LOS DERECHOS DE LOS VIVIENTES
Uno de los mitologemas que ha estructurado el mundo en Occidente es la separación entre humanos y naturaleza o, dicho de otro modo, entre humanos y mundo. ¿Qué argumento o grupo de argumentos podrían validar la construcción de esa frontera? ¿Qué mitos escondidos en la oscuridad de los tiempos dieron paso a esa creencia?
En el mes de enero del año pasado mi hija y yo regresábamos de unas cortas vacaciones en una reserva natural en la costa Caribe colombiana. Esperábamos sentadas en la terminal de Santa Marta que llegara nuestro transporte, un poco asombradas por la cantidad de perros y gatos que en ese lugar había. En realidad era un refugio, eso lo pensé después, de animales domésticos abandonados, hambrientos y en malas condiciones. Nos llamó especialmente la atención una cachorrita flaca que cojeaba mientras husmeaba por los rincones. Conmovidas, decidimos rescatar la perrita y traerla con nosotras a Bogotá. En el Terminal, los funcionarios y algunos viajeros nos ayudaron a cumplir ese propósito. Lo cierto es que mientras eso sucedía y solidaridades espontáneas aparecían, sentía que esa decisión escondía algo terrible. Era terrible que tuviéramos tal poder de decisión sobre un ser vivo, resultaba muy fuerte constatar que pudiéramos tener tal potestad, pero la teníamos.
En 2016, el Congreso de la República sancionó la ley 1774 que se refiere al maltrato animal. En el numeral 2 de dicho documento se reconoce la calidad de seres sintientes a los animales. En la redacción del documento se entiende que los humanos no son dueños o propietarios de un animal, son calificados de responsables o de tenientes, es decir, un animal doméstico está bajo la tutela de algún humano. Esa ley hace evidente lo monstruoso que puede ser que alguien hable del «amo» del perro o del «dueño» del caballo, tal como se haría referencia al dueño de un objeto, o de una cosa. Bien, la perrita, hoy María Panela, está sana y adaptada y, por cierto, recuperó la movilidad de su pata trasera. No obstante, si las leyes fueran más respetuosas con la vida de los animales, ningún humano podría disponer, de ninguna forma, de la vida o del destino de un ser viviente. El ejemplo que doy tiene un final feliz, pero no es el que tienen los chimpancés en los laboratorios; no el que tuvo la perra que fue enviada al espacio con la certidumbre de que no habría vuelo de regreso. No hay final feliz para las montañas que, convertidas en cantera, proveen de materiales al crecimiento de las ciudades; ni para el río, cuyo cauce es movido para explotar los yacimientos minerales en su lecho, produciendo con ello padecimientos a la fauna, flora y humanos en su periferia próxima y lejana.
El humano occidental ha creído por milenios que su lugar es el centro del mundo, y, por tanto, se ha adjudicado la libertad para usar, modificar o matar todo lo que en él existe. Mirar desde otro paradigma permite ver lo monstruoso que es ese punto de vista y quizás cambiarlo podría permitir hoy entender que esas vidas deberían tener derechos como los que exigimos para nosotros. Quizás así se podría evitar una guerra mundial, como dice Serres, es decir, una guerra entre el humano y el mundo. El texto que sigue tiene que ver con una serie de preguntas que persigo hace años, y constituye lo que desde mi lugar en el arte puedo aportar. Puedo hacer preguntas y buscar respuestas contingentes y provisionales, unir ideas, poner en conexión autores, artistas, obras plásticas y argumentos, para problematizar, desde el arte, el papel protagónico que se adjudicó el humano sobre otros vivientes y cuyo abuso ha traído consecuencias irremediables para este planeta.
Uno de los relatos bellos que tiene la Biblia tiene que ver con un dios que hace de barro a su criatura. La conexión etimológica entre barro y humano: humus y homo o entre tierra y hogar: humus y home remite secretamente a ese origen mítico 1. Esta narración bien podría haber sido motivo de humildad. Podríamos habernos pensado como parte de la Tierra, pertenecientes a lo bajo, siendo lo bajo símbolo de grandeza y de dignidad. No obstante, estar cerca de la tierra se entiende como degradante y tener proximidad al lodo, a las raíces o la arena, en general, cualquier imagen que nos recuerde nuestro contacto con la tierra o la posibilidad de estar en una posición corporal distinta de la erguida tiene connotaciones negativas. El humano occidental construyó discursos, mitos, filosofías y religiones que constituyeron otros tantos pedestales para alejarnos cada vez más de la tierra, del fango, del humedal, y así construir un poder solitario, extrañados del mundo.
Abajo, en la tierra
Hace algunos años me encontraba revisando un grupo de textos que me pudieran ofrecer algo de luz respecto a lo que yo creía era un odio atávico a la selva en nuestro país. Este lo veía manifestarse diariamente en los discursos del entonces presidente, en los bombardeos que casi a diario se verificaban en las zonas periféricas del país, en las narraciones de los exsecuestrados. También se expresaba en los llamados a hacer colonización del sur oriente del país. Se hacían presentes en la vida diaria por medio de modismos, frases hechas, insultos que se integraban invisiblemente en el habla cotidiana, manifestando el desprecio al monte, a la maleza, a la selva y a sus habitantes humanos-animales-vegetales. Ese odio lo veía habitar en el lenguaje, inscrito en el lugar común ideológico de cada uno de nosotros, colombianos. Entre búsquedas bibliográficas, entrevistas y lecturas llegó a mí el libro de Robert Pogue Harrison Forests: The Shadow of Civilization (1992). Una vez en mi poder, me sorprendió por su original acercamiento al tema, así como por su decisión de escrutar en textos literarios e históricos una cierta forma de ver la naturaleza.
La pregunta de trabajo de Pogue Harrison podría ponerse en los siguientes términos: ¿de dónde proviene el odio psíquico del humano a los bosques? ¿De dónde la separación trágica entre humanos y naturaleza? ¿Dónde ir a buscar ese origen para producir trazados, para así, por lo menos, inteligir cómo fue establecido ese antagonismo arcaico? Buscando respuestas, el autor se encontró con la singular producción intelectual del Siglo de las Luces que es la Scienza Nuova 2, ambicioso proyecto de filosofía de la historia realizado por el napolitano Giambattista Vico. La Ciencia nueva, en uno de sus primeros apartes, se embarca en la construcción de una hipótesis acerca de cómo pudo haber sido el origen de la civilización. Vico señala tres grandes instituciones universales fundamentales para el desarrollo de la misma: la religión, el matrimonio y el enterramiento de los muertos. Las tres están profundamente relacionadas entre sí, se tejen alrededor de la tierra y tienen efecto tras el acto de asentarse en un lugar, de establecerse en un locus.
[…] las primeras comunidades humanas produjeron claros en los bosques primarios buscando sembrar otro tipo de árbol: el árbol genealógico. Producir un claro en el bosque y proclamarlo como lugar sagrado para la familia, de acuerdo con Vico, fue la forma original de apropiación que le abrió espacio a la sociedad civil. Fue el primer acto decisivo, motivado por la religión, acto que condujo a la fundación de ciudades, naciones e imperios. 3
En este fragmento, extraordinariamente rico y sugestivo, Pogue Harrison agrupa varios de los conceptos fundamentales desarrollados por Vico. Para entender más, hay que ir un poco atrás y traer el contexto de la narración del napolitano. Según Vico, los primeros hombres después del diluvio habitaban el bosque habiendo perdido su humanidad, entregados a sus deseos, reproduciéndose bajo las sombras de los follajes, sobreviviendo de forma desordenada, instintiva y caótica. En algún momento, por primera vez, cayó un rayo y un trueno se hizo oír. Los hombres alzaron la cabeza y no vieron sino las copas de los altos árboles, los imbricados follajes apretados entre sí. No obstante, imaginaron la fuente del sonido y sintieron a la divinidad. De allí les sobrevino la necesidad imperativa de producir claros en los bosques, según Vico, para poder ver a dios y aún más, para poder ser vistos por él.
De esta manera, los claros serían el lugar de asentamiento de los primeros grupos humanos, regidos por lógicas y límites, en la frontera del bosque y de la animalidad. Allí los humanos comenzarían a narrarse como vida distinta de esa otra vida. De la producción de esos claros, de la tala de los bosques, de la quema de las zarzas y malezas, surgió el grano y con él la agricultura, así como los asentamientos humanos. También la historia pediría su lugar, pues, en cuanto se enterraron los muertos, se diferenció el pasado del presente y se construyó memoria y tradición. Según Vico, puesto el bosque lejos, las instituciones humanas pudieron desarrollarse libremente.
Este texto, mezcla extraña entre la ciencia de la historia y el mito, en su momento fue supremamente influyente en no pocos pensadores, historiadores y filósofos. Leerlo y repasarlo resulta instructivo, pues ayuda a reconstruir un origen ilustrado de la forma de ver antrópica: en la Ciencia Nueva se afirma la producción de un antagonismo traumático entre humanos y naturaleza. Desde esta narración y de la mano de un pensador ilustrado, la civilización tuvo lugar en el marco de una lucha violenta, en medio de la cual la naturaleza debió ser vencida, violada, talada, quemada, y, si no, docilizada y domesticada.
En 2004, Alberto Baraya emprendió un viaje por el curso del río Putumayo sobre una embarcación militar. Tras días de recorrido y de ocio, próximos a una zona de conflicto, en medio del silencio del río, atravesado por las voces de los animales y los sonidos de la selva, el mando alto decidió que iban a realizar prácticas de tiro al blanco, ejercicio de afirmación militar en medio del territorio. Baraya alistó su cámara sin entender del todo contra qué objeto se iba a disparar. De repente constató que el blanco era el río.
Lo que Río produce en el espectador es una experiencia ominosa. La videoinstalación hace presenciar al espectador un acto insensato consistente en un ataque ciego contra un ente que no genera ningún tipo de amenaza distinta a su mera existencia. Allí se establece la dualidad violenta humano-mundo, operando, de manera amorfa y derramada el principio antrópico.4
Producir la dualidad
El ser humano no se ve representado como una manifestación específica de la animalidad, sino como la manifestación de una esencia específicamente humana sobreexpuesta a un sustrato animal generalizado.
Tim Ingold
En su libro Homo Sacer I, Giorgio Agamben trae a cuento una distinción lingüística empleada por los griegos y que puede haber aportado el sustrato de significado útil para establecer la gran división humanos-mundo. Recuerda Agamben que los griegos discriminaban entre dos palabras para hacer referencia a la vida. Por una parte, empleaban la palabra zoé, para hacer referencia al mero existir, a la nuda vida, esto es, a la existencia biológica común a los vivientes. La zoé sería lo común entre un humano del sur de Alabama, por ejemplo, y un oso de anteojos del páramo de Chingaza. Por otra parte, la palabra bíos, continúa Agamben, era empleada para hacer referencia a una vida con discernimiento: entre placer y dolor; entre bien y mal, entre justo e injusto, esto es, una vida con cualidades éticas y políticas (1998, 9 y ss.). La bíos sería la palabra a ser usada para hacer referencia al humano habitante de la polis, el ciudadano. Los derechos constituirían una consecuencia inherente a la idea de tener bíos o mejor, serían coesenciales a esta situación. Por oposición, abundando en la idea, un viviente cualquiera viviría una vida sin derechos, una vida expuesta a la muerte. Digamos más sobre esto. El lenguaje con el cual se fueron construyendo los derechos humanos fue el mismo que fue edificando la zona gris en la cual habitan los otros vivientes, y haría parte de la caja de argumentaciones que engrosaría las diferencias entre un viviente con VIDA y un viviente con vida.
Así pues, de la diferencia entre zoé y bíos se desprende un sistema de valores que construye una frontera y con ella, una excepcionalidad. Siguiendo al filósofo italiano, definir que alguien está cubierto por una excepción implica reconocer que ese alguien se determina por fuera de la norma. A su vez, quien está por fuera de la norma, por ello mismo, puede definir qué cosa es lo normal y qué no lo es. Es el caso del soberano. El soberano tiene el carácter singular de estar en la norma y fuera de ella, también tiene el monopolio de la decisión (1998, 15 y ss.) y, con ello, ostenta la facultad de producir ordenamientos de vitales consecuencias. En Occidente, el humano se ha facultado como soberano sobre el mundo y como tal ha entendido la zoé, expuesta por doquier, como vida para su beneficio, como recurso. Desde su soberanía, el humano se ha adjudicado la autoridad para definir qué vidas son indignas de ser vividas, entre ellas, las de aquellos vivientes cuya existencia no promete un posible usufructo.5 Este soberano, investido de un poder absoluto, portador de una situación de excepcionalidad, sigue hoy decidiendo sobre el valor o disvalor de la vida en tanto que tal.
Crear una excepción
Jean-Marie Schaeffer (2009) plantea que la excepcionalización del humano ha sido posible gracias a cuatro afirmaciones, que se articulan e imbrican entre sí constituyendo una estructura blindada a la crítica y a la interrogación. Estas afirmaciones son: la ruptura óntica, el dualismo, el gnoseocentrismo y el antinaturalismo.
Con ruptura óntica hace referencia a la creencia en la separación fundamental entre humanos y demás vivientes. Según esta afirmación, los humanos, por su mismo ser, son irreducibles a «la vida animal como tal». Diciéndolo de otra manera, los humanos son animales, pero mucho más que eso. Según la tradición judeocristiana, son el ente más cercano a lo divino en la Tierra. En las narraciones bíblicas, por ejemplo, se verificó la expansión de la idea del humano como ser hecho a imagen y semejanza de dios. Esta narración, que divinizó al hombre, lo inscribió también como soberano de lo creado. Más adelante, otras narraciones, ya no provenientes de libros sagrados sino de textos filosóficos y científicos, trasladaron ese relato a discursos racionalistas, investidos de la autoridad del saber argumentado. En operaciones laicizantes, el relato convirtió al humano en origen y fundamento de su propia excepcionalidad (2009, 38). Para Ramón Grosfoguel «la ‘ego-política del conocimiento’ inaugurada con René Descartes en el siglo XVII inicia el mito del sujeto que piensa desde ‘el ojo de Dios’». En efecto, esta ego-política «pone al hombre europeo donde antes se ponía a Dios» (2006, 152). De esta forma se opera una traslación de lo trascendente a lo inmanente que logra dejar al humano en la misma posición de poder, pero bajo otros argumentos.
La segunda afirmación concibe el mundo desde un régimen dualista que separa el cuerpo de la mente, la materia del espíritu. Este dualismo, verificable al interior del sujeto, enaltece el ser espiritual, el cual lo confirma como humano, mientras su ser corpóreo lo aproxima a los demás seres. La segregación del cuerpo, entendido este como componente animal del humano, ha dificultado de manera dolorosa el diálogo con este, la reconciliación con sus olores, con sus fluidos, su sexualidad, reenviando sus comportamientos al lugar de la nuda vida cuyas manifestaciones han de ser doblegadas, si no, eliminadas.
En el catálogo Formless, a User's Guide (Bois y Krauss, 1997), Yves - Alain Bois y Rosalind Krauss elaboran varias ideas lanzadas por Georges Bataille y socializadas a través de la revista Documents, la publicación más audaz del surrealismo no bretoniano.
Una de las nociones que explora Bataille, y en la cual estará acompañado por varios de sus cómplices y colaboradores, será la de lo informe. Lo informe se opone a la idea de forma, de formalismo, de orden, de materialismo alto, esto es, a la idea de la materia sublimada y estetizada, desprovista de su sombra, de su materialidad misma. Para ficcionalizar la idea de forma, Occidente habrá llevado a cabo muchos ejercicios de forzamiento, realizando montajes y ediciones para no enfrentar a lo real. Durante generaciones se habrán acometido procesos de ocultamiento del bajo materialismo, de lo informe, de lo «otro», de lo heterólogo, según términos de Bataille. La forma erguida del cuerpo humano, puesta su atención en la cabeza, símbolo de la racionalidad, y en la boca, emblema del logos, del lenguaje, se opondrá a la forma desublimatoria de la horizontalidad, en la cual el eje boca–ano recuerda los aspectos instintuales que rigen el cuerpo, las aberturas del deseo y de lo escatológico. A la máquina sublimatoria del humanismo, que desprecia Bataille, este contrapone un motor desublimatorio, degradante y crítico. De ahí el interés que tendrá Bataille en las extrañas fotografías del dedo gordo del pie de Jacques André Boiffard, realizadas para la edición número 6 de Documents (Krauss 2002,123). El dedo, con su descarada forma redondeada, sus excesivas proporciones, recuerda la carnalidad del cuerpo, la presencia de su fisicidad. El dedo gordo como metonimia del pie, aterriza el cuerpo reprimido, recuerda la presencia del polvo, de la telaraña, de la tierra. Esta degradación es vista como un proceso de reconocimiento de múltiples instancias que componen a lo humano y a la vida misma, terriblemente sometidas e ignoradas tras procesos dolorosos de silenciamiento forzado y de represión.
Kazuo Shiraga, miembro fundador del Grupo Gutai establecido en Osaka, Japón, llevó a cabo una serie de obras en las cuales pintaba con las manos, con el cuerpo o con los pies, en general, con la parte baja de su cuerpo. En algunas de sus pinturas performáticas, se lo ve arrastrarse entre el barro, el que empleaba como materia expresiva. En esta acción, es parte de un magma confuso en el cual humano y lodo se funden. En el marco del momento histórico en el cual estas piezas se producen, sería inevitable asociar su operación con la del norteamericano Jackson Pollock, asociación perversamente cruzada con el grado de intervención de ambos países, Japón-Estados Unidos, en la II Guerra Mundial y, peor, en su desenlace. En el caso de Pollock, el proceso de pintar está profundamente marcado por el hecho de emprender el proceso con la tela puesta en el suelo. Así, puesta la tela en el suelo, sin templar, blanda, se sucedía la danza de Pollock, chorreando alrededor de la tela. El orden es este: el cuerpo arriba, la tela, abajo. Si bien Pollock logra cambiar la relación cuerpo erguido-tela y lo «baja», también es cierto que traiciona su propia intuición cuando decide mostrar las piezas puestas en la vertical, cómodamente instaladas en la pared y con ello, en la tradición. 6 Shiraga lleva más lejos esa operación. En sus piezas el cuerpo se agacha, se une a la materia, se arrastra sobre ella. Años más tarde el coreano Nam June Paik haría otro tanto, esta vez arrastrándose contra el suelo, mientras dejaba con su frente, cabeza y corbata, una huella «sanguinolenta» sobre un rastro de papel. 7
El tercer eje que menciona Schaeffer es el gnoseocentrismo, esto es, la afirmación de la capacidad teorética como la más importante característica de una vida propiamente humana. En el marco de esta idea, la corporeidad implicaría una exterioridad radical, no propiamente humana, un componente escindible y no característico. Al respecto de este punto, puede resultar iluminadora la anotación que hiciera el paleontólogo Stephen Jay Gould (1983) respecto a la notable resistencia de los científicos (de finales del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX) a aceptar que unos de los procesos conducentes a la hominización fueron el bipedalismo y la liberación de la mano. Gould señala cómo, por varias generaciones, los científicos se empeñaron en probar en el tamaño del cerebro, su peso, y la capacidad craneana la determinación de ese paso fundamental. 8 Resultado de esto fue que, en las narrativas de casi un siglo, el papel primordial jugado por la posición erguida y por las manos fue tenida como subsidiaria, mientras lo que se entendía como central, mucho más sublime y heroico, por demás, separado del cuerpo, eran el cerebro y sus transformaciones (Gould 1983, 150-154).
El último de los componentes señalados por Schaeffer es el antinaturalismo. Más que una afirmación, este parece una negación. Identifica al humano a través de sus peripecias cognitivas, culturales o lógicas, pero no biológicas o fisiológicas. Si se siguiera esta línea discursiva, el investigador se encontraría con el hecho de que es discontinuista, en cuanto que plantea la no unidad genealógica entre las formas de vida.
La posición más distante de esta argumentación la constituyen Lynn Margulis y Dorion Sagan. Ambos autores exponen en su breve historia del mundo, Microcosmos (1995, 23-24) la certidumbre de la existencia de las continuidades en las tecnologías de la vida. Estas se manifiestan en la misma composición celular de los cuerpos de plantas y animales:
Desde las primeras bacterias primordiales hasta el presente, miríadas de organismos en simbiosis han vivido y han muerto. Pero el común denominador microbiano sigue siendo esencialmente el mismo. Nuestro DNA proviene, a través de una secuencia ininterrumpida, de las mismas moléculas que estaban presentes en las células primitivas que se formaron en las orillas de los primeros océanos de aguas cálidas y poco profundas. Nuestros cuerpos, como los de todos los seres vivos, conservan el medio ambiente de la Tierra primitiva. Coexistimos con microorganismos actuales y albergamos, incluidos de manera simbiótica en nuestras propias células, restos de otros. Es así como el microcosmos vive en nosotros y nosotros vivimos en él (1995, 54.)
Un planteamiento en la misma dirección lo expresa Wolfgang Welsch, quien anota que en el humano se puede evidenciar «una inmensa continuidad evolutiva. Lo más antiguo sigue viviendo en nosotros, constituye nuestro ser. La evolución no está detrás de nosotros, sino que tenemos en nosotros el curso de la evolución» (2012, 127). O cuando Donna Haraway fascinada, constata: «How much like a leaf I am» 9 (2000, 132).
Forastero del mundo
Welsch, a diferencia de Schaeffer, pone énfasis en la observación de las actualizaciones que el pensamiento antrópico ha tenido en el mundo moderno, visibles, por ejemplo, en autores tan determinantes como Descartes, Diderot o Kant.
En el marco de su investigación identifica dos hitos fundamentales que voy señalar. El primero de ellos lo marca el filósofo florentino Pico della Mirandola en su célebre Discurso sobre la dignidad del hombre, publicado en 1618. Della Mirandola desarrolla allí una suerte de versión del génesis, describiendo el momento en el que Dios, habiendo creado cuanto existe y deseoso de contar con una criatura capaz de admirar su magna obra, se encontró con que ya no tenía material con qué realizarla. Así que creó al hombre sin forma propia, dándole la posibilidad de adoptar alguna según su decisión.
La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más comodamente observes cuanto en él existe. (2006, 5)
En ese documento y teniendo como argumentos la autonomía y el libre albedrío, della Mirandola espacializó al humano en el centro de la creación, como privilegiado testigo, pero como diferente de este, como forastero, entendiéndose en definitiva incongruencia con respecto a este.
El segundo hito señalado por Welsch lo constituye Diderot con uno de sus aportes a la Enciclopedia, en donde escribe la frase que, de hecho, le sirve para definir el antropismo: «El hombre es el único concepto del que hay que partir y al que hay que remitir todo» (Welsch 2014, 17). Más tarde, agrega Diderot:
Si se excluye al hombre […] el espectáculo sublime y conmovedor de la naturaleza no es más que una escena triste y muda. El universo calla, silencio y oscuridad lo dominan; todo se convierte en un desierto horrible, en que los fenómenos se producen […] oscura y sordamente. La existencia del hombre es la que hace interesante la existencia de las cosas (2014, 18.)
Respecto de esa reflexión, es supremamente llamativa la insistencia (¿el reproche?) que tantos autores hacen respecto a un aparente silencio de la naturaleza, haciéndose eco de las palabras de Diderot. Pareciera que este «silencio» fuera parte del argumento que invita a ejercer el poder; pareciera que anidara en ese mutismo una suerte de «culpa» primordial de la naturaleza que invita a violentarla. Pareciera que dicho silencio, desde un particular punto de vista, constatara ante el sujeto hegemónico, el carácter de cosa de ese otro, de su ser-en-cuanto-máquina. Los textos que explican la psicología de los torturadores señalan que parte de las estrategias que acompañan ese tipo de operaciones están constituidas por humillar al otro, por animalizarlo (los insultos especistas forman parte de ese florido repertorio), por producirlo como mudo, excluyendo su cuerpo arrastrado y untado de sus propios fluidos, de la comunión con los otros humanos. El cuerpo devenido abyecto se desliza fácilmente a lo inhumano. Otra manifestación de esa ideología, mucho más sutil y compleja, se puede ubicar en el eje opuesto de la posición del torturador que quita la voz. Lo constituye un sujeto sublime, admirado por el mundo contemporáneo: el sujeto que contempla fascinado. En Viajero frente a un mar de nubes, Caspar David Friedrich realiza una obra que es emblemática de la posición que señalo:
En Viajero ante un mar de nubes, el espectáculo de la naturaleza se despliega en su singularidad y grandeza ante y para los ojos de un sujeto. En el caso de Friedrich, este despliegue se hace aún más dramático por la misma soledad de ese hombre, por la ausencia de acontecimientos distintos al mismo sucederse del tiempo en ese espacio y con esas características de temperatura y geografía. Pero, sobre todo, porque el caminante, al darle la espalda al espectador, proyecta a este dentro de la escena, conduciéndolo a mirar lo que tan atentamente observa: las nubes, el abismo, las formaciones rocosas en la lejanía. De esta manera y de forma poco usual, la figura humana no es el centro de interés de la representación, como lo habría sido durante siglos. En su reemplazo, el paisaje viene a ocupar ese lugar protagónico. El sujeto creado por el Romanticismo, que contempla con avidez el paisaje, quizás sea, paradójicamente, una de las subjetividades más característicamente antrópicas. El paisaje existe porque el sujeto lo observa.
Tiempo profundo
Parece difícil de aceptar el que durante varios siglos, y hasta hace relativamente poco tiempo, el dominio de los discursos acerca de la edad de la Tierra lo ostentara la Iglesia católica, apoyada, entre otros recursos, en uno de los más incontrovertibles argumentos para los creyentes: los textos bíblicos. Dentro de ese escenario providencialista se inscribe el reverendo Ussher, quien en 1650 publicó Anales del Antiguo Testamento que deducen los orígenes primeros del mundo, libro en el cual anunciaba una serie de dataciones importantes, entre ellas, el día de la creación de la Tierra. El suceso había tenido lugar, según el reverendo irlandés, la víspera del domingo 23 de octubre de 4004 a.C. (Craig y Jones, 1982). Un siglo después, el hijo de un granjero escocés, James Ames, no muy satisfecho con esa datación, se interesaba en conocer las edades de las piedras. Investigando sobre ello, viajó por toda Escocia registrando formaciones rocosas. En uno de sus viajes, al llegar al promontorio rocoso denominado Siccar Point, se encontró con formaciones que por sus características, cortes y sedimentaciones le hicieron pensar en movimientos ocurridos en tiempos muy remotos. En desarrollo de su estudio llegó a la conclusión de que la vida del planeta se remontaba milenios hacia atrás, exponiendo esto en su Teoría de la Tierra, publicada en 1788. Allí propuso la idea de «Tiempo profundo» para hacer referencia a esa enorme magnitud temporal que constituye la edad geológica de la Tierra. Con el tiempo y la contribución de varias generaciones de científicos, se llegó a la cifra que hoy se reconoce: 4560 millones de años. Esta temporalidad, sin lugar a dudas, pone la vida de los humanos en la Tierra como un acontecimiento entre tantos otros, el cual, por cierto, es de datación reciente. 10
Esta contribución de Hutter, en torno a la edad geológica de la Tierra, coloca al planeta en el marco de una temporalidad difícil de inteligir, disloca al humano de esa medición. El Tiempo Profundo, podría decirse, impide al humano producir discursivamente su centralidad. Este disponer al humano en un afuera discursivo debía sumarse a las exposiciones de Copérnico, Bruno, Galilei y Keppler. Cada uno de ellos en su momento representó una herejía ante una creencia (religiosa y o laica), pues colocaron a la Tierra y al humano en lugares de periferia, primero teológica, luego espacial
y finalmente filosófica. Bruno, el hereje entre los herejes, no se contentó con afirmar que la Tierra giraba alrededor del sol, sino que planteó que había varias Tierras y varios soles; el universo era infinito. Estos desmontajes sin lugar a dudas constituyen la carne de la gran desilusión, la de no ser el centro de nada, primera derrota del antropocentrismo, como la llama Canguilhem (2005, 130). 11 En el marco de estos descubrimientos, se comenzó a hablar de la probabilidad de la vida en otros lugares, en otros mundos. Autores como el francés Bernard Le Bovier de Fontenelle escribió su Entretiens sur la pluralité des Mondes en 1686, que hace referencia a la presencia de otros seres vivos en mundos diferentes a la Tierra (Welsch 2014, 71-72).
Después de eso, ¿cómo continuar planteando al humano como viviente privilegiado en un universo compuesto por otros tantos mundos, soles y estrellas? No obstante, en contra de todas las argumentaciones, entre los siglos XVIII y XIX, hasta cierto punto, por lo menos filosóficamente, se llevó a cabo un giro anticopernicano, en cuanto se recolocó al humano en el centro, esta vez bajo argumentos relacionados con el conocimiento, el lenguaje, el razonamiento y la filosofía. En la medida en que el humano es incapaz de concebir el mundo, a no ser desde sus propios sentidos y argumentos, el humano es constructor del mundo. Al respecto, Welsch cita la siguiente frase de Kant, presente en la Crítica de la razón pura: «los objetos han de atenerse a nuestro conocimiento» (2014, 19). Dicho de otra manera, lo existente es en tanto traducido por el humano y sus formas de entender y recibir eso existente.
Derechos
Uno de los representantes destacados del Arte Povera italiano, Michelangelo Pistoletto, realizó en la década de los setenta varias piezas en las cuales involucraba copias de esculturas latinas. Una de ellas, El etrusco, es una copia en yeso realizada a partir de una escultura etrusca denominada El Orador 12. En cuanto es una escultura instalada, esta debe ser colocada de cara a la pared frente a un espejo de gran dimensión. Lo que busca Pistoletto con la pieza, según aclara, es aludir a la comunicabilidad entre tiempos pasado, presente y futuro. En este caso, el público que mira la obra y se ve reflejado en el espejo constituiría el puente temporal que uniría el pasado con el presente y al romano antiguo con cualquier turista de hoy.
Parecería que se le escapara a Pistoletto una connotación muy fuertemente humanista, y por qué no decirlo, antrópica. El arengador que levanta su brazo en actitud de habla, anuncia el inicio del discurso, pero esto lo hace dirigiéndose básicamente a sí mismo. Este sentido circular en medio del cual el signo se confina en el propio emisor es dramático en su incapacidad de comunicar; de esta manera el juego oratorio produce una interpelación cerrada y excluyente. El arengador, narcisista y solitario, habla para sí, inviabilizando la inclusión de otros participantes.
Podría ser este el momento de afirmar que el antropocentrismo no es una forma de pensar que vaya sola, sino que se acompaña de otros centrismos (occidentalocentrismo, falocentrismo, logocentrismo, etnocentrismo y ocularocentrismo). Una manifestación dramática y compleja de lo dicho lo constituye la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En el momento en que se escribieron los derechos del hombre se dejaron por fuera los derechos de la mujer, el nombre mismo lo enuncia. Soterradamente exilia también de derechos a los individuos pertenecientes a culturas no occidentales, a los niños, a los menores de edad y, desde luego, a la naturaleza. En 1790 Etta Palm, agudamente consciente de esa exclusión constitutiva, reaccionó a la publicación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano con la publicación de su Discurso sobre la injusticia de las leyes a favor del hombre y a expensas de la mujer. A este Discurso le siguió, un año después, la publicación de la Declaración de Derechos de la mujer y la ciudadana, de Olympe de Gouges y, en 1792, la Vindicación de los Derechos de la Mujer, de Mary Wollstonecraft. Esas tempranas reacciones correctivas constatan el que la declaración de los derechos, al definir los derechos de unos, necesariamente pone por fuera los derechos de otros. Por ello, podría decirse que la declaración de los Derechos del Hombre constituye uno de los nodos de la construcción legislativa y política moderna de un sistema mundial de exclusión antrópico y patriarcal. 13
Contratar
Si tratamos al mundo como un objeto,
nos condenamos a volvernos a nuestra vez objetos de ese objeto.
Michel Serres
En 1990 el filósofo e historiador de la ciencia Michel Serres publicó un libro poco ortodoxo que antes que cualquier cosa era un llamado de alarma: El Contrato natural. Si bien este fue recibido con interés por sus seguidores, en algunos sectores intelectuales fue entendido como un gran despropósito. ¿Cómo era posible tan siquiera considerar la idea de celebrar un contrato con aquello —condición elemental— que no es un sujeto? A esta pregunta sobrevenían otras más: ¿Cómo conceder derechos a un ser no humano? Entre sus detractores se contó el teórico del paisaje Alan Roger, quien reservó, ni más ni menos, un subcapítulo de su libro Breve tratado del paisaje, para hablar con ironía de El Contrato Natural. Dentro de su largo comentario, dice:
[…] nadie ha hecho notar que este texto es radicalmente irracional; que es incompatible con las bases elementales del pensamiento organizado, al menos tal como lo ha practicado Occidente desde Aristóteles a Einstein. […] ¿Quién ha señalado que este libro no es de un filósofo sino de un chamán en trance? (2007, 164.)
No deja de ser interesante que para desacreditar la racionalidad de los argumentos de Serres, Roger acuda a la imagen del chamán, entendido en la frase como antípoda del pensamiento válido. 14
Y bien, entre aplausos y burlas, el libro prosiguió su recorrido editorial, rodeado, en cualquier caso, de gran visibilidad hasta el día de hoy, cuando veintiséis años más tarde el requerimiento de Serres ha demostrado tener tanta vigencia. En una entrevista concedida en el año 1999, el filósofo comenta haber identificado casos emergentes —aunque aislados—, de jurisprudencia, en los que el demandante era un elemento natural. Cuenta Serres que en un juicio contra las actividades antiecológicas de una multinacional, el demandante era ¡una reserva forestal! Pero los grandes cambios jurídicos estructurales no se dieron ni en Europa ni en Estados Unidos, sino en dos democracias de América Latina.
En la Constitución de Ecuador (2007), la naturaleza es reconocida como sujeto de derecho en varios de sus numerales, escenario definitivo de un giro político anti antrópico. 15 No obstante, la crisis por la que atraviesa el mundo no da espera, y la necesidad de establecer ese contrato natural de forma más amplia y efectiva es inminente. Por ahora, revisemos las afirmaciones fundamentales del «Contrato», ya fundacional en lo que concierne a la propuesta de descentrar al humano del mundo para considerarlo como igual respecto a los otros vivientes.
El 6 de agosto de 1945 marcaría, según Serres, el punto de no retorno de las relaciones entre el humano y la naturaleza. 16 En ese momento histórico, el del lanzamiento de las bombas en Hiroshima y Nagasaki, fueron empleados por primera vez en la historia objetos-mundo, y lo fueron contra el mundo, no contra dos poblaciones o una nación. Cuando Serres habla de objetos-mundo, se refiere a artefactos realizados y diseñados por humanos, que poseen la capacidad de intervenir e interferir en el comportamiento del mundo a una escala global en alguna de las magnitudes relacionables con la Tierra, 17 produciendo un tipo de intervención inédito por su magnitud y escala.
Pues bien, en el momento en que se tomó la decisión de emplear esa tecnología y los aviones expulsaron las bombas atómicas, la humanidad dio inicio a la posibilidad de producir su propia extinción. Ese evento, se diría, desestructuró el discurso del humano respecto al mundo, y con ello modificó supuestos de las disciplinas del conocimiento cuyo objeto es pensar esas relaciones. La ciencia, el derecho, la filosofía, la política que se pensaron en lo local, planteadas desde paradigmas pertenecientes
a otro escenario histórico, en ese año, en las décadas subsiguientes, debieron revisar sus fundamentos para incluir esta inédita posición de poder, en el marco de la cual el empoderado debe temer su capacidad de actuación sobre lo otro. Para Serres, las disciplinas están llamadas a pensar el nuevo estado de cosas, exigiendo al humano «dominar su dominación», pues de no ser así, lo temido sería de la magnitud de un enfrentamiento global, esto es, del inicio de una guerra en la que se enfrentarían los humanos con el mundo. Reportes de esa guerra lo conforman el calentamiento global, la desaparición diaria de especies o el crecimiento porcentual de especies en amenaza. Serres ve en estos acontecimientos, efectos de rebote del mundo, que lejos de ser un objeto, aunque precarizado y fragilizado, es un agente activo-activado.
En este escenario cambian los problemas y la manera de formularlos, y sí, también cambian las preguntas. A las arriba formuladas, habría que agregar otras tantas, que desestructurarían escenarios éticos que los humanos hemos formulado para entendernos en relación con el mundo: ¿quién o qué tiene derecho a ser sujeto de derechos? Emitir esa pregunta requeriría, seguramente, que el derecho llevase a cabo un ejercicio de actualización, un giro en el que deberían caber preguntas como esta: ¿puede ser el mundo sujeto de derechos?
La mirada del otro (A manera de cierre)
Ahora dices que ya no te acuerdas,
Que nada es cierto,
Que son palabras…
Yo estoy tranquilo porque al fin de cuentas
En nuestro idilio las pencas hablan…
Mientras hago el recorrido que va de Duitama a Bogotá en un bus intermunicipal, el conductor pone en el televisor un grupo de videoclips para entretener a los adormilados pasajeros. Miro distraídamente uno en el que Vicente Fernández canta «La ley del monte». Oigo la letra, pienso que está bien escrita. En algún momento me abstraigo en el paisaje y retomo cuando la voz dice «…las pencas hablan». Me digo a mí misma: allí está, una vez más, ese fantasma del sentido común que hace hablar a la naturaleza, antropomorfizándola.
En los últimos tiempos, en medio de la crisis medioambiental, ese fantasma se multiplica y reproduce. En varios «memes» que circularon por las redes sociales mientras tenían lugar los terribles terremotos y huracanes recientes que sacudieron a las Antillas, Puerto Rico, Miami, Tampa y México se leía: «La Tierra habla». Habla también la Tierra en la serie de documentales Nature Is Speaking, y también el océano, o el bosque de niebla. 18
En la película Los pájaros de Alfred Hitchcock hay una secuencia muy dramática en la que se presentan ágilmente diferentes imágenes relacionadas con una estación de gasolina. La cámara muestra el café donde se resguarda Melanie, la protagonista de la cinta, luego se detiene en la cabina telefónica, el piso donde se ve correr la gasolina hacia las llantas de los carros, para detenerse en el hombre que baja de un auto y enciende un cigarrillo. La serie de tomas cosen al espectador a un ritmo trágico que finalmente desemboca en el temido desenlace: se incendia la estación con los consabidos estallidos de los surtidores y de varios automóviles. Respecto a esta escena, el filósofo y pensador lacaniano Slavoj Žižek lleva a cabo un interesante análisis: al final de la secuencia se suma a las tomas mencionadas un punto de vista aéreo que poco a poco se va llenando con los cuerpos de los pájaros y sus graznidos. Para Žižek este plano es The Gaze, la mirada del otro. Los pájaros ominosamente miran desde arriba el incendio y destrucción que han provocado. En otro apartado explica el autor, «The Gaze es aquel ángulo oscuro, aquel punto ciego, desde donde el objeto observado nos devuelve la mirada» 19. Pensando en eso, en la voz de la penca, en la mirada de los pájaros o en la voz de la madre tierra en Nature Is Speaking, creo que hay que tomar en serio esa insistencia, diría desesperada, por encontrar una expresión de reciprocidad legitimable, desde el habla, desde la queja articulada, desde la expresión de un logos en el cual espejearse en el otro. Supongo que por medio del truco de antropomorfizar la voz y la mirada se entiende más fácilmente a la Tierra como agente y, por tanto, presumo que posibilita abrir una brecha por entre el prejuicio cultural que hace algo más comprensible entenderla como sujeta de derechos.
Ahora, se puede seguir esa mirada antropomorfizante y neoanimista o bien, se puede reconocer que en el mundo hay miles de miradas y miles de voces que se expresan ante mí. Desde sistemas de comunicación diversos al humano, que no por ello habría que calificar de inexistentes, esos cuerpos con pelos o escamas y ojos de mirada no estereoscópica se manifiestan. Miles de organismos devuelven la información de nuestros cuerpos, reaccionan a nuestras acciones desde superficies verdes, desde derrames untuosos o desde borboteantes líquidos.
El esquema de la mirada perspéctica Brunelleschiana supone en el vértice del cono de la visión a un humano que es el supuesto punto de partida obvio. La xilografía de Durero Dibujante representando en perspectiva a una mujer reclinada, deja entender el sistema de forma pedagógica. En su composición, el objeto de la mirada es un cuerpo femenino yacente, docilizado y pasivo.
Pero ¿qué pasaría si, llevando a cabo una corrección de observación, retiramos del punto privilegiado de observación al humano y lo colocamos en el otro lado, como objeto de la mirada, tal como ocurre en el plano de Hitchcock? Para hacerlo, voy a utilizar un fragmento libremente editado, un misreading, 20 de El ser y la nada de Jean Paul Sartre. Se trata de un fragmento del capítulo «La mirada», texto admirado por Lacan y empleado por él en dos de sus Seminarios para hablar del proceso de intersubjetivación. 21
En «La mirada» Sartre explica una situación que tiene lugar en un parque, donde un sujeto sentado en una banca adivina al otro lado la figura de un hombre que lo mira. A partir de esa sencilla constatación, el sujeto, entendiéndose visto, se reconoce como objetualizado por la mirada del otro. Digamos más, ese sujeto es el sujeto emblemático, por antonomasia, que, por cierto, como ocurre con la obra de Durero, también es un hombre y, con seguridad, ha de ser europeo y heterosexual (como lo era Sartre).
En mi ejercicio, cambio el eje de esa relación visto-vidente, poniendo en el eje del cono visual a un cuerpo no humano entre el follaje, que mira al hombre al otro lado del parque:
Basta que otro me mire para que yo sea lo que soy. No para mí mismo, ciertamente: no lograré jamás realizar ese «ser-el-que-está-sentado» que capto en la mirada del otro, pues seguiré siendo conciencia, siempre, sino para el otro. Así, quedo despojado, para el otro, de mi trascendencia. Pues, en efecto, para quienquiera que se constituya en testigo de ella, es decir, que se determine como no siendo esa transcendencia, esta se convierte en trascendencia puramente constatada, transcendencia dada, es decir, adquiere una naturaleza por el solo hecho de que el otro le confiere un afuera, no por alguna deformación o refracción que no lo pondría a través de sus categorías, sino por su ser mismo. Si hay un otro, quienquiera que fuere, dondequiera que esté, cualesquiera que fueren sus relaciones conmigo, sin que actúe siquiera sobre del prójimo sino por el puro surgimiento de su ser, tengo un afuera, tengo una nada original, es la existencia del otro; y la vergüenza es como mi naturaleza y el orgullo, como la aprehensión de sí mismo, aun cuando esta naturaleza misma me escape y sea incognoscible como tal. No es, propiamente hablando, que me sienta perder mi libertad para convertirme en una cosa, sino que aquella está allá, fuera de mi libertad vivida, como un acto dado de ese ser que soy para el otro. Capto la mirada del otro en atributo de mí, como solidificación y alienación de mis propias posibilidades. En efecto, estas posibilidades que soy y que son la condición en el seno de mi trascendencia, siento, por el temor, por la espera ansiosa o prudente que se dan en otra parte a otro como debiendo ser trascendidas a su vez por las propias posibilidades de él. Y el otro, como mirada, no es sino eso: mi trascendencia trascendida. Captarme como visto, en efecto, es captarme como visto en el mundo y a partir del mundo. La mirada no me recorta en el universo; viene a buscarme en el seno de mi situación. A la vez, esa alienación de mí que es el ser-mirado implica la alienación del mundo que yo organizo. Así, yo que, en tanto que soy mis posibles, soy lo que no soy y no soy lo que soy, he aquí que soy alguno. Y eso que soy —y que por principio me escapa— lo soy en medio del mundo, en tanto que me escapa.
En este fragmento, así, mal leído, se desestabiliza el orden simbólico, cada palabra se reubica de forma muy distinta dentro de las frases, dejando salir a flote lo que siempre ha estado escondido, el reconocimiento obvio: la no soledad, el no silencio, la presencia constante de otras miradas, de otras voces, de clamores, de otras presencias en el mundo, distintas a esa que se quiere única. De esta manera el sujeto humano, depuesto, deviene objeto, deviene cuerpo y huella en el espacio. Por otra parte, en el marco de «la suplantación» adviene la reciprocación de la mirada, una aceptación de la presencia del otro, en cuyo ejercicio el humano se reconoce y se desconoce, se pierde como dominador, como eje o centro. El cono de la visión va y vuelve, se arma y desarma sin otorgar privilegios. Entonces, habría que recordar lo que siempre estuvo allí: si el sapiens sapiens como mono erguido logró ver a lo lejos la sabana y los depredadores que en ella rondaban, igualmente, y como consecuencia de vuelta, fue también visto. 22 Al respecto, cabe abundar en otro apartado de Sartre,
Lo que capto inmediatamente cuando oigo crujir las ramas tras de mí no es que hay alguien, sino que soy vulnerable, que tengo un cuerpo capaz de ser herido, que ocupo un lugar y que no puedo en ningún caso evadirme del espacio en que estoy sin defensa; en suma, que soy visto.
Quizás la aterradora verdad inhumana escondida en el ocultamiento del otro, en el amordazamiento sistemático del otro, ha sido, precisamente, el miedo a la aceptación de la inmensa vulnerabilidad humana. Al respecto, cuenta el antropólogo Eduardo Kohn que, en una ocasión en que se encontraba acampando en medio de la selva amazónica ecuatoriana, el baquiano le advirtió:
Sleep face up! If a jaguar comes he'll see you can look back and won't bother you […] If, Juanicu was saying, a jaguar sees you as a being that is capable of looking back, —a self like himself, a you—he'll leave you alone. (Kohn 2013, 1)
Y coincidiendo con la reflexión de Sartre, continúa Kohn,
So as not to become meat we must return the jaguar's gaze. But in this encounter we do not remain unchanged. We become something new, a new kind of «we» perhaps, aligned somehow with that predator who regards us as a predator and not, fortunatly, as dead meat. (Kohn 2013, 1)
En medio de la crisis de civilización que hoy atravesamos y en los bordes de la llamada sexta extinción, retomo las palabras de Diderot que no ve sino un desierto en la ausencia del humano,
Si se excluye al hombre […] el espectáculo sublime y conmovedor de la naturaleza no es más que una escena triste y muda. El universo calla, silencio y oscuridad lo dominan; todo se convierte en un desierto horrible, en que los fenómenos se producen […] oscura y sordamente.
Diríamos que el pensador francés registra de forma incomparable aquello en lo que consiste la mirada antrópica, esto es, la expresión de una dimensión aterradoramente inhumana, propia de la condición humana en sí: la borradura radical del otro. 23 Esta sordera y ceguera ha dado vía libre a derrochar dolor, destrucción, tortura, derrumbe y polución. Antes del siglo XX, la sordera hacia el otro incluía la voz de las mujeres; la de los sujetos provenientes de culturas no occidentales fue escuchada hasta hace relativamente corto tiempo. Hoy no podemos seguir sosteniendo esa sordera y seguir entendiendo como voz, únicamente una articulada desde nuestras lenguas y nuestras semiosis. El planeta y sus habitantes no humanos se expresan, gruñen, aúllan, crujen, trepidan, se manifiestan. Es la hora de volver el rostro y mirar atentos a la Tierra, a sus criaturas, a los ríos y páramos y producir un giro empático en el que, voluntariamente, optemos por descender del pedestal egoecológico excepcionalizante y tiránico sobre el que nos autoinstituímos. Desde el Antropoceno sería posible y quizás, aún hay tiempo, de desplegar en otro sentido la fuerza del humano, invirtiendo la lógica del poder como violencia al de la no violencia como poder, citando a Vandana Shiva, para comenzar a construir desde otro paradigma una cohabitabilidad del mundo, vitalista, compasiva y simbiótica.
Referencias
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1 Donna Haraway cita a Rusten Hodges quien ingeniosamente juega con esa etimología y propone, para cambiar de paradigma, por ejemplo, hablar de las humusities en lugar de las humanities (2016, 32)
2La Scienza Nuova fue escrita en 1725, revisada en 1735 y en 1744. La última versión es la reconocida como definitiva, con las actualizaciones ortográficas y la enumeración de párrafos e índice propuestos por Fausto Nicolini en la publicación de 1928.
3La traducción es propia.7
4 Empleo la noción de principio antrópico según el sentido que le otorga el filósofo Wolfgang Welsch en su libro Hombre y mundo (2012). Así lo define en estos dos apartados: «El principio antrópico tiene su fundamento en la oposición hombre-mundo» (Ibíd., 12). Y en este aparte lo complementa: «Utilizo la expresión en otro sentido al usual en el discurso cosmológico del anthropic principle. El término me sirve exclusivamente para la caracterización de la forma moderna de pensar que se basa en que hay que partir en todo del hombre y hay que referir todo al hombre» (Ibíd., 18).
5 Para Vandana Shiva, Occidente se inscribió como depredadora de una naturaleza que vio, fundamentalmente como recurso y con ello, como potencial fuente de enriquecimiento y lucro (1988). Las denominadas «malezas» o «malas hierbas» son erradicadas por adelantado, irreflexivamente, bajo la idea de que no son útiles. Así, el régimen de lo útil y de la utilidad pueden definir la sobrevivencia o decretarle la muerte. Piénsese en el caso de la zarigüeya en nuestro país, animal en amenaza de extinción.
6 A propósito de Pollock, ver «Seis», de Rosalind Krauss en el Inconsciente Óptico, (1997, 257 y ss.).
7 Paik está siguiendo la instrucción de La Monte Young en la Composición 1960 N.º 10, «A Bob Morris» que dice: «Dibuje una línea recta y sígala». La interpretación de Paik (Zen for Head, 1962) construye una imagen potente y expresiva, cargada de tintes políticos, con la Guerra de Corea como subtexto.
8 Gould establece en tres pasos el salto fundamental del humano, el bipedalismo o posición erguida que dio ruta a la liberación de las manos y en consecuencia a su libre empleo para hacer cosas y construir herramientas. De esta relación se sucede la complejización de la mano y sus movimientos, complejidad que redundó en la necesidad de contar con un cerebro de mayor tamaño y luego, con su posterior desarrollo cognitivo. (Gould 1983, 150-154).
9 El fragmento aparece en la entrevista que le hace Thyrza Nichols Goodeve a Donna Haraway en el libro del mismo nombre. Donna Haraway observa: «I am fascinated with the molecular architecture that plants and animals share, as well as with the kinds of instrumentation, interdisciplinarity, and knowledge practices that have gone into the historical possibilities of understanding how I am like a leaf»
10 Para entender el Tiempo Profundo se han empleado diversos símiles. Entre ellos cabe mencionar el reloj que en su fondo marca doce horas. En ese recorrido, el Cenozoico ocurre en los últimos cinco minutos, mientras la aparición de los humanos ocurre en el último minuto. Una infografía interactiva que de forma pedagógica y amable muestra esto, puede ser consultada en http:// deeptime.info/
11 «Al respecto, resulta conmovedora y, desde luego, dramática, la imagen que propone Edward Wilson al referiste de esta manera al planeta y a su posición en el marco del universo: La brizna diminuta que llamamos hogar es proporcionalmente poco más que eso: una mota de polvo situada cerca de los márgenes de nuestra galaxia, otra más de entre unos cien mil millones o más de galaxias en el universo. […] En relación al universo, la Tierra no es más que el segundo segmento de la antena izquierda de un pulgón que se ha posado un rato en un pétalo de flor en un jardín de Teaneck, Nueva Jersey, esta misma tarde» (Wilson 2014, 37).
12 El Orador del Trasimeno es una escultura etrusca en bronce realizada en el siglo I a.C.
13 El filósofo Peter Singer anota en su libro Liberación animal, la siguiente reflexión de Jeremy Bentham «Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos que nunca se le pudo haber negado de no ser por la acción de la tiranía. […] Puede que llegue un día en que el número de piernas, la vellosidad de la piel, o la terminación del os sacrum sean razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible (al capricho de quien lo atormenta)».
14 Esta frase de Roger, instalada en un recalcitrante sesgo colonialista, podría ser un ejemplo preciso de la siguiente caracterización que hace Boaventura de Sousa Santos: «[…] es posible mostrar, por un lado, que la opresión y la exclusión tienen dimensiones que el pensamiento crítico emancipatorio de raíz eurocéntrica ignoró o desvalorizó, y, por otro, que una de esas dimensiones está más allá del pensamiento, en las condiciones epistemológicas que hacen posible identificar lo que hacemos como pensamiento válido. La identificación de las condiciones epistemológicas permite mostrar la vastísima destrucción de conocimientos propios de los pueblos causada por el colonialismo europeo —lo que llamo epistemicidio— y, por otro lado, el hecho de que el fin del colonialismo político no significó el fin del colonialismo en las mentalidades y subjetividades, en la cultura y en la epistemología y que, por el contrario, continuó reproduciéndose de modo endógeno (2010, 9-10).
15 Marco Aparicio Wilhelmi anota que «durante las discusiones constituyentes, fueron bastantes las voces que optaron por descalificar el propósito de incluir derechos de la Naturaleza, incluso hasta llegar a la burla. No obstante, la reacción teórica ha sido más que contundente» (Ávila, 2011; Acosta y Martínez, 2009; Eduardo Gudynas, 2009)
16 De aquí en adelante, cambio la palabra que emplea Serres, hombre, por la de humano para no caer en un término androcéntrico.
17 La noción de objetos-mundo la introdujo Serres en Hermes III, 1974. Algunos ejemplos de objetos –mundo son los satélites (velocidad), residuos nucleares (tiempo), bomba nuclear (energía), internet (espacio).
18 En la serie de videos Nature is Speaking de Conservation International, famosos actores de cine como Julia Roberts, Harrison Ford, Kevin Spacey o Edward Norton le dan voz a la naturaleza. Disponible en http://www.conservation.org/nature-is-speaking/Pages/default.aspx
19 Slavoj Žižek da esa explicación en otro apartado de The Pervert's Guide To Cinema (2009).
20 Judith Butler propone llevar a cabo «malas lecturas» de algunos autores canónicos, para entender así, desde otra óptica, problemas relacionados con el género y el sexo, con temas silenciados por la cultura hegemónica y patriarcal occidental. Aplico su metodología de dislocación creativa y voluntariosa.
21 Dice Lacan sobre El ser y la nada en el Seminario 1: «Esta es una obra que, desde el punto de vista filosófico, puede ser objeto de muchas críticas; pero indudablemente alcanza en esta descripción, aunque solo fuese por su talento y brío, un momento especialmente convincente» (2007, 313).
22 Tal como lo señala e insiste Hans Blumenberg en su famoso libro Descripción del ser humano.
23 Se trata con esa frase de otro misreading, esta vez de Slavoj Žižek cuando define cultura en «La naturaleza no existe» (2004, 68).