Vestigios de fiesta
Mapa Teatro, Los incontados: un tríptico, 2014, caja 1, instalación en la 31a Bienal de São Paulo. Foto: cortesía de Mapa Teatro.
Preludio: regímenes de alteración festiva
La fiesta es quizás el ámbito donde con más fuerza, y con mayor ambigüedad, se manifiesta el estado alterado que vivimos en Colombia. Por un lado, la fiesta refleja las relaciones de poder y las estructuras jerárquicas dominantes; por el otro, es ahí donde surgen formas inéditas de resistencia y persistencia que permiten un reconocimiento radical de las diferencias, y una apertura hacia otros mundos posibles. Toda celebración pone en marcha dispositivos retóricos y materiales que buscan articular la dimensión cotidiana con la histórica y la mítica a través de lo que propongo llamar regímenes de alteración festiva. Con ello me refiero a un conjunto heterogéneo depolíticas, prácticas y poéticas orientadas a generar alteraciones, ensayar alternativas y producir alteridades en un sistema social, a través de tácticas y estrategiaspropias del juego y del ritual.
Que la fiesta genere alteraciones resulta bastante instintivo, ya que una de sus características fundamentales radica en trastocar la experiencia individual y colectiva a través de tecnologías específicas: el juego de máscaras, el vértigo del baile y de la sensualidad exhibida, la competencia lúdica, los vaivenes de la fortuna y del destino (Callois 1986). Esos cambios repentinos de ritmos, percepciones y sentidos perturban los ciclos de vigilia y sueño, ayuno y comida, abstinencia y exuberancia. La fiesta se encarga de trastocarnos proponiéndonos otra visión del espacio, el tiempo y el azar (Guss 2001; Vignolo 1997).
En esos juegos de alteración se ensayan alternativas de comportamiento, que permiten a los sujetos experimentarse por fuera de los propios hábitos cotidianos, roles sociales y modelos de referencia. El espacio de la fiesta es una heterotopía (Foucault 1997) que, de una manera u otra, siempre plantea un horizonte utópico hacia un pasado idealizado, o bien, para un futuro esperanzador. Empero, no es en la búsqueda de una supuesta autenticidad primigenia ni de una sociedad perfecta que hay que buscar el potencial transformador de la fiesta, sino en las chispas que surgen al cortocircuitar planes y ámbitos distintos de realidad.
Finalmente, los regímenes de alteración festiva se encargan de propiciar dinámicas de inclusión y exclusión, que evidencian quién está dentro y quién por fuera del pacto social. Ese movimiento produce alteridades, es decir, individuos y grupos «otros», que expresan diferencias irreducibles y permanecen al margen de la sociedad. La fiesta es a la vez la consagración de lo que nos resulta familiar y la irrupción de lo extraño. Ese extraño asume los más variados nombres y rostros, y nos acompaña también por fuera del ámbito festivo: en el mundo laboral se lo conoce como enajenado, supernumerario, precario; en el lenguaje de los consula-dos se le dice extranjero, alien, extracomunitario; o bien se lo llama queer, trans o simplemente maricón, dentro del terreno del género y la sexualidad. Y también alias, adúltero, avatar, exótico, excéntrico, estrafalario, residuo, desechable… la lista es larga.
A mi juicio, tres grandes regímenes de alteración festiva han dominado la escena en Colombia. Los voy a llamar respectivamente «fiesta-bonanza», «fiesta-revolución» y «fiesta-pasión». Entrelazados, superpuestos, articulados entre sí, ellos marcan prác-ticamente todos los acontecimientos festivos de los últimos treinta años, aunque sería posible rastrear su genealogía desde la Colonia.
La fiesta-bonanza está asociada a esa peculiar forma de explotación de las pobla-ciones y de los territorios que prevalece en la frontera de la expansión capitalista, cuya modalidad más cruda se da en las economías extractivas (minería y petróleo) y en el agro-export de productos legales (la palma, la fruta exótica) o ilegales, como la cocaína. Si bien es cierto que el capitalismo por definición genera una dinámica de alte-ración de las sociedades en que se desarrolla (Braudel 2002), también es evidente que es en las periferias donde se da el choque con sistemas de vida no capitalistas que el fenómeno se manifiesta en toda su brutalidad (Taussig 1980, xii).
Los colombianos hemos aprendido a conocer de cerca las pautas de esa tumultuosa metamorfosis: el rumor de ganancias inmediatas conlleva movimientos migratorios hacia lugares que hasta el momento ni aparecían en el mapa; y junto a colonos y aventu-reros llegan capitales volátiles, grupos armados legales e ilegales, iglesias, burde-les, tabernas y casinos. Frente a la ausencia del Estado y la fragilidad de las reglas sociales se impone la ley mafiosa del más fuerte, y la plata fácil genera fenómenos de inflación local. Finalmente, a medida que los recursos se agotan, el auge deja paso a la crisis, la opulencia a la miseria, la bonanza a la maleza. Los capitales se transfieren a otro lado, las tierras son acaparradas en pocas manos, las personas se desplazan o son desplazadas.
Mapa Teatro, Los incontados: un tríptico, 2014, caja 2, instalación en la 31a Bienal de São Paulo. Foto: cortesía de Mapa Teatro.
La fiesta-bonanza florece en ese humus. Su tropo distintivo es la alteración por exceso. Su medida es la desmedida, su dispositivo material es el derroche. La narco-estética traqueta y la obscena ostentación de ciertas élites no son sino las mani-festaciones más grotescas de un fenómeno que atraviesa nuestras vidas y habita nuestros imaginarios. Empero, asociados a la fiesta-bonanza, también están el pot-latch y el trueque, el don y el contra-don, las loterías y los juegos de azar: es decir,dinámicas que supuestamente desvían de la recta conducta del homo economicus. Sus protagonistas estafadores, utopistas, idólatras, malandros no encajan en la moral de las mayorías bienpensantes.
Históricamente en Colombia la fiesta-bonanza ha estado acompañada por otro régi-men de alteración: la fiesta-revolución. Subvertir el statu quo, trasgredir el orden social, trastocar lo alto y lo bajo, lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo rico y lo pobre: a eso apuntan los dispositivos retóricos y materiales de la alteración revolucionaria. Lo que domina en ese caso es otro tropo: el de la inversión.
Desde las luchas de Independencia hasta las guerrillas contemporáneas, pasando por las guerras civiles entre liberales y conservadores, la pretensión de acabar con las injusticias sociales y la explotación laboral a partir de una transformación violenta de las relaciones de poder en Colombia ha llevado a todo tipo de abusos y toda clase de crímenes. Empero, en su versión festiva, la utopía revolucionaria troca la violencia física por la violencia simbólica, el derrocamiento del tirano por la quema del rey carnaval, la expedición punitiva por el charivari, o su versión contemporánea, el escrache (Schindel 2008). Generar alternativas es el propósito central de ese régimen de alteración. No obstante, el juego de inversiones propio de la fiesta-revolución también genera subje-tividades marginadas, expulsadas del viejo orden, y que no caben en el nuevo.
Finalmente, un tercer régimen de alteración festiva nos constituye como sociedad: el régimen de la fiesta-pasión. En palabras de la escritora Laura Restrepo, el término pasión resulta ser «evocador, pero esquizofrénico», porque encierra en sí a los con-trarios: pasión significa amor y dolor, entusiasmo febril y tormento, afecto y lujuria. En un país tan marcado por el catolicismo como Colombia, la pasión se refiere antes que nada a la Pasión de Cristo. Tanto en la Semana Santa como en su contra-tiempo carnavalesco, la fiesta permite rescatar la comunidad de los conflictos internos y externos que la amenazan a partir del sacrificio ritual de una figura salvífica (Girard 1972). La eucaristía revive la Pasión del Cristo: el banquete de la comunión se celebra a través del milagro de la transubstanciación del pan y del vino en la sangre y la carne del Jesús que, cual chivo expiatorio, se inmola para salvar la humanidad.
Así como el Ecce Homo se transfigura en Dios, todos los demás protagonistas de la Pasión pasan a través de una metamorfosis radical: Judas de apóstol se torna traidor; Pedro abjura para luego arrepentirse y fundar la Iglesia; Magdalena, de ser adúltera pecadora, se torna en santa. La humanidad toda pasa según la visión cristiana de las tinieblas de la ignorancia a la posibilidad de recibir la luz del verbo divino. La Pasión de Cristo se vuelve metáfora y metonimia de un régimen de alte-ración festiva, en la cual los sujetos podemos volvernos «otros» a través del tropo de la transfiguración. Sin embargo, la communitas genera al mismo tiempo una forma de inmunitas (Esposito 2003). Los mecanismos de fortalecimiento de la pertenencia algrupo propio de la fiesta funcionan también como expulsión simbólica del extraño que queda por fuera de los lazos de la re-ligio: el Judas, el infiel, el «sapo».
Esa visión milagrosa de la existencia se aplica también al cambio social. En un país donde el conflicto armado ha dejado más de seis millones de víctimas (Sierra 2014), es difícil encontrar una familia que no haya tenido que padecer algún evento traumático. El tejido social de Colombia está desgarrado por el uso sistemático de la violen-cia política. Heridas abiertas, duelos inacabados, confrontaciones irresueltas… El dolor altera y nos vuelve otros, y esa alteración nos lleva a poner en marcha las más variadas alternativas. Baste pensar que en dos ocasiones en 1903 y en 1950 Colombia fue oficialmente consagrada al Sagrado Corazón, en la esperanza de que ese acto de fe detuviera las guerras que desangraban el país. En tiempos más recientes, la consagración se volvió a dar a través de una operación de marketing, con la adop-ción de la marca-país «Colombia es pasión».
El Sagrado Corazón, reliquia barroca que pensábamos destinado a empolvarse en los museos y en los conventos, vuelve como protagonista en el más sagrado de nuestros espacios: el centro comercial, donde se celebra a diario el mundo encantado de la mercancía. (Vignolo 2009, 102)
La bonanza, la revolución y la pasión nos habitan. Cada uno de nosotros se construye socialmente a partir de un complejo juego de excesos, subversiones y transfigura-ciones festivas, cuyo lugar privilegiado es el cuerpo. Es el cuerpo la más poderosa máquina para recordar. En la Colonia, las celebraciones religiosas buscaban alinear cuerpo individual, cuerpo social y cuerpo místico. Hoy en día el lenguaje es otro, pero lo festivo sigue articulando vivencias cotidianas, contextos históricos y referentes míticos a partir de gestos, voces, rostros, pieles.
Por eso la fiesta y el teatro nos cuentan lo que los aparatos institucionales siguen callando. Frente a un estado narcotizado por los flujos de plata fácil y mise-ria endémica, vulnerado por guerras y guerrillas, transfigurado por la mística de lo milagroso, las poéticas de alteración propiciadas por el arte permiten que nos reconectemos con nuestras memorias y con nuestros sueños. Como nos recuerda Suely Rolnik (2014), se trata de poéticas que actúan como micropolíticas, es decir, como políticas del deseo.
En otras oportunidades me he ocupado de carnavales. En este caso, más que de la fiesta en sí quiero enfocarme en la puesta en escena de la fiesta, a partir de Anatomía de la violencia en Colombia, trilogía de Mapa Teatro. El título, que evoca unhomónimo escrito de Camilo Torres (2006 [1961]), no es gratuito: la palabra «anatomía» hace referencia tanto a las cartografías del cuerpo como al acto de cortar (del griego ἀνατέμνειν [anatémnein], «cortar» o «separar»).
Mapa Teatro, Los incontados: un tríptico, 2014, caja 3, instalación en la 31a Bienal de São Paulo. Foto: cortesía de Mapa Teatro.
Los integrantes de Mapa Teatro propician lo que Suely Rolnik llama una evaluación estético-clínica: con rigor de artistas-cirujanos auscultan los signos vitales de nuestro vivir cotidiano, diagnostican los síntomas de un malestar que nos permea, nos inculcan drogas en dosis homeopáticas, diseccionan nuestras emociones ope-rando en el tejido vivo de memorias individuales y colectivas en búsqueda del alien que llevamos adentro.
También recompilan materiales para llenar atlas enteros de lugares comunes sobre la «violencia en Colombia», que luego rayan, recortan, garabatean para transformarlos en un collage de donde florecen imágenes impensadas e impensables de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Si los surrealistas jugaban al «cadáver exquisito», acá los que juegan son cuerpos vivos en la escena, movidos por los sobresaltos que sacuden al cuerpo social. Lo que resulta son unas tablas anatómicas en movimiento, tableaux vivants del estado alterado que habitamos y que nos habita.
La Anatomía de la violencia en Colombia es una creación en continua metamorfosis. Los Santos Inocentes nació como montaje de teatro en el XII Festival Iberoamericanode Teatro de Bogotá de 2010, para volverse ese mismo año una instala-acción per-formance en el marco de la Cuadrienal de Escenografía de Praga, y finalmente una graninstalación desprovista de acción en vivo en la Bienal de Arte de Gotemburgo. El Discurso de un hombre decente se fue enriqueciendo, a su vez, a partir de una suce-sión de «derivas» como la llaman Heidi y Rolf Abderhalden, directores del grupo . Fue primero una conferencia-performance en el Spoken World Festival de Bruselas (2011), luego se transformó en puesta en escena «teatral» estrenada en Medellín, y ahora en Viena y México se presenta como una instalación para imagen y sonido. Por su parte, Los incon-tados derivó de la performatividad del teatro a la teatralidad del espacio performá-tico: una instalación para objetos, sonidos, imágenes en el marco de la Bienal de São Paulo de este año.
Mi mirada no logra dar cuenta de toda esta complejidad: quizás más que a una anatomía puede parecerse a una autopsia, en su significado literal de «ver por uno mismo» (αὐτός [autos] «uno mismo» y ὂψις [opsis] «observar»). Escogí esos montajes porque me estremecieron cuando los vi la primera vez como espectador, y porque me siguen dando vueltas, en el sueño como en la vigilia. Plantean mis mismas preguntas, dan cuerpo a mis inquietudes. Aunque ocupan un lugar destacado en el panorama contem-poráneo de las artes vivas latinoamericanas, me interesan por el efecto que tuvieron sobre mí, más que por su importancia en la historia del teatro. Hacen parte de mis archivos afectivos más que de una antología razonada. Lo que sigue es una bitácora de viaje por las cartografías de mis afectos.
Primer montaje: el diablo entre los santos
Cada puesta en escena tiene su momento. Hoy en día cuando los debates sobre memoria histórica y reparación de víctimas son prioridad en la agenda pública nacional quizás valga la pena recordar el clima en que se gestó la producción de Los Santos Inocentes. Eran los años en que triunfaba por aclamación popular y convergencia ins-titucional la pax uribista, «la combinación de la política de Seguridad Democrática con las prácticas de la parapolítica», según la cortopunzante definición de Marco Palacios (2012, 62). La verdad oficial seguía negando la existencia de un conflicto político en Colombia. Las masacres colectivas, el desplazamiento forzoso de millones de perso-nas, los secuestros y las pescas milagrosas, los asesinatos selectivos y los falsos positivos eran registrados como simples alteraciones del orden público, perpetrados por parte de un puñado de terroristas.
Mapa Teatro, Los incontados: un tríptico, 2014, caja 2 y 3, instalación en la 31a Bienal de São Paulo. Foto: cortesía de Mapa Teatro.
Y a la vez también crecía una urgencia colectiva de no quedarse callados, de no tragar entero, de dar nombre a lo que carecía de nombre. ¿Cómo escenificar una masacre sin estetizar la tragedia? ¿Cómo acercar el público de la clase media urbana a las regio-nes rurales evitando caer en el exotismo? ¿Cómo rebelarse frente a los crímenes de esta guerra más allá de denuncias y discursos?
Mapa Teatro asume esos interrogantes a su manera, desde su muy original búsqueda estética. En palabras de Stella Senra y Laymert García dos Santos:
Lo que sorprende […] es el modo como la mise-en-scène moviliza y articula realidad y ficción, historia y mito, teatro y video, imágenes y sonidos, en una dinámica que lleva a cada «recurso», género, soporte y/o lenguaje más allá de los límites que le son propios, extrayendo de ellos, en esa operación, la máxima potencia dramática. (2012, 12)
El camino escogido por Mapa Teatro es la fiesta, cuyo lenguaje ambiguo y feraz entrecruza clases sociales, fronteras políticas, creencias religiosas, idiosincrasias regionales. Un cumpleaños es el truco narrativo que permite enganchar a los especta-dores y llevarlos por los meandros de un río hacia el corazón de tinieblas de la violen-cia colombiana. Heidi, la protagonista, quiere festejar su cumpleaños participando en una fiesta de pueblo, para salirse de la claustrofobia de su apartamento atiborrado de objetos, y estar en la calle, ya que «la fiesta es en la calle». Quiere que su cele-bración coincida con la celebración de la comunidad. Su anhelo es el anhelo de muchos habitantes de la capital, que buscamos de una manera u otra conectarnos a esa otra Colombia rural arrasada por el conflicto. Cuenta Heidi a los espectadores:
Nací el día de los Santos Inocentes, el 28 de diciembre. Desde ese día no he hecho sino escuchar mentiras fantásticas, bromas pesadas y cosas graves que no son ciertas. Hubo un tiempo en que festejar mi cumpleaños me era completamente indiferente, pero el 28 de diciembre de 2009 decidí festejar mi cumpleaños en Guapi, una población de la Costa Pacífica colombiana. Cada año, el 28 de diciem-bre, se celebra ahí la fiesta de los Santos Inocentes, una fiesta que me era completamente desconocida. Por tierra, Guapi es una población aislada. En lugar de carreteras hay ríos, selva, mar, el océano Pacífico. (Mapa Teatro 2010)
Mapa Teatro, Los Santos Inocentes, 2010, del tríptico Anatomía de la violencia en Colombia, Teatro HAU (Hebbel am Ufer), Bogotá - Berlín. Foto: Rolf Abderhalden.
El contrapunteo al viaje iniciático de Heidi es el viaje de regreso de Julián a su región, «para grabar unas escenas ficticias de un documental sobre la fiesta de los Santos Inocentes» (Mapa Teatro 2010). Julián pasea por las calles de Guapi saludando a parientes y amigos, compra pescado en la plaza de mercado, se baña en el mar, se prepara para disfrazarse de vejigante en la fiesta. Aparenta familiaridad con el lugar, aunque quizás sea también en favor de la cámara del supuesto documental.
Y, sin embargo, esta familiaridad se tiñe de sospechas, de rumores, de chismes. Julián también es extranjero en su tierra. Testimonios fragmentarios relatan un paisaje de minas de oro, alzados en armas, anhelos de independencia, fumigaciones aéreas: indicios de un pueblo desamparado, en vilo entre los vaivenes de bonanzas foráneas y la tenacidad de la propia miseria. El espectador participa de ese doble viaje a través de un dispositivo que trastoca el tiempo y el espacio.
Los asistentes son llevados en un presente-pasado-futuro que hace que la tem-poralidad se manifieste en un flash-back y un flash-forward, ¡en la medida que lo que acontece ya aconteció y va a acontecer! (Senra y García dos Santos 2012, 14)
Así mismo, en escena las marimbas de los maestros Genaro Torres y Dioselino Rodríguez se entremezclan con la salsa de la radio, y los sonidos de tierra caliente con la música electrónica de la rumba bogotana. El paseo turístico de la protago-nista se vuelve ritual de paso de pérdida de la inocencia. Lo que la espera es un hotel ocupado por la Policía, el zumbido del ventilador para espantar un calor de mil demo-nios, jóvenes chancleteando con metrallas al cuello y un televisor prendido en donde irrumpe como en sueño una cara familiar de alguien desconocido.
Es un extraño, un alien. Más precisamente, un alias: Éver Velosa, alias HH, comandante del bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia. La cámara se mueve errá-tica entre ruidos siniestros; una imagen borrosa como los recuerdos que nos desve-lan. Los alias se multiplican. Nombres improbables, inquietantes, hasta chistosos: alias
Mapaná, alias Champeta, alias El Primo, alias Banano, alias Tocayo, alias Chigüiro, alias Chilapo, alias Cicatriz, alias El Cura, alias El Diablo…
«El diablo se ha metido en la fiesta», dicen en Guapi. Manos trinchando un pescado. El pescado está envuelto en un papel: «Última advertencia». Por la boca muere el pez. La inminencia de la fiesta se carga de amenazas mafiosas. Como en la vida cotidiana de la Colombia reciente, como en las películas de Víctor Gaviria y de Felipe Aljure, las fronteras entre legalidad e ilegalidad, entre «gente de bien» y «malhechores», son borrosas, equívocas, turbias. Basta un paso en falso para pasar de las reglas de la vida civil a los arbitrios de la guerra. Crece la tensión, crece la expectativa… la gente no se va a dejar amedrentar por el miedo, quiere gozarse la fiesta.
De repente aparecen los vejigantes, personajes grotescos de pechos varoniles, trajes femeninos y máscaras monstruosas. Diablos, espectros, momias, bestias. Armados
de látigos, acechan a los que se topan por el camino. Persiguen, atormentan, fusti-gan a todo malaventurado hasta hacerlo sangrar. Unos huyen. Otros se les arrodillan, haciendo una venia, pidiendo castigo, pidiendo perdón. El sonido sordo que acompaña las imágenes carga la escena de terror. Lo que parecía ser juego se vuelve tortura, lo que nos imaginamos iba a ser fiesta se torna en masacre.
De eso se trata, al fin y al cabo. Las inocentadas del 28 de diciembre son una fiesta que conmemora una masacre. Son juegos de violencia simbólica que evocan la masacre mítica relatada en la Biblia, cuando el rey Herodes en el intento de aniquilar en la cuna a Jesús Cristo, el rey de reyes que anuncian los profetas manda a asesinar a todos los niños varones de Judea. Un preludio de la Pasión. Al registro mítico de los primeros mártires del cristianismo se sobrepone el registro histórico de las víctimas de la masacre del río Naya, en donde entre el 10 y el 12 de abril de 2001 alias HH y sus hombres asesinaron a veinte campesinos e indígenas, en el marco de una campaña de aniquilación que aterrorizó por meses a la Costa Pacífica (Aschner-Restrepo 2014). Otro preludio, otra Pasión: lo que les ha tocado padecer a los habitantes de la región. Como comenta alguien: «Esta es una tradición que se repite en el tiempo. Hay que ser de aquí para confundir el placer con el dolor. Solo los que somos de aquí comprendemos esa mezcla de placer y dolor». Y Heidi se desahoga:
Cuando termina la fiesta, le pregunto a un célebre matachín por qué me dio tanto látigo… y tan duro. Yo que había venido a celebrar mi fiesta de cumpleaños. Me respondió: «Por inocente. Por inocente. Por inocente». (Mapa Teatro 2010)
El vejigante como alias HH es el extraño que nos habita. El enemigo que llevamos adentro, el diablo que se coló en la fiesta. Los vejigantes irrumpen en escena como ajenos y alienados. Verdugos de carnaval; parecen dueños de las calles, se mueven conla seguridad que les dan los látigos. Pero son también figuras queer que a través de los maltratos burlescos de los cuerpos individuales encarnan los excesos, las sub-versiones y las transfiguraciones, como único anticuerpo eficaz frente a las devas-taciones del cuerpo social que dejan a su paso la explotación cocalera y minera, los crímenes de guerra y la vejación espiritual.
Mapa Teatro, Los Santos Inocentes, 2010, del tríptico Anatomía de la violencia en Colombia, Teatro HAU (Hebbel am Ufer), Bogotá - Berlín. Foto: Rolf Abderhalden.
Poco a poco la gente se junta en pequeños grupos, los grupos crecen, se vuelven bunde, el bunde se vuelve rebolú, el rebolú se vuelve revolución de una multitud quebaila y canta: «¡Váyanse de aquí, guerrillos! ¡Váyanse de aquí, paracos!» (Mapa Teatro 2010). La fiesta despierta una alternativa que atraviesa los cuerpos danzantes. Como escriben Senra y García dos Santos,
El ritual de los Santos Inocentes necesita repetirse todos los años para afirmar que la persecución continúa dándose hoy como en el pasado, para recordar lo que no debe ser olvidado […]: En esta clave, en cuanto perdure lo intolerable, la fiesta de los Santos Inocentes sigue valiendo, produce sentido, es actual, lite-ralmente contemporánea. Sin embargo, la transmutación del ritual en protesta política prueba que de la repetición puede surgir la diferencia que hace la dife-rencia, y que la propia fuerza de la repetición trae consigo la tensión capaz de convertir la energía negativa en positividad. (2012, 17)
Parafraseando a Suely Rolnik (2014), la fiesta se plasma con la repetición de ese gesto generador de diferencias. Pero Mapa Teatro no se contenta con una alter-nativa consolatoria. Por el contrario, el montaje se cierra con la repetición de lo idéntico, un gesto repetido que agota la forma misma. La secuencia final es Julián solo, aún con un traje blanco de mujer, desahogando toda su rabia a golpe de látigos, hasta quedar exhausto. Un acto que es a la vez rebelión impotente, humillación del cuerpo martirizado y exorcismo de la explotación esclavista.
Mapa Teatro, Los Santos Inocentes, 2010, del tríptico Anatomía de la violencia en Colombia, Teatro HAU (Hebbel am Ufer), Bogotá - Berlín. Foto: Mauricio Esguerra.
Se apagan las luces. En la pantalla pasa una lista interminable de nombres. Son las más de tres mil víctimas confesadas por HH antes de ser extraditado a Estados Unidos por narcotráfico.
Segundo montaje: patrón, patria, patrimonio
La segunda pieza del tríptico, Discurso de un hombre decente, nos lleva hasta las entrañas de la lucha contra el narcotráfico, es decir, las políticas de alteración que han dominado a Colombia en las últimas décadas. Todo el montaje gira alrededor de un pre-texto: el discurso de posesión presidencial que Pablo Escobar llevaba en un bolsillo de su camisa cuando lo mataron al tratar de escapar por un tejado, el 2 de diciembre de 1993, en Medellín. Un documento que la CIA mantuvo en secreto, según nos informa el programa de mano (solo después de dieciocho años ha pasado a ser un documento de «archivo desclasificado»).
En la apertura los espectadores asisten a un chispeante dueto-entrevista de Francisco Thoumi, experto en economías ilegales y en políticas antinarcóticos, con una presentadora que recuerda a Virginia Vallejo, la amante de Pablo Escobar. Con un efecto desestabilizador característico de Mapa Teatro, la actriz juega a dárselas de experta, mientras que el experto juega el papel de actor.
Las preguntas de la presentadora, aunque pronunciadas con aire socarrón y voz meliflua, dan pie para que se despliegue un discurso académico que abre todo un abanico de posibles alternativas frente a los fracasos de treinta años de guerras contra las drogas. No obstante, quienes entre el público nos imaginamos que el montaje va a seguir la senda de la parodia de las políticas vigentes para abocar en favor de la despenalización, pronto quedamos desubicados.La escena está travesada por una pantalla translúcida, que sirve a la vez de filtro, cortina, telón de fondo, mosquitero. Es el palimpsesto sobre la cual a lo largo del montaje se deconstruyen y se recomponen textos, pretextos y meta-textos rela-cionados con la coca y la cocaína. Del dispositivo escénico se desprenden viejas fotografías, escenas de cine mudo, dibujos animados, fragmentos de documentos desclasificados escritos a máquina, llenos de borrones y tachaduras. Poco a poco, nuestras convicciones ideológicas se erosionan, la complacencia da paso al desconcierto.
Un informe policiaco registra el listado de los objetos que se encontraron en el cadáver de Pablo Escobar: «un papel, una peinilla, una estampilla del niño Jesús de Atocha, un casete, una fotografía de una persona sin identificar» (Mapa Teatro 2011). Del enigmático casete salen las notas de un bolero de antaño, y en escena se mate-rializa Danilo Jiménez, líder del conjunto musical que acompañaba a Pablo Escobar en sus fiestas privadas y en sus comicios políticos en los barrios populares. Parece que vamos a dejar atrás el tono paródico de la comedia para sumergirnos en un thriller, en el cual nos están dando las primeras pistas para solucionar el misterio: «¿Qué conte-nía el papel encontrado en el bolsillo de la camisa del narcotraficante el día de su muerte?» (Mapa Teatro 2011).
Mapa Teatro, Discurso de un hombre decente, 2012, del tríptico Anatomía de la violencia en Colombia, Spoken World Festival, Siemens Stiftung y el Kaai Theater, Bruselas - Bogotá. Foto: Felipe Camacho.
¿O será acaso un falso documental, un mockumentary, como ciertos pegotes de Lucas Ospina, como ciertas películas de su tío Luis? Ese tipo de juegos con códigos y convenciones, ya presentes en Los Santos Inocentes, en esta ocasión se lleva hasta el paroxismo, ya que se trata de las mismas narrativas dominantes sobre la droga, que de por sí constituye un delirante simulacro, en donde cualquier evi-dencia fáctica colapsa en un vértigo ficcional. Pero no nos demoramos en darnos cuenta de que el montaje se escapa a todo género y a toda clasificación; es puro material transgender e inclasificable, como suele pasar con las creaciones de Mapa. La presentadora nos bombardea de verdades a medias y mentiras reiteradas (Mapa Teatro 2011):
Un total de nueve personas, incluidos los integrantes de una banda musical, per-dieron sus vidas tras un tiroteo en el bar «Far West» de Chihuahua, en el norte de México.
La sal es adictiva como la cocaína. Un diputado en la bancada radical propuso prohibición de la sal.
El Presidente dijo que apoyaría la legalización de la co-ca-í-na. «No quiero estar a la vanguardia de este movimiento, porque me crucificarían». Nuevamente el polémico cantante Charlie García hizo pública su adicción y declaró en un recital: «Muchachos, dejen las drogas… ¡déjenmelas todas a mí!».
En el medio de esta confusión cuando los espectadores aún tratamos de armarnos nuestra propia película a partir de un collage de piezas heterogéneas , irrumpe el cuerpo y la voz del capo. Una silueta gorda, descamisada entre la selva, lee un discurso subversivo, megalómano, apocalíptico:
Compatriotas: me llamaban el monstruo, el loco, el Robin Hood criollo, el patrón, el papá. Hoy me llaman presidente, y tengo una única certeza, soy el personaje más importante del mundo... después del papa. (2011)
Quizás no sea sino un chiste más, que nos saca una sonrisa, como las noticias de farándula y los anuncios noticiosos diseminados a lo largo y ancho del montaje. Y, sin embargo, a medida que la retórica de un nacionalismo populista y autoritario sube de intensidad, intercalándose con la música bailable de la papayera de Danilo Jiménez, las palabras del «Patrón del mal» comienzan a ejercer una sugestión hipnótica:
Hemos vencido la envidia, que es el cáncer de nuestra nación. Hoy el pueblo reco-noce la extraordinaria grandeza de mi poder. La voz del pueblo, que es la voz de Dios, ha sido por fin escuchada […] Hoy gozo de una libertad absoluta. Yo soy el Presidente de la República. Yo soy el símbolo de la unidad nacional. Yo soy el señor de todos los guerreros de la patria, el «Señor de los ejércitos». (2011)
El jefe carismático fascina, ejerce su fascinus en el sentido etimológico del término latino: personificación del falo divino, que protege de las envidias, los embrujos y los hechizos. En la Roma antigua el fascinus era uno de los símbolos de seguridad del Estado: todos los años relata por ejemplo Agustín de Hipona (7-21) una imagen fálica era llevada en procesión el día del liber pater, en honor al dios Baco.
Voy a entregar al país, a esta nación amada, todas mis tierras. Desde hoy cons-tituirán patrimonio público. Decreto que todo lo que poseo en finca raíz ingrese desde ya como tesoro nacional. Comuníquese y cúmplase. (2011)
Patrón, patria, patrimonio: el cuerpo del capo se funde con el cuerpo de la nación en una síntesis mística cargada de exaltación patriarcal, alusiones religiosas, proclamas de revoluciones venideras, business plans.
De repente, entre el verde intenso de una selva de mentira aparece una mata. Una mata de erythroxilon coca. «La mata que mata», era el lema de la campaña antinarcó-ticos durante el uribismo, que confundía deliberadamente el arbusto de la coca con la cocaína (Vignolo 2009, 239-295). Esa misma mata que mata, la mata acusada de cobrar vidas, literalmente cobra vida en escena. Porque la mata no quiere que la maten. Como escribe Claudia Salamanca (2014):
La mata de coca corre, le huye al fumigador, trata de llenar ese espacio íntimo de la sala, con materas que contienen supuestamente matas de coca. Esa invasión del espacio le responde a la invasión del discurso que ha buscado sobredefinir la coca como cocaína. La mata de coca huye, siempre en movimiento, le huye a la cientifización del discurso, a la penalización del lenguaje, a la erotización del consumo de cuerpos; ella huye, colapsa y salta.
Desconcierta esta irrupción incongruente, inconexa; una licencia poética al límite del absurdo que perturba diagnósticos médicos, informes top secret, y expedientes judiciales. La erythroxilon coca es el elemento extraño que perfora el orden del discurso y nos pone a alucinar. El régimen de alteración festiva de la bonanza coca-lera produjo su alteridad irreducible. El medio ambiente se vuelve fin; la naturaleza, de objeto pasa a ser sujeto. La alocución presidencial se diluye en una parranda en la selva. La fiesta salvaje.
A ese punto cunde la decepción entre quienes en el público añoraban escuchar una denuncia del tráfico y de las políticas vigentes. Y, sin embargo, el discurso nos seduce, como seduce una droga. En ese ambiente adictivo el baile de la coca es un hechizo que embruja a los presentes. Poco a poco todo discurso se va deshaciendo en un delirio de frases inconexas y palabras sueltas, sonidos, cacofonías… sico-tro-pos que se proyectan en un trópico sicodélico, a medio camino entre una selva y una pecera, un centro comercial y una discoteca ochentera. Rodeadas de titulares de noticiero, píldoras de lugares comunes, y horóscopos faranduleros, las palabras del capo suenan cada vez más sensatas:
La doble moral de la comunidad internacional ha permitido que las principales utili-dades se queden en los países desarrollados y sean repartidas entre sus propias mafias. En esa cadena de transacciones, son los comisionistas de bolsa, los banqueros y los aseguradores los que juegan como en un casino con lo que ellos llaman dineros calientes, disfrutando de nuestro precioso oro blanco, la nieve de Colombia. (Mapa Teatro 2011)
¿Cuántos de nosotros en Colombia no hemos despotricado de la hipocresía de los países productores, de las discriminaciones a las cuales estamos sujetos por cuenta de la lucha en contra de las drogas? ¿Por qué no pensar en sacar el país de la pobreza financiando un sistema de bienestar social con la plata de la bonanza coca-lera? ¿Quién no acarició aunque sea por un instante el sueño de legalizar la cocaína como vía de salida a la guerra? ¿No fue Pablo Escobar quien prometió pagar la deuda externa del país a cambio de la no extradición? ¿Y qué tal los barrios populares que construyó en Medellín?
Ya el discurso caló hasta las entrañas. Anécdotas de bromas extravagantes se alternan con los propósitos belicosos del patrón, frases cargadas de violencia con las atmósferas nostálgicas de la música de antaño. Pero la guerra ya está declarada. Como en los afiches gringos de los años cincuenta para prevenir al anopheles,
el conocido mosquito de la malaria, Pablo Escobar se vuelve el Public Enemy number one: wanted, dead or alive. Entre zumbidos de insectos llega la proclama de la nacio-nalización de la industria de la cocaína:
Las mafias norteamericanas explotan sin ninguna vergüenza a los cultivadores, recolectores, procesadores, refinadores, transportadores y exportadores colombianos. Controlaremos el mercado norteamericano. Estrenaremos una explo-tación agresiva de nuestros canales de venta en este territorio. Ofreceremos un producto garantizado, de óptima calidad, con precios competitivos y accesi-bles. Una mejor mercancía a un precio justo representará para Colombia mayores utilidades. Abogaremos ante la organización del comercio por el reconocimiento de la denominación de origen de nuestro precioso oro blanco y ¿por qué no? avalado por la Food and Drug Administration. (Mapa Teatro 2010)
La silueta sentada se levanta: es Jeihhco, líder comunitario y cantante hip-hop de la Comuna 13. La alocución presidencial de Pablo Escobar como mandatario elegido de Colombia se torna en un rap. «Todos negocian y todo se negocia» es el refrán, hasta la utopía final:
Sacaré a Colombia de la oprobiosa lista de los países pobres. Seremos la primera nación en la cultura y las artes. Sentaremos los fundamentos del arte en el futuro. Mi trópico exuberante marcará la pauta de una nueva sensibilidad. Compatriotas, ha llegado la noche de la revolución. (2010)
El populismo pop de Pablo-Jeihhco ya nos tiene tramados, cuando llega inesperado el golpe final. Un sobresalto que nos despierta de la alucinación, como las últimas secuencias de Vals con Bashir, cuando la animación deja paso al video-reportaje.
Entre las notas de un bolero con nombre sicotrópico, irrumpe el testimonio de Danilo Jiménez. En 1991 un carro bomba estalló al lado de la plaza de toros la Macarena de Medellín, donde su banda estaba tocando. La mujer de Danilo y tres compañeros del músico murieron; él mismo quedó afectado por esquirlas alojadas en el cráneo, dejándolo afásico (Narcorama 2012): «Volví a aprender a hablar, a leer, a escribir… y fui volviendo… como en una borrachera… fui volviendo…» (Mapa Teatro 2011).
Mapa Teatro, Discurso de un hombre decente, 2012, del tríptico Anatomía de la violencia en Colombia, Spoken World Festival, Siemens Stiftung y el Kaai Theater, Bruselas - Bogotá. Foto: Felipe Camacho.
Como en una borrachera, como en una fiesta, Danilo muere y vuelve a renacer. Así mismo, Pablo Escobar, «Patrón del mal» y chivo expiatorio de la historia reciente de Colombia, muere y resurge, bajo forma de mito. O de telenovela.
Víctimas y victimarios se mezclan, se confunden, se transfiguran en el ritual de una fiesta que deviene pasión. En el corazón de tinieblas de la selva, ya no son los fumi-gadores quienes van a esparcir las matas de coca, sino que es la erythroxilon coca la que va a esparcir ritualmente de polvo blanco al cuerpo desnudo del capo. Cual animal sacrificial como el Marlon Brando de Apocalypse Now (1979) , el Pablo Escobar-Jeihhco espera manso su inmolación final, mientras las hojas de coca siguen zaran-deándose entre la manigua.
Tercer montaje: entre el carnaval y la revolución
Finalmente la trilogía converge, o colapsa, en el último montaje, Los incontados. Después del paramilitarismo y el narcotráfico, Mapa Teatro hace cuentas con la vio-lencia guerrillera. Los Santos Inocentes cortocircuita las distancias geográficas y emotivas entre un acá urbano y un allá rural, entre un nosotros y los otros, entre el yo y la comunidad. El Discurso de un hombre decente, por su parte, de-construye el repertorio de íconos de una memoria nacional alimentada a punta de narconovelas y caravanas turísticas, para abrir nuevas cartografías a nuestro imaginario. Los incon-tados lleva la búsqueda inclusive más allá, ya que escudriña la intimidad de la infanciade sus creadores, se insinúa en los rincones más remotos del pasado, el pasado de ellos y de toda una generación.
«¡Es hora de que se acabe el carnaval y que comience la revolución!», es el leitmotiv que articula los diferentes momentos de la puesta en escena. Si la revolución es como Saturno, que devora a sus propios hijos según las palabras que Büchner (1982) puso en boca de Danton , así mismo, Mapa Teatro canibaliza sus propias criaturas artísticas, alimentándose de los mismos materiales de sus creaciones anteriores. Un acto antro-pofágico que subvierte, baraja, socava la obra de arte en cuanto producto acabado, dando cuenta de los riesgos artísticos que el grupo está dispuesto a asumir en el pro-ceso. Lo que resulta es un bricolaje onírico, un montaje de montajes de impresionante intensidad escénica. Un «sueño de sueños», lo llamaría Antonio Tabucchi (2000).
Los incontados: el título parece hacer alusión a Guadalupe años sin-cuenta delTeatro La Candelaria, ícono del teatro político colombiano. La Candelaria violaba el pacto de silencio con el que las élites del país callaron la violencia partidista, y ponía en escena la historia de un proceso de paz traicionado, al ritmo de los cantos de protesta del joropo llanero. Mapa Teatro, por su parte, se propone «contar», a tra-vés de la fiesta lo que aún no se ha contado de esos años, lo incontado y lo inconta-ble, los vivos que no cuentan, los muertos que no se cuentan porque no cuentan. La voz que primero se escucha es la del cura guerrillero Camilo Torres, resucitada desde un archivo de radio Sutatenza (Mapa Teatro 2014):
¿Sabía usted que la expresión «oligarquía» significa para la clase alta «insulto», y para la clase baja, «privilegio»?
¿Sabía usted que la expresión «violencia» significa para la clase alta «bandole-rismo», y para la clase baja, «inconformismo»?
¿Sabía usted que la expresión «revolución» significa para la clase alta «subversión inmoral», y para la clase baja, «cambio constructivo»?
Y, sin embargo, en Los incontados la imagen dialéctica no se agota en triadas de tesis-antítesis-síntesis.
La imagen dialéctica es relampagueante. En cuanto imagen que relampaguea en el ahora de lo reconocible, se ha de retener la de lo sido [...]. Mas la salvación que de este modo, y solo de este modo, se consuma, solo puede ganarse sobre la percepción de lo perdido. De lo perdido insalvablemente. (Benjamin 1995, 145)
Los destellos y las ruinas de revolución que Mapa pone en escena son, sin lugar a dudas, benjaminianas. Como comenta Jorge Manuel Casas, «en el materialismo dialéctico no hay un todo que se cierre circularmente sobre sí mismo, que se unifique por gracia de la inquietud de su personalidad trinitaria» (2008, 93).
En ese sentido, Los incontados no agota la trilogía, sino que la despliega, la abre como se abren los paneles de un tríptico. Transforma retrospectivamente las dos piezas anteriores en preludios, en el sentido que Giulia Palladini (2014, 11-12) atribuye al término: una metáfora, una praxis y un modelo epistemológico para liberar unidades acabadas de trabajo y de placer de las lógicas de la ley de valor del capital.
Como en muchos trípticos medievales y renacentistas, los tres paneles de la Anatomía de la violencia en Colombia redoblan lugares, historias, personajes, desde temporali-dades y perspectivas diferentes. En el tríptico de la Pasión atribuido a la escuela de El Bosco, por ejemplo, los paneles laterales la flagelación de Jesús y la traición de Judas se condensan en la imagen central del Cristo coronado de espinas. Así mismo, es un verdadero tríptico de la Pasión místico aunque inmanente lo que pone en escena Mapa. Un mystery play. Un misterio laico, uno y trino, doloroso y gozoso. Los flagelantes de Los Santos Inocentes y el discurso del «apóstol-traidor» de la patria se condensan en el panel del medio, cuya figura central y elusiva es un poeta revolu-cionario que aparece y desaparece, envuelto en una nube.
Un hombre de barba con botas pantaneras y chaqueta de paño se materializa en una sala de clase media urbana decorada con globos colorados y juguetes de antaño; un grupo de niños permanece a la espera de una fiesta de cumpleaños. El hombre tiene una pinta que oscila entre el profe y el guerrillero. Es un mago. La revolución es un truco de prestidigitación que permite llenar un vaso con la leche derramada a través de un periódico; como cuando la guerrilla del M-19 secuestraba camiones de leche y la redis-tribuía gratis en los barrios populares para hacerse propaganda. El hombre también es un ventrílocuo. «Profetas de la barriga», llamaban los antiguos griegos a los ventrílo-cuos: el revolucionario pone su barriga a hablar por otros. Pero es un mago triste y un ventrílocuo mudo. Dialoga consigo mismo, en un solipsismo silencioso con su muñeco alter-ego.
Una mujer acaricia la niña que fue en un cumpleaños de hace años. Trata de sintonizar sus recuerdos de infancia por las frecuencias de una vieja radio. La radio no transmite música bailable sino un programa de educación popular; los niños no juegan, están quietos, uniformados como una banda de guerra. La revolución resulta ser una fábula aburrida. Empero, también es una fábula feroz, como todas las fábulas. Allá, fuera de los muros domésticos, algo terrible está pasando, algo que la niña intuye aunque no comprende, y el público tampoco.
Dile que es un juego, pero no la asuste. Dile que puede mirar por la ventana, pero no le diga lo que pasa afuera. […] Dile que si no se mueve se irán, por arte de magia. Y que se alegre, que la revolución es una fiesta. Pero que no cante. (Mapa Teatro, 2014)
El sueño de una revolución que iba a ser una fiesta desplaza a la celebración misma, la suspende, la subvierte en un juego de inversiones. Y, sin embargo, la revolución, igual que la fiesta, nunca llega. Un cumpleaños que no se cumple se vuelve el escenario de una revolución que tampoco cumple con sus promesas. La quietud de los niños con-trasta con las promesas de cambio social de la revolución anunciada. «Colombia es un país que vive en cámara lenta, esperando que alguien lo ponga en el ritmo justo», decía Marta Traba (1960). Los incontados se encarga de estremecernos con esas alteracio-nes de ritmos, desde el exasperante inmovilismo del país del Sagrado Corazón, hasta el delirio frenético de la bonanza cocalera, en una película que como el sueño futurista de una revolución venidera procede por brincos, saltos, vacíos, contradicciones.
Así mismo, a nivel espacial. El aparente orden del dispositivo escénico un vidrio que separa la escena de los espectadores, y tres grandes cajas que se abren una tras la otra enmarcan cada uno un espacio y un tiempo festivo diferente. Y, a pesar de todo, también opera como estratagema escópico: permite que la mirada del especta-dor penetre en profundidad por lugares-mundos que a lo largo del montaje son tras-gredidos por la exuberancia tropical, el derroche de dineros calientes, los excesos barrocos de la parranda que se sale de control.
Las historias se funden, los personajes se transfiguran unos en otros. La niña ya es grande y quiere festejar su cumpleaños en la fiesta de los Santos Inocentes. La radio deja paso a una televisión prendida, HH se vuelve Pablo Escobar, en cuerpo y voz de Jeihhco. El listado de alias se vuelve un rap diabólico y endiablado en donde se mez-clan nombres de batalla de paramilitares y guerrilleros, narcos y delincuentes comu-nes. Fragmentos de películas mudas de Charlotte que sale de la cárcel confundiendo la sal con otro polvo blanco se superponen a evocaciones de Pablo Escobar preso en su Catedral.
La fiesta de cumpleaños se vuelve rumba. Ritmos sincopados, bulla y silencios. Gente enmascarada que baila y se desploma al suelo, se levanta, se vuelve a desplomar en poses descompuestas, grotescas, obscenas. Alguien secuestra a la niña, o quizás solo la lleva a un lugar seguro. El diablo se ha metido en la fiesta. La fiesta termina, o ape-nas va a comenzar. Convulsiona la erythroxilon coca en su baile, la presentadora que se parece a Virginia Vallejo vomita noticias que parecen chistes o chistes que pare-cen noticias: «en Estados Unidos hallan cocaína en dulces de Halloween, en Alemania secuestran condones rellenos de cocaína destinados al Vaticano, en Bolivia expulsan la coca… cola» (Mapa Teatro 2014).
También el último velo se desgarra. Como en las ilustraciones de Maurice Sendak, la selva invade la sala de la niña, las cosas salvajes están entre nosotros, se despiertan los monstruos que llevamos adentro. El trágico testimonio de Danilo se escurre melan-cólico como un bolero.
Bájate de esa nube
y ven aquí a la realidad. No mires a la gente
con aire de superioridad […]
Recuerda que del polvo hemos venido, y hacia el polvo iremos a parar.
(2014)
La nube, el humo, el polvo. De estos materiales están hechos los sueños, en donde aparece y desaparece el extraño, el ostranenie. El prestidigitador triste, el ventrílocuo mudo, el poeta revolucionario. De repente estamos en el mito de los orígenes, en el epicentro de la Revolución rusa: Moscú de los años treinta, justo ahí donde el diablo imaginado por Bulgakov (2005) irrumpía disfrazado de mago a trastocar el nuevo orden estalinista. En el cierre de Los incontados Vladimir Maiakovski, bajo semblanzas de vejigante negro disfrazado de payaso, cuenta que, el último mes de su vida, tuvo el mismo sueño que desde hacía un año soñaba todas las noches:
Soñé que me hallaba en el metro de Moscú, en un tren que corría a una velocidad de vértigo. Yo estaba fascinado por la velocidad, porque adoraba el futuro y las máquinas, pero ahora sentía unas enormes ganas de bajar y daba vueltas con insis-tencia a un objeto que llevaba en el bolsillo. […] ¿Y esto qué es? Preguntó uno de los hombres con expresión despectiva, blandiendo el trozo de jabón. No lo sé, dijo Maiakovski con orgullo, yo no sé nada de estas cosas, yo soy solo una nube. Esto es jabón, susurró con perfidia el hombre que lo interrogaba, y es evidente que tú te lavas las manos a menudo, el jabón está todavía mojado. (2014)
La policía política no persigue a quienes trafican cocaína, sino a quienes se lavan las manos con jabón. El poeta sueña ser nube, o quizás es una nube que sueña ser poeta. Unos niños vestidos de colegiales conforman el tribunal militar que lo va a juzgar. El juez lo condena a la locomotora. Ahí lo espera un verdugo con capucha y látigo:
Miré afuera y me di cuenta de que estábamos atravesando la gran Rusia. Inmen-sos campos y llanuras donde yacían en el suelo hombres y mujeres macilentos con grilletes en las muñecas. «Esta gente espera tus versos», dijo el verdugo. «Canta, poeta». Y me azotó. Comencé a recitar mis peores versos. Eran versos llenos de exaltación y de retórica. Y, mientras los recitaba, la gente levantaba los puños y me maldecía y maldecía a mi madre. Entonces Vladimir Maiakovski se despertó y fue al baño para lavarse las manos. (2014)
La repetición de un gesto cotidiano como frotarse las manos con jabón se vuelve acto subversivo. Destrozos de revolución. El mito marxista-leninista hecho pedazos. Un régimen policiaco, un estado alterado. El día después de un cumpleaños que no se cumplió, de una revolución que no cumplió sus promesas, la imagen está saturada de ruinas: jirones de globos explotados, madejas de serpentinas, máscaras arrugadas, disfraces tirados en el piso.
El vidrio se vuelve espejo y por un instante los espectadores se ven a sí mismos. En los vestigios de la fiesta relampaguea el estado alterado en que vivimos
Referencias
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