Tráficos y torsiones queer/cuir en el arte: cuerpos, contraescrituras
Tu cuerpo, tu rostro lucen transparencias
como si las azoteas
o los ríos
o los helechos
o cualquier grillo
te hubieran creado con seis gotas de lluvia.
Alberto Greco, Fiesta, 1950
El flâneur puto
«GRECO PUTO». En 1954 el artista argentino Alberto Greco escribía esta frase en las paredes de baños públicos de París, junto a dibujos y «grafitis obscenos» (Rivas 1992, 182). En junio de ese mismo año, Greco había viajado a la capital francesa con una beca del gobierno de ese país, con el propósito de ampliar sus estudios de pintura, que había iniciado en Buenos Aires. Durante su estancia en París subsistió mediante la compraventa de objetos usados y con el poco dinero que obtenía de la venta callejera de acuarelas y gouaches y la adivinación del porvenir (Rivas 1992, 262). Las inscripciones en los baños que entonces frecuentaba, lugares de encuentro e intercambio sexual entre hombres conocidos en la jerga homosexual como «tazas» o «teteras» (Huard 2012), formaban parte de la trayectoria nómade que estas acti-vidades involucraban. Inscripta en la cartografía móvil del deambular marica por las calles parisinas, cuyos derroteros Greco relataba ese mismo año en una larga carta a su amigo, el crítico y periodista Ernesto Schoo (Greco 1992a, 184-186), la reiterada marca en los baños trazaba un gesto crítico que, si en un sentido es posible inter-pretar como apropiación e inversión queer de la injuria homofóbica, a la vez consti-tuía, en el contexto francés, un desplazamiento cuir de la lengua a través del cual la marica argentina torsionaba desafiante e incómodamente la doble marcación de su cuerpo como puto y extranjero.
Toda la producción de Greco aparece atravesada por la experiencia del viaje, por las condiciones de extravío y discontinuidad que supone el viajar, en cuanto desplazamiento geográfico y simbólico en el que las coordenadas que referencian y ordenan el paisaje cotidiano se ven afectadas y desorientadas en la estabilidad de sus marcos de sentido, pero también por la deriva dislocatoria del artista migrante que no solo desplaza en el viaje sus rutinas domiciliadas, sino que a la vez descentra y trastorna las del lugar de destino.1 Incluso cuando viajaba a París para estudiar pintura, Greco estaba muy lejos de asumir sin conflicto sus repertorios estéticos y formales; por el contrario, para él se trataba de incidir en dicha escena (como en cualquier otra) descolocándola y afectándola revoltosamente en el tráfico nómade que las condiciones del viaje habilitaban, al tensionar y hacer friccionar conflictivamente los signos del «centro» con los de la «periferia».2
A la doble experiencia de extrañamiento y descentramiento que comporta todo viaje, la deriva callejera del cuerpo homosexual superpone una cartografía libidinal que desafía y desplaza, en el promiscuo nomadismo de los itinerarios que traza y desarma torcidamente, la circulación regulada de los cuerpos que el orden reglamentado (heteronormado) de la ciudad administra y disciplina. Si «lo que caracteriza al espacio público en la modernidad occidental es ser un espacio de producción de masculinidad heterosexual» (Preciado 2008a), la deriva marica hace de la calle un «espacio de circulación deseante, de “errancia sexual”» (Perlongher 1993, 76), que interrumpe y desorganiza las mecánicas del poder por medio de las cuales la arquitectura urbana opera en la producción disciplinaria de la masculinidad hegemónica. En este sentido, José Miguel Cortés ha caracterizado al gay que deriva por la ciudad como un «flâneur perverso que pasea sin rumbo» buscando «novedades y acontecimientos» (Cortés 2006, 162):
Su experiencia le convierte en un privilegiado observador que todo lo ve y todo lo conoce de una ciudad que parece no tener secretos para él […] Caminar por la ciudad es una forma de práctica cultural, una manera de transformar la abstracta y objetiva geometría que organiza las calles y las plazas en una configuración personal del espacio ciudadano. (Cortés 2006, 162-163)
La apropiación y ocupación de determinados espacios por parte de los homosexuales como lugares de encuentro y socialización constituye una estrategia política que desafía la hegemonía heteromasculina de las ciudades y las mecánicas disciplinarias que trabajan en la construcción y reproducción heteronormada de los cuerpos. La práctica de la deriva opera, en la errancia deseante del yirar3 marica, como apoyo a «redes de sociabilidad “alternativas” respecto de la cultura oficial, “desviadas” o marginales con relación a la norma social mayoritaria, nómades a partir de los módulos de heterosexualidad sedentaria» (Perlongher 1993, 93). En los descentramientos que habilita, la deriva desterritorializa, pero también traza e inventa territorios. Así, el deambular del flâneur marica moviliza la creación disidente de contraespacios, territorios que se inventan en el mismo momento en que son habitados, espacios queer que desorganizan y traicionan la productividad disciplinaria de los espacios construidos y sus marcaciones identitarias estables.
Alberto Greco, Gran manifiesto-rollo arte Vivo-Dito, 1963, técnica mixta sobre papel, dos fragmentos: 9 cm x 41 m y 9 cm x 50,5 m. Colección Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, cortesía del Museo.
No se trata, por lo tanto, de lugares delimitados y perfectamente reconocibles de la ciudad. Los «espacios queer» suponen una «actitud de apropiación» de la ciudad que desafía y desarma la autoridad normalizada del trazado urbano, volviéndose una estrategia «para la permanente idea de autoconstrucción» (Cortés 2006, 203).
En 1963, luego de verse obligado a huir de Roma por el escándalo y la intervención policial con que concluyó su iconoclasta e irreverente obra de teatro Cristo 63 (una provocativa parodia de la pasión de Cristo, caracterizada por la prensa como una «representación teatral blasfema y pornográfica» [Rivas 1992, 208]), Greco viajó a Madrid y más tarde se estableció una temporada en el pueblo de Piedralaves, en la provincia española de Ávila. Allí realizó el Gran manifiestorollo arte Vivo-Dito, un largo rollo de papel de unos 300 metros por 10 centímetros, con collages de fotografías e imágenes publicitarias intervenidas, manchas y dibujos en tinta de cuerpos abyectos, escrituras, anotaciones diversas y fragmentos de conversaciones. Un artefacto inclasificable que inscribía y hacía proliferar en su propio cuerpo escritural el tránsito nómade y queer de la deriva, infectando promiscuamente el collage y el dibujo con la literatura, el objeto con el señalamiento, el manifiesto con el relato autobiográfico. En la mudabilidad desterritorializante de las fugas y torsiones que habilitaba revulsivamente, el Gran manifiestorollo hacía del tráfico y diferimiento de representaciones e identidades su operatividad poético-crítica. Entre los apuntes del rollo, Greco presentaba una sintética y apretada genealogía de sus Vivo-Dito, citando entre los tempranos antecedentes de dicha intervención las «firmas» realizadas en las teteras parisinas en 1954: «Firmé paredes, objetos, calles y baños de París» (Rivas 1992, 224).
Greco acuñó el término Vivo-Dito en 1962. En marzo realizó la «Primera Exposición de Arte Vivo» en las calles de París, firmando, señalando y rodeando con un círculo de tiza a personas, objetos y situaciones. En julio empapeló las calles de Génova, Italia, con su «Manifiesto Dito dell’arte Vivo»:
El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle […] Deberíamos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad: movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumores, lugares, situaciones. (Greco 1992b, 207) Flâneur puto y «dandy lumpen» (Trerotola 2011), Greco llamaba a desorganizar yextrañar los sentidos normalizados mediante el señalamiento de los cuerpos y el entorno. El arte desbordaba sus cercos institucionales para extenderse a la vida y volverse una estrategia desde donde afectar y transformar las lógicas naturalizadas del cotidiano. El término Vivo-Dito concentraba esta apuesta. Así lo definía Greco: «“Vivo”, de vivencia y “Dito”, de dedo, acción de señalar, de mostrar. Es, sobre todo, una actitud artista más que una serie de normas estéticas» (Rivas 1992, 206).
Unos meses antes de la publicación de su manifiesto, Greco asistió a la inauguración de la exposición «Antagonismes 2. L’Objet» en el Musée des Arts Décoratifs de París, portando un cartel como «hombre sándwich» con la leyenda «Alberto Greco, obra de arte fuera de catálogo».4 No era la primera vez que Greco se presentaba a sí mismo como obra. Por entonces se hizo hacer una tarjeta personal con el texto «Alberto Greco. Objet d’art» (Rivas 1992, 206). En 1960, en una fiesta en Buenos Aires en la casa-taller de la artista Lea Lublin, se desnudó y cubrió de pintura negra, haciendo de su propio cuerpo «superficie pintada y “pintante”» (Longoni y Davis 2013, 10), mientras proclamaba: «Estoy haciendo conmigo mismo una obra» (Rivas 1992, 192). El desafuero de los límites del arte que esta acción agitaba puede leerse en continuidad con la «disolución de la pintura-pintura» que Greco había iniciado en 1959 con su serie de pinturas negras, «telas y maderas en las que el óleo trabaja con agregados de brea, orina, exposiciones a la lluvia y el viento» (Pacheco 2007, 21). Si para Greco eran importantes las posibles «reacciones orgánicas de la materia» y los «resultados inesperados» que él aducía obtener mediante estas intervenciones en sus cuadros (García 2011, 53), el orinar sobre ellos —e invitar a sus amigos a hacerlo— introducía en el proceso de producción de las obras una acción del cuerpo que, a diferencia del trabajo de la mano que al pintar dispone y controla la materia sobre la tela, ingresaba a través de sus desechos, del trabajo imprevisible y no controlado de un fluido que remite a lo abyecto, a lo que el cuerpo expulsa o excreta —para modificar o volver inestable el cuerpo de la pintura misma—, pero también a las resonancias homoeróticas del mear público en mingitorios y teteras.
En este marco, ¿cómo interpretar el «fuera de catálogo» que Greco portaba sobre su cuerpo unos años más tarde en el museo de París?, ¿era solo una forma de señalar su no inclusión en la muestra?, ¿constituía su provocativo gesto, también él mismo «fuera de catálogo», un tipo de intervención crítica cuya radicalidad venía a desmarcarse de las obras que la exposición presentaba? y en tal sentido, ¿no era precisamente esta operación radical incómoda e insolente la que, de alguna manera, venía a justificar su posición marginada como «fuera de catálogo»? Al autopostularse como obra de arte en el contexto de una exposición, Greco también parecía señalar —en un poderoso desplazamiento de la operación crítica abierta por el ready-made duchampiano— las mecánicas del mismo dispositivo institucional, presentándose como un cuerpo obra disponible y, por lo tanto, susceptible de inscribirse (en un gesto no exento de autopromoción) en las dinámicas de intercambio y consumo del arte. En varias de sus intervenciones y obras, Greco movilizó irónicamente, en torno a su nombre o a su firma, la relación entre mercancía, deseo y consumo. Así, por ejemplo, en 1961 cubrió las paredes de Buenos Aires con carteles con las consignas «Greco, qué grande sos» y «Greco: el pintor informalista más grande de América», y tres años más tarde realizó una serie de collages con imágenes publicitarias en las que su nombre reemplazó la marca y el eslogan de productos como cigarrillos («GRECO, claro que me ha conquistado») o jabón para la ropa («Yo también me he cambiado a GRECO»). Incluso sus firmas «GRECO PUTO» en los baños de París parecen anticipar tempranamente esta referencia al cuerpo obra del artista como objeto deseable.
Alberto Greco, Claro que me ha conquistado, 1964, collage sobre papel, 36 x 27 cm. Colección Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, cortesía del Museo.
Pero ¿es posible aproximarnos también a la intervención de Greco como un gesto que señala la condición «fuera de catálogo» de su propio cuerpo, en cuanto cuerpo que se presenta como fuera de la norma?, ¿no constituye su acción un tipo de operación crítica que señala el lugar de la norma dominante en la producción y marcación disciplinaria de los cuerpos y, en el mismo gesto, tuerce o desvía dicha inscripción al hacer del propio cuerpo un lugar de enunciación política desde donde desacatar la autoridad reglamentada de la norma y sus ordenamientos de poder? Para decirlo de otro modo, me parece posible pensar el «fuera de catálogo» de Greco como un gesto de contraproductivización crítica que opera politizando el cuerpo, desafiando las mecánicas de poder con que la biopolítica moderna produce al homosexual o al vago como cuerpos improductivos.5 Un cuerpo maricalumpenmigrante que irrumpe sin permiso en la inauguración de una exposición descatalogándose, descalzándose desobedientemente de su marcación biopolítica.
El «fuera de catálogo» de Greco implicaba, así, una práctica de descentramiento queer del cuerpo para volverlo espacio disponible desde donde desacatar su producción disciplinaria. Una apuesta que las intervenciones en las pinturas negras y la citada acción en la casataller de Lea Lublin inauguraban. No eran solo los límites de la pintura que abandonaba el soporte tradicional del cuadro lo que allí estaba en juego. Estas experiencias de Greco eran a su vez una poderosa pregunta sobre los límites del cuerpo y una impugnación radical de su «verdad»: la introducción de las marcas de lo contingente, con la que Greco desafiaba los cercos disciplinarios de la práctica pictórica, era también una apuesta por hacer de su cuerpo (y del de otros) un territorio político desde donde desafiar la norma y movilizar la invención de otras existencias posibles.
Esta relación entre pintura y cuerpo vuelve a estar presente en una serie de fotografías que Greco se hizo tomar en Roma vestido de monja, en diciembre de 1962, a un año de su exposición «Las Monjas», un conjunto de obras informalistas que mostró en la Galería Pizarro de Buenos Aires.6 En la secuencia de fotos, Greco aparece con los típicos ropajes religiosos, el hábito y la cofia sobre la cabeza, en actitudes piadosas y con barba. La estabilidad normada de la pose es estallada irreverentemente en el montaje drag que descoloca los encuadres de sentido que la pautan y hacen pensable. El nombre con el que Greco se presenta en estas fotos, Albertus Grecus XXIII —en una obvia e insolente alusión al Papa Juan XXIII, elegido unos años antes— traza un desplazamiento del nombre propio correlativo a la construcción performativa de la pose. La serie de fotos no solo apuntaba a desafiar la autoridad del dogma religioso, sino que, a la vez, llamaba a desacatar —alegre, revoltosamente— los regímenes de poder que trabajan en la construcción disciplinada de los cuerpos, para hacer de su desterritorialización queer, nómade, la condición de posibilidad de corporalidades y procesos de subjetivación disidentes. En las fotos, Greco hacía cuerpo el gesto de desafuero de los límites de la pintura que la exposición de sus obras informalistas de 1961 auspiciaba. El desacato del cuerpo pictórico en «Las Monjas» devenía en desacato del cuerpo del artista.
Alberto Greco, Albertus Grecus XXIII, 1962.
«Por qué seremos tan hermosas»7
Mis padres me regalaban cuadernos y yo los dibujaba en una tarde. Me gustaba dibujar pájaros porque había una historia que me había pegado mucho, creo que era de alguna fábula […] Es la historia de un cuervo o corneja que recoge plumas de faisán y pavo real, se las pone encima y se empieza a pavonear en medio del bosque frente a los demás pájaros hasta que descubren que es un impostor y lo despluman. Era una historia triste. (Pombo en Katzenstein 2006, 9)
Con estas palabras el artista Marcelo Pombo evocaba en una entrevista su interés desde niño por el dibujo.8 Me parece posible aproximarme a la interpretación de la obra de Pombo a partir de la imagen del montaje de plumas de la corneja en su relato y, más precisamente, a la relación entre belleza, montaje y autoinvención que la fábula posibilita pensar a contramano del sentido de su moraleja (en la que este proceso inventivo se presenta como farsa, justicieramente descubierta y desmantelada en su artificio cosmético por las otras aves). En su trabajo, desde 1985, Pombo decoró y embelleció materiales desmarcados «de las tramas del gran arte» (Gumier Maier 1989a) y objetos cotidianos banales o en desuso, descartados de los circuitos capitalistas de producción y administración del deseo. Como si fuera «una profesora de manualidades que se había vuelto loca» (Pombo en Katzenstein 2006, 22), según sus propias palabras, Pombo utilizó en sus obras objetos encontrados (un disco de vinilo, una baldosa, el envase de cartón de un jugo de frutas o de un jabón para la ropa, entre muchos otros) que limpió minuciosamente y adornó con moños de colores, brillantina, esmalte sintético, imágenes de revistas pornográficas y stickers, cruzando promiscuamente el readymade con la manualidad escolar, el objeto de consumo con el souvenir y el adorno de cotillón, el artificio camp con el registro homoerótico.9 «Maquillar» fue la elocuente expresión que Pombo utilizó con frecuencia para referirse a su proceso de producción (Iglesias 2014, 55).
La crítica de arte de la época, sin embargo, interpretó su obra en una serie de claves que estaban muy lejos del tipo de operación poética que Pombo apostaba a movilizar: como kitsch, distanciamiento irónico respecto de los presupuestos del buen gusto, pastiche posmoderno (López Anaya 1991) o arte light. A comienzos de los noventa, esta última noción concentraba los extendidos prejuicios de críticos y artistas hacia un arte sospechado de liviandad, superficialidad y descompromiso que, no obstante, venía a torcer de manera incómoda y desobediente las exigencias de sentido reclamadas enfáticamente desde los marcos identitarios pretendidamente estables (establecidos) del «arte político», afirmados en lo que el artista Jorge Gumier Maier, entonces curador de la galería del Centro Cultural Rojas (espacio dependiente de la Universidad de Buenos Aires y principal foco de las críticas dirigidas por los detractores del arte light), llamó el «dogma sólido y apacible de un arte de eficacias» (Gumier Maier 1989b).
Mientras que entonces la única interpretación posible (y pensable) de la obra de Pombo (como de la de otros artistas del Rojas) parecía ser la habilitada por el kitsch, la cita paródica o el gesto apropiacionista posmodermo, él mismo se ocupóde señalar que «mis cuadros y objetos son de alguna manera bellos y que no estoy haciendo un juego irónico dirigido hacia los dueños del buen gusto» (Pombo en Verlichak 1998, 202). Gumier Maier, por su parte, llamó a reemplazar el término light por «bright (brillante, despierto)», argumentando que «si algún espíritu atormentado necesitase una certificación de la difundida idea de “intensidad”, podría hurgarla en la relación que [los artistas] establecen con sus materiales, en sus procedimientos» (Gumier Maier 1994). Tanto Pombo como Gumier Maier llamaban la atención sobre condiciones de las obras que no parecían pensables entonces para los presupuestos de sentido desde los cuales buena parte de la crítica de la época se aproximó a la interpretación de las mismas.10 Pero ¿a qué apuntaba Gumier Maier con la noción de bright y qué tenía que ver este término con el tipo de relación que los artistas establecían con sus materiales?, ¿a qué se debía esta alusión a la belleza (una categoría, por cierto, que los trazados de autoridad del «arte de eficacias» no parecían entonces dispuestos a admitir, convencidos como estaban sus cultores de que toda mención de la belleza no podía ser menos que reaccionaria y despolitizada) que Pombo introducía al referirse a su obra?
Marcelo Pombo, Disco, 1986, esmalte sintético, purpurina y collage sobre disco de vinilo, 30 cm. Colección Bruzzone, Buenos Aires. Foto: Patricio Pueyrredón.
En el trabajo de Pombo, la proximidad del objeto ordinario —su accesibilidad y disponibilidad descartables— aparece mediada (interrumpida, demorada) por la distancia que la sobredecoración cursi construye, por una suerte de belleza amanerada, artificiosa y exagerada que, como señala el mismo artista, apunta a hacer de «lo feo o lo trucho» (el material desechable o de segunda mano, el objeto «falso» consumido por las clases populares, que copia o imita al original «auténtico») «algo lindo» (Pombo en Ameijeiras 1993). Pero, a la vez, esta relación con el objeto remite en la poética de Pombo a «una relación con uno mismo cuyo fin es la autoconformación artística de la propia subjetividad» (Castro Orellana 2008, 381). Como en la fábula de la corneja, en la que el llamativo montaje de plumas (que el prejuicio homofóbico o transfóbico interpreta en términos de «engaño» y «amenaza»)11 desafía escandalosamente los regímenes de inteligibilidad normados que administran y regulan la producción y el reconocimiento de los cuerpos, para hacer de ese gesto una estrategia de autoinvención que involucra, al mismo tiempo, la apuesta por moldear la propia existencia y por movilizar nuevas formas de subjetivación, también el proceso de producción de la obra de Pombo puede pensarse como el desarrollo de un «arte de vivir» y de una «estética de la existencia», es decir, como «la formación y el desarrollo de una práctica de sí que tiene como objetivo constituirse a uno mismo como el artífice de la belleza de su propia vida» (Foucault 2010, 1008).
Marcelo Pombo, Cae la noche sobre el río, 1996, apliques, nylon y pintura sobre tela, 132 x 124 cm. Colección particular. Foto: Estudio Giménez-Duhau.
En relación con la poética de Pombo cabe asimismo hacer referencia a su trabajo como profesor de artes plásticas de niños discapacitados en una escuela de una zona carenciada del Gran Buenos Aires, en la localidad de San Francisco Solano. De hecho, muchos de los materiales y procedimientos técnicos que Pombo incorporó a su trabajo desde mediados de los ochenta12 eran los mismos que en esos años utilizaba en sus clases:
Cuando llegaba a mi casa de la escuela de Solano, me ponía a hacer manualidades y no a pintar […] descubrí que me gustaba trabajar en ese aspecto de mi identificación, de esos materiales, de algo justamente no valorizado por la sociedad. (Pombo en Verlichak 1998, 197)
Lo «no valorizado por la sociedad», el objeto descartado, insignificante o vulgar, proveniente de un entorno carenciado y vuelto soporte del artificio sobredecorativo, pero también la identificación afectiva que los desplazados —la marica, el discapacitado, el pobre, en cuanto cuerpos marcados como «improductivos» y marginados por el orden social mayoritario— establecen con dichos objetos, constituyen las dimensiones en torno a las cuales la obra de Pombo articula sus proyecciones poéticocríticas. «Me acuerdo perfectamente que después de leer El diario del ladrón de Genet pensé que se le podía otorgar un significado a lo que parece que no lo tiene, investir de sacralidad a lo banal» (Pombo en Verlichak 1998, 196). La mención que hace Pombo de la obra de Jean Genet es elocuente: precisamente el Diario del ladrón es un alegato en favor de los desplazados de la sociedad, de aquellos sujetos producidos y marcados por la biopolítica moderna como anormales, enfermos o abyectos. Como ha señalado Didier Eribon, la poesía, tal como la concibe Genet, «no tiene otra función que la de magnificar a esos personajes abocados a la abyección, y a la propia abyección» (2004, 29). En el Diario del ladrón, el trabajo poético pone en escena un trabajo sobre sí que, desafiando la vergüenza, apunta a alcanzar una «ascesis» (la conversión de uno mismo por sí mismo), a crear nuevas bellezas y a inventar «una ética de la “estilización de la existencia”» (Eribon 2004, 68). En esta relación con uno mismo, la estética de la existencia se enfrenta a las estrategias de subjetivación de la biopolítica moderna, contrariando las mecánicas de poder que trabajan en la regulación y normalización disciplinarias de los sujetos, para volverse «una actitud creadora y transgresora de la propia individualidad» (Castro Orellana 2008, 383). Supone, en tal sentido, la crítica a los mecanismos de sujeción y las formas de coerción que nos producen biopolíticamente como individuos y la apuesta por la invención de la subjetividad y «la creación de nuevos modos de vida» (Eribon 2001, 474). La voluntad de moldear la propia existencia ha constituido una poderosa estrategia política y poética a través de la cual gais, lesbianas y trans sostuvieron históricamente (y siguen sosteniendo) formas de resistencia frente al orden mayoritario, mediante la reinvención de los afectos, las formas de vida y los modos de estar junt*s, a través de una política de la amistad y del cuidado de l*s otr*s.
Marcelo Pombo, Cepita manzana, 1996, caja de cartón, plástico y acrílico, 21 x 12 x 8 cm. Colección privada.
En Pombo la defensa de la belleza opera como una estrategia de empoderamiento afectivo y político por parte de las subjetividades más vulnerabilizadas (marginadas, excluidas, estigmatizadas). Reclamar la belleza en la invención de una estética de la existencia, de un arte de vivir, no tiene nada que ver con los órdenes normalizados de lo bello hegemónico o con los presupuestos normativos de las bellas artes. Se trata de una disputa poética y política en la que la insistencia por embellecer lo desechado, descalificado o «no valorado» por el orden mayoritario trabaja desafiando las representaciones dominantes que las hegemonías visuales del semiocapitalismo y las industrias culturales administran en la producción disciplinaria de cuerpos, deseos y subjetividades, articulándose con la apuesta por la autoinvención de otras existencias posibles, de vidas más vivibles y habitables. En Pombo, la belleza «forma parte de la vida, es la belleza que brinda felicidad» (Pacheco 2006, 87).
Jorge Gumier Maier, sin título, 1993, acrílico sobre madera y chapadur, 184 x 73 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires. Foto: Patricio Pueyrredón, cortesía del Museo.
La pregunta por la belleza también apunta a disputar sentidos a la historia del arte y a la estética (heteromasculinas) para advertir cómo el mismo campo del arte se ha delimitado políticamente mediante la exclusión y confinación despectiva de una serie de prácticas (y de corporalidades) al dominio de lo decorativo, lo ornamental, lo artesanal, la manualidad escolar y «lo femenino». Así, por ejemplo, la cita a la vanguardia concreta que el crítico Fabián Lebenglik advertía en las obras que Gumier Maier presentó en 1991 en su exposición «Decoralia», en el Centro Cultural Recoleta (Lebenglik 1991), parece ubicarse en esta dirección crítica que trabaja interrogando los encuadres de sentido que organizan los relatos del arte como posibles y pensables.13 La geometría y el marco irregular en la obra de Gumier Maier estaban lejos de trabar con la vanguardia argentina una filiación sin conflicto, por el contrario, el recurso de colores «pasteles» y las formas ornamentales en el marco operaban desplazando (y traicionando) la legalidad de la forma del concretismo. Es posible interpretar la relación de la obra de Gumier Maier con la vanguardia como una interferencia crítica que trabaja queerizando la misma narrativa del arte concreto. En la «apropiación desviada, cuir» que Gumier Maier hacía del concretismo, «su obra se volvía sobre la historia del arte para señalar su construcción como discurso sexuado
(y, más precisamente, heterosexuado), y sobre la predominancia de la voz masculina hegemónica en ese movimiento de vanguardia» (Longoni y Davis 2013, 38). Pero más allá de esta relación, el mismo Gumier Maier señaló, acerca de su obra, «el reciclaje y la reelaboración» de los «climas» de su infancia y, más precisamente, de «la peluquería de mi tía Esther, que tenía una decoración maravillosa […] Me fascinaba ver los secadores, las patitas de los muebles, las cortinas» (Gumier Maier en Verlichak 1998, 26). Incluso, cuando no descartaba la conexión con la vanguardia, Gumier Maier introducía una referencia que descolocaba la estabilidad de esa filiación. Mucho más que la inversión marica del concretismo en la que lo marica, sin embargo, era llamado (y autorizado) a intervenir solo como voz disidente (y subalternizada) respecto de las narrativas heteromasculinas del arte, la obra de Gumier Maier aludía a procesos de subjetivación impensables para las proyecciones de sentido trazadas por los relatos de la historiografía y la crítica:
[...] mucho más que con las vanguardias, con las que generalmente se me asocia, lo mío tiene que ver con la decoración de interiores. Lo mío es un híbrido, primero veo la peluquería de mi tía, el hall de entrada de casas viejas como la mía —llenas de artnouveau y cursilerías— y después veo a (Piet) Mondrian y a las vanguardias del siglo. A mí me resulta muy familiar la mezcla del rigor geométrico con esa cosa medio cursi. (Gumier Maier en Verlichak 1998, 26-27)
Inventarse una vida bella
Como en Pombo, la pregunta por la belleza fue central en la obra de Feliciano Centurión. «Me esfuerzo por producir belleza», le escribía Centurión a Verónica Torres, en una de las tantas cartas que enviaba desde Buenos Aires a Asunción, a su amiga y galerista.14 También en él esta exigencia por «producir belleza» suponía un trabajo de autoinvención de las formas de vida y de la subjetividad, una práctica de sí en la que el propio sujeto se volvía artífice de una vida bella. El arte operaba como una estrategia que llamaba a desorganizar los pactos de sentido trazados por las subjetividades mayoritarias para incidir en la invención de procesos de subjetivación disidentes que suponían, al mismo tiempo, una práctica de estilización de la propia existencia, un arte del vivir. Asimismo, la idea de una vida bella puede pensarse, en Centurión, en proximidad con el ideal ético guaraní, el tekó porã. Nacido en San Ignacio de las Misiones, Centurión conocía la lengua guaraní. El término tekó porã hace referencia a «un bien vivir bello» y su sentido,según Ticio Escobar, puede pensarse en proximidad con la estética de la existencia
foucaultiana, donde «la ética tiene que ver con la belleza del vivir» (Escobar en Ramos 2012, 111).15
A comienzos de 1990, Centurión comenzó a utilizar, como soporte de su pintura, frazadas de producción industrial de «baja calidad», cuyos diseños de fábrica estandarizados aprovechó en la elaboración de sus imágenes. Un material barato y de uso corriente que, apropiado y despegado de sus circuitos de circulación y consumo cotidianos, aparecía conectado, al mismo tiempo, «con la idea de domesticidad y las pautas de la estética industrial» (Escobar 1997, 23) y operaba como un potente significante asociado al cuerpo, al cuidado y al abrigo. Soporte «afectivo» y «sensorial», en palabras de Centurión (1990), la frazada se aparta de la «neutralidad» de la tela tensada sobre el bastidor y desplaza el orden visual de la pintura —la centralidad de la visión como sentido sin cuerpo que la tradición occidental coloca de manera privilegiada en el conocimiento de las obras de arte— por su materialidad táctil, corpórea.
Al enfrentar «lo artesanal y lo seriado» (Escobar 1997, 23), la tensión que la obra de Centurión moviliza entre las formas pintadas y la factura industrial de los diseños de fábrica de las frazadas se extiende en la incorporación de una serie de prácticas provenientes de los dominios de «lo popular» y «lo femenino». En 1994, con su exposición «Estrellar» en la Galería del Rojas, Centurión incorporó a sus frazadas piezas de tejido al croché tejidas por las madres y abuelas de sus amigos y amigas, una colaboración afectiva que se extendió en las ropitas con las que dos años más tarde vistió (y «abrigó») una serie de juguetes de animales, desde dinosaurios, serpientes y tortugas, a leones, caballos y cebras de plástico.
A las formas tejidas al croché sucedieron piezas de ñandutí16 y pañuelos y servilletas con frases e imágenes bordadas. En la apropiación marica de una serie de prácticas socialmente asignadas a la mujer, así como de elementos pertenecientes al dominio de la intimidad doméstica, la obra de Centurión ponía en conflicto el duro binarismo de las divisiones sexogenéricas normadas —traicionando deliberadamente la segura correspondencia entre asignación biopolítica de los cuerpos y prácticas atribuidas distintiva y excluyentemente a «varones» y «mujeres»— y llamaba a desorganizar los límites entre lo privado y lo público. Pero más que una mera inversión de los roles de género (que, incluso cuando ponía en cuestión la estabilidad normalizada de lo masculino y lo femenino hegemónicos, sin embargo, permanecía atrapada en el orden binario sobre el que se fundaba el régimen político de la diferencia sexual) o la afirmación de una alteridad o una identidad subalterna, lo que estaba en juego en los desplazamientos queer que la obra de Centurión habilitaba era la apuesta por la invención disidente de alianzas afectivas (de las mujeres, de los homosexuales) que estallaran los marcos de autoridad del orden mayoritario heteromasculino.
Jorge Gumier Maier, sin título, 1993, acrílico sobre madera y chapadur, 184 x 73 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires. Foto: Patricio Pueyrredón, cortesía del Museo.
En el acopio de los materiales para su obra, Centurión se movía como un «arqueólogo sentimental» (Gumier Maier 1999), frecuentaba la feria de San Telmo en Buenos Aires o el Mercado 4 en Asunción buscando pañuelos bordados o manteles en desuso que incorporaba a su obra. Objetos anónimos, descartados u olvidados que portaban, en la banalidad de una frase cursi o en las representaciones estereotipadas del gusto popular, una silenciosa historia de afectos. Centurión los cosía cuidadosamente sobre una frazada, muchas veces bordando él mismo una palabra o una frase, cuyos bordes remataba con un «marco» de tafeta o seda brillante. Como el recurso de lo decorativo en Pombo o en Gumier Maier, la incorporación de estos materiales en la obra de Centurión también constituía una interpelación política de los trazados de sentido por los cuales el dominio del arte supone, en su conformación institucional heteromasculina, la exclusión descalificante de una serie de prácticas «identificadas con las destrezas menores y las estéticas de segunda» (Escobar 1997, 23), la manualidad decorativa, la artesanía popular, las «labores femeninas». Interpelar el arte en la autoridad institucional de sus límites normalizados constituía en Centurión la apuesta por hacer pulsar, en el territorio artístico, una serie de subjetividades políticas que venían a desplazar sus cercamientos heterocentrados naturalizados. Pero era también una apuesta por hacer del arte un espacio posible para la invención de la subjetividad, para una práctica sobre sí que implicara un trabajo de construcción de la propia existencia.
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Con la introducción del bordado en su obra, Centurión abandonó el tamaño de fábrica de las frazadas para trabajar en piezas más pequeñas, en las que la intimidad de la práctica de bordar se tradujo en una intimidad del soporte, un desplazamiento que coincidió con su diagnóstico como portador de VIH. Las frases que entonces encontró y bordó en los pañuelos y telas que incorporó a sus frazadas testimonian, en cierto modo, sus estados de ánimo ante el proceso de la enfermedad, pero sobre todo constituyen «afirmaciones terapéuticas» (Gumier Maier 1999) en las que el tiempo del bordado es también el tiempo de una frase afirmativa que apunta a sanar, a dar cobijo y sosiego, repetida una y otra vez, como un mantra: «Florece mi corazón», «Descansa tu cabeza en mis brazos», «Soy una flor silvestre que brota en medio del asfalto», «Soy el viento que nunca muere», «Tu presencia se confirma en nosotros», «Mi casa es mi templo», «Soy el creador de mi propia realidad», «Soy el flujo del tiempo que no se detiene». Se trata de «conjuros nimios, lugares comunes rehabilitados por la verdad de una situación límite que los torna vibrantes y extremos» (Escobar 1997, 23), apelaciones a la belleza que se obstinan en sostener la propia vida (para hacerla más vivible, más habitable), en circunstancias en las que el cuerpo y la subjetividad seven traumáticamente vulnerados.
Cuirizar la escritura del arte
Feliciano Centurión, En el silencio del descanso…, ca. 1996, bordado sobre tela, frazada y borde de tafeta, 45 x 52 cm. Colección Verónica Torres, Asunción. Foto: Noemí Vega.
Cualquier pregunta por lo queer en el arte no puede pasar por alto el hecho de que lo queer, en los últimos años, viene siendo llamado a integrarse sin conflicto en una historia del arte cuyos presupuestos heterocentrados, sin embargo, se mantienen inamovibles. En este sentido, una interpelación queer de la historia del arte, más que articularse como mero reclamo por la incorporación de aquellos «contenidos» marginados o silenciados en las trayectorias de sentido diagramadas por los relatos historiográficos canónicos, debería apuntar, en primer lugar, a interrogar y poner en cuestión los lógicas de poder/saber que legitiman y hacen posibles los trazados de autoridad de dichos relatos, interrumpiendo y desmontando las mecánicas naturalizadas a través de las cuales el orden heterosexual (entendido como régimen político) trabaja pautando y administrando la dinámica de lo posible en la escritura del arte.17 Me interesa pensar lo queer no como una condición o atribución identitaria fija de las imágenes o las obras, «susceptible de recortarse limpiamente de otros cercamientos de las identidades» (Grupo Micropolíticas de la Desobediencia Sexual 2014), sino como un ámbito crítico disidente, como una plataforma móvil en constante invención y agitación, «un emplazamiento discursivo cuyos usos no están totalmente predeterminados» (Butler 2002, 63).
[E]n la genealogía de su irrupción y desarrollo como campo crítico, lo queer disputa y torsiona, incómoda y desafiantemente, su productividad política al multiplicar y hacer proliferar estrategias de acción que implican efectos desequilibrantes para los órdenes de poder que sostienen las identidades sexopolíticas modernas. Pensar lo queer no pasa, entonces, por «señalar» o «demostrar» aquello que lo queer es, sino por interrogar sus modos de acción, la complejidad insumisa de sus estrategias múltiples de contraproductivización crítica. (Grupo Micropolíticas de la Desobediencia Sexual 2014)
En cuanto «lugar de contienda colectiva» y «punto de partida para una serie de reflexiones históricas e imágenes futuras» (Butler 2002, 60), lo queer disputa su productividad política en la apuesta por la reinvención nunca clausurada de las estrategias críticas que, contra las operaciones de atribución de sentido que pretenden cercar su «identidad», es susceptible de movilizar táctica y desobedientemente. Así, lo queer «debe ser constantemente resistematizado, distorsionado, desviado de usos anteriores y dirigido hacia apremiantes objetivos políticos en expansión» (Butler 2002, 60).
Pero lo queer también disputa sentidos políticos en las operaciones de apropiación, traducción y desplazamiento descentrados de un término en inglés cuya fuerza performativa, dependiente de «los contextos de autoridad que [el término] cita y transporta en su enunciación» (Córdoba 2005, 22), se pierde en contextos que no son angloparlantes. Las estrategias queer, como se sabe, articulan su accionar en la apropiación de una injuria (la misma palabra queer) que opera en la producción y marcación disciplinarias de aquellos cuerpos que el orden social sanciona como «anormales», para hacer de ese gesto de inversión crítica un espacio de enunciación política. La palabra cuir convoca y traslada una apropiación desplazada del término en inglés que hace evidente esta pérdida, pero que a la vez apunta a interpelar las lógicas de poder que ordenan y administran el tráfico y la circulación de lo queer y sus repertorios de autoridad, como «efecto del circuito metropolitano que reinstitucionaliza —por conducto académico— nuevas formas de dominio internacional» (flores 2013, 55).18 Como ha escrito Paco Vidarte, lo queer es susceptible de volverse «tan hegemónico y colonial como cualquier otra forma de pensamiento» (2005, 79). No se trata, por lo tanto, de construir «un nuevo canon del desvío y la subversión», sino de disputar «lo cuir como localización de la disconformidad con las hegemonías no sólo identitarias sino también geopolíticas» (flores 2013, 55). Cuirizar lo queer, «decir queer con la lengua afuera» (Rivas 2011), como estrategia de desacato a los marcos de autoridad que, por la vía académica, sancionan la circulación universitaria de lo queer metropolitano, pero también como estrategia resistente a la potencial domesticación de la disidencia cuir como mera alteridad periférica.
La teoría y la historia del arte constituyen tecnologías sexopolíticas que producen, entre otros efectos, «ficciones somáticas» (Preciado 2008b, 84), cuerpos y subjetividades sexogenéricas.19 Una interpelación cuir de la historia del arte está muy lejos de la simple enumeración de nuevos contenidos o de la presentación de un repertorio de temas sobre «desobediencias sexuales» —que vendrían a integrarse, como alteridad sin conflicto, en los relatos ya consagrados de la historiografía canónica— o del llamado a develar (en una suerte de «salida del armario» del arte) una supuesta «verdad» identitaria de las obras. No se trata, en tal sentido, de hacerles un lugar a las disidencias queer/cuir en las narrativas establecidas de la historia del arte —para «completar»sus vacíos o «corregir» sus olvidos— ni de reclamar reivindicativamente una posición —como arte «gay», «lesbiano» o «trans»— en sus relatos. Por el contrario, importa desarmar los trazados de autoridad de las epistemologías dominantes que articulan tales narrativas, en lo que visibilizan y hacen pensable, pero también en lo que obturan, cancelan, expulsan, silencian o, incluso, en lo que vuelven ininteligible, en lo que no posibilitan pensar. De lo que se trata, entonces, es de disputar los sentidos instituidos de las historiografías hegemónicas para abrir la prolija geografía de sus relatos normalizados a las porosidades y accidentes no solo de sus sentidos obliterados, apenas pronunciados o violentamente silenciados, sino también de aquellos impensados o inimaginados. Lo queer/cuir constituye, así, una estrategia de escritura que posibilita interrumpir y desmontar las narrativas de la escritura del arte en sus trayectorias (hetero)normadas.20 Un dispositivo nómade y una práctica de la deriva que trabaja en lo intersticial, productivizando la falla y haciendo proliferar una micropolítica del tráfico y del saqueo (de imágenes, de signos, de relatos), mediante «una arqueología de los maquillajes y una filosofía de los cuerpos, para proponer una elaboración de metáforas más productiva que cualquier catalogación excluyente» (Campuzano 2008, 8). La escritura, desde este punto de vista, opera como «lugar de contrapoder frente a los lenguajes hegemónicos» (flores 2013, 55), como práctica de desterritorialización que apunta a «desestabilizar o desprogramar desde los márgenes» (Acosta 2014), abriendo fugas y discontinuidades críticas que tensionan y estallan sus bordes disciplinarios y sus amarres de sentido naturalizados y la fuerzan a salirse de sí, a trabajar contra sí misma (contra su potencial domesticación). Una contraescritura queer/cuir es un artefacto migrante que hace proliferar en su propio cuerpo «devenires minoritarios» (Deleuze y Guattari 2008, 291) que la descolocan y extrañan,21 agitando la pregunta que Deleuze y Guattari se hacen a propósito de la «literatura menor»: «¿Cómo volvernos el nómada y el inmigrante y el gitano de nuestra propia lengua?» (1990, 33). Se trata de una escritura que deja «actuar la mala voluntad», en el sentido que Foucault piensa el trabajo de Deleuze, como apuesta por liberarse del sentido común y pensar «diferencialmente la diferencia» (Foucault 1999, 29). En este punto, la escritura queer/cuir se presenta como articulación resistente a las políticas de la transparencia que las industrias de la subjetividad y el mercado globalizado expanden a escala planetaria, confrontando la cadena de productivización disciplinaria a través de la cual la máquina de sobrecodificación capitalista produce, administra y hace visibles las diferencias.
En una de las pocas fotos que existen de sus Vivo-Dito realizados en Madrid en 1963, Greco aparece trazando un círculo de tiza, pero no alrededor de otra persona o de un objeto, como era usual en su práctica, sino delimitando un espacio vacío en la vereda. En la precariedad de la línea de tiza, en su existencia efímera, casi invisible, el «Vivo-Dito vacío» de Greco dispone un espacio otro que interrumpe o extraña el orden naturlizado del cotidiano. Es posible pensar el Vivo-Dito vacío como un espacio queer, un contraespacio que interpela el orden disciplinario de la ciudad y, a la vez, interroga políticamente el vacío que delimita, recorta un territorio (transitorio) y mantiene pulsante en ese gesto la pregunta por aquellos posibles que la disciplina urbana excluye o vuelve impensables. Pero la acción de Greco es también una incitación a inventar esos posibles, desafiando las mecánicas de poder por medio de la cual la arquitectura de la ciudad nos produce políticamente como sujetos.
En este gesto de Greco encuentro una clave para pensar las políticas queer/cuir en la escritura del arte. Una contraescritura que apueste a interpelar el vacío para extraer de su espesor silenciado, más que la mera constatación de las historias no nombradas, el obstinado e incómodo pulsar de aquellas subjetividades disidentes que se resisten a ser calladas por completo. Se trataría, entonces, de habitar lo inaudible para arrancarle al silencio los sin sentidos impronunciados, aquellos que renunciando a los cercamientos de autoridad del sentido y sus certezas, se agitan como una amorosa, alegre y rabiosa promesa por inventarnos vidas más libres.
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Muchos de los argumentos de este texto derivan de los intercambios que vengo sosteniendo desde el 2012 con l*s integrantes del grupo de investigación Micropolíticas de la Desobediencia Sexual en el arte argentino contemporáneo, que dirijo en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Agradezco a tod*s ell*s, no solo por escuchar y discutir en diferentes momentos estas ideas, haciendo que se vuelvan más complejas y poderosas, sino sobre todo por ser parte de un proyecto colectivo que involucra hermosas complicidades políticas y afectivas que (nos) incitan a transformarnos e inventar otros posibles. También quiero agradecer al Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina) y al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid (España), a los artistas Jorge Gumier Maier y Marcelo Pombo, y a Gustavo Bruzzone, Ricardo Esteves, María Torres y Verónica Torres, por facilitar las imágenes incluidas en este artículo.
Buenos Aires, octubre del 2014.
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1. Entre 1954 y 1956 Greco se instaló en París. En octubre de 1955 viajó por Italia y Austria y en 1956 fue a Arlés y Londres. Ese año regresó a Buenos Aires y en 1957 se fue a Brasil, primero a Río de Janeiro y en 1958 a São Paulo. En 1958 volvió a Buenos Aires, donde permaneció hasta finales de 1961, cuando realizó un nuevo viaje a París. Durante 1962 vivió en París, pero también visitó las ciudades italianas de Génova y Venecia y se instaló más tarde en Roma. En 1963 se asentó en Madrid, alternando su estancia por períodos con el pueblo de Piedralaves, en Ávila. Ese mismo año viajó también a Lisboa, Galicia y París. En 1964 vivió en Madrid, viajó a Canarias, a Buenos Aires y, a final de año, a Nueva York. En mayo de 1965 volvió a España. Viajó a Ibiza, Madrid y Barcelona, ciudad en la que se suicidó en octubre de 1965.
2. Ana Longoni llama a descolocar la estabilidad normada del esquema centroperiferia —actualizado una y otra vez en la historización de los viajes de artistas— desde la pregunta «¿Por qué no repensar la migración a París (o a Nueva York) de los latinoamericanos ya no por lo que más tarde llevan de regreso a sus lugares de origen, lo que “difunden en la periferia”, sino por lo que trastornan en el propio centro, por las formas de pensarlo y pensarse en él?» (2010, 116-117). Yirar es un término del lunfardo argentino que significa andar, vagar o deambular por lascalles. Fue utilizado popularmente para hacer referencia a la prostitución callejera
4. En la exposición participaba Yves Klein, a quien Greco le pidió prestado el bolígrafo para firmar dos obras de Arte Vivo: «una duquesa y un mendigo» (Rivas 1992, 206).
5. La idea de contraproductivización parte de la concepción del poder de Michel Foucault, para quien el poder es fundamentalmente productivo (el poder produce cuerpos, subjetividades, efectos de verdad). En el análisis foucaultiano no existe un «afuera» del poder, sino resistencias que operan en el interior del poder, mediante estrategias de contraproductivización o formas de contradisciplina que desvían, impugnan, tuercen, desplazan, interrumpen, su productividad disciplinaria. Véase Foucault (2008 [1976]).
6. Sobre esta relación véase también Riccardi (2008).
7. «Por qué seremos tan hermosas» es el título de un poema de Néstor Perlongher publicado en 1980 en Austria–Hungría, su primer libro de poemas.
8. En el relato que Greco hace de su «descubrimiento» de los colores para pintar durante su infancia, también está presente el recuerdo de un ave, precisamente un faisán: «No volví a ver al faisán; supe que tía Ursulina se lo había llevado a su casa de campo […] En esa época ya no me interesaban los lápices de tinta que traía mi padre del Banco. Había descubierto algo mejor: los colores. Quizá, porque me recordaban un poco al faisán» (Greco 1992c, 177)
9. «Su propensión sobredecorativa (siempre se decora sobre), sus extremadamente amanerados estamentos de belleza sintonizan el ánimo de la decoración de interiores, las manualidades y artesanías» (Gumier Maier 1989a).
10. En relación con la obra de Pombo, Marcelo Pacheco ha señalado: «Sus cosas fueron negadas como existencias reales y asumidas como comentarios sobre el mal gusto y sus descendencias bastardas […] Los discursos intentaban aminorar gestos que no eran apropiados ni para el mundo del arte ni para el mundo masculino» (2006, 92).
11. Prejuicio del que no estaba exento el mote de arte light o incluso el de arte «rosa». Frente a las exigencias de sentido y compromiso reclamadas desde los presupuestos hetero-masculinos del «arte político», las nociones de light y rosa, implícitamente, se apoyaban sobre una serie de representaciones estereotipadas del homosexual y, a la vez, sobre los prejuicios homo-fóbicos en torno al sida, entonces conocido popularmente como «peste rosa».
12. Así como la referencia a algunos íconos populares, como Xuxa.
13. Unos años más tarde, Carlos Basualdo (1994) retomó esta filiación con el arte concreto al referirse a la obra de los artistas que integraron la exposición «Crimen & Ornamento» en el Centro Cultural Parque de España de Rosario, entre los que se encontraba Gumier Maier.
14. Feliciano Centurión nació en San Ignacio de las Misiones (Paraguay). En 1974, en medio de la dictadura de Stroessner, la familia optó por el exilio voluntario y se estableció en la ciudad argentina de Formosa. Radicado años más tarde en Buenos Aires para estudiar artes visuales en las escuelas de bellas artes, Centurión fue un activo conector entre la escena porteña y la de Asunción, donde además expuso regularmente. Organizó muestras de artistas en ambas ciudades y realizó charlas mediante las que apostó a movilizar el escenario asunceño.
15. Agradezco a la investigadora Lía Colombino el haber llamado mi atención sobre el término tekó porã en relación con la obra de Centurión. Tekó se traduce como «nuestra manera de vivir» y porã es al mismo tiempo «bello» y «bueno» (Escobar en Ramos 2012, 111).
16. Tejido popular de origen mestizo que se realiza en Paraguay. Ñandutí es una palabra guaraní que significa «tela de araña».
17. La heterosexualidad constituye un régimen político, tal como ha sostenido la activista y escritora lesbofeminista Monique Wittig, en su ensayo «The Straight Mind» de 1978: la hetero-sexualidad involucra «una interpretación totalizadora a la vez de la historia, de la realidad social, de la cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos» y una «tendencia a universalizar inmediatamente su producción de conceptos, a formular leyes generales que valen para todas las sociedades, todas las épocas, todos los individuos» (2006, 51-52).
18. En este sentido, Nelly Richard ha señalado que «la teoría queer está hoy archivando todo tipo de “rarezas” en materia de identidades sexuales sin ni siquiera preocuparse por cómo la lengua que, en nombre de lo queer, archiva lo estrafalario y lo discrepante, es una sola y quizás la menos “rara” de todas: la lengua consagrada de la reproducción universitaria norteamericana» (2007, 194).
19. La noción de sexopolítica, tal como la define Preciado, constituye «una de las formas dominantes de la acción biopolítica en el capitalismo contemporáneo. Con ella el sexo (los órganos llamados “sexuales”, las prácticas sexuales y también los códigos de la masculinidad y la feminidad, las identidades sexuales normales y desviadas) forma parte de los cálculos del poder, haciendo de los discursos sobre el sexo y de las tecnologías de normalización de las identidades sexuales un agente de control sobre la vida» (2002, 231).
20. En este sentido, Douglas Crimp ha señalado que lo queer permitiría «contrarrestar tanto la normalización de la sexualidad como la cosificación de la genealogía de la vanguardia por parte de la historia del arte» (2005, 174).
21. En su condición «minoritaria», los devenires escapan a los ordenamientos previstos en las solicitaciones de congruencia reclamadas a las identidades y potencian la activación micropolítica de nuevos procesos de subjetivación.