HIDROFOBIA
El mundo de la vida cotidiana no solo se da por establecido como realidad por los miembros ordinarios de la sociedad en el comportamiento subjetivamente significativo de sus vidas. Es un mundo que se origina en sus pensamientos y acciones, y que está sustentado como real por estos.
Peter L. Berger & Thomas Luckmann
La construcción social de la realidad
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Sin duda alguna, el progreso permite reintroducir una proporción creciente de desechos en los circuitos de la administración y transforma los déficits mismos (en salud, seguridad, etcétera) en medios de los cuales valerse para apretar las redes del orden. Pero, en realidad, no deja de producir efectos contrarios a los que busca: el sistema de ganancias genera una pérdida que, bajo las formas múltiples de la miseria que está fuera de él y del desperdicio que está dentro, cambia constantemente la producción en «gasto». Además, la racionalización de la ciudad entraña su mitificación en los discursos estratégicos, cálculos fundados con base en la hipótesis o la necesidad de su destrucción por medio de una decisión final.
Michel de Certeau
La invención de lo cotidiano
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Yo no sé de eso, pero sé que es así.
Juana María Bravo
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Prólogo
Desde hace unos meses suelo pedir un vaso con «agua de la llave» en los restaurantes. Mis motivaciones son varias, pero llegué a un balance de términos: 1. me siento más cómodo cuando acompaño la comida con agua; 2. el precio del agua embotellada es desmedido y sus mecanismos de obtención minan el concepto del «agua como derecho». Aunque, sin importar mis motivos para pedirla de esa forma, el vaso casi nunca llega. Por no decir nunca. Resulta indiferente cuántas personas ordenemos en la misma mesa, todas las demás bebidas, que tienden a ser un producto del establecimiento o una marca proveedora asociada, estarán servidas en la mayor brevedad posible. Solo faltará una, el «agua de la llave». En la mayoría de los casos debo recordar la orden a quien nos atiende, y en otros simplemente lo dejo pasar y como sin bebida. Las razones para que esto suceda también pueden ser muchas, pero cuando indago la respuesta común suele ser que el agua no se registra como pedido en el sistema porque no tiene costo, y a la hora de organizar la mesa el agua pasa a ser algo que el mesero debe memorizar y se pierde entre el intenso trabajo de atender todas las mesas del lugar. No obstante, como casi todos los efectos secundarios del capitalismo, el resultado es que hay una diferencia fáctica hacia quien paga respecto a quien no lo hace. El agua, en este caso, tiene un valor de uso, pero no un valor de cambio. El agua, en conclusión, no llega a la mesa.
Introducción
En el presente texto no diré nada nuevo. Solo lo que salta a la percepción de quien camina por la ciudad con la atención puesta en un objetivo: buscar agua. Este interés me lo despertó una estudiante a mediados del año 2015, cuando al elaborar una cartografía en el marco de una clase que imparto, ella quiso trabajar sobre las tapas de registro de agua. En ese instante ella me hizo notar que las tapas tenían una fecha, y les terminó celebrando su cumpleaños como entrega final. Se me convirtió en una especie de obsesión mirar las fechas de las tapas cuando caminaba, hasta darme cuenta de los diferentes diseños de los sapos que las adornan, las empresas que las fabricaron, cuáles podían ser las primeras, o simplemente jugar con quienes caminaba a ver quién encontraba primero su fecha de nacimiento en una de ellas.
Posteriormente, en el diseño de un programa de clase decidí estructurar cada sesión en torno a un eje temático que fuera posible trabajar por medio de recorridos urbanos en Bogotá. Uno de esos nodos sería el agua, aprovechando casos emblemáticos con los cuales componer un argumento que para ese momento me resultaba evidente a partir de mi nuevo interés. Intentaría demostrar que parte del legado cultural urbano material e inmaterial de Bogotá es la hidrofobia. Esto lo pretendía argumentar por medio de la canalización de los ríos, el abandono, el ocultamiento o la destrucción de la infraestructura que alguna vez estuvo dedicada a ello (chorros, fuentes, puentes, acequias, ornamentación, etc.), junto con la evidencia de que todo lo que fue ideado para disponer de agua está seco en el presente inmediato. Una intuición del porqué de esta generalizada conducta aparecía como un fantasma en casi todos los textos que consulté al preparar la salida con los estudiantes. Pero el fantasma se manifestaba casi siempre de la misma forma: el agua que corría hacia y desde Bogotá no tuvo un buen manejo desde los tiempos de la fundación, y la solución más pertinente fue centralizar institucionalmente su manipulación en pro de la higiene y seguridad de los habitantes.
Para la clase, que aun dicto, los estudiantes deben llegar con dos lecturas como punto de partida. Primero, La construcción social de la realidad (2003), en donde Berger y Luckmann plantean desde la sociología del conocimiento que la realidad varía entre culturas y, por tanto, no puede ser obviada. Puede ser observable, eso sí, en términos de diferencias y la forma como estas se han establecido. No obstante, argumentan que en la vida cotidiana esta consciencia no existe, y se suele dar por sentado que la realidad es algo cerrado y coherente. Las vidas cotidianas sustentan esa realidad con sus acciones y pensamientos, legitimándola y prolongándola. Los autores proponen como método de aproximación la fenomenología, en tanto metodología no científica, más bien empírico descriptiva, que permite hacer brotar la dimensión subjetiva. La vida cotidiana, suprema realidad, se experimenta en vigilia y se asume como normal. El interés lo centran en el aquí, cuerpo, y el ahora, presente, en donde lo inmediato es aquello que puedo manipular. Esa vida cotidiana, percibida y manipulable, se configura como una zona segura y rutinaria. A esa rutina, cuando es interrumpida, se le considera zona problemática hasta que se regresa a ella de nuevo. No obstante, hay momentos que logran desviar la atención de la vida cotidiana, llamados de «significado limitado», y los autores señalan que el arte es una gran fuente de transiciones de este tipo. Aunque fuertemente contrarrestado con mecanismos como el lenguaje, que regresa las cosas a la normalidad al poner todo lo que sucede en parámetros comunes; o el reloj y el calendario, que ajustan el aquí y ahora a las convenciones; la percepción del mundo, en todo caso, cambia de persona en persona, y resulta evidente que mi aquí es para la otra persona su allí. Así que la realidad, en esos términos, también sería una suerte de negociación. El resultado de estas conciliaciones genera pautas, que en ocasiones devienen en instituciones.
Ese texto me permite elaborar con los estudiantes un marco bajo el cual todo lo que se enuncia parte de una mirada antropocéntrica situada. La naturaleza, en esos términos, también debería ser entendida como una construcción social. Es decir, lo que pensamos y sentimos como naturaleza o respecto a ella es un consenso alcanzado por medio de interacciones humanas, a veces heredado o institucionalizado, que al final predispone nuestra percepción sobre la naturaleza misma. Así sugiere verlo David Demeritt (2002), como una parte de esa realidad cognitiva, que, desde la perspectiva de los constructivistas fenomenológicos, funciona como una estrategia de refutación, en tanto que no pretende definir la naturaleza, sino que propone evidenciar los proceso de producción y normalización de esas definiciones de naturaleza existentes, junto con la manera en que nos desenvolvemos en ella. Sugiere, basado en Raymond Williams (1983), que hay tres grandes núcleos para entender la naturaleza en los cuales se basan los constructivistas para llevar sus análisis: 1. La esencia de algo en términos filosóficos; 2. Una fuerza inherente abstracta y universal, o 3. El mundo material externo. Y dependiendo de cuál se elija, conduce a la argumentación. Por ejemplo, como lo propone Soper (1995), los criterios para incluir o no a lo humano en la naturaleza, o los grados para hacerlo, significaron y pueden significar la exclusión de grupos y justificar un determinado trato hacia ellos, como en el caso de los denominados «primitivos», quienes harían parte de la naturaleza misma y, por tanto, se puede disponer de ellos o sus tierras como un recurso; o, al mismo tiempo, para poder criticar a los «modernos» por su destrucción de la naturaleza al no considerárseles como parte de la misma. Bajo una dualidad clara, él define a la sociedad «civilizada» como algo fuera de lo natural, y la sociedad «primitiva» como algo implícito de la naturaleza. Como conclusión de Demeritt, la construcción social de la naturaleza es algo histórico, geográfico y cultural, y, por lo tanto, contingente, pero en capacidad de llevarnos hacia acciones de cuidado, transformación, manipulación o destrucción, entre nosotros y el ambiente. Del concepto de naturaleza que se construya dependerá el trato mismo que a ella se le dé. La construcción de la naturaleza tiene también fines y consecuencias políticas.
El segundo texto que trabajan los estudiantes es La percepción del paisaje urbano, de Ana María Moya (2011), en el cual la autora permite encontrar maneras para acercarse a este entorno construido por medio de la fenomenología, la experiencia física directa, y también por medio de las representaciones que de él se hacen. Asume la ciudad como una realidad sujeta constantemente al cambio, que puede abordarse por medio de impresiones, relaciones de ideas, estados de ánimo y pensamientos, para sugerir mecanismos que generen un «espacio de percepción». Bajo el principio de que la ciudad es material y al mismo tiempo un «evento mental», reconocida por medio de los sentidos. En su libro, los artistas toman un gran protagonismo, porque se enfrentan a la ciudad dejando de lado el consumo y el espectáculo, fijándose con particular atención en espacios que para muchas otras personas son «transparentes». Cuando esto sucede, dice Moya, el espacio «transparente» deviene paisaje, dándole unas nuevas cualidades estéticas, emocionales, etc. La poética, interpretando a Moya, sería capaz de señalar el vacío y traerlo a presencia. El artista (aunque ciertamente no todos), pienso, no por su genialidad, sino por su formación disciplinar, se permite sentir y pensar los lugares de manera que podrían escaparse a ciertas lógicas de invisibilización, como los medios. Evitando las intermediaciones y su construcción de imaginarios, para encontrarse de manera directa con su entorno, descubriendo cualidades normalmente menospreciadas. Esto me recuerda mucho a El arte de los ruidos de Luigi Russolo (1996).
Lo que pretendo de la clase es que los estudiantes y yo nos permitamos pensar un lugar de enunciación desde lo sensible para luego reflexionar sobre el agua: verla, oírla, olerla o, simplemente, extrañarla.
Todo tiempo pasado fue mejor
El punto de encuentro con la clase fue frente a la pila de la iglesia de Nuestra Señora de las Aguas, una construcción de mediados del siglo XVII ubicada en la actual Carrera 2ª #18ª - 68, hoy monumento nacional. Como su nombre ya lo pronostica, la edificación celebra la abundancia de agua en la zona, y fue asociada junto con el convento al líquido. La pila es pequeña en proporciones y modesta en diseño. No tiene agua y actualmente sirve como matera a unas plantas. Es un abrebocas del problema.
Este es un lugar del centro histórico de la ciudad que me parece clave, porque no solo permite dar inicio a una charla sobre el agua, sino que incita a indagar por la infraestructura que aún queda, como el puente de Las Aguas, o de Boyacá, recientemente descubierto en las obras de la mal camuflada gentrificación que carcome la zona. El puente, por su sola presencia, ya da información que no tiene nada que ver con su fecha o materiales, sino sobre el lugar exacto por donde fluían las aguas del Río San Francisco. En el proyecto del Eje ambiental se propuso y ejecutó el volver a sacar a la luz el entubado afluente, simulando su discurrir serpenteante por la ciudad, que en algo heredó el trazado urbano. El resultado pareciera haber sido diseñado para no dejar que el agua hiciera ruido, para que no fuera sentida. Es un río «domesticado». El puente, ignorado y de nuevo en evidente destrucción, se ha vuelto transparente, como el río. Esa ruina, que no está tan deteriorada como para que se ignore su antigua función, pero no lo suficientemente conservada para poder seguir usándose, es un sitio perfecto en donde pensar y sentir un cambio. Está para ser contemplado. Y contemplándolo es que se acrecienta la artificialidad de la ya artificial representación que Rogelio Salmona hizo del extinto río. Que ubicaron en donde convenía, en donde mejor se acomodaba a los nuevos usos del suelo. Rescatar la memoria del río, sí, pero en nuestros términos.
Julia Buenaventura (2014), cuando analiza la obra Nuevas floras del sur de María Elvira Escallón, en concreto una talla de una columna realizada sobre el tronco de un árbol en cuyo capitel tiene hojas, flores y frutos, señala que en la obra se han mezclado categorías, como lo artificial versus lo natural, pero sin dejar de ser el primero una analogía del segundo. Estas, en todo caso, resultan en una «reconciliación», en la que la representación del árbol se hizo sobre el árbol mismo, invirtiendo papeles: la columna depende del árbol vivo, y no el árbol es cortado para elaborar la columna. Asegurando que se invirtió nuestro «orden» actual, y la naturaleza pasó a ser quien marca la pauta de la cultura y no al contrario. Si se piensa la representación del río de Salmona en esos términos, es difícil ver la armonía, la «reconciliación», porque si bien se hace la representación sobre lo representado, el extinto río San Francisco, los nuevos espejos de agua están prestando, más bien, un servicio a la imagen pintoresca de la revitalización.
La representación del río tiene un inicio en la Carrera primera este con Avenida Jiménez. Antes de eso, el río real ya está entubado y se pierde por unas seis o siete cuadras respecto al afluente que llega de los cerros. Es decir, hay un vacío urbano del río real o ficticio, espacio que es ocupado por la Quinta de Bolívar, un museo paradisíaco que de forma muy eficiente hace el tránsito entre lo rural y lo urbano, o el río en estado salvaje y su domesticación. La vieja hacienda, llena de pilas y acequias, en un entorno ajardinado, pareciera tomar toda esa energía de los montes indómitos y entregarla a la ciudad con calma y control. El agua que discurre por los predios de la casona es expulsada a la ciudad con una fuente, frente a la fachada del museo. Es ornamental y pintoresca, preparando con encantos al turista que peregrina al museo que lo llevará a revivir la vida burguesa independentista. Es una pila exotizada. Y lo digo por una razón y solo una razón: tiene agua. En este momento, en Bogotá, ver agua en una fuente ubicada en espacio público ya despierta asombro.
Cuando revisé las historias escritas en torno al agua en Bogotá, noté que hay una tendencia historiográfica relativamente clara que segmenta y configura un argumento-mito, siguiendo las mismas directrices de la historia nacional oficial, y que al final configura un relato triunfalista sobre el manejo del líquido. Los cuatro bloques principales son: preconquista (∞-1537), Conquista-Colonia (1538-1870), República (1870-1930) y Modernidad (1930-1970). Cada uno de estos «periodos» se ha asociado a una idiosincrasia respecto al manejo del agua en términos urbanos, incluso antes de que hubiera urbe. El periodo muisca, difuso en el tiempo, pero con un fin claro en la fundación de Bogotá, parece ser un telón de fondo ideal para afianzar la idea de que en el periodo Conquista-Colonia, a extenderse hasta la segunda mitad del siglo XIX, el manejo del agua fue nihilista, olvidando la sabiduría nativa. Lo que hace ver con relativos buenos ojos el tercer periodo, la República, en tanto que llegan las concepciones higienistas que, en un instante en el que la ciudad está azotada por constantes epidemias, presenta una solución relativa pero esperanzadora al problema del manejo del agua. La Modernidad cierra el relato histórico con la cobertura casi total de agua potable y de saneamiento del perímetro urbano en términos de habitabilidad y calidad de vida. Es una meta-historia que en la última década se ha estado cuestionando duramente desde varias posturas que recojo a continuación.
El relato construido sugiere un manejo excepcional del agua por parte de los muiscas, quienes no solo basaban su cosmogonía en un protagonismo del elemento, diosa Sie o Sia, en asociación a lugares específicos como lagunas, ríos o cascadas, entre otros, sino que la mayor parte de sus vidas mortales estaba coherentemente condicionada por ella en términos de rituales y prácticas cotidianas. Además, había una fuerte asociación de este elemento con la rana, que por su comportamiento permitía interpretar el líquido en términos de proximidad de lluvias o sequías. También, iconográficamente la rana estructuraba el calendario lunar y las actividades agrícolas asociadas. La deificación de este elemento puede responder a la idea de que, al ser una sociedad agricultora, dependían en exclusiva del líquido para su supervivencia, de manera que una forma de garantizar su buen manejo podía ser vincular el agua a un fundamento teológico que la alejara de su comprensión como un recurso. En consecuencia, se convierte en sujeto de culto cuyo uso está condicionado y regulado. La dieta chibcha no descansaba tanto en el maíz como en peces y mariscos, soportado este consumo en un complejo y extenso sistema de canales de irrigación y comunicación, aun visible en la periferia de Bogotá (Beltrán 2008).
En esta versión, el agua lo era todo. Así, tiene sentido construir y afianzar un imaginario que capitalice esa estructura de vida consciente con el ambiente, para tener
un cómodo lugar de enunciación y juicio respecto a las atrocidades acometidas contra el agua por parte de los conquistadores y posteriores colonos. Este salvajismo no solo exterminó culturas, sino al ambiente mismo. Pero esta invención de lo «muisca» tiene lugar en las décadas de 1920 y 1930, cuando, empleada a modo de dispositivo, permitió pensar, durante la modernización bogotana, «lo propio» cultural en términos de un pasado indígena que desmonopolizara lo criollo y español en la definición de lo nacional. De esta manera, el arte cobró un papel protagónico como constructor de imaginarios, con ejemplos claros en la Bachué (1924-25) y La Vorágine (1924) (Gómez-Londoño 2013). Los muiscas fueron puestos en la agenda nacional, de forma que incluso hoy se los reconoce como el pasado oficial colombiano, pero se habla de ellos en términos de algo finalizado y cerrado, archivado, sin descendientes culturales contemporáneos, que, idealizados, son absorbidos por mercantilismos (Restrepo, 2005). Las versiones históricas que usan el modelo precolombino como soporte argumentativo para señalar el punto de quiebre respecto al manejo del agua tienden a caer en esa invisibilización del indígena contemporáneo porque, pienso, la finalidad es otra. Sustentar lo necesario del modelo capitalista aplicado al agua: un servicio, cuya ficción es que al ser público se presenta en igualdad de condiciones a la población.
La fundación de Bogotá se toma como el punto de partida de la crisis ambiental y la profanación del agua. Algo que no voy a negar, por supuesto, pero insisto en que parte de esta construcción histórica tiene como finalidad clara el facilitar unos argumentos para la necesidad de la modernización. Es el pasado que se escribe en un presente, pero que funciona para un proyecto futuro (Lowenthal, 1998), es decir, lo que importa no es el imaginario construido, sino lo que ese imaginario permitirá hacer una vez se consolide. En la Conquista, el dominio de las gentes era una prioridad, y la ciudad permitía ser el dispositivo que dividía en dos a la población de esos territorios, que por medio de leyes polarizaba la ubicación de dominantes y dominados; la ciudad para los primeros y el campo para los segundos, siendo las ciudades un mecanismo desde el cual ejercer poder (Zambrano y Bernard, 1993). Las ciudades de la Conquista y la Colonia garantizaban el control de las rutas de comercio, cuando no las definían ellas mismas. Eran eficientes para ordenar territorios y poblaciones. Pero su sola presencia no bastaba, porque parte de los discursos legitimadores de la Conquista y colonización eran la apropiación de las tierras y los recursos junto con la imposición de una nueva forma de vida ordenada por un imperialismo religioso (Castilla 2014). Este último motor era el que desde el discurso justificaba que la presencia española no se limitara a la extracción de bienes deseados, sino que permitía una presencia estable, incluso la integración, con el fin de evangelizar. Las prácticas de los indígenas fueron reinterpretadas bajo la luz de lo demoniaco, que a su vez, desde el discurso, permitía situarlos como incapaces de constituir estados políticos a la europea. La visión de la naturaleza también fue afectada, en tanto que se la consideró monstruosa en comparación con la metrópolis.
Por tanto, parte de la estrategia de dominación-evangelización se basó en la satanización de las prácticas indígenas y en poner bajo gran sospecha la naturaleza misma. Para el caso de Bogotá, los santuarios de los cerros orientales fueron purgados, y en el lugar en donde hubo algo que pudiera haber sido considerado sagrado, se ubicó una cruz, se construyó una capilla o sucedió un milagro que permitía reconnotar el lugar (Mejía, 2006); los cerros serían una zona vedada para los citadinos, en donde incluso se podían avistar brujas. El agua, en concreto, también sufrió esta violencia epistémica, con una campaña eficiente por parte de las nuevas autoridades religiosas por desarticular todo imaginario y prácticas sobre el líquido, bajo castigo, para luego incentivar a que se la asumiera solo como un recurso (Triana, 1922). Esto fue una campaña deliberada contra la cultura muisca por lo evidente que resultaba su organización socioadministrativa y política en torno al agua.
Es entendible, por tanto, que cuando los españoles se propusieron ocupar la sabana tuvieran el agua en especial atención. No solo porque la Ley de Indias daba unas indicaciones al respecto en términos de abundancia del líquido en cercanías a las fundaciones, o por su ventaja táctica para defender el perímetro fundando la ciudad entre ríos, etc., sino porque bajo la teocracia muisca lo sagrado y ritual del agua era un mecanismo de gobierno que debía ser subvertido. Se emplearon varias estrategias, pero sobresalió en la práctica la de demonizar el líquido, llegando al punto de lograr que la ciudad le diera la espalda a los ríos y construyera imaginarios perdurables que ponían la actividad realizada en sus orillas en la raya de lo inmoral (Rodríguez 1968). Durante el periodo inicial de consolidación de la Colonia, el agua de los ríos inmediatos de Bogotá fue prontamente contaminada por actividades productivas (chircales) y del diario vivir (basura y lavado de ropa). Esto significó que la ciudad tuvo que abastecerse prontamente de una pila cuya agua salía de un arroyo de los cerros. Se la ubicó en la Plaza Mayor, donde también se ubicaban los poderes institucionales y se realizaban actividades como el mercado y eventos aislados de importancia. Ese vínculo entre agua e instancias del gobierno, configura una relación de poder respecto al líquido que no se debe pasar por alto.
Para 1580 el agua de los ríos San Francisco y San Agustín ya no era potable. Se habían tomado medidas legales para evitar esto desde 1557, cuando la Real Audiencia dispuso que no se podían realizar actividades que dañaran las aguas del río San Francisco, incluso desde sus afluentes. El Cabildo debía estar encargado de estas cuestiones, asegurándose de que no se lavara, arrojara basura o se edificaran molinos y demás sobre las aguas, y que se obligara a las personas, en general, a que tampoco lo permitieran. Esto no se cumplió, y en 1584 se firma un acuerdo en el que se traerá agua del río Fucha, aun limpia, hasta la Plaza Mayor. Esto, me parece, puede leerse desde cuatro puntos: 1. La norma existía, no fue descuido de la administración, así que decir que la Colonia llegó con una inconsciencia ambiental no es del todo exacto si se tiene en cuenta que, además, el grueso de la población para 1557, sobre todo a las afueras de la ciudad, era indígena; 2. Con la traída del agua a la pila por medio de una acequia se constituye el primer acueducto: la monopolización del líquido; 3. El modelo permitió que quienes quisieran y pudieran pagarlo, tendrían la opción de tener una «paja» para sus casas, entrando en un modelo de preferencias; y 4. La ubicación en la Plaza Mayor de la pila puso a este sitio en un lugar de clara ventaja funcional y simbólica respecto a otros lugares de la ciudad. Este último factor implica no solo el acceso al agua potable, sino la redistribución de las actividades en torno a este sitio. Para 1575 la Plaza Mayor ya no era un tierrero con cerdos; había sido «ennoblecida»; estaba en construcción una nueva catedral y la Real Audiencia tenía allí sus oficinas, junto con las del ayuntamiento. Germán Mejía (2012), tras analizar el sentido de la plaza central de la América Latina de la Conquista, la resume como: «la síntesis de la ciudad indiana; en ella se centra y reposa todo lo que es y significa vivir en “república”» (p. 204). Porque es un escenario para las imágenes de los poderes, eclesiástico, real y municipal. Es el lugar en donde se impartía justicia, se hacían celebraciones y procesiones, junto con el mercado semanal.
La pila, que se presume tenía el escudo de la familia regente del imperio y en su punta un Juan Bautista, sería un mecanismo eficiente de recordar en la cotidianidad de las personas que habitan la ciudad quien gobierna en tierra y almas. Pero el agua, claro, significaba algo más si así se lee. Poner un solo punto de agua potable en la ciudad implica que ahora se está cerca o lejos respecto de ella, es decir, hay unas viviendas favorecidas y otras puestas en desventaja. Pero se puede profundizar en la reflexión. La ciudad había enviado un mensaje político fáctico: había que peregrinar hacia las instancias del poder por agua. El agua potable como beneficio para quienes acuden al poder, en una especie de panóptico invertido. De este acto y mensaje, creo, pueden desprenderse tres aristas: 1. La norma de no deteriorar los ríos existe, pero ante su incapacidad de hacerla valer, se les da la espalda a los ríos y no se insistirá vehementemente en su protección; 2. Irónicamente, se rompe el contacto directo con los ríos como proveedores de agua potable; 3. El agua potable ahora es algo abstracto que viene de lejos, invisibilizando lo que la hace posible en términos ambientales, y casi como un producto humano antes que natural.
El agua, en todo caso, no estaba por fuera de las lógicas del capital y sus privilegios.
El acueducto permitió puntos de agua en ciertas casas que lo pudieran pagar. El acueducto para su construcción generó un contrato de ejecución y mantenimiento. Y, obvio, las familias prestantes no acudían por el líquido; lo hacía la servidumbre o los profesionales del agua: las aguadoras y los aguadores, quienes trabajaban por una cifra pactada. Había una naciente economía del agua. El agua tenía ya un valor de uso y un valor de cambio, con capacidad de jerarquización respecto a los modos de acceso a ella.
Recorrer/reconocer
Bajo con los estudiantes siguiendo la representación del río San Francisco. A este punto ya hemos podido ver el río en su momento de ingreso a la ciudad, su paso por el museo, su salida a la ciudad a modo de fuente y luego su renacer en un lento y silencioso flujo ornamental. Les pido que presten especial atención a la actitud de las personas respecto al agua en el recorrido que haremos hasta la Plazoleta del Rosario, en donde el «río» se desaparece y da lugar a tres cuadras de avenida con una estación de Transmilenio.
Cuando se está parado en la Plazoleta del Rosario es muy difícil pensar que por allí pasó un río alguna vez. A ese punto la representación del río San Francisco se detiene, vuelve al subsuelo, para resurgir en la Carrera Octava. Esmeraldas, dólares, skaters, transmilenio, universitarios, etc. Nada recuerda el río a la altura de la Carrera Séptima, salvo algún guía turístico o la clase de algún profesor con sus sesiones tipo tour. El río no fue entubado por su contaminación, que, aunque todos los textos del siglo XIX son unánimes en señalar como un problema, solo fue una decisión de contingencia más conveniente para unos intereses que se apoyaron en la higiene y así generar hábiles valorizaciones del suelo. Pero quiero ir con calma a este respecto, así que me apoyaré en un marco más general para explicarlo.
Manuel Herce, en su libro El negocio del territorio (2013), plantea que la salud pública fue uno de los grandes problemas de las ciudades industriales europeas desde los años treinta del siglo XIX. Es de interés ver que son enfermedades como el cólera las que incitaron el diseño e implementación de los acueductos modernos, impulsados por la clase burguesa dominante. Herce propone que las clases obreras, con expectativas de vida muy cortas, presionaron a la conformación de una infraestructura dotacional de las ciudades, en muchos casos por medio de revueltas, en ciudades como Londres y París. Pero hace una observación que me intrigó:
Los motivos que impulsaron a la burguesía a actuar frente a las deplorables condiciones en que se daba el crecimiento urbano adoptaron una apariencia de moralidad, pero en realidad fueron, muy posiblemente, producto del miedo a poner en peligro la reproducción de la fuerza de trabajo, lo que amenazaba incluso con destruir la esencia del nuevo sistema productivo. (Herce 2013, 97)
Es decir, no era una cuestión de higiene simplemente, sino la instrumentalización de la misma para soportar factores de productibilidad y, claro, miedo a la clase obrera. La mayoría de los informes de la época, sigue Herce, dan importancia a la disponibilidad del agua potable, del vertido de líquidos y la eliminación de aguas estancadas. El agua, para el movimiento higienista que se desataría, era su piedra angular, liderado por ingenieros y no por médicos. Los acueductos no serían un lujo, sino una necesidad, y el modelo de empresas privadas, no sin debate, el que se impondría para la segunda mitad del siglo XIX. En un inicio la distribución se daba en puntos de agua en espacios públicos, pero cuando llega el agua a las casas de forma definitiva cerrando el siglo sería más el cambio en la vida del hogar burgués que en la propia ciudad, porque los barrios obreros seguirían en hacinamiento, con pautas muy bajas de aseo por disponer de baños compartidos y lavaderos comunes, entre otras cosas. El agua en casa en términos de higiene sería más un lujo que una cobertura, en tanto la ducha, el inodoro, el lavabo con agua caliente y fría, etc., se verían en las casas de altos ingresos y no en las viviendas populares. Herce afirma que el agua domiciliaria no trajo en Europa una igualdad de condiciones en dicho momento.
En la segunda mitad del siglo XIX en Bogotá, una ciudad que está dejando los modelos coloniales y se propone como una ciudad burguesa a la europea, así sea en intenciones, se presentaron unos retos similares en términos de higiene y el manejo de aguas. El higienismo que llegó a Bogotá, dice Elías Sánchez (2014), fue de influencia francesa, y se puso como reto enfrentar las epidemias con el objetivo de aumentar la población y su longevidad, planteando que la disminución de la población era un perjuicio en sí mismo en términos productivos. Con un componente particular entre un buen número de médicos, quienes pensaban que la desinfección no era solo material, sino también espiritual, y así encaminando ideologías en la argumentación científica, que llevaban a otro tipo de resultados:
En ese orden de ideas, la higiene de la ciudad y de sus habitantes, no solo se relacionaba con el hecho de prevenir enfermedades, sino que fue un elemento para ejercer el control, el dominio y la marginación o segregación social en Bogotá. La higiene en ese caso fue un factor que permitió ratificar la desigualdad social. Por otro lado, el propósito de higienizar la ciudad no se llevó a cabo simplemente con la construcción de edificaciones o las mejoras a la infraestructura de la ciudad, sino que fue una acción por medio de la cual se buscó controlar a la población en función de la adquisición de hábitos de convivencia e higiene. (Sánchez 2014, 107)
Para finales del siglo XIX los ríos de Bogotá se convirtieron en un peligro, afirma Ana María Carreira (2007), y perdieron importancia simbólica por, entre otras cuestiones, un cambio en la noción de naturaleza. La autora expone en su artículo «De las perturbadoras y conflictivas relaciones de los bogotanos con sus aguas» dos factores que me resultan de interés para construir mi argumento: que, desde la Colonia, y con más fuerza a partir de 1888, cada vez era más difícil conseguir agua limpia y se dio inicio
a una carrera por construir acueductos cada vez más lejanos, además de un cambio de noción sobre el paisajismo urbano, que ahora se prefería ajardinado bajo un modelo francés. Para ese año había treinta y siete fuentes públicas y el líquido se obtenía de estas por medio de múcuras. Esa es la fecha de implementación del primer acueducto, de carácter privado, que se alimentaba de los ríos San Francisco y Arzobispo. El agua, un servicio desde este momento en adelante, es llevada por el acueducto de manera desigual y con deficiencias técnicas. La autora señala que se valora un nuevo concepto estético de la naturaleza, controlada-estetizada. Ambos factores, higiene y embellecimiento, facilitaron el entubamiento de los ríos San Francisco y San Agustín por el Congreso bajo ley de 1914. En 1933 se funda el Departamento de Urbanismo, desde donde se toman iniciativas que ponen en valor esa noción de naturaleza, como la canalización e integración paisajística del río Arzobispo. Los bogotanos, dice Carreira, buscaron para su ocio los cuerpos de agua que, como el Parque Gaitán, eran privados. Y el espacio público, en ese espíritu, se llenó de juegos de agua, con un gran impulso y afán por la IX Conferencia Panamericana. En 1950 los ríos, tras pasar por las ideas lecorbuserianas de la revista Proa, han sido completamente entubados, y ahora son recolectores de aguas que discurren por debajo de la ciudad pasando totalmente inadvertidos. En sus conclusiones, Carreira menciona que hay un desprecio al agua en la ciudad, buscando obtener como resultado una ciudad seca, en donde sus habitantes ya no interactúan con ella, sino que son usuarios.
Encuentro fascinante una cita que Carreira rescata del periodista bogotano Hernando Téllez, en la que pienso queda de manifiesto no el espíritu generalizado detrás de la canalización, porque esta tuvo sus detractores, sino la agenda política de quienes ejecutaron la canalización del río San Francisco:
La ciudad se desparramó hacia la sabana y el círculo de miseria que la enmarcaba fue roto en una progresión sistemática. Por donde pasaba antes un río de aguas sucias, en cuyas orillas se alzaban sumarias viviendas de mendigos y hampones, se hizo el trazado de una hermosa avenida, y la pobretería tuvo que salir de esos contornos, huyendo de las amenazas de la prosperidad y de la riqueza. (citado en Carreira 2007, 281)
En concreto, quiero señalar el caso del río San Francisco. A mi parecer, el artículo de María Atuesta Ortiz (2011) recoge bastante bien los vectores que impulsaron la propuesta de cubrir la fuente hídrica. En el texto, la autora fija una posición en la cual la modernización, apoyada en el discurso triunfalista del progreso con pie firme en la higiene/moral, hizo que no hubiera una contestación contundente a la idea de entubar el río. En tanto que el progreso no incluía una filosofía conservacionista de tradiciones, sino de la renovación. Así, la existencia del río estaba en contravía del impulso del momento, que pretendía crear también una nueva sociedad. El proyecto estuvo condicionado por iniciativa local y no estatal, sustentado en la valorización como método de financiación por la Ley 10 de 1915. Eso significó que el proyecto dependió de la capacidad de pago de los beneficiarios, lo que no solo pone en riesgo el proyecto mismo, sino que las consecuencias fueron obvias: una canalización hecha por secciones no necesariamente convenientes. Las más prestantes primero por su capacidad de endeudamiento y pago de la deuda, junto con el casi o total abandono de secciones cuyo perfil económico no significara liquidez de la iniciativa, aunque estigmatizando a quienes no cooperaran al progreso y la salud pública. Pero, demuestra Ortiz, el fin era otro a la higiene, siendo el objetivo buscado el hacer una avenida vehicular que conectara a modo de arteria puntos externos de la ciudad (Calle Trece y aeropuerto con la Carrera Séptima). Los segmentos que se trabajaron primero, de la Carrera Cuarta a la Doce, se convirtieron en referente de lujo, contrario al segmento entre la Décima y Quince, que, por ser de corte popular, no se monumentalizó. Dice Ortiz que la tercera etapa, Las Aguas, ni siquiera se terminó, por sus características de oficios tradicionales y composición social, porque el sector inmobiliario no demostró interés hacia estas zonas, que eran el verdadero motor oculto detrás de la canalización.
Comparto la perspectiva de Ortiz. La canalización del río fue, en gran medida, una apuesta de clase y de negocio, en donde una élite social con propiedades de cara a un río abyecto, podrían convertir esos lotes indeseables en fachadas de primer nivel sobre una avenida glamurosa. Sumado a que los mismos contratistas del proyecto eran los prestamistas de la valorización impuesta a los beneficiarios, en una iniciativa distrital de carácter obligante. No combatir la contaminación desde la fuente, río arriba hasta sus afluentes, dio frutos en términos de rendimiento del capital. Cuando Michel de Certeau (2000) proponía que los déficits sirven para tomar medidas radicales cortando libertades y derechos, también dejaba implícito que las falencias (ambientales) como la aquí tratada son al final reabsorbidas por el capital en términos de potencial reinversión. Así, la negligencia administrativa o social se convertía en el negocio de alguien más.
A este punto he gravitado en torno a un no enunciado: pienso seriamente que la ausencia de agua en los espacios públicos de Bogotá, entre ellas las fuentes, son el coletazo de una forma de ver el mundo y la naturaleza como algo sobre lo que hay que limitar el acceso, y así producir una necesidad que luego se ofrecerá como servicio.
Encontremos agua
Parados en el Parque Santander, es fácil ver que hay una fuente pública de grandes proporciones completamente subutilizada. Con una diferencia en diseño respecto a las que se podían encontrar en la Colonia o República, hechas para poder tener acceso al agua. Esta parece tener juegos por presión, en los que el líquido cae a un amplio depósito y allí se acumula en abundancia, pero fuera del alcance de las personas. El agua, en esta fuente moderna, es para ser contemplada, no usada. La modernidad con su progreso se fijó en un principio de cobertura del líquido a toda la ciudad, que presumió que los espacios públicos ya no serían fuente de suministro sino de recreación, esparcimiento y ocio.
Esta visión burguesa de ciudad se propagó a finales del siglo XIX, al mismo tiempo que el acueducto, y poco a poco fue tomando forma en la erradicación de los espacios públicos usados por las bases sociales, como mercados o chorros, para convertirlos en parques/jardines (Cedales, 2009). Estas prácticas no deseadas fueron desplazadas a la periferia o simplemente se las eliminó. La higiene, por supuesto, fue una de las piedras angulares, en una gentrificación a gran escala que metódicamente impuso un modelo de ciudad que, al no pretender eliminar la pobreza porque tampoco era su intención, la envió a las afueras o la maquilló. En términos del comediante Peter Capusotto, interpretando a Micky Vainilla (2012), «El problema no es que la pobreza y ellos existan; el problema es que yo me entere de que existen». La vergüenza de un espectro de la élite bogotana porque la ciudad tuviera una imagen que develara la miseria o las actividades pueblerinas, incluso hasta bien entrados los años de la década de 1950, queda evidenciado en la investigación de Niño & Reina (2010) sobre
la proyección de la Carrera Décima en el corazón de la urbe. En este proyecto la Plaza Central de mercado fue eliminada bajo el argumento de la higiene y de la mala imagen que esta causaría a los participantes de la IX Conferencia Panamericana, pero cuya finalidad fue disponer del terreno para construir una vía que era innecesaria y más un capricho de los intereses de la especulación inmobiliaria. Los chorros y pilas también cayeron en esa misma bolsa.
Fue contundente el mensaje republicano de pasar al mono de la pila de la Plaza de Bolívar a la Plazoleta Rufino Cuervo, para luego, con los años, terminar la pila en un museo y la misma plazoleta convertida en un jardín sin agua. Su historia, creo, resume el problema. Los chorros y pilas eran no solo lugares de distribución de agua, sino que también eran sitios de interacción, cuya desaparición significó un vacío social no reemplazado. El modelo de espacio público impulsado durante la República significó desde el juego simbólico de renombrar los espacios, cambiando los nombres coloniales por referentes de la Independencia, instalar monumentos que hicieran sentir visualmente el nuevo orden ideológico, junto con el cambio más fuerte: reemplazar las plazas/plazoletas/plazuelas utilitarias, es decir con mercado y pilas, por el espacio ajardinado de ocio (Hernández & Carrasco, 2011). La mayor parte de estas acciones se acometieron bajo iniciativa privada, siendo, como ya lo había señalado en un inicio, demostración de la no neutralidad del espacio público y los intereses que a través suyo se gestionan. Con la base de que allí, el espacio público de principios del siglo XX, era un lugar idóneo para llevar a cabo procesos pedagógicos que gestaran al ciudadano (Zambrano, 2007).
En el recorrido que hago con los estudiantes suelo llevar un apoyo visual. Hernández & Carrasco (2011) me ayudan a reconstruir rápidamente los momentos de la Plazuela de las Nieves, hoy de Caldas, en donde también destacan tres imágenes. La primera, un grabado del Papel Periódico Ilustrado de 1884, en donde se representa a la pila ubicada en la plazuela desde 1665, que, reconstruida en 1842 como mejora a la sencilla estructura previa, tenía una mayor capacidad de almacenamiento y robustez. Fue demolida en 1896 para dar paso a una fuente de hierro bronceado importada de Estados Unidos, y fue captada en una fotografía de Henri Duperly momentos después. Que los chorros, pilas y fuentes viajen por la ciudad no es tan curioso como los cambios en el diseño de las fuentes que los iban sucediendo. El chorro puesto en 1842 tiene unas características formales que han sido pensadas para el fácil acceso al agua, como estar a una altura de casi un metro, en combinación con una profundidad razonable para que una múcura pueda ser sumergida con holgura y se llene a tope sin problema. En el grabado se puede ver que la pila es neoclásica en estilo, muy por la línea de la que existió en San Victorino, como un faro que, revocado en blanco, debía hacerla difícil de pasar por alto. Aunque de seguro pasar desapercibida no era el problema de esa pila, porque la aglomeración de gente que acudía a ella en necesidad de agua para diferentes usos, incluidas las bestias, o, simplemente, para socializar, la convertían en un imán urbano como pocos.
Las personas allí representadas, el nudo pueblo intergeneracional, tienen cántaros y animales, que, si bien pueden ser recursos compositivos del artista, dan cuenta del imaginario con el que estos puntos de agua podían ser vistos. Es de anotar que en esa plazuela también había un activo mercado semanal. En el caso de la fuente de 1897, la fotografía muestra no solo el cambio de la pila a la fuente, que ahora sería puramente ornamental, sino el cambio en el nombre del espacio que pasó de ser la Plazuela de las Nieves a Plazuela de Jiménez de Quesada, por los trescientos años del fallecimiento del fundador. La fuente, puede verse, es baja y panda, y el agua que sale de la punta, la garza, cae a una distancia suficiente para no poder ser alcanzada por una persona que guarde la distancia que señala la poceta. Además, hay un límite añadido a los pies de la fuente, que designa accesos, pero, sobre todo, limita cierto tipo de prácticas, como acercar bestias con carretas, entre otras cosas. La imagen, a diferencia, no tiene a las personas como protagonistas junto a la fuente; ella por sí sola es la protagonista. La gente, en este caso, impediría ver la belleza de la misma, que especulo es la intención del autor, aunque deja ver en el fondo el mismo contexto pueblerino que el del grabado. El espacio sigue siendo el mismo en términos morfológicos, pero el uso del agua ha cambiado. La iniciativa provino de la Empresa de Acueducto, quien también importó la fuente. A este cambio le sucederá otro radical, cuando en 1910 se la denomine Plazuela de Caldas y se elimine no solo la fuente (que en 1906 había sido reemplazada por una más pequeña proveniente de la plazuela de San Carlos, y la Garza enviada a Las Cruces), sino que el mercado había sido trasladado a otra parte y se diseñó un jardín burgués como telón de fondo de una estatua que conmemora a Francisco José de Caldas.
En ninguno de los sitios descritos hay parques en el día de hoy, pero esa es otra historia de finales del siglo XX. Lo que sí no parece pasar a la historia, y que constituye mi sospecha, es que la Compañía de Acueducto del momento, privada, tuvo un papel protagónico en todo esto. No solo se hace evidente que fue esa empresa la que importó y puso la fuente de las Nieves, sino que lo hizo en un momento en el que, con el discurso de la modernización, se hacían incuestionables las medidas de higiene. Así, demostró un nuevo control de la naturaleza bajo una idiosincrasia que hacía difuso el origen del agua que se empleaba. Es decir, la naturaleza, erradicada en su presencia del espacio urbano, llega a este de forma invisible y pura, no haciendo evidente su procedencia y las condiciones de su extracción. Al mismo tiempo, esconde el impacto ambiental individual, porque ya no se echa el agua contaminada a la calle o al río inmediato, sino que entra a un desagüe que la desaparece mágicamente. Especulando, creo que la pérdida del contacto directo con el agua, desde los chorros y pilas, significa la desensibilización de los costos naturales y sociales. Las lavanderas y las aguadoras, por ejemplo, fueron mujeres ampliamente afectadas por las canalizaciones, eliminación de chorros y pilas, junto con el servicio de acueducto.
Laura Cristina Felacio (2011) construye un argumento en el que demuestra que no solo fue necesario municipalizar el acueducto en 1911 por sus deficiencias, sino que la propuesta posterior no se mostró eficiente en algunos aspectos y terminó por ahondar las diferencias sociales respecto al acceso al agua y a las prácticas de higiene. Apoyada en Fabio Zambrano y Alberto Saldarriaga, Felacio parte de que hubo un cambio a finales del siglo XIX en las autoridades, quienes modificaron su actitud desinteresada por una postura preocupada y con determinación a la acción. Esas autoridades estaban compuestas por la élite bogotana del momento, conservadora y hermética, que, en su afán por solucionar los problemas de higiene, desde la iniciativa privada construyeron a su acomodo lo público, otorgándose las concesiones bajo el argumento de la falta de presupuesto distrital. Las tarifas fueron arbitrarias y sin controles, algo ampliamente denunciado en la prensa. Los incumplimientos y abusos terminaron con la compra de las empresas prestadoras de los servicios por parte del Estado o el municipio. Felacio revisa las circunstancias del contrato de 1887, momento en el que se da una concesión de setenta años a particulares con el compromiso de extender las redes, a cambio de poder cobrar las conexiones de los domicilios. Pero, en todo caso, la calidad no mejoró mucho junto con su caudal. Tras varios conflictos de cumplimiento, cobertura y calidad, se toma la decisión de municipalizar el acueducto en 1911. El municipio actuó en muchos frentes y de manera clara en cuanto a la potabilidad con cloro, la cobertura y la protección de las hoyas hidrográficas, adquiriéndolas en muchos casos para garantizar su conservación. La autora dice que para 1914 la cobertura era del 4,6 % de la población, y para 1928 subió a un 5,8 %. Que, bajo su análisis, la sectorización del servicio hacia el centro-norte del costado oriental le deja ver que el sur y occidente de la ciudad siguió con los dispositivos coloniales de chorros y pilas, que eran ya pocos para ese instante. Las muertes por agua insalubre en el año de 1911 para la parroquia de Chapinero fueron treinta, mientras que para la parroquia de Las Cruces fueron de 99. Solo hasta 1923 el sur contó con atención efectiva desde el acueducto del Río San Cristóbal. Aun así, la conexión era segregacionista, porque implicaba que cada futuro usuario pagara las obras de instalación, lo que hizo de su avance en barrios obreros algo muy lento o nulo.
El acueducto Belén, dice Felacio, es una iniciativa de los vecinos quienes tomaron aguas del río Manzanares y se proveyeron por sí mismos.
[…] la Empresa Municipal del Acueducto fue motor de un proceso de diferenciación social como efecto de las complicadas exigencias para instalar conexiones domiciliarias, lo cual limitaba el acceso de los ciudadanos a unas mejores condiciones de higiene que serían proporcionadas por la posibilidad de emplear agua medianamente potable para la cocina, el aseo personal y la limpieza de sus hogares. (Felacio 2011, 33)
Esto significa que la prioridad de conexión se le dará a los barrios y casas que la puedan pagar, condicionando la cobertura a una cuestión de poder adquisitivo antes y después de la municipalización. Con una presión implícita, quitar los puntos de agua públicos al hacer que los espacios para el agua dejaran de existir: para especulación inmobiliaria, parques de ocio para la élite o, al final, pienso, obligar a adoptar un servicio al no poder encontrarlo libremente en la ciudad. Rey, Lizcano & Chacón (2012), al analizar la historia de los servicios públicos en Colombia, plantean un marco teórico en el que las ciudades, por su concentración de la producción, requieren de una inversión que las empresas por solitario no pueden asumir y se necesita de la intervención del Estado. Esta intervención, por tanto, busca crear las condiciones para que el capital privado opere, dicen, en traspasos, subvenciones o, de mi interés, monopolios. El problema es que estos beneficios a los privados para garantizar su funcionamiento son el producto de los salarios y ganancias del pueblo y el Estado, con lo que, argumentan, el capital privado como estrategia obtiene ventaja de la urbanización.
Dedtmar Garcés Urrea (2015) aborda la obra del artista afrocartagenero Nelson Fory Ferreira, cuyo trabajo ayuda a poner en evidencia el complejo juego de agenciamientos y relaciones centro-periferia que hay en la ciudad de Cartagena, producto de la confluencia de múltiples factores como el patrimonio arquitectónico, la biopolítica, el turismo y el desplazamiento, entre otros. Garcés, al pensar la ciudad de Cartagena desde sus problemáticas específicas, abre la posibilidad de entender lo urbano como algo en constante reformulación, producto y medio de las luchas sociales. Curiosamente, allí mismo parece gestarse una maniobra de resistencia: el cómico, y por ello poco poderoso, señalamiento de la invisibilidad histórica de una minoría. Alentado por la obra de Fory, Garcés se anima a revisar el papel de la industria hotelera en la ciudad, la cual saquea los servicios públicos, en particular el agua, por lo cual los habitantes deben padecer racionamientos incluso en temporada alta. El agua como servicio público en Cartagena está jerarquizada. Esto, pienso, hace parte de la estructura que pretendo señalar. El control del recurso, una vez eliminado del espacio público, obliga a la población a supeditarse a quien presta el servicio. Pero el manejo de quien lo controla, sino las intenciones, no obedecen necesariamente a lo público.
Los políticos y sus partidos saben esto, así que ayudan a crear también las circunstancias de la necesidad. Dejar que las fuentes hídricas desaparezcan, en ese orden de ideas, sin prestarles solución, es generar la necesidad de servicios que suplan los colapsos. Una sociedad en crisis es una sociedad rentable, una ciudad en crisis es una ciudad de oportunidades. Con esto, permitir que el río Tunjuelito siga contaminándose con los lixiviados del relleno sanitario Doña Juana, edificar en la reserva Thomas Van der Hammen, talar el bosque Bavaria o convertir los cerros orientales en un parque, son proyectos viables porque nos llevarán a nuevas crisis.
En todo caso, esas crisis no aplican para todos en los mismos términos. Es fácil ver que el agua en espacios públicos se ha eliminado en su mayoría. La Rebeca, por ejemplo, la «novia de Bogotá», está completamente seca, al igual que el Niño con el Delfín, que no está lejos de ella. El agua está puesta bajo control y no corre libre. De hacerlo, no solo sería un recurso gratuito, que haría inviable el beneficio de intercambio, lo que a su vez permitiría un retorno al uso común, sino que daría lugar a algo mucho peor, prácticas inmorales o marginales en las fuentes, como quienes se bañan en ellas (a menos que sea una obra de Spencer Tunick), algo común de ver en la misma Rebeca cuando ha llovido mucho y la pila se llena completamente. El agua, en todo caso, sí está a la vista en ciertas partes e incluso, cuando se amenaza racionarla por el bajo nivel de los embalses, no la cortan. Son los espejos de agua o las cascadas ubicados en los edificios corporativos o edificios residenciales de altos estándares, como el de Terpel, ubicado en la Carrera Séptima con Calle 76. Allí el agua, ornamental y vigilada, está para ser contemplada. Juega en ese limbo entre lo privado y lo público, pero es evidente que se la está instrumentalizando y se la pone a operar en términos de poder, como alguna vez se hizo con la pila de la Plaza de Bolívar.
Con los estudiantes no hay tiempo de un recorrido por la Carrera Séptima hasta el norte profundo, así que busco evidenciar este último punto en alguna parte del centro. Lo encuentro no lejos de allí, en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, en medio de la Librería del Fondo de Cultura Económica (FCE). La librería, un espacio comercial, fue diseñado para girar en torno a un espejo de agua que tiene en su centro un logo en concreto de FCE que emerge del líquido, altamente clorado. Son aguas no aptas para el uso. Por su parte, la antigua pila de la Plaza de Bolívar, que no se sabe si es realmente esa, ahora se encuentra en el Museo de Arte Colonial, a dos calles del mencionado centro cultural. Está encendida y se puede visitar, por la suma de 3000 pesos. O, como hago con los estudiantes, la miramos desde la puerta mientras procuramos no incomodar a los turistas que sí quieren acceder. Difícil no pensar en las palabras de Agamben a este punto:
La imposibilidad de usar tiene su lugar tópico en el Museo. La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. Una después de la otra, progresivamente, las potencias espirituales que definían la vida de los hombres —el arte, la religión, la filosofía, la idea de naturaleza, hasta la política— se han retirado dócilmente una a una dentro del Museo. Museo no designa aquí un lugar o un espacio físico determinado, sino la dimensión separada en la cual se transfiere aquello que en un momento era percibido como verdadero y decisivo, pero ya no lo es más. El Museo puede coincidir, en este sentido, con una ciudad entera (Evora, Venecia, declaradas por esto patrimonio de la humanidad), con una región (declarada parque u oasis natural) y hasta con un grupo de individuos (en cuanto representan una forma de vida ya desaparecida). Pero, más en general, todo puede convertirse hoy en Museo, porque este término nombra simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer experiencia. (Amgaben 2005, 109-110)
Referencias
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