PERFORMANCE. INESTABILIDADES Y FRONTERAS DE LA ACCIÓN Y DEL CUERPO
Tzitzi Barrantes, Mi media naranja, 2013. Festival Acciones al Margen, Bucaramanga.
Foto: Milton Afanador.
l Selfie, performance y otros anglicismos exitosos
El origen, aun siendo una categoría plenamente histórica, no tiene nada
que ver con la génesis. Por origen no se entiende el llegar a ser de lo
que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser, del pasar.
El origen se localiza en el flujo del devenir como un remolino que engulle
el material relativo a la génesis.
Walter Benjamin
La relación que establezco aquí con la selfie es simplemente estratégica: quiero comenzar mi reflexión a partir de la noción del origen: ante la rápida diseminación global de esta modalidad de autorretrato, hemos visto en los últimos años una avalancha de posibles candidatos a pioneros de esa tipología fotográfica. Curiosamente, cada vez se ha ido retrocediendo más y más buscando ese supuesto «origen»: 1920, 1900… hasta llegar a 1839, a un autorretrato ante el espejo realizado por Robert Cornelius, un pionero de la fotografía en los Estados Unidos.1 Casualmente, 1839 es el año de otro «origen» fotográfico: es la fecha de la famosa presentación pública que François Arago hizo ante el congreso francés del invento de Daguerre, uno de los forjadores emblemáticos de la fotografía. La respuesta a la pregunta de cuándo nació la selfie es entonces tautológica: «existe desde el origen de la fotografía». Como consecuencia, tenemos la absoluta indiferenciación entre una y otra, fotografía y selfie acaban siendo una sola cosa: desde que se hace fotografía, las personas se fotografían a sí mismas.
Igual sucede con la performance: una vez que se comienza a remontar la cadena del «origen» se pasa de las neovanguardias neoyorkinas al dadá y a las vanguardias históricas, y de allí al carnaval, a las fiestas barrocas y renacentistas narradas por historiadores como Burckhardt, y de ellos a los anacoretas de comienzos de la era cristiana, a los filósofos de la escuela cínica (especialmente a Diógenes de Sinope), a los derviches persas, a los faquires… y entonces acaba siendo que una drag queen y un chamán, un malabarista y un faquir, una estrella de porno y un culebrero ambulante, un conferencista y un sacerdote, un ídolo de rock y un alpinista, hacen todos la misma cosa: «performan» (evito alusiones a prelados musulmanes para no meter en problemas a esta revista).
La idea puede ser interesante: el Dalai Lama meditando y la Cicciolina practicando la felación a cinco hombres, hacen en último término la misma cosa: cada uno hace su performance. Pero lo que es interesante no necesariamente es operativo entérminos teóricos y críticos. De alguna manera debe haber diferencias entre una y otra acción. Y, de algún modo, debe ser diferente lo que se hace en los estudios de producción de las industrias de cine para adultos de lo que se hace en los templos budistas… o en los festivales de performance.
Es por eso que invoco el espíritu burlón de Benjamin, para pensar los remolinos que nos ayudarían a vislumbrar el «origen» de la performance, esto es, las fuerzas y tensiones que le dieron vida; pero, sobre todo, los remolinos y fuerzas que la mantienen viva, que la volvieron una práctica no solo común sino también de moda. Sin embargo, la importancia central de pensar ese origen como precipitado de tensiones que lo nutren, radica en que tal vez no sea exagerado decir que ellas pueden confundirse fácilmente con los remolinos que amenazan con banalizarla y debilitar su carácter disruptivo y crítico; es decir, con socavar su efectividad estética, política y simbólica.
ll. Una extraña institución llamada arte
Un crucifijo románico no era percibido por sus contemporáneos
como obra de arte, ni una Madonna de Cimabue era percibida
como una pintura. Hasta la propia Palas Atenea de Fidias era no fue,
principalmente, una estatua.
André Malraux, 1951
Dudé entre varios calificativos para la palabra arte en el título de este segundo apartado (¿ficción, ilusión, fe?). Pero fue el carácter institucional de la literatura que Derrida trata en varios de sus textos —y de forma específica en la entrevista que acabó siendo publicada como libro en Esa extraña institución llamada literatura (2009)— el que me pareció más operativo. Y más provocador también, aquí, toda vez que justamente uno de los pilares que ha sustentado la fuerza de la performance, su goodwill como forma prestigiosa de expresión, es su carácter aparentemente transgresor per se, antiinstitucional.
Continuando con la pregunta abierta en el apartado anterior, querría constatar una primera verdad de Perogrullo: lo que hacen los artistas en un festival de per-formance es diferente de lo que hacen los pugilistas en el cuadrilátero o los trapecistas en la arena del circo, porque el festival de performance se mueve, de manera compleja, en el contexto de esa ilusión, fe e institución llamada arte, y los otros se mueven en otras divisiones simbólicas, económicas y culturales: entretenimiento, deportes, show business, etc.
No asumo que esas clasificaciones pertenezcan, inherentemente, a la naturaleza de cualquier práctica, ya sea aquella a la que llamamos performance, o aquellas a las que denominamos deportes. Ninguna de ellas está rígidamente inscrita en un universo específico. Muchas prácticas del deporte fueron (o son) consideradas religiosas o rituales, las artes marciales, por ejemplo. Las fronteras son siempre porosas y son permeadas todo el tiempo. La sexualidad estuvo (y está, para muchos) ligada al dominio de la religión, la moral, o a las nociones de pecado, procreación, etc. Para que fuera posible el nacimiento de la industria del cine para adultos, por ejemplo, fue absolutamente necesario que se dieran, al menos al interior de eso que llamamos Occidente, varios deslizamientos y terremotos culturales, como la revolución sexual, o la teoría psicoanalítica, entre otros. El simple hecho de poder hablar aquí de «cine para adultos» y no de «concupiscencia carnal» ya es producto de esos deslizamientos.
Pero volvamos a la literatura: que el premio Nobel de esa disciplina le fuera concedido tanto a un filósofo como Henri Bergson (1927), como a un estadista-orador (e histo-riador) como Winston Churchill (1953), muestra el carácter completamente transversal del problema «literatura». La palabra no es propiedad de la literatura. Con palabras hacemos listas de compras, discursos políticos, códigos jurídicos, cartas de amor, novelas, poemas o sermones. El Nobel de Bergson no solo prueba que él fue un gran estilista sino también que existen unas relaciones complejas entre pensamiento y palabra, entre texto y tradición filosófica. El estudio de esas relaciones atraviesa la filosofía y el pensamiento occidentales desde los sofistas hasta Derrida, pasando, entre muchos otros, por Wittgenstein, Piaget o Vygotsky.
Si tal dificultad de definir los límites del campo «literatura» se plantea para una disciplina cuya práctica se designa por un único verbo, «escribir» (literatura para nosotros quiere decir escribir: la oralidad se excluye de plano), ¿qué diremos de la complejidad de lidiar con una forma de expresión que, como la performance, tiene por objeto no un verbo específico (pintar, esculpir, tocar un instrumento, interpretar…) sino que se atribuye el derecho de exigir la acción misma como campo de trabajo, es decir, la potencialidad de todos los verbos: cantar y defecar, masturbarse y cocinar, comer y trotar, reír, zurcir y organizar…?
Porque ese es uno de los pilares que le dan vitalidad a la práctica: al hablar de «la acción» como material de trabajo de la performance estamos poniendo a su disposición, potencialmente, la totalidad del accionar humano: hablar y orar, abusar y domesticar… Para quienes están familiarizados con la práctica y su historia, tal vez no preciso (pero voy a señalar) ciertos performances (acciones, accionares) y artistas en quienes pensé al enunciar esos verbos. Al decir domesticar, por ejemplo, pienso en Beuys y su convivencia con el coyote salvaje en la galería de Nueva York. Al decir abusar pienso en la complejidad del eje estética-política-ética en los trabajadores explotados sistemáticamente que constituyen la obra de Santiago Sierra, la cual, paradójicamente, señala el abuso abusando. Al decir zurcir pienso en Jorge Torres, artista visual y performer de Bucaramanga que, en el desarrollo de su acción Lombriz de tierra (2009-2014) ha zurcido con hilo quirúrgico partes de su cuerpo en diversos eventos y ciudades de América Latina. Al decir orar pienso, de una manera amplia, en el trabajo de María Teresa Hincapié y su búsqueda persistente de diálogo con lo sagrado.
Y cuando digo cantar pienso en una performance de largo aliento que titulé Matrimonio y mortaja, que me permitió explorar el canto, los resonadores corporales, los mantras y los cantos melismático, chamánico y gregoriano durante más de dos años
2004-2006). Cuando digo cocinar y comer pienso en otro trabajo gracias al cual exploré, de varias maneras y durante más de cinco años, esos dos verbos, en una performance que titulé Dieta para un artista pintor (1994-2000).
lll. Atormentados por nuestros agujeros
¿Qué hace el sabio? Se resigna a ver, a comer, etc., acepta a pesar
suyo esa «llaga de nueve aberturas» que es el cuerpo según
el Bhagavad-Gita. ¿La sabiduría? Sufrir dignamente la humillación
que nos infligen nuestros agujeros.
Émile Cioran
Pero no solo sorprenden la voracidad y ambición de la performance al desear cubrir la totalidad del accionar humano como campo de trabajo. Tampoco es realmente sorprendente que quiera hacerlo, justamente, en el contexto de esa ilusión, de esa ficción e institución llamada arte. La performance trae los pugilistas al museo y quiere que el museo se expanda hasta el cuadrilátero, pero no para que se convierta en una expansión del gimnasio. De alguna manera es estratégicamente esencial que los boxeadores en el museo continúen percibiéndose desde ese contexto simbólico-estético, es decir, político, que presupone ese fantasma del arte. La per-formance quiere vender bananos en la calle (pienso aquí en el artista brasileño Paulo Nazareth) pero no como acción económica, o ni siquiera literalmente política (como crítica al desempleo, a la informalidad de grandes sectores de población en América Latina, por ejemplo) sino como acción que, de alguna manera, reclama el contexto del arte como marco de referencia.
Lo más sorprendente, entonces, es que a menudo la performance haga todo eso proclamando el fin de la institución arte y sus funcionarios, en el contexto del desmonte crítico de su institucionalidad; y sosteniendo la pretensión de esa fe denominada arte de ser el agente de control y regulación de lo estético, lúdico, simbólico, innovador y desregulador que el arte mismo supuestamente constituye. El discurso es antiguo, lo sabemos: data de las vanguardias históricas que buscaron unir arte y vida. Autores como Peter Bürger proclamaron luego el supuesto fracaso del proyecto. El orinal entró al museo y tiene hoy el mismo estatus de obra de arte que la Gioconda; el arte continúa siendo arte, la vida continúa siendo vida, los nuevos y continuos remakes de la vanguardia solo pueden llover sobre mojado, repitiendo como comedia lo que ya sucedió como tragedia.
Hal Foster y Jacques Rancière nos muestran, cada uno por caminos diferentes, el transcurrir discontinuo y complejo de esos diálogos entre modernidades, posmo-dernidades e institucionalidades. Las diversas maneras como esas líneas de tiempo y de fuerza presuponen las propias clasificaciones y divisiones entre tradición, modernidad y posmodernidad, o entre institución e insurrección, son mucho más complejas que la simple polaridad de un sistema binario (tradición versus innovación, premoderno versus posmoderno, cultura acartonada versus cultura viva, etc.); pero ese, ciertamente, no es nuestro tema. Interesa aquí, justamente, la manera como las prácticas que llamamos performáticas quizás constituyan un lugar privilegiado para esos diálogos y paradojas. Su no-lugar es, justamente, el del límite: el de las porosidades y las fronteras no solamente entre el arte y el no-arte, entre el museo y el mundo, sino también el de los límites y posibilidades del cuerpo mismo del individuo ejecutante.
Jorge Torres, Lombriz de tierra, 2011. Foto: cortesía del artista.
Estas fronteras constituyen, evidentemente, el tema central de amplios segmentos de lo cultural-antropológico, e incluso varias artes tienen en esos límites (físicos, expresivos, éticos, morales) su razón de ser y eje articulador. El circo, los deportes, la danza, el canto, la gimnasia, el teatro o la sexualidad… muchas prácticas rituales y religiosas forman, educan y desafían ese cuerpo. El penitente en la Semana Santa, el yogui ayunando, el soldado ejercitando, el alpinista escalando, el amante practicando las enseñanzas del Kama Sutra y el adolescente usando éxtasis en la discoteca exploran, todos, esos límites. El performer también, pero, ¿de qué modo, en qué tipo de intervalo diferencial que, de alguna manera, le asegura una compleja autonomía a la práctica?
Volveré una vez más a Rancière, pero esta vez al Rancière de El destino de las imáge-nes (2011): las imágenes tienen múltiples usos, funciones, destinos y articulaciones.El campo del arte tal vez es precisamente un terreno de negociaciones en el cual esa multiplicidad de finalidades, usos y mediaciones pueden ser distanciadas, liberadas de los automatismos unidireccionales que le imprimen sus teleologías particulares. Pintar nunca fue, por sí mismo, un arte; hoy mismo no lo es, en una inmensa mayoría de los casos. Eso lo saben muy bien los decoradores, los pintores de paredes y vallas publicitarias, los productores de imágenes paisajísticas cuyo destino es una pared tras un sofá en la sala de un apartamento, y también los productores de los millones de coloridas chivitas2 que vende anualmente el mercado artesanal colombiano.
Unir los bisontes de Altamira, un ícono bizantino, la Monalisa y las Marylin Monroe de Warhol bajo la misma denominación de «pintura» es solo un encubrimiento estratégico inventado por la modernidad en la segunda mitad del siglo XIX para poder historiar (esto es, dotar de unidad narrativa, homogeneizar) un fenómeno que es, en esencia, disperso, multiforme y heterogéneo. Pintar no es solo untar pigmentos en una superficie, así como soporte no es solo el nombre de la madera, tela, muro o pergamino que recibe el pigmento: cambiar de soporte, como lo demuestra el grafiti urbano contemporáneo, no es simplemente pasar de una superficie a otra. Es una relocalización política de la pintura lo que está en juego: unos modos de articulación de la imagen —del arte— con lo social y lo económico, una pregunta sobre los límites entre lo público y lo privado, sobre el arte y su relación con el espacio urbano, con lo real y con la vida cotidiana.
Siempre se pintó, siempre se esculpió o dibujó, pero la «era del arte» es un período reciente que se produjo y se sostiene, como bien nos lo muestran varios autores (el Malraux citado antes es apenas uno entre muchos), al interior de una serie de pliegues culturales ocurridos en el seno de Europa y en su versión contemporánea, expandida, de Occidente, con toda la carga histórica, social, geopolítica y económica que eso implica.
La reciente ejecución, sangrienta, extrajudicial, de doce hacedores de imágenes (caricaturistas en este caso) de la publicación satírica Charlie Hebdo en París por parte de fundamentalistas musulmanes, franceses de nacionalidad y árabes de origen, muestra muy bien la complejidad de esas «negociaciones» simbólicas entre Occidente y Oriente, entre una imagen y su función, entre una representación simbólica y el universo político o discursivo en el cual ella se inserta. Porque al decir negociación no quiero sugerir que estamos hablando, necesariamente, de acuerdos y de paz.
Las guerras entre iconoclastas e «iconófilos», que dieron pie a asesinatos en masa y a exterminios auténticos en el seno del Imperio bizantino, continúan generando varios tipos de pequeños y grandes incendios. Ellas fueron, también, parte de esas complejas negociaciones por el derecho a existir, o no, de una imagen o de su hacedor.
Y si esas negociaciones simbólicas son complejas, tratándose de algo que es externo, que está fuera de nuestros órganos y nuestra corporeidad como una pintura o una escultura, ¿qué decir de aquello que somos, que es tan nuestro como nosotros mismos, tan indiscernible de nuestra persona, como lo es nuestra propia carcasa biológica? Humanos somos, y para nuestra epifanía y condenación, desgracia y exaltación, celebración y sufrimiento, goce y tortura, tenemos un cuerpo… con nueve agujeros, cuatro extremidades y una cabeza, con órganos genitales, ano, venas y estómago; un cuerpo que es sinónimo de ser humano y de persona; un cuerpo en el cual, por el cual y a través del cual se experimenta la vida y se está en el mundo. Por lo tanto, es en este cuerpo donde se cruzan, viven y escenifican todas las guerras simbólicas, religiosas, morales, políticas y económicas: la lucha por la legalización o la condenación del aborto, por el derecho o no de colocar en él substancias declaradas lícitas o ilícitas, por permitir o restringir formas de placer consideradas normales o anormales, deseables o indeseables, por el pan, el agua y el dios que le dan vida y sustento… Hablamos de un cuerpo biológico, que necesita una cierta cantidad de proteínas, de un grado de humedad, temperatura ambiente de un hábitat definidos; un cuerpo moral que, ya sea desde el veganismo, el activismo LGBT, el Opus Dei o el Estado Islámico, vestimos, educamos, llevamos por el mundo y exhibimos, puesto que con él y en él vivimos aquello que llamamos vida; un cuerpo jurídico que castigamos, torturamos, ejecutamos o encerramos en prisiones como la de Guantánamo, privándolo de todo derecho procesal; un cuerpo que lanzamos a la hoguera o al placer hedonista, al adulterio en la cama de un motel o a la mesa de operaciones del cirujano plástico.
Biología, género, economía, sexualidad, sacrificio, éxtasis, necesidad, estoicismo, castigo… Todo lo que hay de humano y de divino pasa por esa llaga y por esa exaltación llamada cuerpo. Parte de él y en él acaba. La burka o la tanga no son únicamente los nombres de dos prendas para uso y abuso del cuerpo femenino, ni los nombres de dos fantasmagorías exacerbadas para vivirlo y desearlo. Son los nombres de dos mentalidades divergentes, de dos universos enfrentados en complejas guerras simbólicas.
El hippie y el rastafari, el monje y el punk, el ejecutivo y el junkie, el «hombre de familia» y la drag queen, el nerd y la zorra, el «harlista» y el fisiculturista hacen parte de las muchas tribus con que nos enfrentamos diaria y calladamente (y a veces no tan calladamente) en las eternas guerras simbólicas de la definición, erosión e invención constante de nuestros modos de vida: mentalidades y valores que se encarnan, que, literalmente, toman cuerpo en el cuerpo, en la apariencia, en el look, en la invención y ficción político-estética de nuestra propia figura, identidad y persona.
Y son también esas guerras simbólicas las que la performance ha escogido como material de trabajo: las de la biología, las de la sexualidad, las de la economía, uso, significación y construcción simbólica del cuerpo y su estar-en-el-mundo, y en el mundo actuar y accionar; y por ende, también las de las propias nociones —sociales, jurídicas y políticas— de ser humano, ciudadano o persona: sus definiciones, sus límites, los micro y macrosistemas simbólicos y estéticos en los cuales ellos se construyen.
lV. Cuando la pintura era un verbo
En su diario, Blanca se hace la pregunta en términos más amplios,
cuando especula si los momentos decisivos lo son desde el instante
que acontecen o si, por el contrario, solo se vuelven decisivos a
la luz de lo que ocurre después y a raíz de ellos.
Laura Restrepo, Delirio.
Con esta cita de la novelista Laura Restrepo vuelvo al tema del origen. Pero vuelvo a él de otra forma: la performance antes de la performance. En su acepción básica, como ejecución, acción e interpretación, que viene del verbo to perform en inglés: desempeñar, ejecutar, interpretar, llevar a cabo. Y existe, también en esa lengua imperial, una división para aquellas artes que necesitan ser desempeñadas e interpretadas para poder existir: Performance Arts, o artes interpretativas en nuestra lengua, por oposición a una categoría que nadie usa en español: las artes estatutarias, aquellas que producen estatuas, o figuras materiales, físicas. En las artes«performáticas» no hay separación física entre obra y realizador como la hay en el caso del cuadro, de la escultura, del edificio, que sí están, por así decirlo, fuera de él, que tienen existencia material propia. Danzar o cantar son eventos inmateriales, verbos, que necesitan de la ejecución por un bailarín o por un cantante, para suceder, para existir como acontecimiento en el momento de su interpretación.
Hubo un tiempo, no tan lejano históricamente, en el que escuchar música era equivalente a estar en el lugar en el cual la música era performada por unos músicos-ejecutantes. Y un actor dramatizando su papel, performándolo, o una bailarina llevando a cabo su acto de danzar, eran acciones sinónimas y concomitantes de un estar aquí y ahora, con un allí y en aquel momento, en el cual la acción era ejecutada por el actor-intérprete. Lastécnicas de registro lo cambiaron todo: se consiguió capturar y reproducir por medios mecánicos, electrónicos, fotoquímicos, y hoy digitales, las ondas sonoras y las imágenes producidas durante el allí y en-aquel-momento de la acción.
Pero antes que la música o las artes interpretativas en general, también la pintura y la literatura pasaron por ese proceso. Todas las tradiciones literarias nacieron en la oralidad, en la performatividad de la palabra cantada, hablada, recitada, declamada, y continuaron de ese modo su existencia en grandes regiones del planeta hasta fechas muy recientes, llegando a sobrevivir hasta hoy al interior de algunas culturas en que la tradición oral continúa viva y operante. Homero, si existió, perteneció a esa cultura milenaria de la palabra performada. No fue un escritor en el sentido moderno del término, ni mucho menos un «cantante», en el sentido que tiene hoy la palabra. Fue un bardo, un aedo, rapsoda o poeta-compositor-cantor. La «literatura» era un verbo que ninguna de las acepciones modernas de escribir, componer, cantar, declamar o recitar expresan por sí cabalmente.
Y lo mismo sucedió con la pintura: varias prácticas de ejecución e interpretación pictórica, de pintura performada, sobreviven hoy en algunos contextos culturales específicos: las pinturas rituales realizadas con arenas y tierras coloridas por los indios navajos del suroeste norteamericano son un ejemplo; así como el rangoli (también conocido como kolam o muggu), que consiste en pinturas decorativas hechas directamente en el suelo utilizando materiales como arroz granulado, harinas secas teñidas y otros materiales orgánicos y minerales. Su práctica es amplia en la India, donde se ejecuta en el contexto de eventos auspiciosos y sagrados como el Diwali, el Onam, el Pongal, el Makar Sankranti y otros festivales. Sus bellos patrones y diseños de geometrías coloridas son considerados benéficos y por ello también se emplean en zonas sagradas dedicadas a las deidades del panteón hindú.
La pintura, como la hemos conocido en la era del arte, fue una invención tardía, y específicamente occidental. Mucho antes del cuadro, del óleo, de los soportes sólidos y permanentes como la madera o la tela, pintura fue pintar. Y pintar, como en el caso de las mandalas tibetanas, es también orar, meditar, equilibrar el conocimiento de sí mismo, armonizar. Y todavía más: la destrucción final de la mandala, luego de días o semanas de paciente labor comunitaria, es un ejercicio de desapego, un entrenamiento para aprender a espantar la codicia por el resultado de los actos. La pintura es allí, literalmente, su ejecución y destrucción, no solo la imagen producida entre esos dos procesos.
Incluso cuando se realizaba sobre soportes sólidos, y con materiales no perecederos, como grutas o cavernas, la función ritual-performática de la pintura habría estado fuertemente presente a través de su reactualización cíclica. Es lo que nos sugiere el antropólogo y documentalista francés Jean Rouch, en su gran ciclo documental (1966-1973) sobre las ceremonias del Sigui realizadas por el pueblo Dogón de Malí, en el África Occidental. En el último de sus viajes, en 1974, durante su visita a las grutas decoradas con pinturas rupestres en las que culmina el ciclo de celebraciones de aquel festival realizado cada sesenta años, a Rouch le informan que dichas pinturas son «refrescadas» cíclicamente por los celebrantes ligados al desarrollo de la festividad ritual. Tal vez no haya nada más ajeno a nuestra mentalidad y a nuestra forma de concebir la pintura: imaginemos por un minuto que los visitantes del Museo del Prado, o del Hermitage, fueran invitados a «refrescar» las pinturas que allí se exhiben…
Esa performatividad de lo literario o de lo pictórico fue uno de los espacios especí-ficos abiertos por las vanguardias para el arte durante los inicios del siglo XX en el contexto de la cultura occidental. Un espacio que permitió reinventar, «refrescar» —en el action painting, en el tachismo, en el expresionismo abstracto, en los diferentes tipos de gestualismos y accionismos— las nociones del momento de realización y del ejecutante que realiza, acciona y se mueve, independientemente del objeto residual que produce su hacer.
La palabra (hablada, cantada, gritada, susurrada) o el gesto músico-verbal, han sido asimismo explorados sistemáticamente por la poesía concreta y por el concretismo (brasileño y de muchas otras latitudes), por diferentes tipos de poema-acción o por poesías fonéticas o sonoras. Meredith Monk, por ejemplo, ha explorado por décadas esa poesía «verbal-sonora-musical», o esa música «fonético-accional» en sus eje-cuciones «en medio de»: entre performance, concierto, representación escénica o musical y cine, sus piezas multimediales exploran una poesía que es palabra-sonido siendo ejecutada, berrido, aparato fonador y cuerpo resonador más allá o más acá del lenguaje, el significado o el discurso.
Dije antes que la performance había ayudado de varias maneras a expandir el campo y las posibilidades del accionar estético más allá de unos pocos verbos como pintar, filmar, bailar, fotografiar o interpretar, que parecían restringir a un número reducido de acciones el abanico de posibilidades de la expresión y el campo de la experimentación estética. Quiero ahora, por medio de los ejemplos citados —de la «pintura-accionar», de la «poesía-fonación», de la performance «poético-verbal-musical»—, señalar que también los verbos aparentemente «tradicionales», más decantados como prácticas artísticas sedimentadas (cantar, tocar un instrumento, dibujar), fueron profundamente trasladados y sometidos a reestructuraciones de sus propios fundamentos.
Y esto no solamente en sus aspectos «externos» como pintar en público o incorporar el berrido al universo de la música; también en su aparente autonomía, en el relativo enclaustramiento de sus saberes profesionales y disciplinares (de la música, la danza, el teatro), estas artes han sido convidadas por el auge de la performance a concebirse igualmente como prácticas. Y se han visto impelidas a revisar sus fundamentos y zonas de contacto con otros saberes: con lo ritual, lo chamanístico, lo político, lo cotidiano, lo banal, lo sagrado… es decir, sus relaciones con otros campos de lo social, lo antropológico y lo cultural.
Hasta el propio teatro, el arte performático por excelencia, ha sido empujado en esa dirección: los varios tipos de teatralidades que podríamos situar en esa amplia categoría denominada teatro posdramático han explorado diversos caminos que les permiten salir de la caja mecánica de la narrativa, de las convenciones espaciales, literarias y dramatúrgicas impuestas por siglos de tradición ligada a la narración de historias y a los modelos espaciales «auditorio» y «palco italiano».
En otro sentido, ha sido realmente la irrupción de la performance la que nos ha hecho mirar, vivenciar y producir esas prácticas y artes «tradicionales», ya sedimentadas, de otra manera: las hemos vuelto a pensar y actualizar desde esa luz arrojada por su naturaleza como acciones, como eventos temporal y espacialmente localizados. Es así que el origen de la performance es entonces, radicalmente el ahora. Ha sido a través de su auge que hemos podido constituir su genealogía. Lapintura siempre fue el acto de pintar, pero lo habíamos olvidado de tanto mirar los objetos-cuadro. El arte siempre fue función, pero esa conciencia estaba adormecida por la espesa capa de «obras de arte» que nos separan de su acontecer. El futuro es un juego de anticipaciones, y el pasado únicamente puede ser visto a través de los espejos retrovisores que el ahora construye. Los momentos decisivos tal vez «solo se vuelven decisivos a la luz de lo que ocurre después y a raíz de ellos», como escribe en su diario la Blanca de Laura Retrepo.
V. Ex-centricidades, acciones al margen y «lateralidades acciomáticas»
En charla reciente presentada en Belo Horizonte, Brasil, a propósito de su curaduría y coordinación de Manifesta 9, el investigador mexicano Cuauhtémoc Medina comparaba dos mapas geopolíticos del arte. Uno de ellos era el mapa tradicional que hasta los años ochenta establecía la centralidad del arte en ciudades como Nueva York, París o Londres; estas metrópolis ejercían (y de varias maneras continúan ejerciendo) un papel hegemónico en la toma de decisiones sobre quién es quién y qué está siendo valorado o merece tener visibilidad en el campo. El otro mapa era el del espacio atomizado de bienales, trienales y eventos en los que hoy se fragmenta el acontecer del arte global: Estambul, Shanghái, São Paulo, Seúl, Sídney, Johannesburgo, La Habana, Kassel, etc. Obviamente, la cosa no es tan simple como decir que el mundo globalizado es el paraíso poshistórico de Fukuyama: un universo de igualdad en el que las viejas divisiones entre centro y periferia, metrópoli y colonia han sido desmontadas. Pero también es claro que ha habido y continúan dándose importantes reestructuraciones en los vectores y campos gravitacionales de la geopolítica del arte. Hablo aquí de esas ex-centricidades porque creo que son de la misma índole que aquellas que cultiva la performance; o, mejor, que constituyen otro de los vectores en ese remolino que ha hecho que la performance se fortaleciera como práctica estética a lo largo de las últimas décadas. Mona Hatoum es libanesa de origen palestino; Marina Abramovi es serbia; Coco Fusco y Tania Bruguera son cubanas. Paulo Nazareth, por su parte, es uno de los artistas brasileños que ha refrescado la práctica en la última década; Nazareth no solo es negro-mestizo y habitante de la periferia suburbana de Belo Horizonte, sino que ha construido su obra y su carrera jugando constantemente con la ambivalencia de sus múltiples marginalidades (es considerado negro en Brasil, aunque muchas veces no sea aceptado como tal en los países de África donde ha desarrollado parte de su carrera y su obra del último lustro… allí es demasiado mestizo).
De otra parte, festivales importantes en torno a la práctica transcurren en Bangkok (Asiatopia: International Performance Art Festival) o Quebec (Riap, Rencontre internationale de art performance). Para nosotros Canadá puede estar lejos de lo que se consideraría una periferia, pero los quebequenses saben muy bien lo que es estar arrinconado en las márgenes de un país anglófono, e incluso dentro de un mundo francófono centrado sobre su eje simbólico de París y su Ìle de France. Quebec es allí poco más que una lejana provincia de ultramar
En Colombia el certamen de más envergadura, duración y permanencia ha sido el Festival de Performance de Cali. De nuevo, si bien Cali no es exactamente una periferia, está lejos de tener la centralidad institucional de Bogotá o Medellín en el contexto nacional. Algunos de quienes dimos en un momento visibilidad fuerte a la práctica en el país, a comienzos de los años noventa, como Alfonso Suárez (y su arte de la visita inesperada de San Gregorio Hernández) o yo mismo, veníamos justamente de lo que en Colombia se conoce con el odioso nombre de «provincia» (Mompox y Bucaramanga, respectivamente). Una ciudad como la mía, eterna marginal entre las grandes ciudades de Colombia, centro de la zona oriental de un país que es básicamente centro-occidental, ha venido desarrollando de forma lenta dos eventos que le permitan generar sus propias dinámicas. Uno de ellos es, justamente, el Festival de Performance Acciones al Margen, el otro, una bienal (organizada por el artista plástico y performer Jorge Torres) que con su nombre, «Desde Aquí», le apuesta ya a esa ex-centralidad de la cual hablo: una conciencia política del locus marginal desde el cual se produce.
Mujeres, negros, latinos, minorías étnicas o sexuales, todas ellas identidades marginales y problemáticas, han encontrado en la performance un campo fértil de trabajo y de experimentación. Pero las marginalidades a las que me refiero son incluso mucho más amplias. Pienso en lo que llamaría, usando un juego de palabras inofensivo (en el sentido de que no tengo la pretensión de proponerla como categoría epistemológica «fuerte»), una cierta «lateralidad acciomática».
Explicaré este híbrido entre axioma y acción a partir de un ejemplo: el artista colombiano residente en México, Yury Forero, realizó en su performance Caja fuerte (2006-2010), la acción de pedir limosna en lugares públicos, vestido de saco y corbata y subido en una caja fuerte en la que iba guardando las monedas obtenidas.
El mendicante desplazaba con esfuerzo su pesada caja fuerte y se movilizaba por calles y plazas al encuentro de diferentes públicos en el cambiante escenario urbano. El axioma social del traje completo, como equivalente sine qua non de la formalidad, y la caja fuerte como axioma del atesoramiento, de la riqueza, contrastaban de manera chocante con la acción de mendigar. Pero, además, la absurdamente pesada y sólida caja fuerte discrepa cómicamente con el modo de vida nómada, portátil, liviano por necesidad, del habitante de la calle.
Yury Forero, Caja fuerte, 2010. Versión del performance realizada en el contexto de Ciudadanías en Escena, evento del Instituto Hemisférico de Performance y Política, en Bogotá. Foto: cortesía del artista.
Ese quiebre, ese trabajo de investigar los códigos, accionares, signos y usos sociales establecidos como axiomas me parece uno de los trabajos continuos de la performance. Es una de sus fortalezas esenciales en un mundo en el que la globalización, la industrialización, la occidentalización casi absoluta del planeta estandarizó del todo nuestros modos de vida; un universo en el que la dictadura de los economistas hace ya más de siglo y medio tradujo todo a estadísticas micro y macroeconómicas.
Las distancias, el aislamiento, las dinámicas económicas y políticas divergentes, los modos de producción local y seculares permitieron por milenios el desarrollo de incontables contextos culturales en las cuales la moral, la ética, las costumbres, los valores, tenían que ser inventados y reinventados por y para usos internos. Igualmente, diversos tipos de estrategias y mecanismos fueron creados para permitir o prohibir, combatir o incentivar la irrupción o la posibilidad de la diferencia.
Las estructuras de parentesco endogámicas o exogámicas establecidas por diferentes culturas, por ejemplo, dan cuenta de esas invenciones sociales que, de varias formas controlaban o incentivaban el contacto con lo diverso. En un universo cada vez más uniformado, esos laboratorios culturales de invención de formas de vida y usos sociales han sido ahogados bajo el peso de la homogenización de los modos de producción, costumbres y modelos políticos globales.
Wagner Rossi, Campos EXUSIAI Benção e Mergulho, 2013. Festival Acciones al Margen, Bucaramanga. Foto: cortesía del artista.
Esta es una de mis convicciones básicas sobre la performance: ella constituiría uno de los laboratorios que hemos tenido que inventar para llenar el vacío de aquellos que han sido asfixiados por el peso de la estandarización —microespacios (políticos) en los cuales pueda darse la posibilidad de que surjan semillas para la invención y práctica de nuevos modos de vida—. La hemos tenido que forjar para preservar y salvaguardar, desde ese campo simbólico-estético que llamamos arte, la antropo-diversidad planetaria.
Vl. Autonomías estratégicas
Al igual que esencialismo, autonomía es una mala palabra, pero tal vez no
siempre sea una mala estrategia; llamémosla autonomía estratégica.
Hal Foster
Decía en el primer apartado de este texto que tal vez los remolinos que le han dado vida y auge a la performance en las últimas décadas pueden ser los mismos que la amenazan de banalización y pérdida de su fuerza disruptiva. Y si cito, de nuevo, a Foster como guarda tutelar, es porque recuerdo algunos de los peligros que trabajó en sus artículos esenciales. Referí aquí la manera como cierra uno de ellos, sus «Antinomias del arte moderno», en el cual subraya uno de los riesgos de la teoría crítica contemporánea: subsumir el campo de las artes visuales al campo generalizado de los estudios de la imagen, o estudios visuales, y negarle así cualquier autonomía al campo (fantasma, fe, institución) que llamamos arte. Eso en el contexto de un libro que, como Diseño y delito, es, desde su título, una alerta sobre los múltiples deslizamientos que amenazan al campo del arte, cooptado —incesantemente y por las más diversas razones— por un sinnúmero de otros campos. El primero que mencionaría son las macroeconomías que, como la moda o el diseño, están estrechamente entrelazadas con la producción de valores simbólicos agregados, de gran rentabilidad económica, ligados a su prestigio alegórico del buen gusto, el refinamiento, el goodwill de la distinción y la cultura. Pero hablo también de la cooptación de las industrias culturales y las propias economías del arte (y del «museo como empresa») en el contexto de la hegemonía global del capitalismo terciario, modelo económico en el cual, por definición, las áreas de servicios constituyen el sector esencial de producción de valor; y, en tercer lugar, de los estudios culturales y todo el dispositivo socioetnográfico de tantas investigaciones y prácticas estéticas que, en justa reivindicación del arte como práctica cotidiana, arriesgan la posibilidad de su cooptación e instrumentalización por los más diversos agentes.
Ese es también el argumento de Claire Bishop en «Antagonismos y estética relacional»: estas prácticas pueden deslindarse tanto del campo «arte» que acaban siendo fácilmente instrumentalizadas por agentes sociales o políticos, en detrimento de la acción real desde lo social y lo político, y en detrimento también de una posibilidad real de evaluar su éxito o fracaso como «buen» o «mal» arte (como buen arte, ¿debe ser medido de acuerdo con su efectividad social? O viceversa: aquello que es exitoso en términos sociales, ¿es necesariamente buen arte?).
Autonomía, claro está, es una mala palabra, como nos recuerda Foster y como yo mismo he declarado de varias formas a lo largo de este artículo. Ningún campo es per se autónomo, y ningún campo tiene definido a priori su manual de competencias y funciones: ni el deporte, ni la política, ni la religión, ni la economía. Pero también el esencialismo es un mala palabra: nada es «per se arte». Todo esencialismo, como lo demostró Kant hace ya más de dos siglos, es una fantasía heredada de la ontología medieval. La percepción de una mandala o de una escultura románica como arte es arbitraria, o mejor, es producto de la combinación de varios elementos en un campo de fuerzas, el resultado de una sedimentación arqueológica y de un archivo (en sentido foucaultiano). Ninguna figura tridimensional o de bulto tiene garantizado, por el hecho de ser una «escultura», el título de obra de arte (mucho «arte público» de pésima calidad está ahí para probarlo). Igualmente, muchas cosas de las que nadie tenía la más mínima idea de que serían adoradas como obras de arte figuran en todas las enciclopedias de «Arte» (toda la tradición del ready-made está ahí para probarlo).
Pero la autonomía del campo es estratégica: prefiero vivir en una sociedad en la cual las caricaturas puedan ser vistas como caricaturas y no como ofensas a cobrar con sangre por quien se sienta aludido. Prefiero vivir en una sociedad en la que el crítico de cine, por pedante o ineficaz que sea, pueda opinar sobre los filmes de Fellini y no en una en la cual el sacerdote, el juez, el mullah, las Damas Rosadas o el jefe de partido, por excelentes personas que sean y por loables que sean sus intenciones, decidan sobre lo que podemos y no podemos ver en las salas de cine. Los últimos tres siglos de la historia de Occidente han pagado un precio muy alto para ganar esa autonomía estratégica.
Toda esta perorata filosóficoestética para decir solamente una cosa: la performance se mueve en un delgado campo de inestabilidad, en tenues y gruesas líneas de contacto con lo social, lo político, lo sacramental, lo cotidiano, etc. Esa es su gran fuerza: la totalidad del accionar humano le incumbe, como afirmé antes. Pero esa es también su gran fragilidad: puede ser fácilmente engullida por todo tipo de instrumentalizaciones político-simbólicas, inclusive la del museo, o la de su prestigio como campo chic, de moda, etc. Es esencial entonces que, estratégicamente, la performance (su práctica, sus estudios), mantengan a la vista sus relaciones con el campo «arte» como eje articulador —con todos los riesgos y amenazas que esto implica—. Pero es igualmente esencial, a mi modo de ver, que tampoco encuentre en el universo del arte el lugar cómodo de un «género» o «técnica» codificados, como pueden serlo el paisaje, la marina, el retrato, el bajorrelieve, la escultura de bulto, etc. Algunas de las propuestas más sólidas de la performance han venido de artistas que, como Marina Abramovi´c o María Teresa Hincapié, han sabido caminar ese riesgo: entre la práctica artística y el ritual, entre el museo y la vida. Viviendo, literalmente a veces, en tres mundos: en la sala de exposiciones, en el templo y en la propia casa; en el espacio museográfico como templo y como casa propia.
Referencias
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1. Cornelius abrió una de las primeras tiendas fotográficas, nos reporta el Huffington Post del 5 de diciembre del 2013 (véase Grenoble 2013).
2. Las reproducciones artesanales en miniatura de la «chiva», colorido bus popular decorado folclóricamente, constituyen uno de los íconos turísticos nacionales.