Poéticas del duelo: memorias que ocupan la ciudad
Todavía son muchos los que no quieren aceptar hoy que los sucesos que ocurrieron en el Perú deberían ser un punto de ruptura entre un país del pasado y otro nuevo por construir. Algunos aún sostienen que las causas de la violencia solo tienen que ver con la decisión de Sendero Luminoso (SL), un grupo que decidió levantarse en armas y que, efectivamente, atacó con extrema crueldad y sin compasión. Sin embargo, resulta claro que caracterizar tal problema obviando las condiciones que produjeron lo sucedido y las dimensiones históricas de los actores en juego es una ceguera ideoló-gica que urge combatir.
Afirmar, por ejemplo, que unos agredieron a la sociedad y que otros tuvieron que defenderla, es una interpretación cómoda que obstaculiza la autocrítica y la cons-trucción de algo nuevo a futuro. Lo que sucedió en el Perú fue extremadamente grave (setenta mil muertos, quince mil desaparecidos, seiscientos mil desplazados, cua-renta mil niños huérfanos) para considerarlo un hecho del que solo un lado fue res-ponsable, y obliga a construir una ética de la memoria en la que todos los ciudadanos deberíamos ser autocríticos sobre nuestro papel pasado y presente. Carlos Iván Degregori lo ha puesto en estas palabras:
Pero si bien nuevos estudios sociales y creaciones artísticas van arrojando más luces sobre el ciclo de violencia que vivimos, el enigma sobre lo que fue SL no está del todo develado. Su dirigencia nacional y su dirigente máximo fueron los responsables fundamentales del baño de sangre que sufrió el país. Pero, al mismo tiempo, SL fue un fenómeno profundamente peruano. Sus integrantes no fueron un conjunto de alucinados que cayó del cielo. Por ello sigue siendo indispensable adentrarnos en la historia y en la cultura de nuestro país para estar alertas ante nuestras debilidades históricas y actuales: nuestras desigualdades persistentes, las diferentes exclusiones, desprecios y rencores; la política entendida como confrontación y, ahora, como negocio; el abandono de la educación pública; las viejas y nuevas formas de violencia que nos siguen agobiando. (2011, 14)
En ese sentido, resulta urgente afirmar que la violencia fue un punto límite en la his-toria peruana; vale decir, un momento que reveló el fracaso de un Estado nacional basado en diferentes tipos de exclusiones sociales. En la historia del Perú es muy sintomático, por ejemplo, que el siglo XIX se haya cerrado con el famoso «Discurso del Politeama» de Manuel González Prada, y que el siglo siguiente (el XX) haya concluido con otro discurso del mismo calibre: el que leyó Salomón Lerner el día de la entrega del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Un análisis de los dos textos muestra importantes puntos de contacto: ambos dieron cuenta de la ausencia del Estado en los Andes peruanos; ambos criticaron a una clase política corrupta e ineficiente; y ambos subrayaron la permanente exclusión del grupo indígena del proyecto nacional.
De hecho, Judith Butler (2006) ha sostenido que una nación solo puede definirse cuando somos capaces de llorar la muerte de los otros, y cuando se activan un conjunto de políticas institucionales para que el horror no vuelva a suceder.
El duelo afirma la autora implica el reconocimiento de que siempre estamos impli-cados en vidas que no son las nuestras, pero que nos involucran plenamente porque somos parte de una comunidad. El duelo para Butler es un acto político mediante el cual el ciudadano reconoce que es mucho más que sí mismo.
Elaborar los problemas implica tener conciencia de ellos. Implica también el intento de contrarrestar la tendencia a negar, reprimir o repetir ciegamente, y nos capacita para adquirir una perspectiva que permita un control y una acción responsable, sobre todo, la que incluya un modo de repetición relacionado con la renovación de la vida en el presente. (LaCapra 2009, 71)
En este ensayo me interesa pensar cuál es la función política del duelo en un esce-nario, como el actual, caracterizado por una permanente satanización de todo el movimiento de derechos humanos y por la falta de conocimiento de muchos peruanos sobre el conflicto armado aún hoy. Denomino «poéticas del duelo» a aquellas inter-venciones en el espacio público que tienen como finalidad llamar la atención sobre los peligros de evadir o reprimir tales hechos. Se trata de eventos que surgen para dis-tanciarse de cualquier triunfalismo que eluda las deudas pendientes, y que insisten, una y otra vez, en la necesidad de continuar procesando lo peor del pasado.
Las poéticas del duelo sacan a la luz temas profundamente incómodos y se proponen interpelar a los ciudadanos de múltiples maneras. Uno de estos temas, por ejemplo, es el de las desapariciones forzadas que sigue siendo un hecho evadido y ocultado por las autoridades oficiales. Se calcula que fueron más de quince mil los desapareci-dos en el Perú y, por ejemplo, el Equipo Peruano de Antropología Forense (Epaf) sos-tiene que todavía existen alrededor de cuatro mil fosas comunes, llenas de cadáveres, sin investigar.
Aunque llama la atención la poca visibilidad que este tema tiene actualmente en la esfera pública nacional, en los últimos años se han venido activando un buen número de intervenciones destinadas a neutralizar un discurso oficial irresponsable y por momentos perverso. El objetivo de este ensayo es comentar tales interrupciones simbólicas.
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Karen Bernedo es una artista visual que en los últimos años ha insistido en que la actual sociedad peruana sigue sin reconocer que como sociedad ha surgido de la violencia política. Junto con otros artistas, Bernedo es parte del Museo Itinerante por la Memoria, un proyecto que desempeña un papel sustancial en promover desde el espacio público una discusión sobre los efectos de la violencia política en el Perú.
Su intervención Tránsito a la memoria consistió, nada menos, que en imprimir las fotos de algunos de los desaparecidos en el reverso de los boletos de una empresa de transporte que circula por la capital. Si por un lado el boleto mantenía su dia-gramación habitual (el nombre y el logo de la empresa, el número, el tipo de pasaje, etc.), por el otro, desconcertaba al pasajero, pues en su lado opuesto aparecía la palabra «desaparecido» y una foto con algunos datos sobre la circunstancia de la desaparición.
Karen Bernedo, Tránsito a la memoria, 2004. Boletos de transporte público (anverso y reverso). Fotos: cortesía de la artista. Karen Bernedo, Tránsito a la memoria, 2004.
Nada más claro que esta intervención para explicar por qué el arte ha venido defi-niéndose como una interrupción destinada a alterar el sentido de lo cotidiano. Como sabemos, fueron los formalistas rusos quienes subrayaron que la función del arte con-sistía en desfamiliarizar la realidad ordinaria para neutralizar los hábitos culturales. El arte sostenían ellos deforma la realidad para decir algo mucho más potente sobre ella misma. Reconstruyamos la escena: un pasajero se sube a un microbús, com-pra su boleto y, de pronto, se encuentra con que ese boleto está «deformado», y como tal lo enfrenta al tema de la violencia política. Aunque ese pasajero ya tenga una posición definida sobre el asunto, lo cierto es que el objeto lo impacta por la foto y por los datos de acontecimientos que se registran en él someramente.
Es decir, una constatación de lo irremediablemente perdido interrumpe la inercia cotidiana, pues el pasajero se encuentra de repente interpelado por algo que viene de un lugar desconocido, pero que logra imponerse con muchísima fuerza. Interrumpir, en este caso, significa encontrarse ante un objeto doméstico (un simple boleto de autobús), pero que tiene la fuerza para recolocar al ciudadano en medio de la histo-ria reciente del país. En efecto, esos boletos traen la historia al presente y activan algunas preguntas en el pasajero: ¿por qué lo mataron?, ¿quiénes lo hicieron?, ¿hay más muertos? Pero surgen otras preguntas también: ¿por qué han puesto esto en mi boleto?, ¿quiénes lo han hecho?
Impresión de boletos de transporte público para la acción en las calles de Lima (reverso). Foto: cortesía de la artista.
Karen Bernedo, Tránsito a la memoria, 2004. Intervención con boletos
En realidad, la pregunta por el número de desaparecidos durante la violencia política sigue siendo difícil de responder y fue parte de la investigación de este proyecto. Karen Bernedo trabajó meticulosamente en los archivos de la Defensoría del Pueblo y ahí pudo elaborar una primera lista, pero sin fotografías y sin mayores datos sobre cada episodio. Sin embargo, fue a partir de su contacto con una organización de desaparecidos el Comité de Familiares de Detenidos, Desaparecidos y Secuestrados del Perú (Cofader) , y especialmente con su presidenta, Julia Castillo, que este trabajo fue volviéndose más consistente. Gracias a ellos Karen pudo escuchar histo-rias diversas, entrevistar a familiares de desaparecidos y recuperar algunas fotos para confrontarlas con los documentos que tenía.
Luego de varios meses de trabajo consiguió hacer una lista de alrededor de doscientas personas. Entonces se dirigió a la empresa Translima, cuyas unidades usaba frecuen-temente para trasladarse a la universidad. Poco antes, había observado que el revés de los boletos se ofrecía como espacio publicitario. Preguntó, entonces, por las condiciones del contrato, consiguió financiación gracias a un concurso del Centro Cultural de la Universidad Mayor de San Marcos (en ese entonces dirigido por Gustavo Buntinx), y comenzó a trabajar directamente con una imprenta. Finalmente, durante los meses de octubre y noviembre del 2004, dos millones de boletos circularon por algunas de las principales rutas de la capital, especialmente por aquella que recorre la avenida Universitaria.
De hecho, los microbuses de Lima son, en realidad, lugares muy apropiados para recor-dar a un desaparecido, pues el transporte público puede concebirse (más allá de su caos actual) como una amplísima red de interconexiones, vale decir, como un lugar en el que todos los días nos encontramos con personas que no conocemos, pero que son iguales a nosotros porque usan los mismos servicios. En efecto, recordar a los desaparecidos en el transporte público implica volver a insistir en el lazo social, en el vínculo común, en aquella relación invisible que une a los ciudadanos unos con otros dentro de una nación.
La empresa Translima pronto le comunicó a Karen que la policía se había acercado a preguntar quién había impreso esos boletos, aunque felizmente no hubo nada que lamentar. Por el contrario, como los boletos llevaban grabada una dirección electró-nica, Karen comenzó a recibir muchos mensajes donde le contaban diversas historias. Y, por si fuera poco, algunos medios de comunicación cubrieron la iniciativa y comen-zaron a publicarse reportajes.
Aquí conviene detenerse en una anécdota adicional: un famoso programa cultural de la televisión peruana se comunicó con Karen, pues se había enterado de que «en las combis estaban ocurriendo performances artísticas». Cuando la ubicaron con cámaras en mano y dispuestos a grabar todo lo que sucedía , Karen les explicó que la intervención no era espectacular, que no había nada extraño en ella y que lo único que estaba ocurriendo era que los pasajeros recibían su boleto habitual por su pasaje, aunque este llevaba impreso en el reverso la foto de un desaparecido. «¿Qué? le dijeron los responsables del programa . ¿Eso es todo lo que has hecho?». «Entonces, si de eso se trata, no has hecho nada y no tenemos nada que filmar aquí».
La anécdota es importante porque nos permite entender buena parte del sentido de esta intervención. De hecho, su pertinencia política (y estética) no consistió en producir una acción espectacular, sino en intentar modificar las reglas del juego. Es decir, lejos de proponer algún tipo de visualidad sorprendente, el objetivo fue intervenir en la propia experiencia del pasajero, interrumpiendo su cotidianidad y generando un contacto con la materialidad misma de la memoria. Hubo, por cierto, dis-cusiones sobre si se trataba o no de una intervención artística, pero Karen optó por desentenderse del asunto. Ella misma me lo confesó en una entrevista:
Nunca me importó si esto era o no era arte. En ese entonces me desentendí de esa denominación. Preguntarme sobre tal condición era profundamente absurdo desde el punto de vista de los receptores y, en realidad, ese era el punto de vista que a mí me interesaba. De hecho, cuando un pasajero recibía el boleto y se veía confrontado con la foto de un desaparecido y comenzaba a reaccionar ante tal hecho, lo último que se le hubiera ocurrido pensar es que se encontraba en medio de una intervención artística. En ese momento, el tema del arte estaba por otro lado.
¿Qué fue entonces lo que hizo Karen Bernedo? ¿Dónde está su acción propiamente dicha? ¿En los boletos? ¿En las respuestas de quienes los vieron? ¿En los reportajes que salieron en la televisión? ¿En esos correos que la gente le envió por internet? Su intervención, en efecto, no es casi nada en sí misma, sino más bien una interrupción y, como tal, algo que abre a una nueva realidad y que plantea una pregunta.
Para Rancière (2009), el arte hace visible algo que antes no lo era tanto. En un sentido fuerte, la estética implica siempre disentir de las representaciones oficiales y gene-rar formas distintas para reconfigurar lo sensible. El arte no impone ningún contenido: es, sobre todo, un dispositivo que tiene la potencia para replantear nuestra noción de la realidad y de la historia. En ese sentido, la fuerza de Tránsito a la memoria radi-caba aquí en que la relación con un simple objeto podía generar tanto una experiencia densa y nueva en significados como convertirse en un notable agente de subjetivación política. De hecho, una sorprendente revelación surgía en aquellas combis que transitan por el terrible caos limeño: la ausencia de la verdad sobre lo sucedido.
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Rosario Beltrán estudió diseño gráfico y luego grabado en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Akito, como la llaman sus familiares y amigos, creció en el seno de una familia de militares. Su padre fue un destacado coronel del Ejército peruano espada de honor de su promoción , pero en el primer gobierno de Fujimori su carrera fue truncada. Su abuelo materno también fue militar y lo son asimismo algunos de sus tíos.
Desde pequeña, Rosario notó que algo muy grave estaba pasando en el país. Más allá de experimentar, como todos, los apagones y los coches bomba en Lima, a los niños como ella les decían que no salieran de la Villa Militar y que nunca le dijeran a nadie que sus padres eran militares. En ese lugar, el ambiente era por momentos muy tenso y lleno de sospechas. De hecho, su experiencia de la violencia se formó observando cómo a muchos de los padres de sus amigas los enviaban a las zonas de emergencia y algunos no regresaban. Pero Akito también notaba otras cosas: un conocido suyo colaboró en la formación del grupo Colina y hoy cumple una sentencia de quince años de prisión.
El haber vivido en varias provincias, acompañando a su padre, desarrolló en ella una profunda conexión con el país. Aunque desde adolescente había participado en varios programas de trabajo social, ella afirma que la entrega del informe de la CVR le causó un profundo impacto emocional. «Lo que más me impresionó fueron las cifras: era demasiada gente me dijo , las cifras eran impresionantes». Una y otra vez, Akito leyó y se sintió profundamente afectada por un número particular: aquel que indica que desaparecieron alrededor de quince mil personas. «Yo siempre tuve miedo de que desapareciera alguien de mi familia; de solo pensarlo me daba mucha angustia», me contó con fuerza.
En ese entonces otro tipo de temas acaparaban la discusión política. Akito notó que la problemática de los desaparecidos pasaba totalmente desapercibida. Advirtió que dicha cifra no tenía en la población el mismo impacto emocional que había causado en ella: quince mil comenzó a parecerle una cifra vacía, casi como cualquier otro número.
Entonces se puso a pensar que los números eran algo que no podía visualizarse por sí mismo; algo así como un concepto imposible de imaginar. ¿Cómo afrontar dicho problema desde un punto de vista estético y cómo construir una intervención que subrayara la potencia del número y de los datos? Su proyecto intentaría, entonces, convertir ese número en algo material y tangible, en una presencia capaz de interpe-lar a los ciudadanos.
El manto está compuesto por más de quince mil piezas de tocuyo crudo de 20 x 12 cm, que llevan serigrafiada en rojo la palabra «Desaparecido» y que se van uniendo, unas con otras, hasta formar una gran instalación que debe colocarse en un amplio espacio público. Solo ciento diez de estas piezas llevan estampada la foto de la per-sona desaparecida. Todas, sin embargo, están numeradas: 70.000/15.000, para hacer referencia tanto al número de fallecidos como al de personas desaparecidas. Hace poco, por ejemplo, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, alguien encontró en este manto el nombre de su hijo.
De hecho, encontrar los nombres de los quince mil desaparecidos no fue una tarea fácil. Como dije, Akito se dirigió a la Defensoría de Pueblo y ahí le proporcionaron una copia digital del informe final de la CVR. Pero cuando fue a buscar el listado que le interesaba, se dio cuenta de que la Comisión solo había elaborado un registro general de víctimas, sin distinguir su condición. Entonces ella misma se puso a separar muer-tos de desaparecidos y poco a poco fue construyendo lo que necesitaba. Cuando concluyó la lista, el paso siguiente consistía en escribir los quince mil nombres en las piezas de tocuyo, y a Akito no se le ocurrió mejor manera de hacerlo que involucrar a toda su familia en el proyecto. Su madre, sus tías y algunas de sus primas comenzaron a ir a su casa por las tardes a cumplir esta tarea. Akito recuerda una importante anécdota de aquel momento: un día, cuando la sala de la casa estaba completamente llena con los nombres de los desaparecidos, su padre militar llegó y observó el esce-nario. «Fueron muchos», les dijo.
Hasta el día de hoy, el manto ha itinerado por muy diversos lugares públicos. Ha sido instalado frente al Palacio de Justicia, en la plaza central de Huamanga (el Parque Sucre), en la avenida principal de la Universidad Católica, en la Facultad de Ciencias Sociales en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en la Plaza San Martín y en el Museo Metropolitano de Lima. El objetivo ha sido siempre el mismo: interrumpir el espacio público e intentar reconfigurarlo como un lugar de memoria sobre lo ocu-rrido. En efecto, la magnitud de la obra muestra la cantidad de desaparecidos tra-yéndolos al presente. El manto, sin embargo, se presenta como un objeto que quiere singularizar a cada uno de ellos, ofreciéndoles un espacio que los represente, unapequeña tumba particular. En ese sentido, el manto parecería sostener que:
el duelo es una práctica ritual que exige la especificación de las víctimas a las que se dedica. Sin esa especificación, la posibilidad es que el duelo se detenga y quedemos encerrados en la melancolía, la compulsión a la repetición y el pasaje al acto del pasado. (LaCapra 2009, 87)
Pero, más allá de singularizar a estas personas, esta intervención tuvo sobre todo como objetivo representar la magnitud del olvido y criticar un discurso oficial que ya optó por desentenderse de lo sucedido. De esta manera, podríamos decir que el manto aspira a constituirse en un objeto que simbolice la larga marca del olvido y el infinito trazo de la memoria.
En mi opinión, son entonces tres las dinámicas que este manto pone en escena. En primer lugar, apropiarse del espacio público como un mecanismo crítico ante una esfera pública desentendida de lo sucedido; luego, singularizar a cada una de las víctimas en un intento por resguardar la memoria de cada uno de los que hoy están ausentes; y, por último, juntar nada menos que quince mil piezas de tela para mostrar las dimensiones del conflicto armado, pero también para representar una cultura del olvido que se encuentra instalada en el centro de la cotidianidad contemporánea.
Desde un punto de vista etnográfico, el impacto del manto merece destacarse. Las veces que lo he visto instalado he notado distintas actitudes al respecto: los que menos, se detienen solo un instante para mirarlo; los que más, lo observan con cuidado mientras intentan rodearlo sin pisarlo. Muchos, en efecto, no quieren pasar por encima, ya sea porque consideran que es una «obra de arte» (y ya sabemos que el arte, en su concepción moderna, obliga a mantener una distancia, a respetar su carácter aurático, a «no tocar») o, simplemente, porque cada uno de estos retazos son entendidos como una pequeña «tumba» que no puede ya volver a profanarse.
En todo caso, son pocos los que protestan. La mayoría se desconcierta y, de pronto, se descubren reflexionando sobre la muerte ajena pero también propia. Yo he sido testigo de cómo algunos transeúntes le han preguntado a Akito si es posible pisar el manto, y cómo ella ha respondido que sí, «que no hay problema, que pueden pisarlo porque efectivamente esa ha sido y es la actitud oficial ante los desaparecidos». Sin embargo, lo cierto es que pisar el manto también implica involucrarse en él, entrar en contacto con el pasado y con todo lo sucedido. Entonces muchas personas lo pisan, ingresan a él sin miedo y se dedican a leer los nombres de los desaparecidos y a buscar los retazos que tienen fotografías.
Concluyo aquí: el manto está unido por un gran número de imperdibles y ese objeto, ahora representado por esa palabra, aparece como una gran alegoría de toda esta intervención. Como sabemos, «imperdibles» son esos alfileres destinados a unir peda-zos de tela. Un imperdible junta, pero hay que tener cuidado con él porque, debido a su punta, también puede hacer daño. Los desaparecidos son exactamente eso para sus familiares: personas imperdibles que han quedado ancladas para siempre en la memoria; personas perdidas que ya no pueden perderse nunca más.
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Impulsada por el colectivo Desvela, una tercera intervención consiguió involucrar a muchos de los familiares de los desaparecidos a fin de construir una propuesta par-ticipativa donde importa el objeto la chalina pero, sobre todo, la dinámica que su producción genera en la esfera pública. Por distintas razones que comentaré a con-tinuación (una vergonzosa censura, entre ellas) La chalina de la esperanza ha sido una importante intervención simbólica que también se propuso situar el tema de los desa-parecidos en la agenda política.
El proyecto comenzó cuando la fotógrafa Marina García Burgos asistió, en la ciudad de Huanta, a la presentación de las prendas encontradas luego de la exhumación de la fosa donde yacían los muertos de una atroz matanza comunal. La comunidad de Putis fue, en efecto, cruelmente asesinada por el ejército peruano en 1984, mientras huía de Sendero Luminoso. Los testimonios aseguran que capitanes y soldados engañaron a los pobladores asegurándoles que les iban a dar protección. Convenciéndolos de la necesidad de construir una piscigranja que les pudiera servir para su sustento, los animaron a cavar una gran fosa. Una vez concluida, los fusilaron a todos ahí mismo, incluidos niños y ancianos.
Izquierda: Tejetón en Accomarca, Ayacucho. Acción con la comunidad, La chalina de la esperanza, 2010. Foto: cortesía del colectivo Desvela.
Veintiséis años después, en 2010, la fosa fue abierta por el Equipo Peruano de Antropología Forense (Epaf) como parte de las investigaciones que se siguen haciendo sobre el periodo de la violencia. Algunos huesos fueron apareciendo, pero principal-mente impactó mucho encontrar las ropas intactas a pesar del tiempo. Entonces, a los encargados de la exhumación no se les ocurrió mejor idea que exponerlas en un gran salón para que con ellas la gente pudiera reconocer a sus familiares. Presenciar dicho escenario fue impactante para Marina, y así comenzó a pensar que el tejido no solo era la huella del ser querido, sino también un producto muy viejo en el que los griegos ya se habían detenido: ¿Era el tejido el símbolo de un reencuentro o, al menos, de alguna explicación?
Por su formación profesional, Marina siempre se había preguntado por la función de la cultura visual en el contexto posterior al conflicto. ¿Cómo simbolizar esas violacio-nes de los derechos humanos cuyas imágenes suelen escapar a las formas clásicas de representación? ¿Cómo construir un objeto que combine su potencia simbólica con la creación de nuevas formas de sociabilidad entre las poblaciones involucradas? ¿Cómo intervenir visualmente para influir en la esfera pública del país?
El tejido, y su cristalización en una chalina, fue el símbolo que Marina seleccionó para activar una intervención que retomara la lucha que los familiares de los desaparecidos libraban para saber qué ocurrió con ellos y para exigir justicia y reparaciones. En ese momento le comentó el proyecto a la periodista Paola Ugaz, a quien había conocido en Huanta el mismo día de la exposición de las prendas, y a Morgana Vargas Llosa, con quien trabajaba en una investigación sobre el destacado fotógrafo Óscar Medrano. Las tres tenían iniciativas propias sobre el problema de los derechos humanos en el Perú, pero con la chalina decidieron sumar esfuerzos y comenzar a trabajar juntas en un proyecto que las entusiasmó desde el principio.
Como en los dos casos comentados anteriormente, aquí también nos encontramos ante una intervención situada más allá de los paradigmas tradicionales que han venido definiendo la producción del objeto artístico. Nuevamente, lo que importa no es solo el objeto, sino la dinámica social que intenta activarse a partir de la construcción de un autor colectivo, de la multiplicación expansiva del objeto en el cuerpo social y, sobre todo, de su posicionamiento público como un dispositivo de interpelación política y de subjetivación ciudadana.
Desarrollaré estos puntos articulándolos entre sí. Comencemos diciendo que el pro-ceso de construcción de la chalina fue paulatino y comenzó en la oficina del Epaf, en Ayacucho, con algunos familiares que se llevaron lana para tejer en sus casas. Este proceso duró algunas semanas, pero luego las organizadoras decidieron cambiar de estrategia e invitar a la gente a tejer en la propia oficina. Aquello resultó más interesante y comenzó a congregar a una mayor cantidad de participantes: «Yo ya tejí mi pedazo, pero mi vecina y mis cuñadas también tienen desaparecidos y también quieren venir a tejer» fue, por ejemplo, el testimonio que le brindó una mujer a Marina. El rumor mecanismo básico de las culturas subalternas comenzó a desempeñar un papel muy activo en la difusión del proyecto.
No se trataba, sin embargo, de reuniones dramáticas y angustiantes. Por el contrario, el ambiente destinado a tejer era un espacio agradable y conmovedor donde mucha gente comenzaba a conocerse y donde asistían personas que nunca quisieron denunciar lo que les había sucedido, pero que ahí, tejiendo, se sentían más cómodas y acogidas. De hecho, cargada de resonancias diversas, esta chalina resignificaba un viejo len-guaje andino, una práctica tradicional muy conocida por la gente. La construcción de un objeto con esas características, tan visual y tan vivo, comenzó a motivar a todos los asistentes.
Las reuniones para tejer (rápidamente denominadas «tejetones») fueron multipli-cándose en Ayacucho (se tejió en los barrios de Carmen Alto, San Juan Bautista, en Huanta, en Cayara) hasta llegar a Lima, donde luego de una marcha de familiares de desaparecidos, un grupo de mujeres se puso a tejer nada menos que frente al Palacio de Justicia. Tal hecho llamó mucho la atención de la prensa, de los transeúntes y de la policía, porque se trataba de una manera realmente inédita de protestar.
El proyecto de la chalina fue expandiéndose cada vez más. Mucha gente que no estaba directamente vinculada con la problemática de los desaparecidos quiso también participar en él, y entonces una «chalina solidaria» comenzó a emerger de la ciudadanía. Si en un inicio la Cooperación Española y la Cruz Roja habían apoyado el proyecto (con fondos para comprar lana y palos de tejer), fue con el respaldo de Amnistía Internacional que adquirió una dimensión mayor. En efecto, poco tiempo después de este apoyo (que no consistió en fondos sino en contactos internaciona-les), el colectivo Desvela comenzó a recibir paños de chalina enviados desde distintas partes del mundo. «Perdimos el control: comenzamos a recibir chalinas de todos lados y mucha gente comenzó a enviarnos, además, fotografías de las reuniones que se organizaban para tejer en distintos puntos del país», me contó Marina.
Difundiéndose cada vez más, la intervención comenzaba a lograr su objetivo. Me refiero a que diferentes sectores de la población comenzaron a hacerla suya y fueron apropiándose fuertemente de ella. Así, el proyecto de estas tres activistas (de Marina, Paola y Morgana) dejó de ser, efectivamente, el proyecto de ellas tres. Ya con más de un kilómetro de extensión, actualmente la chalina ha sido tejida por más de un millar de peruanos pero también ha recibido aportes de personas en Austria, Bélgica, España, Holanda, Reino Unido, Turquía y Japón.
Sin embargo, este éxito tuvo como punto de quiebre la censura a la que fue some-tido en noviembre del 2010. Los hechos fueron los siguientes: las organizadoras consiguieron que la chalina se hiciera pública en un lugar estratégico, en San Isidro, uno de los distritos limeños de clase alta donde residen muchos de los principales representantes de los poderes político, económico y simbólico. La elección resul-taba conveniente, aunque el fantasma de la censura estuvo siempre presente.
En realidad, San Isidro era un lugar políticamente clave, pues se trataba justamente de influir en un espacio de poder.
La inauguración fue un éxito: asistieron muchos de los familiares de las víctimas que viajaron especialmente a Lima para el evento. Personalidades del mundo cultu-ral también estuvieron ahí y dieron declaraciones muy favorables. El propio alcalde de San Isidro participó en una ceremonia que todos calificaron de entrañable y conmovedora. La exposición de la chalina generó una verdadera «zona de contacto» donde los sectores más altos del país compartieron un mismo espacio con las madres de los desaparecidos, muchas de ellas de origen rural. Cuando al final de la noche un periodista le preguntó a Paola Ugaz qué sentía por el éxito de la inaugu-ración, ella, contentísima, manifestó: «Yo siento que mañana va a ser un mejor día para el país».
Al día siguiente, sin embargo, ocurrió exactamente lo contrario. La exposición fue censurada y Antonio Meier, el alcalde de San Isidro, se encargó de demostrar efec-tivamente en qué tipo de país vivimos los peruanos y qué tipo de políticos hemos tenido siempre. De manera imprevista, ordenó que tanto la proyección de diapositivas sobre el periodo de violencia, como un audio de testimonios especialmente preparado para la muestra, fueran retirados de la sala. La encargada de cultura reaccionó como suelen hacerlo los funcionarios más tradicionales en el Perú: optando por defender aquello que es indefendible.
Colectivo Desvela, La chalina de la esperanza, 2008. Detalles de las chalinas expuestas en la Galería Pancho Fierro, Municipalidad de Lima Metropolitana. Foto: cortesía del colectivo.
Habría que subrayar que el mencionado alcalde pertenecía al partido más conserva-dor del país: un partido minúsculo, pero vinculado al Opus Dei y con gran influencia en el gobierno de Alan García, a través del entonces ministro de Defensa, Rafael Rey (quien, por otro lado, había intentado sacar un decreto para promover la impunidad de los sectores militares) y, del cardenal de Lima, Juan Luis Cipriani, conocido por su sistemático desprecio por las organizaciones de derechos humanos y por negarse a cualquier iniciativa de justicia para las víctimas de la violencia política.
Ya en medio de un escándalo que había llegado a la prensa internacional, la opinión pública presionó para saber las razones de la censura, y entonces el argumento ofi-cial fue realmente increíble: «Porque no es una muestra apta para los niños», dijeron los funcionarios. A diferencia de otros países, donde la educación pública alienta el debate sobre el horror del pasado desde la enseñanza primaria, en el Perú, la clase política y los sectores altos siempre han optado por evadir la reflexión sobre este periodo, por interpretarlo según sus intereses o por dejarlo en el olvido.
Colectivo Desvela, La chalina de la esperanza, 2008. Instalación en el frontis de la Municipalidad de Lima Metropolitana. Foto: cortesía del colectivo.
En todo caso, el desmontaje de la muestra fue tristísimo y muy duro para todos los asistentes: si el día anterior en esa galería había reinado un espíritu de solidaridad entre las distintas clases sociales, en la mañana hubo silencio pero, sobre todo, un gran desconcierto entre los familiares de los desaparecidos que, una vez más, constataban cómo la sociedad y el Estado les daban la espalda y cómo sus reclamos no importaban en lo absoluto. De hecho, ni el presidente Alan García siempre tan proclive a comentarlo todo , ni autoridad política alguna se manifestaron contra la censura. Todo quedó reducido a la cobertura de ciertos medios de comunicación, hasta que un nuevo actor entró en juego: Susana Villarán. Recién electa como nueva alcaldesa de la ciudad, Villarán ofreció reparar el hecho y propuso nada menos que el Palacio Municipal para albergar nuevamente la chalina y toda la muestra en general.
Y así fue efectivamente: la nueva gestión municipal asumió funciones el 3 de enero del 2011 y el 18 del mismo mes, en el marco de las celebraciones por el aniversario de Lima y el centenario de José María Arguedas, la chalina fue colgada nada menos que en el frontis del Palacio Municipal como un gesto reparador y de fuerte contenido político. La chalina ocupó entonces, casi por un mes, el lugar más emblemático de la ciudad. Frente al Palacio de Gobierno y a la catedral de Lima apareció este objeto que colocaba el tema de los desaparecidos como una deuda pendiente. Nuevamente, a la ceremonia de inauguración asistieron muchos familiares de las víctimas y un conjunto de personalidades, como el escritor Mario Vargas Llosa, el padre Gustavo Gutiérrez y la actriz Magaly Solier, quien cantó en quechua en homenaje a su abuela, también desaparecida en el poblado de Luricocha, muy cerca de Huanta.
En suma, La chalina de la esperanza se constituyó en un poderoso símbolo contra el desinterés que la clase política peruana muestra frente a los familiares de los desaparecidos. Se trató de una intervención que quiso movilizar a la ciudadanía, que apostó por un tema invisibilizado y que intentó producir la memoria haciendo ver lo que hoy sigue oculto. En el Perú es importante afirmarlo siempre los desapareci-dos de la violencia siguen sin sentirse como propios y la pregunta por ellos continúa siendo exclusiva de sus familiares. A diferencia de lo que sucede en otros países, en el Perú estos muertos nunca son considerados parte de la comunidad nacional.
De hecho, la presencia pública de la chalina dio cuenta de los pocos lugares de enun-ciación que tienen los familiares de las víctimas en el espacio político actual y de que, en cierto sentido, la violencia peruana ha sido un «acontecimiento sin testigos» (Agamben 2000). En todo caso, una ética de la enunciación (Peris Blanes 2005, 20) se puso en juego, pues la chalina se convirtió en el espacio donde aquellos testi-gos sistemáticamente silenciados podían mostrar su voz: ella fue un dispositivo para neutralizar la imposibilidad del decir de muchos familiares. Como las otras dos inter-venciones, la chalina intentó constituirse en un testigo de lo ocurrido y en un lugar para nombrar una verdad incómoda y constantemente negada.
En suma, las tres intervenciones que he comentado dan cuenta de los intentos de construir nuevas formas de visibilidad política y nuevos agenciamientos ciudadanos en un escenario, como el peruano, que impide que el testigo pueda hablar y que nunca está dispuesto a reformular el proyecto de nación que hemos heredado. Estas tres intervenciones confrontan al Perú con la verdad de su propio trauma y con la obsce-nidad de su negación oficial. Las tres asumen como imperativo reconfigurar la identi-dad de ciertos testigos y, más aún, convertirnos a todos los ciudadanos en testigos mismos de lo sucedido.
Estas tres intervenciones son importantes porque, más allá de su reclamo histórico, de su posicionamiento como archivo de la memoria visual y de su conquista de espa-cios de poder (las combis, las calles, la plaza pública), consiguieron articular a tres mujeres limeñas con las organizaciones de víctimas, con muchos activistas de dere-chos humanos, con diversos intelectuales locales y con redes de todo tipo. En ese sentido, tanto en los boletos como en el manto y en la chalina, es posible observar un punto de encuentro entre lo letrado y lo popular, entre las provincias y Lima, y entre Lima y las redes internacionales. El cruce entre el activismo social, la performance política y los artefactos culturales una vez más muestra la fertilidad simbólica, su operatividad política y la permanente voluntad de una terca resistencia ciudadana.
Referencias
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Rancière, Jacques. 2009. Et tant pis pour les gens fatigués. Paris: Amsterdam.