CIUDAD RURAL. TRES ENTREVISTAS
Elena Villamil, Jaime Beltrán y José Ney Pulido son tres cultivadores de ciudad. Sus días se reparten entre la siembra, la transformación de alimentos, la enseñanza y los procesos sociales.
Los tres cultivos son muy diferentes en extensión, entorno y forma de propiedad. Elena Villamil siembra en el patio de su casa, en el centro de Bogotá, en un tradicional barrio popular, con conflictos de inseguridad permanentes, pero con todas las ventajas del rápido acceso a los servicios de la ciudad. Un barrio que hoy se ve asediado por la apresurada construcción de edificios de altura, la demolición de las casas tradicionales, la expulsión de los vecinos y, en el caso de Elena, por el encierro y la falta de aire y luz para su huerta.
José Ney Pulido cultiva en un espacio comunitario, junto a otras seis familias, en una hectárea recuperada de un botadero de escombros, basura y muertos, en el Distrito de Agua Blanca en Cali, lugar de extramuros, considerado uno de los más peligrosos de la ciudad.
Por su parte, Jaime Beltrán tiene su finca en Usme, en el área rural del sur de Bogotá. Como corredor Bogotá - Usme - Sumapaz, se vio afectado durante toda la guerra de Colombia por el paso de las guerrillas y del Ejército y, en menor medida, aunque no menos agresivo, por la retaliación de los paramilitares. Además de esto, Usme, junto a Ciudad Bolívar, ha sido definido como lugar de desecho por las administraciones distritales, el espacio para poner el más grande botadero de basura, Doña Juana, justo sobre la cuenca del Río Tunjuelo; lugar de extracción minera y de vivienda de desplazados campesinos —sea por violencia armada o económica—; y lugar de expansión urbana, razón por la cual parte de las tierras rurales son exigidas a los pequeños y medianos propietarios de Usme, a precios ínfimos, para los planes de urbanización. Sin embargo, Usme rural ha sido un abastecedor tradicional de alimentos para Bogotá, así como lugar de recreo y aire para los bogotanos del sur, por sus paisajes de un verde intenso y por la tradición de sus asaderos de domingo. Además, hoy en día es escenario de uno de los hallazgos arqueológicos más grandes de Latinoamérica, La Necrópolis de Usme, que apareció no por estudios, sino bajo los dientes de las retroexcavadoras que preparaban la tierra rural para convertirla en suelo de expansión urbana.
Tenemos aquí entonces tres espacios: una casa en pleno centro de Bogotá, una posesión comunitaria en extramuros y una finca en el límite urbano-rural, tres espacios que conforman un panorama de siembras citadinas. Es decir, una propuesta de ciudad rural, una ciudad productora de alimentos que no entra en la tradicional oposición urbe / campo que aprendimos desde el colegio.
Y, como se ve en las entrevistas, en esta propuesta de ciudad rural lo determinante es la unión de pensamiento y práctica. El pensamiento de estos tres cultivadores, tal como el de Quintín Lame, es de una poesía sin par, sea por las imágenes que crean sus palabras o por la vida que crean sus manos. Su labor y sus espacios llenan de sentido a quienes nos acercamos a ellos, no solo porque necesitamos la comida, el aire y el agua que crean sus cultivos, sino porque necesitamos la libertad que solo es posible cuando hay muchas y muy diferentes formas de vivir. Ellos muestran que hay otras formas de sostenerse, de producir y de aprender, aún en la ciudad que parece moverse siempre en una sola dirección, la de las transacciones comerciales, y que tiene que haber espacio, sagrado, para estas otras formas de vida: «lo que es sagrado no es solo el cementerio indígena de Usme», dice Jaime Beltrán; «lo que es sagrado es el territorio rural».
Tres entrevistas
Todos hablan de sus claustros de educación; por esta razón, yo también debo hablar como lo hago de los claustros donde me educó la Naturaleza, ese Colegio de mi educación: El primer libro fue el ver cruzar los cuatro vientos de la tierra. El segundo fue el contemplar la Mansión de los cuatro vientos del Cielo. El tercero, fue el ver nacer la estrella solar en el Oriente y verla morir en el ocaso y que así moría el hombre nacido de mujer. El cuarto libro, contemplar la sonrisa de todos los jardines que sembrados y cultivados por esa Señorita que viste de traje azul y que se corona ella misma de flores y se perfuma en su tocador interminable, etc., etc. El quinto libro, el coro interminable de cantos. El sexto libro, ese bello jardín de la zoología montés. El séptimo libro, oír atentamente esa charla que forman los arroyos de agua en el bosque, lo que me parecía un concierto de niños que van de embeleso en embeleso. El octavo libro, el idilio. El noveno libro, el verdadero libro de los amores, porque no es el Secretario de los amantes, etc. El décimo libro, estudiar ese libro del reglamento armónico que tiene esa Señorita, con el nombre «La Naturaleza», en el Palacio de sus tres reinos. El undécimo libro, de la agricultura y quienes son los dueños de esa agricultura, es decir, los consumidores, etc. El duodécimo, el libro de la ganadería montés. El decimotercero, el libro de la Higiene. El decimocuarto, la Metafísica, razones supremas del mundo que se encuentra en este libro. El decimoquinto, la Ontología, la que señala o investiga el ser en general y sus atributos inmediatos, etc. Y qué diré de ese libro llamado la Lógica, que fue la llave de mi conocimiento.
Manuel Quintín Lame
Elena Villamil
Con el tiempo, María, he visto que la tierra, las plantas me hablan, por el trato que tengo con ellas, ellas conmigo. Yo no digo que les hablo de palabra, ni ellas a mí, pero sí en el pensamiento. Cuando las estoy tocando, me dicen «es por acá, por este lado, tiene que hacer esto», ellas son las que me guían sobre lo que tengo que hacer en la huerta. Empecé a darme cuenta —creo que de unos cinco años para acá— de que les preguntaba: «guíenme, enséñenme cómo es», sobre todo a la tierra.
Cuando estudié agricultura urbana con el Sena o con la Alcaldía, siempre me traían productos; Avingra, roca fosfórica, cal orgánica, fertilizantes, pero yo decía «no quiero nada, nada; solo enséñenme», y eso les rogaba, y en eso ando todavía. Hoy en día yo no uso nada de eso, yo nunca he tenido que ir a comprar algo para ponerlo en la huerta y eso me lo ha enseñado la tierra, solamente la tierra, y las plantas. Yo las observo; cuando ellas no se desarrollan en tal sitio, yo soy de las que cojo las plantas, me las llevo para otro lado y hasta que llegamos al sitio en que la planta quiere estarse. Ahí está lo que la quinua me enseñó: ella no se da bajo el invernadero; la quinua solamente se da afuera, debajo del plástico no bota el grano, el palo sube alto, pero no bota el grano. En cambio afuera es una divinidad.
Toda la vida me han dicho que soy muy terca, pero yo agradezco esa terquedad, porque digo «¿y si yo lo puedo hacer de otra manera?». Por ejemplo, me dijeron que no se le puede echar ni limón ni naranja al compost. Ningún cítrico. Ahí dije: «vamos a ver». Porque pensaba yo… «¿las lombrices tienen dientes para saber que tal o cual cosa no les gusta?», y cuando quedé sola dije «no, voy a ensayar, y si las mato pues qué tristeza». Y no, María, la fruta es de las cosas que más les gustan a las lombrices. Todo lo que sea fruta a la lombriz le fascina, lo único que uno tiene que hacer es picar, picar y nada más. Yo echo las cáscaras de los mamoncillos —cuando tengo la oportunidad de comerme un mamoncillo—, las semillas del aguacate, María, me di cuenta de que picar la semilla del aguacate y echarla en la tierra es una cosa maravillosa, y me di cuenta de que si la pico bien, no es difícil, es fácil, la pico y la meto en la tierra, donde tengo sembrado, la semilla de aguacate; ella hace que la tierra no se apriete tanto, ayuda a que la tierra esté suelta, y se va desintegrando ahí, en la tierra. Lo mismo que cojo la lechuga que se ha dañado, levanto la tierra y la echo, y voy a los quince días y eso está hecho tierra… tierra, tierra, tierra.
Comencé a sembrar porque yo tenía el restaurante acá en la casa, y siempre he tenido la inquietud de los residuos de la cocina, siempre, siempre. Digamos hollejos o cáscaras, desde que llegué a esta casa los enterraba en el patio. Pero yo no sabía lo que estaba haciendo, no sé por qué ese instinto, lo que no quería era sacarlo a la basura, no darle más a Doña Juana. Y luego Miriam vino aquí, la persona que la trajo a sumercé, y ella me dijo «Elena, usted con este patio, con un restaurante, ¿por qué no cultiva?», y yo le decía «¿puedo?». Ella me dijo que probara al menos con maíz y tomate, y me enseñó. Y cuando me di cuenta de que sí se podía dije «no, tengo que recurrir a alguien que me enseñe». Fue entonces cuando acudí a la iglesia de acá, la de la Perseverancia y le conté al párroco, y él tenía también la misma idea. Así que él fue al Sena a solicitar el curso de agricultura urbana; fuimos de buenas porque nos visitaron. El agrónomo, Alberto Mogollón, dijo qué chévere, porque aquí en el patio podemos hacer las dos clases de agricultura, la tradicional (la de campo, en suelo) y la otra, la agricultura urbana, en la que partimos de cualquier sitio, de cualquier espacio». El párroco prestó un patio en la parte de atrás de la iglesia, y ese patio lo encontramos con cemento, entonces él propuso reciclar madera y hacer camas de huerta. Empezamos en 2007, los primeros dos años con el Sena. Ya llevamos diez en total.
Yo llevo en un cuaderno anotados los productos que he tenido, María, y en estos diez años ya voy en ochenta productos diferentes, aunque no puedo tener frutales, por el espacio, pero conozco alguien que tiene frutales en un espacio de 100 m2, acá en la ciudad, en el Bulevar Niza. De modo que el límite está es en la mente, porque si no, logramos muchas cosas.
Lo que más se da es la hortaliza, hoy precisamente estaba arreglando una cama y lloré, María, porque encontré un poco de papa en la parte de abajo, o sea que esa papa que hoy saqué ya es papa limpia, ya es un proceso de papa orgánica, y lo logré, y de alverjitas que eran ya van engrosando más.
Esa papa me la dio el Jardín Botánico; escogió a unas cuantas personas y a mí, que me dio tres variedades. Humberto, el agrónomo de Pasto, la familia es de custodios de semillas, y él le donó al Jardín Botánico 54 variedades. A mí me dieron papa huevo de indio, roja y una pastusa. Me las dieron gruesas, me las dieron bonitas, yo las he venido sembrando acá. Las primeras que salieron eran alverjitas, pero eso lo he sembrado y vuelto a sembrar, y hoy encontré una más gruesita, tanto que se la di a una niña que estaba trabajando conmigo. Toda la gruesita que saqué, como una librita, se la di a ella y yo dejé mis pequeñitas para volverlas a sembrar. Porque es más que justo que la persona que venga y le ayude a uno, que dona su tiempo, coma de acá, María.
Yo siento que trabajar la tierra me puso más los pies sobre la tierra, perdone que llore, pero es que esto me emociona, esto no ha sido más que bendición, bendición y bendiciones. Ha sido diferente María, ha sido muy diferente saber que la gente me tiene que aceptar y que yo acepto a la gente, eso es algo muy bonito. Una belleza, María, la relación con la gente que todavía no sabe que esto se puede hacer en la ciudad, y en un pequeño espacio, entonces para la gente venir aquí es algo increíble, y lo ven a uno como una plaza de mercado: «¿pero usted vende zanahoria, tomate, cabezona?», y yo les digo «no, mire que la verdad yo estoy produciendo casi solamente para mí, para mis hijas que llevan, pero yo en este momento estoy más concentrada en la semilla, en producir semilla». Por ejemplo, el otro día hablaba con Édgar, del Jardín Botánico, y él me dice, «Elena, la semilla de acelga se nos puede demorar hasta tres años», y yo le digo, «bueno, Édgar, tranquilo, yo me espero esos tres años». Y esa es la otra cosa que agradezco todos los días: sembrar, María, poner una semilla. Uno todos los días quiere vivir el mañana y el mañana, por esperar ese fruto.
Todos los días en la huerta, todos los días en la huerta, desde que no tenga una salida temprano o ayudarle a alguien. Hoy no he salido en todo el día, porque la cama de afuera estaba con lo que mucha gente llama maleza, que es «bueneza», y eso lo tenía que recoger, entonces resulté sacando la tierra, dándole todo el volteo, y todo lo que recogí lo picamos con la niña que vino y lo echamos de primeras en la cama, y volví y metí la tierra, y aboné a mi manera con cáscara de huevo, con cascarilla, con ceniza, de esa manera volví y arreglé la cama.
Estoy desde las seis de la mañana, y no es pesado, para mí no lo es. Esta niña me decía «oiga, Elena, pero usted trabaja muy duro» entonces le digo «mamita, pero este es como mi gimnasio, ¿no?». Hoy eché pica, azadón, cerní la tierra, pero es el ejercicio que yo hago, ahora más tardecito me doy un baño con agua caliente y ya.
Quisiera ser una profesora porque realmente me doy cuenta de que no soy una solución si vendo comida, pues impido que la gente siembre, y lo que yo quiero es que la gente lo haga.
Lo que aconsejo siempre, desde que tengo esta experiencia, es que por grande que sea el espacio no nos vayamos en todo, porque no podemos cambiar la vida de la noche a la mañana y echarnos encima una cantidad de trabajo, sino que aprendamos en un espacio pequeñito, y nos vamos extendiendo la medida que vamos pudiendo y según la necesidad. Por ejemplo, si ya pude con lechuga, entonces voy a sembrar cilantro, ¿sí?
Las personas van y vienen. Rosita ha perdido mucho el ánimo, yo la invito, pero ella ya no dice que va a ayudar. Agustín me dijo: «Elena, el día en que yo me pensione, no vuelvo», y así lo hizo. Lucila me dijo: «Elena, me siento cansada y esto es pesado, no vuelvo». Bueno, está bien. Pero igual todos ellos hicieron pequeñas huertas en sus casas.
Y los proyectos, María, yo siempre cuestiono eso porque como hasta plata llegaron a darnos, uniforme, botas, guantes… Hoy en día, no lo hay, ya no hay esas cosas, los paseos, los almuerzos, ya no hay esas cosas, entonces la gente dice «Ay no, si ya no hay proyecto, no volvemos». Lo visitan a uno de vez en cuando, pero para trabajar no.
También los jóvenes, van y vienen, pero hartos, hartos, hartos, así que estoy agradecida con la vida, con el universo por esto; hartos, no me pasa un día en que no venga una persona acá o no llame.
En cocina, creo que nada he inventado, porque la naturaleza da todo, lo único que he hecho son mezclas, que me han salido muy bien. El chontaduro me puse a secarlo, lo convertí en polvo y simplemente tenía unos ajíes secos míos, los mezclé y eso fue algo maravilloso. Lástima que el chontaduro aquí no se da, pero yo creo que nadie había comido chontaduro picante. Los helados, las mermeladas de verduras, el tahine de guatila, de cubios, de berenjena, el paté de quinua, riquísimos. El ajiaco vegano de quinua con crema de leche de almendras, la mayonesa de almendras, el pan. Una señora que puso un negocio en Patios vino a aprender a preparar tres tipos de panes para tener en su casa; de quinua, de amaranto y de ajonjolí. Yo se los enseñé.
Si la gente quiere aprender, siempre le digo que aquí estoy. Cómo no se lo voy a enseñar a la gente este conocimiento, si lo he tenido por la Madre Tierra.
Es que le digo algo, María, el otro día arreglando una cama alta sentí la sensación, las ganas de convertirme en una lombriz para moverme en esa tierra, es que es tan divina, tan divina, tan divina la tierra.
***
En todas partes donde he estado he propuesto la creación de escuelas, la construcción de locales, el arreglo de los caminos, la lucha por las carreteras, por puentes y por todo aquello que le hace falta a la comunidad. En eso yo soy incansable; yo creo que en los treinta años que le he dedicado a las peticiones, en documentos y memoriales he reunido como dos arrobas de papel.
Juan de la Cruz Varela
Jaime Beltrán
Siempre me ha parecido que ser campesino es ser una persona más, un individuo más, que vive en un territorio y que tiene unas actividades propias. Un día mío es muy diverso; levantarse, ayudar a hacer unos oficios, ver las vacas, ver algunos animales, orientar la administración de las labores diarias y atender de pronto cuestiones sociales, participar en reuniones, estar pendiente del teléfono, de llamadas, de consultas, o de llamar para sugerir también a las instituciones; es una mezcla de una actividad diaria alrededor de la producción, lo social y alrededor de la casa.
El trabajo social que hago se va dando paralelo al trabajo de la finca, con mucho sacrificio, porque uno ha generado una protección del territorio desde hace muchos años. Creo que lo heredamos de los abuelos, de los padres. Hoy algunos hemos logrado mantener esa herencia de la protección del territorio y la conservación ambiental, entonces cada día avanzamos —aún con los errores que hemos cometido— para recuperar estos espacios, lo que en últimas es una necesidad y una obligación de los ciudadanos.
En la finca hay siembra de árboles, de fresa, de hortalizas; hay abejas, producción pecuaria con cerdos, gallinas, ovejas, vacas, conejos; todo en un sistema orientado a la conservación ambiental, que lo definimos como producción agroecológica.
En la casa hacemos transformación de productos, de lácteos. La hija se dedica a hacer la transformación, porque somos una familia pequeña, somos apenas papá, mamá, hija y, hoy en día, nietos, pequeñitos. Todos estamos en la actividad cooperada. Los productos que se hacen aquí se venden a consumo familiar y otros, como el queso, se venden a tiendas o panaderías para su producción.
Ahora estamos también en un proceso de instalación de panales, mirando que las abejas son benéficas para la polinización de la fresa y de la mora, y creo que las abejas, además de servirnos a nosotros, le van a servir a la región.
Aquí en el campo los conocimientos se desarrollan aprendiendo-haciendo. Desde muy joven, desde muy niño, al lado de mi papá, me tocaba salir a acompañarlo a mirar las vacas, y yo jugaba por ahí, salir a ver cómo estaban sembrando las habas, las papas, los cubios, el trigo, estaba viendo todo el tiempo. Ya cuando tenía por ahí seis, siente años, ayudaba a arreglar semillas, ayudaba a taparlas, a regar abono, a verlas crecer.
Hoy en día los nietos ya ayudan a ver las gallinas, a recoger los huevos, a ver la hortaliza, a cosechar la fresa; están mirando las abejas, los cerdos, están en la misma sintonía, se recrean haciendo y ahí recreándose haciendo van aprendiendo.
Aquí hay unos árboles que tienen bastantes años de sembrados, mi papá los tenía en el borde de la finca. Nosotros venimos de una zona mucho más alta que es por allá del sector de la vereda de La Unión, que está a más de tres mil metros de altura, y cuando llegamos aquí seguramente la zona era un poco más deforestada, y él sembró algunos árboles alrededor de la finca y trajo esos conocimientos que tuvo allá en la zona más alta, casi en zona de páramo, y decía «aquí hay que sembrar un tíbar; un tíbar es muy bonito y eso le da alimento a los pájaros, y hay que tenerlo ahí», entonces lo sembraba por curiosidad, porque le gustaba, porque sabía que eso como que adornaba la finca. Él tenía esa costumbre y también sembraba árboles maderables: «hay que sembrarlo porque en el futuro vamos a necesitar postes». Pensaba en todo, pensaba en la leña que se necesitaba para la casa, si tumbaba un árbol pues se decía que tenía que sembrarlo porque mañana se necesitaba más leña y se necesitaba también que las aves tuvieran dónde anidar.
Esto es como el que estudia una carrera y se siente satisfecho, se siente identificado, se siente que es lo propio, es estar uno al lado de quien conoce, de quien tiene mucha experiencia y dice: «esta planta se produce por semilla, de esta se puede sembrar una estaca y ahí nace un árbol», y también uno con el tiempo va generando unos modos de investigación y de observación, va haciendo y va mirando y va investigando y se van dando las cosas.
En 2012 que fui invitado al VI Foro Mundial de la ONU Hábitat, en Nápoles, presenté la tesis de la relación campo-ciudad, que cogió también mucha fuerza y eso ha ayudado a que los administradores, la gente y la academia comiencen a pensarse que existen también unos territorios más allá de esas cuatro paredes en la ciudad.
Pero es bastante difícil. Las administraciones realmente no tienen sino conceptos de ciudad urbana, y nosotros somos también ciudad, pero rural, nosotros hacemos también parte de Bogotá, la Bogotá rural. Algunos administradores tienen esa sensibilización, o más bien conocen, no es que sean sensibles, sino que entienden que otros territorios son importantes para la misma ciudad, y eso ha sido algo que nosotros los campesinos les hemos estado repitiendo, repicando a esos funcionarios, que nosotros también hacemos parte del desarrollo y se nos debe tener en cuenta para la economía de la ciudad.
Pero llaman «desarrollo» simplemente a crecer la ciudad, crecer con viviendas, lanzar vías, no se planea ni se investiga ni se tienen en cuenta los territorios rurales. Por eso desde las comunidades hemos propuesto un Pacto de Bordes al Distrito. Creamos la Mesa de Concertación de límite urbano rural como una intervención de las comunidades hacia el Plan de Ordenamiento Territorial que se adoptó por el año 1998, para orientar y sensibilizar al Distrito sobre el tema de la no expansión urbana, ya que se arrasaría con muchas tierras agrícolas y con muchos temas ambientales y de cultura campesina.
El límite propuesto por las comunidades es la quebrada Fucha, como un referente físico y ambiental. Hacia el sur de la quebrada debería comenzar el territorio rural, y proponemos que se adopte como rural ya con lo que tenemos en este momento, con los equipos que hay, con los edificios que hay, con la vivienda de interés social que hay, con lo que hay, para buscar la reglamentación de lo existente. Y hacia el norte de la quebrada Fucha proponemos que, si se desarrollan proyectos como Tres Quebradas, que sean de baja densidad, para crear una transición entre lo urbano y lo rural.
La relación campo-ciudad implica que la oferta de servicios que tiene la ciudad —institucionales, académicos, de ropas, de algunas necesidades que tenemos que cubrir aquí en el campo— realmente se pongan en función de los campesinos, que se sienta esa correlación. En suma, la oferta institucional también debe estar orientada al servicio del campo. Y lo que el campo le puede ofrecer a la ciudad es servicios ambientales: agua, productos ecológicos, los primeros anillos de abastecimiento de alimentos y la cultura campesina. En últimas las ciudades se forman alrededor o dentro de las culturas campesinas, y eso es muy importante para toda ciudad.
También somos escenarios de aprendizaje para muchas universidades o entes académicos de investigación. Entonces el campo puede convertirse en espacio de estudio, porque todo el mundo debe entender que, alrededor de un municipio, de un casco urbano, hay campo, y que es necesario, y que siempre ha sido un espacio de investigación y de prácticas.
Pero en las reformas que vienen haciendo, en las consultas por sectores o por grupos, se ha marginado a los campesinos y no los reconocen como parte de las etnias. No tienen en cuenta que los campesinos hoy conservan gran parte del territorio nacional. Se reconocen las culturas indígenas, se reconocen esos grupos étnicos, pero se desconoce su descendencia campesina, que nosotros venimos de allá. Tenemos sangre de indios y sangre de españoles.
Por ejemplo, el hallazgo arqueológico de la Necrópolis de Usme nos muestra que somos una relación conjunta y es lo que decía una participante de la mesa de patrimonio: «debieron levantarse nuestros abuelos para demostrar que sí tenemos cultura en Usme, y para defender la protección del campo y los territorios». Ese hallazgo es muy emotivo, muy espiritual, muy evidente: respaldaría nuestra posición en la no expansión urbana, porque estaría agrediendo los territorios rurales que, en últimas, son elementos sagrados.
Son territorios que corresponden a una relación de páramos, de cuerpos de agua, de lagunas, que son elementos sagrados que hacen que funcione la vida misma en las ciudades, entonces el encuentro fue muy emotivo, muy importante, y hoy estamos haciendo grandes esfuerzos porque los administradores entiendan qué es eso, qué es la cultura campesina, y qué es campo, y cuál es su importancia.
Investigan los extraños restos hallados en un lote de Usme
Los centenares de huesos, pedazos de cerámica, barro y madera quedaron al descubierto en la antigua hacienda El Carmen de Usme, ubicada en el barrio Oasis de Usme.
Los primeros restos comenzaron a verse luego de que contratistas de la empresa Metrovivienda del Distrito empezaron a hacer movimientos de tierra con retroexcavadoras, para adecuar el camino hacia ese lote donde la entidad construirá el proyecto de vivienda de interés social Usme Futuro.
[…] Sin embargo, la existencia de esqueletos, vasijas de barro y otros objetos aparentemente antiguos solo se vino a conocer el viernes pasado, cuando Jaime Beltrán, un habitante de la zona, decidió verificar con sus propios ojos lo que otros campesinos le habían contado.
«Me habían dicho que en ese sitio había un montón de fosas con cráneos, tibias, dentaduras y pedazos de cerámica por todas partes», dijo. «Luego comprobé que todo eso era cierto, aunque muchos de esos objetos estaban hechos pedazos por la retroexcavadora que les pasó encima».
Enseguida, Beltrán denunció la existencia de esos extraños restos a la Alcaldía de Usme, y luego acudió al personero local, Juan Carlos Ocampo, a informarle sobre lo que había visto en esos terrenos.
[…] Ocampo informó que los elementos hallados serán entregados al Instituto Colombiano de Antropología para que establezca si tienen interés arqueológico y así descartar que fueron restos enterrados en una fosa común.
El Tiempo, 20 de marzo de 2007
El ICANH declara nueva área arqueológica protegida
Colombia cuenta a partir del 8 de junio con una nueva área arqueológica protegida. Se trata de «La Necrópolis de Usme», hallazgo que constituye una joya histórica y que aportará nuevos conocimientos sobre el país.
ICAHN, 9 de junio de 2014
La ciudad está buscando venir aquí, a partir de los acuerdos de paz que generaron bajar el conflicto. La gente comenzó a venir a los campos de Usme y Sumapaz, entonces el turismo campesino puede ser una alternativa económica para apoyar las necesidades que se tienen en las viviendas. Sin desconocer que no nos podemos enfocar en el tema del turismo y dejar de lado la producción agrícola y pecuaria, se tienen que mantener, conservar, proteger, dinamizar. Pero todo está en proceso; lo veo bien, pero hay que trabajarlo mucho para que realmente sea turismo administrado por campesinos, que vincule a las familias campesinas, para que sean los que obtengan recursos y no seamos servidores de unas empresas que de pronto lleguen a prestar el turismo masivo.
Me ha gustado mantenerme en la región, porque, además de ser uno de origen campesino, me parece que tiene unas condiciones de tranquilidad, unas condiciones mucho más limpias, unas condiciones sociales más sanas. Eso también hace parte de tener calidad de vida; no solamente la plata, sino realmente el bienestar.
Alguien de la ciudad me preguntaba que qué pensaba yo cuando miraba a Bogotá. Entonces le decía que lo único que pensaba era que pobrecitos los que vivían allá; a veces a la ciudad la cubre por completo una nube gris, muy pesada, que desde aquí se observa muy bien.
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Soy un defensor a pleno sol ante Dios y los hombres, que defiendo las tribus y huestes indígenas de mi raza de la tierra Guananí: muerta, desposeída, débil, ignorante, analfabeta, abandonada, triste.
Manuel Quintín Lame
José Ney Pulido
El barrio se llama Puertas del Sol 1. Hace unos doce años, no tengo muy claro el tiempo, era un botadero de escombros y de muertos. Entonces lo que decidió la comunidad fue embellecer el sitio y decirles a los violentos que basta, que eso había que recuperarlo. Lo pensamos con un grupo de mujeres y la junta de acción comunal. En este momento hay seis personas, analfabetas, personas de tercera edad y personas que han llegado porque se han sentido identificadas con el proceso, a través de las capacitaciones que se dan allí, a través de ser sensibles con lo del medio ambiente, es algo en común. Llegar al sitio es mágico, la gente se digna a ayudar a que esto se vea cada vez mejor, y ahorita han visto el fruto de estos trece años que han pasado en el respeto que la comunidad siente frente a ese sitio, que lo tiene como a un santuario.
La idea surgió porque ya estaban cansados de tanta violencia y de tanta tiradera de muertos y de basura, cada vez más, sobre el antejardín de las casas. Y el gobierno asignó ese sitio como un polideportivo, pero no había hecho intervención, sino simplemente unas canchas, y lo había abandonado. Así como son las cosas de este país: lo hace el político de turno, y luego dejan las cosas a medias. Entonces la gente decidió hacerle un alto: «ya, esto es de nosotros, debemos luchar por ello, empoderarnos de este pedazo y dar un ejemplo».
Antes de llegar yo aquí al Distrito (hace unos siete años), trabajaba en una empresa haciendo mantenimiento a vehículos de flota. Me tocaba viajar, y era un contraste tener que lidiar con petróleo, gasolina, llantas, con una serie de actividades que estaban lejos de lo que yo sentía, que era más de limpiar, de conservar, de mitigar las consecuencias del cambio climático que estamos haciendo nosotros los humanos. Antes de llegar a esta comunidad yo sembraba únicamente en el barrio donde vivo, en Yumbo, haciendo huertas con los que ya tenían, simplemente reforzando el conocimiento, las tecnologías, pero nunca enfrentarla como se ha enfrentado acá en el Distrito; acá ya es a otro nivel.
Desde antes, eso sí, trabajaba con la Fundación Nacederos, que nace de la iniciativa de catorce chicos que nos vimos preocupados al ver la población de seis, siete años, con revólver bajo su cintura, al vernos preocupados por esta gente y que la situación no alcanzaba para darles comida, decidimos coger los niños que estaban por ahí en las calles y darles clase en los andenes de esas calles que apenas se estaban formando, te hablo ya de hace unos 23 años, en el Barrio Mojica. Empezamos dando clases de matemáticas y de inglés. A la iniciativa la llamábamos «La calle es nuestra», y hacíamos bulla, con tambores, tarros, tapas, diciéndole a la gente, a los chicos, a todo mundo, que salieran a pintar la calle, a decirles a los violentos «esta zona es de nosotros, respeten», haciendo dibujitos en las calles y dándoles enseñanza también a los niños, porque era la finalidad, rescatar niños de esta edad. Luego llegaron unos holandeses, se enamoraron de esta labor que hacíamos, y nos regalaron dos lotes para que nosotros enseñáramos dentro de un aula y no en las calles. Así fue el recorrido, así entré yo acá al Distrito.
El Distrito está formado por las Comunas 13, 14 y 15, y comprende varios barrios. Nosotros estamos ubicados en Puertas del Sol, en Mojica, en Barrio La Paz, en Alfonso Bonilla, en Comuneros II y en El Poblado.
La situación económica, el abandono del Estado en el que está a la población, simplemente por el desplazamiento, simplemente por no prestarle el servicio de salud, de bienestar a la población infantil, a los de la tercera edad, es algo difícil. El gobierno simplemente les dice «vea, tenga esta mesada», y vuelve a la gente perezosa, porque la vuelve dependiente de un sueldo, dependiente del Estado. Entonces degrada más su calidad de ser, su calidad humana.
Yo soy técnico en producción agropecuaria. ¿Cómo llegué ahí? Yo vendía pulpa de fruta en la galería de Yumbo y siempre me causaba curiosidad ver tanta cáscara de fruta, la veía siempre en el contenedor de la basura y decidí un día interesarme por qué hacer con esas cáscaras. De ahí me interesó el tema de la agricultura más a fondo y cursé Técnica en Producción Agropecuaria en el Sena de Tuluá. De ahí pasé a tener la curiosidad: «yo quiero más efectividad en mi cultivo, yo quiero echarle buena agua», y cómo cultivar agua (porque el agua también se puede cultivar). Entré a ver un tecnólogo en Agua y Saneamiento y, para complementar esas dos, entonces estoy haciendo una especialización que se llama Producción y Consumo Sostenible.
Pero los primeros pinos como cultivador fueron en la casa de la abuela. Yo viví con mi abuela Flor hasta los catorce años, en Yumbo, en el barrio Fray Peña, ahí viví toda mi niñez. Ella sembraba lo que era el cilantro y nos ponía a nosotros los nietos a recoger, a arrancar el cilantro de la tierra, a amarrarlo, a hacer bolsitas de almidón de yuca con papel periódico y llevarlo a la galería en las espaldas o en los cajones que en ese entonces mi hermano y yo teníamos. Íbamos a la galería a venderlo.
Lo hacía como tarea de la familia, mas no lo veía como lo veo ahora, como libertad alimentaria. No me había dado cuenta de lo que significaba la agricultura. Mi abuela decía: «el que tiene el conocimiento tiene el poder», y es la verdad: el poder de decidir, de tomar decisiones. Es como un asunto de empoderarme y escoger lo que es mío; nadie me lo puede quitar. No es la seguridad alimentaria del Estado, que es eso, un establecimiento.
En este momento estamos sembrando hortalizas de la canasta básica: tomate, pimentón, lechuga, cebollín, berenjena, pepino, tomate cherry. Y tenemos frutales, como la badea, la guayaba, el maracuyá, la manzana. Tenemos ornamentales, que son árboles como el samán, el guayacán, el chiminango, estas son especies que estamos recuperando.
En la huerta son seis personas y otras seis en gastronomía. Somos un equipo de quince, trece personas, pero alrededor somos ciento veinte personas que nos estamos beneficiando de las capacitaciones, de las huertas familiares y las comunitarias, porque Huertas pal barrio también está en Puertas del Sol y en Yumbo, en una granja en el urbano y en casa del maestro Pizarro, maestro de artes plásticas, donde se enseña a la comunidad a hacer pan de soya y pan de plátano.
En gastronomía estamos preparando un dulce con guatila o cidra papa, que tiene en la finca uno de los señores que están con el proyecto. Él les pasa este insumo a las señoras, que son seis, y ellas viven de la ensalada y del postre de papa cidra. También viven de zapallo, de ají, de pimentón, en fin, lo que se saca de nuestra huerta estas seis señoras lo procesan en volúmenes grandes y así subsisten sus seis familias. Y el resto es autoconsumo para las otras seis personas que están a cargo de la huerta. Y de ahí sacan para su familia, o le venden al vecino, o hacen el trueque. Todavía no lo hemos empezado como una empresa, porque no tengo el recurso, en este momento lo estoy gestionando. La meta mía es organizarnos muy bien allí.
Las personas que participan de la huerta dicen que prácticamente les ha cambiado la vida, porque, primero, valoran más lo que consumen, porque siendo lo que son, son lo que comen también. Hay una señora que decía que el diablo y la carne eran uno solo, y ella estaba casada con la carne, y ahorita que está comiendo sano, que está comiendo una carne de lenteja con maní y garbanzo, dice que la vida le ha cambiado y ella ha puesto eso como un negocio, y es un ejemplo para mí, doña Marta, porque ella ha demostrado que la carne se puede dejar y lo ha hecho porque ha colocado su negocio y de eso está viviendo, de lo que aprendió. Dicen que se sienten muy bendecidas, muy afortunadas de este proyecto, muy privilegiadas al tener este conocimiento y pasarlo a su familia.
Nosotros damos soluciones, actuamos en comunidad, nos empoderamos de lo que creemos. Esto va en la sangre: cuando tú ves la necesidad de decir «alto, ya». Uno es líder creo que de nacimiento; busca estar brindando una solución, mitigar la guerra de hambre, de agua, de poder, tenemos pocos años para tratar de organizar este planeta loco en el que estamos.