MUJERES RADICALES Y FEMINISMO
En el video Preparação I, de 1975, Letícia Parente, la artista cegada y silenciada, toma su cartera y sale a la calle. Parente escribió sobre este video: «[…] La relación de la artista como individuo, a través de su cuerpo, con el contexto sociopolítico y sus consecuencias. Por encima de todo, toda opresión y censura en contra de la lucidez y la palabra […]».
Luego de desarrollar varios años de investigación para «Mujeres radicales» (2010-2017), se hizo cada vez más apremiante articular qué tipo de historia estábamos construyendo. La idea de hacer una historia de la emancipación de las mujeres artistas entre 1960 y 1985 no era suficientemente específica, ya que distintas mujeres artistas estaban produciendo, desde comienzos del siglo XX, obras emancipadas y emancipadoras, como es el caso de Emilia Prieto (Costa Rica, 1902-1986). El período entre 1960-1985 es, por demás, un momento de experimentación conceptual y artístico importante, tanto por parte de las mujeres como de los hombres, y, en consecuencia, el experimentalismo, como eje, no era lo suficientemente específico como narrativa central de la muestra. Finalmente, la historia que estamos articulando es la historia de la radicalización del cuerpo político desde la perspectiva del género femenino en el arte, cuestionando, a la vez, la definición preestablecida de lo que entendemos por una mujer artista.
Al momento de escribir este texto, estamos muy cerca de inaugurar la exposición «Radical Women: Latin American Art, 1960-1985» («Mujeres radicales: arte latinoamericano, 1960-1985»), cerrando los textos del catálogo, analizando puntos que quedaron pendientes y otros que las obras de la exposición y los textos del catálogo permiten ahora visualizar. Lo que desarrollamos en este texto es una reflexión centrada en algunas de nuestras más recientes conclusiones. Estas se vinculan, principalmente, a la necesidad de dar cuenta de las condiciones específicas del arte realizado por artistas a las que el sistema clasifica como mujeres en América Latina, como también de las artistas chicanas y latinas en Estados Unidos. En segundo lugar, se focaliza en la relevancia de una diferenciación minuciosa que evite clasificar a toda artista mujer como feminista. Son puntos centrales de este ensayo el análisis diferenciador y la consideración de las condiciones en las que las artistas que incluimos en la exposición realizaron su obra.
Fue para nosotras sorprendente descubrir la ausencia en cada país de América Latina de movimientos artísticos feministas equivalentes al feminismo artístico de Segunda Ola desarrollado por el programa de Fresno y de CalArts, en Los Ángeles, o en torno a las revistas Heresies y Chrysalide, en Nueva York. En el caso de las artistas latinas y chicanas, hubo una relación mucho más cercana con el feminismo, aunque plagada de tensiones complejas y difíciles entre lo que era el feminismo «blanco» y el de las mujeres de color, que se sintieron a menudo excluidas y que tenían otras necesidades.
Es importante señalar que en «Mujeres radicales» hemos creado un diálogo necesario, urgente, natural y productivo entre artistas latinoamericanas, chicanas y latinas, cuando en los medios académicos y ámbitos curatoriales tienden a mantenerse artificialmente separadas. Esta separación es parte de una estructura patriarcal y colonial que necesitamos controvertir.
En lo que respecta a América Latina —a excepción de México, en cuya capital se realizaron exposiciones y conferencias en 1975, Año Internacional de la Mujer—, no se desarrolló en los años setenta un movimiento de arte feminista con continuidad en ninguna ciudad del continente. No es que no existiera la desigualdad o la intención de resolverla. De hecho, en Buenos Aires, la agrupación de la Unión Feminista Argentina contó con una cineasta, María Luisa Bemberg (Argentina, 1922-1995), que realizó filmes de militancia feminista. No obstante, esta agrupación se disolvió por las contradicciones que existían entre la situación política del país, el interés principal de las agrupaciones de izquierda (centradas en programas más totalizadores, pues se consideraba parcial el feminismo) y el golpe de Estado que se produjo en 1976, factores que impidieron toda forma de agrupación. Nuestra conclusión es que las mujeres se vieron involucradas en una doble militancia: en el feminismo y en las distintas agrupaciones de izquierda. Estas militancias las situaban en contradicciones difíciles de resolver. El golpe de Estado disolvió las organizaciones, que solo comenzaron a reagruparse en 1983, con la apertura democrática.
Una situación equivalente se produjo en Uruguay, en Brasil y en Chile. Esta es una historia específica de América Latina. La excepción es el feminismo artístico desarrollado en México por Mónica Mayer (1954), Maris Bustamante (1949), Ana Victoria Jiménez (1941) y otras artistas. Otro caso aislado es el de la artista venezolana Tecla Tofano (1927-1995), que, además de identificarse como feminista, realiza una obra en este sentido en la década de los setenta.
También hay que señalar que las artistas chicanas y latinas en muchos casos militaron en el feminismo y en los movimientos civiles, tales como el Movimiento Chicano, que luchaba contra la discriminación, la violencia institucionalizada hacia los latinos, el racismo y la desigualdad de derechos. En ese entonces no existía un prejuicio tan latente hacia el feminismo como en América Latina y no se consideraba anatema de las otras causas generales por las que se luchaba. Sin embargo, existía en la comunidad chicana un gran machismo y algunas mujeres artistas, como Judy Baca (Estados Unidos, 1946), sufrieron atentados en contra de sus obras murales por parte de hombres artistas.
¿Qué significa la denominación de artista feminista? Entre finales de los años sesenta y durante los setenta, el arte feminista se comprometió a realizar una obra cuyo programa se centrara ex profeso en los propósitos del feminismo. Se trataba de un arte de concientización, de la investigación del cuerpo, de lenguajes antes descartados por la normativa de los materiales nobles impuestos por el canon, y también del impacto del psicoanálisis y el posestructuralismo que deshizo, de manera simultánea, las perspectivas esencialistas en torno al cuerpo, aun cuando estas existieron y formaron parte importante del período que cubre esta exposición. La performance fue, en forma predominante, un lenguaje que, por no estar vinculado a la narrativa central del modernismo y por involucrar el cuerpo y la subjetividad, resultó particularmente visitado por las artistas que trabajaban en torno a los replanteamientos de la identidad (como mujeres, como latinoamericanas, como militantes, como madres, como chicanas, etcétera).
Durante la intensa investigación que desarrollamos desde 2010 nos encontramos, en forma recurrente, con la resistencia de varias artistas a ser identificadas como artistas mujeres e, incluso, a ser incluidas en una exposición planteada desde tal demarcación. Existe un concepto naturalizado en torno a la calidad del arte que hace disolvente la marca de género: el lugar común indica que no importa el género de quien realiza una obra; lo único que importa es la calidad. Lo que el sistema del arte no analiza es hasta qué punto el concepto de calidad ha sido planteado desde una perspectiva patriarcal excluyente de sensibilidades desmarcadas, disidentes respecto de lo que plantea el canon. Sin embargo, partiendo de tal resistencia, se hizo evidente que el rigor conceptual requería diferenciar entre las posiciones de identificación con el feminismo y aquellas que se planteaban desde una perspectiva apartada de las cuestiones programáticas en torno al género. En tal sentido, elaboramos una diferenciación productiva que permite dar cuenta de un campo complejo en lo que se refiere a las relaciones entre arte y género.
Resultaba evidente, en primer lugar, que más allá de su propia identificación, muchas artistas desarrollaban un programa feminista a través de su trabajo. Este programa comulgaba con una toma de conciencia y con una historia de la emancipación que en rigor había comenzado en el siglo XIX, con la lucha por el derecho al voto y el derecho a hacer parte de las aulas universitarias, pero que en los años sesenta y setenta se enmarcaba en el contexto de la Segunda Ola del feminismo, centrado fundamentalmente en el dominio sobre el propio cuerpo, la anticoncepción y el aborto. En consecuencia, este programa feminista se manifestó en obras particulares que abordaron en forma específica temas inherentes al cuerpo.
Si bien es cierto que tanto Helio Oiticica (Brasil, 1937-1980) como Lygia Clark (Brasil, 1920-1988) compartieron la experimentación que los llevó hacia nuevos lenguajes menos canónicos y más interdisciplinarios en torno al cuerpo, también es verdad que Lygia creó trabajos radicales cercanos a experiencias tradicionalmente conectadas al cuerpo femenino. Túnel (1970) es un buen ejemplo. Ella fue capaz, en este objeto performático, de solidarizar la experiencia del nacimiento en un sentido que nadie lo había hecho hasta ese momento: invitó a los espectadores a sumergirse en un angosto tubo de tela de algodón y a recorrerlo en su extensión de varios metros; experiencia asfixiante y extrema que requirió, en algunas oportunidades, cortar la tela para liberar al espectador. Así hacía posible que cualquiera volviera a una experiencia vivida pero olvidada, que reactivaba los sentimientos de pánico, ansiedad y terror de ser lanzados al mundo, experimentándolo a partir del recorrido en el que se veía involucrado cada cuerpo. En tal sentido, ella contribuyó a una forma de emancipación de los afectos y los sentidos en torno al cuerpo, en un acto de reconquista y reconceptualización, que socializaba una experiencia y proveía una futura representación. Fue una aproximación radical, hasta entonces no planteada, que trastocaba la tradicional representación de la maternidad en la historia del arte: el retrato de una madre feliz junto a sus hijos.
Este es uno entre los múltiples ejemplos de la transformación fundamental que el arte realizado por artistas mujeres introdujo en esos años en términos de representación. Nuevas iconografías y nuevos lenguajes involucraron la representación del cuerpo en sentidos muy diversos. Desde tal perspectiva, entendemos que las artistas mujeres introdujeron una radical (incluso la más radical) revolución iconográfica del siglo XX. De allí, el término emancipación se vincula a la autonomía de la sensibilidad, a la conquista de nuevos lenguajes y temas que hasta entonces carecían de representación, a un problema en torno a un conocimiento emancipador que proveyó un instrumental de representaciones antes inexistentes. La experiencia de lo femenino se desdobló en infinitas problemáticas que expandieron en forma inusitada el terreno de las representaciones de sus cuerpos y de sus emociones. El cuerpo femenino, representado hasta entonces en forma predominante como objeto de deseo masculino, o circunscrito a los cánones de comportamientos que la sociedad pautaba para la mujer (como madre, como trabajadora en el hogar o en la fábrica), mutó en infinitas representaciones que erosionaban, replanteaban y minaban los estereotipos de lo femenino. Lo vedado o lo prohibido eran objeto de representación. El mandato materno o el tabú de la sangre menstrual se volvían objeto de cuestionamiento y visibilización. En tal sentido, temas que hasta entonces no existían en el terreno del arte inauguraron un nuevo territorio.
Sin embargo, aun cuando este giro se constata desde el conjunto de imágenes que este periodo del arte provee, no todas las artistas mujeres llevaron adelante tal revolución de una manera consciente, enunciativa. Fueron muchas las formas de situarse en el campo del arte y distintas las maneras en las que se presentaron a sí mismas como artistas. En tal sentido, la relación entre arte y feminismo es compleja y hace necesarias las diferenciaciones. En el arte de América Latina y en el que desarrollaron las artistas chicanas y latinas en los Estados Unidos, así como en el terreno de la reflexión y la investigación sobre el arte, es posible diferenciar al menos ocho posiciones o estrategias que señalan un campo de intervenciones diferenciadas:
1. En relación con la conexión entre artistas mujeres, militancia feminista y militancia política, entendemos necesario introducir varios aspectos con el fin de establecer una diferenciación preliminar. Marta Lamas (1991) describe cómo en los años setenta, en muchos países de América Latina las feministas eran desacreditadas por la izquierda como «agentes del imperialismo yanqui», por la derecha como «criminales abortistas», y por los medios como «lesbianas antihombres». Fue solo a partir de los años ochenta que el feminismo en América Latina comenzó a ganar respetabilidad, tanto en política como en la academia. Puesto que el feminismo estaba imbuido de la ideología de la izquierda, el arte era percibido como una actividad burguesa, vaciada de los claros principios políticos de las causas por las que el feminismo militaba. Al ver los dos videos de los dos primeros Encuentros Feministas —«Llegaron las feministas», Bogotá, 1981, producido por Cine Mujer, y el segundo en Lima en 1983—, se explica cómo en Colombia, aunque los trotskistas buscaban a las feministas y estaban interesados en sus causas, no les daban la libertad ni el espacio necesario para desarrollar sus iniciativas. Cuando finalmente decidieron otorgarles mayor independencia, las feministas ya se habían desvinculado del partido. Los integrantes del MOIR no tuvieron en cuenta las necesidades de las mujeres, y el Partido Comunista consideraba a las feministas como enemigas burguesas. El análisis de la relación entre maoísmo, trotskismo y arte en Colombia y en Argentina prueba cuán problemática fue esa relación. En el segundo período de la obra de Clemencia Lucena (Colombia, 1945-1983), cuando ella se integró al MOIR, se diluyó el programa feminista que se percibía en sus obras de los años sesenta (aun cuando ella nunca se identificó como feminista), cuando cuestionaba a las mujeres de clases altas más que el lugar político de la mujer en general en la sociedad. Lucena pasó a abordar la lucha de los trabajadores y, en ese esquema, el lugar de la mujer volvió al espacio tradicional (madre y encargada de las tareas domésticas), ahora políticamente reconceptualizado en la misión de formar la familia revolucionaria. Lucena pasó a representar a las mujeres como secundarias de los hombres, pelando papas en el fondo del cuadro mientras ellos se muestran sonrientes y orgullosos del paro que están realizando.
La historia del feminismo en Argentina —y en algunos otros países latinoamericanos— es una historia oculta debido a circunstancias políticas específicas. Era un tiempo en el que las organizaciones que aspiraban a la revolución socialista consideraban que el feminismo era disolvente, que no contribuía a la transformación total de la sociedad, sino que se conectaba a un interés particular (el de las mujeres).
Era incluso «contrarrevolucionario». En tal sentido, las formaciones feministas fueron penetradas por las organizaciones revolucionarias que trabajaron para desmantelarlas. Después de esto, numerosos golpes de Estado eliminaron en diferentes países latinoamericanos las formaciones tanto del feminismo como de los movimientos revolucionarios: en Brasil en 1964, con el incremento de la represión en 1970; en Uruguay y Chile en 1973; en Argentina en 1976, y en Paraguay, en 1954, con el apogeo de la represión en la dictadura de Stroessner durante los años setenta. Más allá de esto, deben considerarse las relaciones establecidas entre los gobiernos militares y sus sistemas represivos a través de lo que se conoce como el «Plan Cóndor». Estas coyunturas políticas crearon circunstancias específicas que incluimos como parte de la contextualización de nuestra exposición. La conexión problemática entre feminismo y arte no solo tiene que ver con la sospecha del segundo respecto del primero, sino también con las objeciones de los movimientos revolucionarios hacia los movimientos feministas, y con la erradicación de la legalidad de la disidencia feminista durante las dictaduras. En Estados Unidos, las mujeres artistas que militaban en el Movimiento Chicano, como Barbara Carrasco, manejaban múltiples lenguajes en su obra, algunas abordaban las causas generales de los chicanos, y otras, las causas de las mujeres, tal y como vemos en su obra Pregnant Woman in a Ball of Yarn (Mujer embarazada en una bola de hilo), de 1978, realizada en protesta al machismo de su hermano que no dejaba que su esposa estudiara porque estaba embarazada.
2. Las mujeres artistas que tienen una militancia feminista. El caso mexicano es, en este sentido, excepcional. Mónica Mayer y Maris Bustamante estuvieron trabajando desde esta posición y desarrollando su trabajo artístico en conexión con el feminismo. Más aún, Mónica Mayer participó en manifestaciones feministas y colaboró con el movimiento. Sin embargo, ellas no estuvieron solas y esto es algo que descubrimos durante el proceso de investigación. Se trata, en verdad, de una historia oculta. Por ejemplo, en Argentina, la directora de cine María Luisa Bemberg fue miembro fundador de una formación feminista, UFA, desde finales de los años sesenta. Ella desarrolló filmes feministas como El mundo de la mujer, 1972, y Juguetes, 1978, que también utilizó para transformar la conciencia de las mujeres jóvenes en colegios e iglesias. Sin embargo, sus filmes políticos no han sido valorados en este sentido como sí lo fueron los que realizaron sus colegas hombres. Entonces, el feminismo artístico se manifestó fuera de México, pero no fue valorado como tal y, además, fue interrumpido tanto por los conflictos con otras formaciones políticas como por los golpes de Estado y las dictaduras.
Es difícil establecer el caso por un feminismo artístico en América Latina a pesar de que el feminismo floreció especialmente a partir de los años ochenta dentro de la academia, el cine, la literatura, el teatro y la militancia social. La militancia feminista no concordaba con la libertad y subjetividad del arte, aunque fuera desde la perspectiva de una crítica feminista. En Colombia y México, por ejemplo, la militancia feminista —tal como ocurrió con la militancia de izquierda— tendía a aplanar la libertad creativa del arte a favor de la promoción de los derechos de las mujeres, como el aborto, la lucha contra la violencia hacia la mujer, derechos políticos y financieros, y derechos reproductivos. Mónica Mayer ha explicado que la militancia feminista en México no veía con buenos ojos la actividad artística. Por ejemplo, Patricia Restrepo (Colombia, 1954), una cineasta que formaba parte del Colectivo Cine Mujer en Colombia, tuvo que retirarse durante un período del colectivo para poder realizar su película Por la mañana, de 1979, porque los demás miembros del grupo no consideraban esta propuesta suficientemente política ni feminista. Desde la perspectiva de la experimentación radical, tanto conceptual como estética, Restrepo fue la única cineasta de Cine-Mujer que se propuso producir una obra artística que incluyera una narrativa personal, subjetiva y psicológica que se escapara de los objetivos proselitistas feministas del colectivo.
En México, a comienzos de los años ochenta, artistas como Sarah Minter (México, 1953-2016), Ximena Cuevas (México, 1963) o Silvia Gruner (México, 1959) utilizaron el medio del video y del cine para producir obras que desafiaban nociones establecidas relacionadas con el cuerpo femenino y masculino, y que exploraban el complejo universo psicológico de la mujer. Realizaron estas obras desde la libertad y el poder desafiante del arte, y no desde la adherencia literal a principios o desde la militancia feministas. Isabel Castro (chicana, nacida en México, 1954), quien se autodefine como feminista, realizó obras que no se percibían ni feministas ni socialmente aceptables por su radicalidad. Al tocar temas tabú de la sexualidad en sus fotografías X Rated Bondage, 1980, Isabel Castro fue percibida como si promoviera la perversión sexual, cuando en realidad estaba exponiendo la problemática de la objetificación de la mujer dentro de la prostitución y la pornografía.
3. Si bien es cierto que la única formación consistente en el tiempo de un feminismo artístico se produce en México, la noción de emancipación a través del arte no se vincula exclusivamente con la militancia feminista en el arte. Emancipación tiene que ver, en el sentido en el que entendemos el término, con la emancipación estética de la sensibilidad que es, también, una emancipación política. Existen entonces mujeres artistas cuyos trabajos se conectan con los principios del feminismo aun cuando ellas no militaran en él ni concibieran sus obras como ejemplos de arte feminista. En algunos casos ellas reconocen sus trabajos como arte femenino. Es el caso, por ejemplo, de la artista Magali Lara (México, 1956), que utiliza en sus obras una iconografía femenina, vinculada a elementos domésticos y violentos (como las tijeras) o a la indagación de su propia subjetividad en términos biográficos y corporales. Pero también podemos incluir en este grupo la obra que la colombiana Feliza Bursztyn (Colombia, 1933-1982) desarrolla con su serie de las Histéricas (1967-1969) o de las Camas (1974), aceptando que utiliza la noción de la «mujer loca» con ironía y en forma estratégica, poniendo en cuestión un estereotipo institucionalizado en el tránsito del psicoanálisis al uso común. A este grupo podría sumarse el primer período de la obra de Clemencia Lucena, la obra de la uruguaya Nelbia Romero (1938-2015), o las performances de la colombiana María Evelia Marmolejo (1958), así como las series de la peruana Teresa Burga (1935) o las de la chilena Diamela Eltit (1949), quienes emprendieron una investigación sistemática sobre la construcción social del cuerpo femenino en la línea de investigación que señalaba la Segunda Ola del feminismo. Sylvia Salazar Simpson (Estados Unidos, 1939), a pesar de no ser feminista, cuestionó en su serie de retratos fotográficos de los años setenta el significado de la belleza femenina y la función del adorno femenino, al experimentar con artículos comestibles fungiendo como ornamentos de su cabello (tacos, manzanas comidas, patas de cochino, y otros).
4. Otro caso lo constituye la exploración vinculada a la sensibilidad femenina, que no necesariamente contiene los principios del feminismo. Son trabajos que en muchos casos se desarrollaron bajo el orden represivo de las dictaduras y, en tal sentido, tuvieron que abordar el problema de cómo elaborar signos de resistencia que no fueran declamatorios en términos políticos sino metafóricos. Las intervenciones en el espacio público de Lotty Rosenfeld (Chile, 1943) podrían ser un ejemplo; también los trabajos de la brasileña Carmela Gross (1946) o de la argentina Margarita Paksa (1933). Incluiríamos también en este grupo la obra de la cineasta argentina Narcisa Hirsch (1928), cuyos filmes experimentales exploran un espacio subjetivo femenino mediante estrategias narrativas de subjetivación altamente experimentales, pero no necesariamente feministas. Patssi Valdez (Estados Unidos, 1951) construyó, a través de ejercicios fotográficos performáticos de mascarada, disfraz y actuación, una idea propia de sofisticación y glamur de la mujer chicana, en contra de los estereotipos racistas y reductivos de Estados Unidos hacia las mujeres latinas.
5. Otras artistas mujeres exploran la sensibilidad femenina, pero rechazan toda identificación con el feminismo e incluso no quieren ser parte de una exposición de mujeres artistas. Sonia Andrade (Brasil, 1935) o Doris Salcedo (Colombia, 1958) son ejemplos, y, en cierto sentido, también Graciela Iturbide (México, 1942).
6. Estas artistas comparten el hecho de centrar sus trabajos en el cuerpo, y en tal sentido contribuyeron poderosamente a gestar una nueva iconografía del cuerpo. Cuerpos femeninos que hasta entonces habían sido representados en forma primordial desde el ojo y el deseo masculino (recordemos el señalamiento que en 1985 hicieron las Guerrilla Girls acerca de que las mujeres solo entraban en los acervos de los museos desnudas, en las pinturas realizadas por los artistas varones) comenzaron a generar un sistema de representaciones específicas que transformaron radicalmente las representaciones del cuerpo, generando una sensibilidad en torno al cuerpo hasta entonces nunca representada; lo que denominamos un giro iconográfico en el terreno de las representaciones. Por ejemplo, la artista feminista nuyorriqueña Sophie Rivera (Estados Unidos, 1938) en fotografías como Rouge et Noir (Rojo y negro), de 1977 y 1978, realiza unos retratos majestuosos y elegantes de tazones de inodoro con tampones ensangrentados flotando, dando protagonismo a los fluidos femeninos, como la sangre menstrual, y transformando lo escatológico en algo no solo visible sino celebratorio.
7. Más allá de los grupos y modalidades descritos, otras artistas, aunque clasificadas como mujeres por las tabulaciones sociales, no realizaron una obra que pueda identificarse en forma inmediata con criterios femeninos. Generalmente en este grupo se ubican las artistas abstractas. Aunque en este campo debemos también movernos con cuidado, ya que queda mucho aún por investigar. Pero citemos, como ejemplo, los trabajos altamente erotizados de las abstracciones de Zilia Sánchez (Cuba, 1928), que podrían en un primer golpe de vista entenderse como puras abstracciones. Recordemos, fuera de la escena latinoamericana, la exclusión y el reciente «descubrimiento» de las mujeres expresionistas abstractas, en la exposición «Women of Abstract Expressionism», realizada en el museo de Denver durante 2016 (Marter & Chanzit 2016). Un movimiento como el expresionista, de machos puros, vino a revelar un caudal importante de mujeres expresionistas excluidas del canon que vuelve visible el arte. En este sentido, es el trabajo de los o las historiadoras feministas el que debe volver visibles cuerpos de obra ausentes de los criterios del arte.
8. La historia y la crítica de arte feminista, trabajando en estrecha relación, así como la acción de las o los curadoras/es feministas, constituyen un campo de acciones simultáneas y convergentes, tan necesario como aquel que se desarrolla desde el campo de las representaciones del arte. Sus estrategias radican no solo en identificar las formaciones de un arte feminista o femenino, sino también en hacer visibles producciones ocultas y, sobre todo, volver evidentes los criterios patriarcales que han regido y rigen los estándares del arte bueno. Se ha naturalizado hasta tal punto un criterio de calidad excluyente, que no hemos sido capaces de cuestionar consistentemente sus fundamentos. Necesitamos seguir trabajando para tejer marcos complejos relacionados con la mujer, el feminismo, el género y la feminidad en el campo del arte, y construir narrativas (o des-narrativas) que creen relaciones complejas entre estas categorías, que por demás necesitan seguir deconstruyéndose y reconfigurándose.
Vivimos en un mundo patriarcal y hemos asimilado de manera profunda los mecanismos de opresión que niegan la expresión de subjetividades femeninas. El arte es un espacio subjetivo y político en el cual, durante los años sesenta, setenta y ochenta, las artistas a las que el sistema clasifica como mujeres desarrollaron la posibilidad de crear formas complejas de articular subjetividad y posiciones políticas que fueron más allá de las referencias canónicas masculinas.
Cuando Patricia Restrepo decide mostrar su tristeza y dolor personal en Por la mañana, o cuando María Evelia Marmolejo exorciza el trauma de la experiencia de la menstruación con la performance pública 11 de marzo, 1981, o cuando Carla Rippey (México, 1950) realiza dibujos que tratan de forma compleja sobre la amenaza que representa la sexualidad femenina para los hombres y de la masculinidad para las mujeres, todas están construyendo formas de expresar ideas y subjetividades que no habían sido abordadas o que han sido oprimidas. Cada una propone una perspectiva, una posición, una visión, que no es jerárquica, ni homogénea.
Nuestra perspectiva, como curadoras e historiadoras del arte, es feminista, y de allí que la discusión que proponemos es específica y contextual, alejada de una idea genérica de la artista mujer chicana y latina y en América Latina. Las obras de las artistas en «Mujeres radicales» son política y estéticamente radicales, las definamos o no como feministas. Ellas fueron críticas de las formas de representación canónicas excluyentes y del sistema mismo del arte patriarcal. Deconstruyeron centralmente las formas de representación que se relacionan con el cuerpo, incluyendo temas como la sexualidad, la maternidad, los fluidos, la violencia, la pérdida y el trauma, y propusieron que «lo personal es político».
La exhibición «Wack!: Art and the Feminist Revolution» (2007), la muestra de arte feminista internacional más importante que ha sido producida al día de hoy, curada por Connie Butler, también propuso mostrar cómo «hacia finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, el feminismo cambió fundamentalmente la práctica del arte contemporáneo, criticando sus suposiciones y alterando radicalmente sus estructuras y metodologías». También interrogó las jerarquías culturales. La historia en esta muestra fue «contada en términos de las mujeres que fueron las pioneras del movimiento y aquellas que lucharon por realizar una obra dentro de los principios del lenguaje feminista o en reacción o relación al feminismo» (Butler 2007). Existen claras conexiones entre los presupuestos de «Wack!» y los de «Mujeres radicales». Sin embargo, la primera está fuertemente centrada en el hecho de que Estados Unidos y Gran Bretaña (los países mayoritariamente representados en esta muestra) eran centros de feminismo artístico y activista. Las artistas chicanas y latinas, en muchas ocasiones, lograron navegar tanto por las luchas por los derechos civiles como por las luchas por las causas de la mujer en el feminismo. En América Latina no encontramos la misma inscripción del feminismo artístico. El contacto entre ambas escenas lo provee la trayectoria de Mónica Mayer, quien estudió en el Women’s Building de Los Ángeles a finales de los años setenta. En Latinoamérica, el feminismo estuvo enfocado en el activismo político, algo comprensible, debido a la extrema desigualdad social y la violencia generalizada hacia la sociedad en general, incluidas las mujeres. No existió un contexto equivalente al euronorteamericano que permitiera unir activismo feminista y producciones artísticas desde posiciones tan desarrolladas. Junto a esto, los golpes de Estado que cayeron sobre casi todos los países latinoamericanos cortaron las iniciativas que se estaban articulando a comienzos de los años setenta. Aun así, el arte de las «Mujeres radicales» está informado por una crítica feminista o por una conciencia feminista propia avant la lettre aun cuando, en muchos casos, no se defina como tal.
Más allá de los nominalismos, las obras que ellas realizaron cumplieron con un propósito primordial: cuestionar los estereotipos patriarcales que establecen las normas de calidad del arte hegemónico y hacer explotar ante nuestros ojos y nuestra sensibilidad la emergencia de un cuerpo nuevo, desnormativizado, aleatorio, problematizado. Hicieron posible una reconfiguración de los cuerpos que habilitó muchos otros modos de entender a este y a los afectos. Las obras de esta exposición lo demuestran.
Referencias
Butler, Cornelia. 2007. «Art and Feminism: An Ideology of Shifting Criteria», en: Wack!:
Art and the Feminist Revolution. Cambridge, MA: The Museum of Contemporary Art,
Los Angeles and The MIT Press. 15-23.
Lamas, Marta. 1991. «Identity as Women?: The Dilemma of Latin American Feminism», en:
Being América: Essays of Art, Literature, and Identity from Latin America.
Rachel Weiss y Alan West (eds.). Nueva York: White Pine Press. 129-141.
Marter, Joan y G. F. Chanzit. 2016. Women of Abstract Expressionism. New Haven:
Yale University Press.