiempo de la imagen no es el tiempo de la historia en general» (Didi-Huberman 2009, 35), que el tiempo no es lineal, que la cronología es también una ficción política: el tiempo es una materia viva que se construye social y culturalmente. Y esa es precisamente la tarea del artista: abrir la temporalidad y modificar la materia de la historia. Los retratos y autorretratos de Strik son intervenciones en el archivo sensible de la historia, pliegues y repliegues de diversas temporalidades. De todos los espectros que emergen de la obra de Strik, dos rostros vuelven como formas intensas e insistentes: la figura de Ofelia y la máscara del gorila.
Ofelia contraataca. Deshacer la historia de la locura.
Shakespeare, Delacroix, Diamond y Strik
Con Ophelia (retrato o autorretrato en gran formato: 231 x 168 cm, realizado entre 2001 y 2008), Elly Strik interviene en la historia de la representación del rostro de la locura femenina que va desde las prácticas medievales de la caza de brujas hasta la psiquiatría moderna. Recordemos que en Hamlet, Ofelia es la novia virgen que acaba volviéndose loca al comprender que Hamlet ha matado a su padre Polonio y que muere ahogada en un arroyo al caer desde un sauce. Como Elaine Showater ha señalado, la imagen de Ofelia flotando en el agua —su cuerpo inerte, su rostro afectado, su mirada ausente, su pelo suelto y enmarañado— se convertirá en el modelo de representación de la sexualidad femenina y de sus patologías (melancolía, depresión, enajenación…) en los discursos psicológicos y psiquiátricos del siglo XIX (Showalter 1993).1 La figura femenina y el relato de Ofelia dominan la representación moderna de la locura: la locura es mujer y Ofelia es su espectro visible. Una iconografía crítica de Ofelia muestra que la imagen del rostro de la enfermedad mental femenina se construye primero en la ficción teatral y pictórica para reproducirse después en la fotografía psiquiátrica y los discursos científicos. El mito teatral de Ofelia toma cuerpo con la representación del personaje llevada a cabo en París en 1827 por la actriz Harriet Smithson. Vestida con un velo negro y con el pelo cubierto de paja, la Ofelia de Smithson impresiona al público francés (entre los que se encuentran Alexandre Dumas y Hector Berlioz) por la intensidad de las pasiones que la mímica de su rostro transmite: la Ofelia gótica y burguesa «se ahoga en sus sentimientos» (Showalter 1993, 81). En la década de 1830-1840, Eugène Delacroix, todavía inspirado por la conmovedora teatralización de Smithson, representa la muerte de Ofelia en una serie de oleos y litografías. Estas imágenes servirán para inventar los modelos visuales clínicos de la locura femenina, la erotomanía y la histeria. La ciencia es más pequeña que el teatro y que la pintura.
La locura femenina como tipo visible surge de la articulación de la representación teatral y psiquiátrica de «Ofelia» y de la tradición de la fisionomía de las emociones que surge con la Physiognomia de Barthèlemy Coclès en el Renacimiento, al mismo tiempo que se inventa el retrato. La «fisonomía» aparece como una técnica de representación visual que establece correspondencias y asociaciones entre las disposiciones morales y los rasgos físicos del rostro de un individuo (animal o humano). Así por ejemplo, en De Humana Physiognomonia (1568-1601), Giovan Battista Della Porta establece una tabla de analogías visuales entre los rasgos de diversos tipos humanos y animales que permite identificar al hombre-vaca, al hombre-cuervo o al hombre-codorniz. La fisionomía comparativa no es solo una semiología del rostro humano en clave «bestial», sino también una hermenéutica visual que anticipa a Darwin y la física cuántica: cualquier átomo de hierro de la Tierra procede de la explosión de una estrella supernova hace millones de años, del mismo modo que cualquier rasgo facial homínido es el resultado de un proceso evolutivo que incluye toda la historia de vida y nos devuelve a las ondulaciones primigenias del hidrógeno y del helio. Elly Strik llevará después la fisionomía hasta su función última: leer la historia plástica del uni-verso a través de un rostro.
En el siglo XVIII, Johann Kaspar Lavater reclama para la fisionomía el estatuto de saber científico y procede en su Physiognomische Fragmente (1775-1778) a un estudio detallado de la forma y el tamaño de los ojos, los labios, la nariz…, para establecer una taxonomía de rostros que permita la identificación de cualquier cuerpo. Nunca antes nadie había representado un rostro con tanto detalle. Nace así el primer plano y con él el individuo burgués moderno, antes de que existieran la fotografía o el cine. Con el proceso de secularización de la modernidad y el paso de las retóricas religiosas a los lenguajes científicos, el «alma» migra desde el éter inmaterial al cuerpo, se somatiza, invade la materia hasta revelarse a través de la piel y transformarse en rostro. Ahora es la psicología individual (recordemos que psyche es también alma) la que puede leerse mediante una cartografía de signos somáticos.
Elly Strik, What I can do, you are welcome, 2001-2011, cenizas, lápiz de color, laca y óleo sobre papel, 240 x 177 cm. Foto: Peter Cox, cortesía de la artista.
En el siglo XIX, la transferencia más intensa entre política y biología, pero también entre arte y control social, se opera a través del rostro. La tarea de clasificación visual de un rostro vendrá a formar parte de las técnicas biopolíticas y coloniales de producción y gestión de diferencias entre lo normal y lo patológico. En 1801, con el Tratado médico-filosófico sobre la alienación mental o manía de Philippe Pinel, el retrato pasa a ser una técnica clínica que sirve para la detección y el tratamiento de la locura. Las ideas de Pinel serán difundidas por su discípulo Jean Étienne Dominique Esquirol, quien diseñará un atlas fisonómico de la locura con 27 tipos psiquiátrico-visuales y que popularizarán los rasgos físicos de la «manía», la «melancolía», la «demencia» y la «idiotez». Poco después, con la sagacidad de un ingeniero social, Cesare Lombroso, la técnica del retrato se transformará en instrumento policial de identificación criminal: al archivo universal de la locura se añade ahora el archivo universal del rostro criminal.
Contemporáneo de Lombroso, el psiquiatra británico Hugh W. Diamond fotografía a una paciente que «sufre de trastornos sexuales», siguiendo los códigos de representación ya utilizados por Delacroix (el pelo, las flores, la mirada perdida, el rostro ahogado) y da el nombre genérico de «Ofelia» a esa imagen. Para Diamond, creador del primer laboratorio de fotografía psiquiátrica del Reino Unido, en el departamento de enfermedades mentales de mujeres del Surrey Country Asylum, y fundador de la Photographic Society en los años 1840, Ofelia no es simplemente una mujer loca, sino la locura hecha visible. Tan solo un año después de que Talbot inventara el calotipo,Diamond decide utilizar la fotografía como método al mismo tiempo diagnóstico y terapéutico en psiquiatría.
Dos elementos resultan interesantes para una historia política de la visualidad de esta temprana teoría psíquica y política del retrato, la cual hace de Ofelia el modelo visual de la locura femenina. En primer lugar, para Diamond, la locura, lo que él denomina los invisibles «caracteres fisonómicos de la aflicción» (1856), se hace visible a través del retrato y de la fotografía. La hipótesis de Diamond es que el retrato fotográfico permite captar los diferentes estados del alma. Además, y esto será clave en la historia posterior de la reapropiación del retrato en la práctica artística, Diamond afirma que las «pacientes» pueden curarse mediante la observación de retratos de sí mismas, en un proceso de revelación o epifanía. En segundo lugar, Diamond parece consciente de que el retrato no es solo una técnica representativa, sino que es también performativa: produce el sujeto que dice representar. Para Diamond, el retrato trae el alma al dominio de lo visible y permite trabajar con él.2 Este intervalo entre repetición y diferencia performativa, entre patologización y empoderamiento, será el espacio de acción político-visual en el que vendrán a inscribirse los retratos de Elly Strik.
La «Ofelia» de Diamond —como el hombre elefante de Frederick Treves, las histéricas de Charcot o los gorilas de Akeley— forma parte de una genealogía de cuerpos que han sido hechos visibles de acuerdo con violentas convenciones político-visuales.3
En estas taxonomías fisonómicas, el color y la textura de la piel, la mirada, la nariz, la forma de las orejas y la cantidad y la densidad del pelo aparecen como índices anatómico-políticos de normalidad o desviación. La especie, la raza, la diferencia sexual o de sexualidad están inscritas en la piel clara u oscura, la nariz chata o aguileña, los labios finos o carnosos, o el pelo liso o indomable. Dentro de este atlas visual, el animal, el indígena, el judío, la prostituta, la lesbiana o el criminal son considerados como especies visibles. Las convenciones burguesas del retrato no están al servicio de la singularización del alma individual, sino que forman parte de una tarea más amplia de vigilancia y normalización. Es en esta historia violenta de la visualidad en la que Elly Strik interviene enseñándonos a mirar de nuevo, haciendo que la curiosidad gane terreno frente al hábito, que el fondo y la forma sean desbordados por la intensidad de la sensación. Entonces, por primera vez, nos vemos. Y esta visión no es la de la identificación, sino la del extrañamiento, no es la del reconocimiento individual, sino la de la transmutación cósmica.
Para empezar un retrato, como Francis Bacon, Strik extrae primero la figura de su medio ambiente, la aísla: el límite del papel se convierte en el límite del mundo. De este modo Strik conjura:
[…] el carácter figurativo, ilustrativo, narrativo, que la Figura tendría necesariamente si no estuviera aislada. La pintura no tiene ni modelo por representar, ni historia que contar. […] Aislar es entonces el medio más simple, necesario pero no suficiente, para romper con la representación, quebrar la narración, impedir la ilustración, liberar la Figura: mantenerse en el hecho. (Deleuze 2002, 4-5)
En Ophelia, el rostro inmenso amenaza con desbordar el límite del papel, como si este fuera simplemente un orificio hacia lo visible a través del cual el cuerpo intenta pasar. Un túnel hacia otro tiempo. Una puerta plástica que lleva desde lo invisible a lo visible.
En circunstancias ideales —afirma Elly Strik— el retrato se convierte en una suerte de paisaje, un espacio en expansión en el que no se reconoce inmediata-mente una figura. Trato de evocar un espacio vacío, por el que el espectador puede ser absorbido. (Strik 2009, 78)
Como el límite del papel, el límite del color utilizado como medio ambiente o atmósfera viene a operar, en otros casos, como un segundo aislamiento y una segunda paisaji-ficación: en Veronika (2005), la figura sin rostro está contenida por un entorno azul que se detiene abruptamente antes de llegar al borde del cuadro, como creando una barrera entre la pintura y su afuera. En Spreek, vrouw, wat zal ik je schenken? (2004), la figura reposa sobre un color rosado: el fondo es una piel sobre el que la forma aparece y se convierte en horizonte.
Si en las representaciones románticas de Delacroix, el cuerpo de Ofelia aparece sumergido en el agua, cubierto por una capa transparente que al mismo tiempo la aleja de la superficie y la revela, en la representación de Elly Strik el rostro de Ofelia parece haber sido literalmente sumergido en una capa de fluido rosa, mezcla de laca y óleo, casi totalmente opaco. A diferencia de la Ofelia de Diamond, donde la imagen promete desvelar la locura a través de la precisión fotográfica, en la Ophelia de Strik los rasgos faciales, la mirada y el gesto han sido intencionalmenteborrados. Emerge entonces una Ofelia sin rostro, que se sustrae a la mirada con una intensidad háptica. Ofelia no se deja ver. Al contrario, nos toca. Como si Ofelia, protegida por una máscara de pintura, se negara a ser leída por la mirada normativa. La opacidad de la capa de pintura que cubre el rostro, abruptamente cortado por el límite de la tela, contrasta con el cuidado y la precisión con la que cada uno de los cabellos y una oreja han sido dibujados. La vitalidad y la complejidad del pelo (borde eléctrico de la subjetividad y signo de la irreductible multiplicidad del tiempo) empoderan al sujeto sin rostro representado trasladándolo verticalmente a una dimensión que excede la del retrato.
El mismo pelo vibrátil, como una corona de radiaciones que emanan de una estrella invisible, enmarca un rostro sin mirada en When you read this letter, my dearest, I will be near you (2001). Little Bride (2004) podría ser otra variación del retrato del mitode Shakespeare y de sus sucesoras psiquiatrizadas. Ofelia es también la novia gótica que, enamorada del asesino que ha matado a su padre, tendría que llevar luto incluso en su propia boda. El vestido de novia ha sido aquí transformado en un velo negro que cubre la totalidad del cuerpo, rechazando tanto la fisionomía normativa que amenaza con patologizarla, como los rituales románticos que hacen de la novia un ángel virginal y blanco. Quizás bajo el velo estén Goya o el gorila. La subjetividad de la novia no es accesible a través de su rostro, no se deja leer. «Cada novia que pinto es invisible», dirá Strik (2009, 79).
Strik opera una sustracción semejante del rostro con respecto a la mirada normativa en Elephant Woman (2004): el rostro aparece cubierto de una materia irregu-lar y porosa, como si un velo o incluso la piel se hubieran calcificado. No hay mirada, ni rasgos. El rostro no tiene ni eje, ni equilibrio, ni gesto. Esta opacidad denuncia también la imposibilidad de subjetivación que la mirada normativa única provoca en los «anormales», al mismo tiempo que la multiplicidad de manchas, orificios y brechas de la materia se transforman en una multitud de ojos que miran al espectador y lo desafían. Del rostro representado ya no le preocupan a Strik ni la pose ni la simetría, sino la energía subjetiva, su movimiento interno; lo que aparece es la materia no como masa visible y mesurable, sino como fuerza y proceso de creación.
En la serie The Bride Fertilized by Herself (2007-2008) ya no se trata de mirar un rostro, sino de asistir a su transformación, de revelar un proceso de mutación y de metamorfosis de la materia. La obra consta de ocho piezas alineadas horizontalmente entre las que se encuentran los dibujos de una cabeza que emerge de un torbellino de trazos a lápiz y de una mano masturbadora. Las Ofelias invisibles y las novias autofertilizantes de Elly Strik forman parte de un atlas fisonómico disidente que disloca las taxonomías visuales normativas de la modernidad, estableciendo nuevas relaciones entre imagen, género, sexualidad, conocimiento y subjetividad.4 Aunque sería posible feminizar a la «novia» y a su acto de masturbación, la serie nos incita a entender la masturbación como autofertilización, y a la novia como un proceso molecular multiforme (sin género ni sexo determinado) en constante devenir. De nuevo Goya se encuentra con Darwin, mientras que Marcel Duchamp hace el amor con Lamark.
La alianza de Ofelia y el gorila. Deshacer lo humano. Gorilizar la historia
El segundo revenant que vuelve de manera insistente en la obra de Strik es el gorila. A partir del 2004, Strik realiza una serie de pinturas en gran formato que, a pesar de sus diferencias, tienen en común una misma composición semántica: una máscara, un rostro o una cabeza de gorila ha sido colocada (¿insertada, injertada, colgada, superpuesta o simplemente pegada?) sobre un cuerpo humano ataviado con códigos culturales (vestidos, tules) que incitan a leerlo como femenino.
Para un espectador feminista de la historia del arte en tiempo de fantasmas resulta evidente que el uso de la máscara del gorila o incluso la operación que podríamos denominar «gorilización» de lo femenino, o feminización del gorila, se ha convertido en un motivo central del activismo y de las prácticas artísticas feministas desde las Guerrilla Girls hasta Virginie Despentes (2006). No estoy diciendo aquí que Elly Strik sea feminista. No se trata de ser feminista. Feminista no es una esencia o un atributo. Feminista indica un modo de hacer, una práctica, un modo de resistir a la norma y de precipitar procesos de transformación social. A lo que me refiero es a que la tarea de terapia de la historia visual y de reconstrucción política del rostro que Strik lleva a cabo podría ser entendida como una de las técnicas centrales de la epistemología de un feminismo crítico expandido. En todo caso, si es posible hablar de feminismo, no se tratará de un feminismo-mujer (inscrito en las opresiones de la diferencia sexual), sino de un feminismo-gorila (cuyo ámbito de acción es una política de la hominización).
Elly Strik, Fay Wray, 2004, laca y óleo sobre papel, 319 x 205 cm, Anthea Contemporary Art Investment Fund, Luxemburgo. Foto: Peter Cox, cortesía de la artista.
Me preguntaré primero por qué el gorila, la máscara del gorila (y en particular King Kong, su variante pop), se ha convertido en un emblema del activismo y de las prácticas artísticas feministas contemporáneas. En Primate Visions: Gender, Race, and Nature in the World of Modern Science (1989), Donna Haraway nos proporciona unarespuesta que nos ayudará a entender después la fuerza del gesto de Strik. Haraway estudia el museo como espacio de representación en el que el discurso científico y la práctica artística se alían para construir al ser humano (frente al primate) como especie superior. La imagen emblemática del gorila gigante como álter ego del hombre blanco civilizado —que llevará hasta el King Kong cinematográfico de Carl Denham de 1933— surgió, nos recuerda Haraway, con los relatos coloniales, las prácticas de taxidermia, con la fotografía y los dioramas museísticos popularizados a principios del siglo XX.5 El mito del gorila como bestia «depravada y viciosa» nace con los relatos del viajero colonial francoamericano Paul de Chaillu, primer hombre blanco que captura y mata a un gorila en África Central en 1885 (Chaillu 1875). Pero el gorila como figura visual aparece después con el «gigante de Karisimbi», capturado por Carl Akeley en el Congo Belga en 1921: el cadáver del gorila de espalda plateada será fotografiado y disecado, su imagen diseminada como icono cultural. La piel de su cara servirá para modelar una máscara que más tarde fue incluida en la colección Lions, Gorillas, and their Neighbors (Akeley y Jobe 1922). Finalmente, los restos del gorila serán reorganizados sobre un maniquí de simio mediante técnicas taxidérmicas y expuestos dentro del diorama de la Sala Africana de Akeley en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York en 1936, poco después de la muerte del científico. En el diorama de Akeley, el «gigante» está acompañado de una hembra y su cría, reproduciendo así una imagen de familia heterosexual animal (aunque en realidad los animales pertenecían a grupos distintos) en el jardín del Edén.
Para Haraway, Akeley es Victor Frankenstein y el gorila su criatura inventada. En los años 1920, Carl Akeley era considerado no solo científico, sino también artista. La taxidermia (un sistema complejo de representación del cuerpo que incluye la disección y el cuidado de la piel, la fotografía, la construcción de máscaras, la escultura, la reconstrucción anatómica y la puesta en escena) era al mismo tiempo una técnica de producción de conocimiento biológico y un arte de teatralización de la vida indispensable en el museo natural moderno. El museo ilustrado no solo tiene como misión contener la memoria de la nación, sino que tiene también la función de reproducir la «naturaleza» dentro del espacio urbano: el museo es un teatro de hominización en el que el gorila se hace visible como origen animal superado. En este sentido, el gran primate es la figura límite de los discursos científicos en torno a los que se construirán las diferencias de especie, raza, género y sexualidad que dominan todavía hoy las taxonomías de lo vivo. Evolutivamente, nuestro antepasado más próximo, el primate, debe ser alejado constantemente para evitar toda contaminación animal. Situado por el discurso dominante del otro lado del umbral de la humanidad, el gorila aparece como un ángel caído de la evolución.
El cuerpo ficcionalizado del gorila (junto con el indígena africano, la mujer, el desviado sexual, el inválido…) le servirá al discurso biológico como contrafigura para producir «un tipo específico de unidad humana: a saber, la filiación a una especie única, la raza humana, el Homo sapiens» (Haraway 2004, 249). El gorila es representado como el «doble animal» del hombre blanco, del mismo modo que la mujer es su «doble femenino». Su otro, su límite. Alteridad y frontera.
Donna Haraway subraya que la representación pictórica y fotográfica del «rostro humano» se sitúa en el centro de esta tarea epistemológica de diferenciación y hegemonía del Homo sapiens. En una narrativa de evolución continua, el rostro humano marca, para la antropología moderna, un punto de ruptura. Dentro de la taxonomía de especies, géneros, sexos y razas que separa humano y animal, civilizado y primitivo, femenino y masculino, heterosexual y homosexual, el rostro humano se opone a la «máscara del gorila» para afirmar su hegemonía evolutiva.
King Kong, popularización cinematográfica del mito del gorila gigante, humaniza al animal, le da un rostro, o mejor una máscara, situándolo al mismo tiempo como víctima romantizada de los lenguajes y las prácticas científico-coloniales y como verdugo que busca vengarse de su álter ego humano y colonizador. La imposible historia de amor de King Kong con la mujer rubia occidental no es simplemente una erotizada trasposición de las prohibiciones de sexualidad interracial impuestas por el régimen colonial y la segregación, sino también un desesperado drama de identificación y deseo de revuelta. Como el gran primate, el cuerpo de la mujer, sexualizado y naturalizado, está también situado en una posición subalterna con respecto al cuerpo de hombre blanco. Frente a frente en el mapa de la clasificación biopolítica, la mujer occidental y el gorila se miran, se reconocen —y quizás incluso intercambian sus máscaras—. Como hubiera podido afirmar Joan Rivière releída por Virginie Despentes, detrás de la máscara de la «feminidad» impuesta socialmente, se esconde el rostro de King Kong (Rivière 1929). O viceversa.
Y es ahí donde entra la artista para recuperar al gorila y a su máscara, para ponerse la máscara del gorila, para tomar su rostro, para ensalzarlo, reclamarlo, autorizarlo. Esa es la escena que Elly Strik performa y ritualiza.
El procedimiento, repetido en varias ocasiones como método de producción entre 2001 y 2005, es el siguiente: la artista se pone una máscara de gorila y realiza una foto de sí misma que servirá después como base para el dibujo. La imagen final es el resultado de la superposición y la sobrescritura de, al menos, cuatro elementos: cuerpo, máscara, imagen fotográfica, pintura. Se trata de un ritual performativo (en ningún modo representativo) del que el dibujo es la huella bidimensional. Si a veces, como en Bride (2002-2010), la pintura es el resultado de esta superposición hasta producir opacidad y hacer que el rostro no sea visible, otras, como en Beaucoup de fleurs, o en Your look will give the angels strenght (2001-2010), EllyStrik somete al conjunto a la sustracción de capas como si la pintura fuera una paleta arqueológica. Lejos de reproducir un rostro, Strik equipara la pintura a una técnica intencional diseñada para mostrar lo que el ojo no puede ver: una máquina de rayos X o una técnica de datación de carbono 14 (el lápiz es en definitiva carbono) selectiva y afectiva que invierte el orden superficie-profundidad, haciendo visibles imaginarios estratos subterráneos y situando una calavera ennegrecida o un velo bordado donde debería estar la piel.
En las pinturas en laca y óleo The Same (2005) y Herodiade (2005), Strik representa el momento liminal en el que un cuerpo blanco, bípedo y humanoide sujeta una máscara de gorila delante de su rostro. En The Same no hay rasgos que permitan identificar al cuerpo que lleva a cabo la acción: excepto un brazo y un par de zapatos, no parece haber nada debajo de un vestido traslúcido. De nuevo, el motivo repetitivo del tejido en tul se convierte en un paisaje cósmico, en un cristal que revela la estructura del tiempo. El espectador se encuentra frente a una gigantesca figura flotante que se arranca un rostro espectral. Notemos además que la máscara no está exactamente ni puesta ni quitada. Como el vestido, la máscara actúa como un velo, una interfaz, un filtro, una pantalla. Lo que llama la atención es que bajo la máscara del primate no aparece un rostro humano, sino que por el contrario parece surgir una segunda máscara de primate. La máscara (como el velo, el pañuelo, pero también la piel y la pintura) es un operador que sirve para iniciar un proceso de devenir y alterar el modo en el que la feminidad y la animalidad han sido codificadas por el lenguaje visual.
La identificación entre el primate y el cuerpo humanoide femenino se intensifica en Veronika (2005): aquí, al quitarse la máscara de gorila, el cuerpo femenino se queda sin rostro. La Verónica de Strik lleva impresa sobre el sudario la imagen de su propio rostro simiesco. En Speak woman, what shall I give you? (2004), un cuerpo humanoide vestido únicamente con un velo de novia y con cabeza de gorila se levanta el velo para mostrarnos las piernas desnudas y sin zapatos. El espectro del gigante de Karisimbi ha vuelto vestido de novia. La oscuridad del rostro y la intensidad de la mirada frontal del gorila actúan como un centro de gravedad que atrae hacia él el resto de la pintura. La mirada del espectador busca la del gorila, es capturada por la máscara que aterra y fascina. En E.S. (2004) la boca abierta de la máscara del gorila acentúa la amenaza, que contrasta con la inofensiva falda rosa adornada con un lazo. En Fay Wray (2004), otro cuerpo humanoide con una máscara de gorila sobre la cabeza descubre bajo un vestido femenino una cabellera negra que crece sobre los hombros y un pecho desnudo. La oposición primate/humano, masculino/femenino, vestido/desnudo se acentúa con la división del espacio pictórico en dos bandas, azul y verde. La mirada frontal de la máscara animal y de los pechos desafían al espectador, rechazando cualquier recuperación voyerista o patologizante, y trasmiten la fuerza de un proceso de empoderamiento, de una metamorfosis reveladora.
Pero sería ingenuo reducir la complejidad de la máscara del gorila y su potencia para deshacer la antropología dominante a la oposición femenino-masculino. El gorila no es ni masculino ni femenino, la máscara está ahí para deshacer la mask-ulinity, recuerdan
las Guerrilla Girls.6 No es la identidad, sino el proceso mismo de devenir, la energía que hace que el espectro luche por salir de la invisibilidad, imposible de reducir a un único afecto o a una forma cerrada, lo que domina la plástica de Elly Strik. Bajo la máscara la mutación no cesa: el gorila es la novia, la novia es Goya y Goya es E.S. y E.S. es Ofelia y Ofelia es la novia autofertilizante y la novia autofertilizante es la mujer elefante y la mujer elefante es el niño y el niño es el gorila y el gorila es el tiempo que busca esconderse bajo la máscara.
París, septiembre del 2013.
Referencias
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1. Véase también el texto Appignanesi (2009).
2. Sobre la fotografía psiquiátrica de Diamond véase Sander L. Gilman (1977).
3. Sobre algunos de estos modelos visuales véase Asti Hustvedt (2011).
4. Se inscriben en esta tradición de resistencia al retrato como tecnología de normalización de subjetividad, artistas aparentemente tan distantes como Goya, Jean Jacques Lequeu, Marcel Duchamp, Claude Cahun, Cindy Sherman, Marie-Ange Guilleminot, Valie Export, Jana Sterbak, Jeanne Dunning, Rosemarie Trockel, Zoe Leonard, Markus Schinwald, Orlan, Helen Chadwick…
5. Esta relación entre práctica científica, museo y cultura popular no solo existe en el caso del gigante de Karisimbi y King Kong, sino también en el caso de Jumbo: un elefante africano que fue exhibido en París, Londres y Nueva York, y que murió atropellado por un tren en la década de 1880 en Ontario. Jumbo será el primer animal disecado y museificado por P. T. Barnum para el Museo Americano de Historia Natural. Barnum compró una elefanta llamada Alice con la que organizó un espectáculo en el que la «novia de luto» acompañaba el cuerpo disecado de Jumbo. En 1941, los estudios Disney transforman a Jumbo en Dumbo, el elefante volador.
6. Gaetane Lamarche-Vadel menciona cómo las Guerrilla Girls utilizan la máscara como un modo de deshacer la oposición entre la masculinidad y la feminidad. La máscara, dicen, permite reconstruir una forma de mask-ulinity. Citado en Gaetane Lamarche-Vadel (2008). Véase también Guerrilla Girls (1995).
*Este artículo hace parte del catálogo de la exposición Elly Strik. Ghost, brides & other Companions. Fantasmas, novias y otros compañeros, A.A.V.V., editado en el 2014 por el MuseoNacional Centro de Arte Reina Sofía y Asamer, en Madrid.