A LA ESCUCHA DE LOS AFECTOS: NOTAS PARA COMBATIR EL INCONSCIENTE COLONIAL-CAPITALÍSTICO
Nos dirigimos a los inconscientes que protestan. Buscamos aliados. Necesitamos
aliados. Tenemos la impresión de que nuestros aliados están ya por ahí, que se
nos han adelantado, que hay mucha gente que está harta, que piensan, sienten y
trabajan en una dirección análoga a la nuestra: no se trata de una moda, sino de
algo más profundo, una especie de época más profunda y en la que se llevan a cabo
investigaciones convergentes en dominios muy diferentes.
Conversaciones
Gilles Deleuze y Félix Guattari
Una atmósfera siniestra envuelve el planeta. El aire del ambiente, saturado de las partículas tóxicas del régimen colonial-capitalístico, nos sofoca.
Con sucesivas transmutaciones, este régimen viene perdurando y sofisticándose desde finales del siglo XV, época de su fundación. Su versión contemporánea —financiarizada, neoliberal y globalitaria— empieza a formarse en el paso del siglo XIX al siglo XX y se intensifica luego de la Primera Guerra Mundial, cuando se internacionalizan los capitales. Pero, a mediados de la década de los setenta, llega a su poder pleno, al afirmarse contundentemente —y no por casualidad— luego de los movimientos micropolíticos que sacudieron el planeta durante las décadas de los sesenta y setenta. Durante ese periodo —mediados de la década de los setenta— se concretan los primeros pasos de un trabajo de desciframiento del actual rumbo de este régimen en su compleja naturaleza, es decir, de los principios que lo rigen y de los factores que engendran las condiciones para su consolidación.
Sin embargo, tal como suele suceder en los momentos de transición radical, fundamentalmente, a partir de mediados de la década de los noventa —cuando se empiezan a hacer sentir con mayor claridad sus efectos nefastos sobre la vida cotidiana—, este desciframiento se expande y se densifica, para dar lugar a un debate colectivo que viene desplegándose desde entonces. Dicho debate adquiere su impulso en la experiencia de los movimientos sociales que emergen en el transcurso de la década anterior como una reacción a la toma del poder mundial por parte del actual régimen. Dichos movimientos han venido irrumpiendo en los cielos del capitalismo globalizador cada vez que se forman nubes tóxicas debido a la densificación de la atmósfera en alguna de sus regiones, cuando su perversión supera el límite de lo tolerable. La intensidad de la irrupción de estos movimientos —equiparable a la de la violencia del régimen que los desencadena— tiende entonces a provocar una desestabilización temporal de su tiránica omnipotencia. Y, con la misma velocidad que surgen, desaparecen para resurgir enseguida de otro modo y en otros lugares, movilizados por nuevos acontecimientos que nos instalan en lo intolerable, lo cual evidentemente los lleva a producir otras cartografías, otros sentidos, distintos a los que los preceden. Esta serie de movimientos se extiende hasta comienzos de la década que se inicia en el año 20002, cuando se interrumpe, para volver a reaparecer luego de la crisis de 20083. La nueva serie de movimientos, que se encuentra actualmente aún en curso, emerge en diferentes puntos del planeta, sobre todo a partir del comienzo de la segunda década de este siglo, y precede la escritura de este ensayo. En el contexto de estos movimientos y del debate a ellos asociado se inserta el presente ensayo. Su punto de partida es uno de los temas en pauta en esta construcción colectiva: el modo de relación que existe entre el capital y la fuerza vital, propio del régimen en su actual versión y totalmente distinto de su modo fordista. En esta nueva versión se concreta una ampliación de la fuente de fuerza vital de la cual se alimenta el capitalismo, más allá de su expresión como fuerza de trabajo, que opera una metamorfosis radical de la propia noción de trabajo, que, a su vez, viene acompañada de una paulatina dilución de la forma del Estado democrático de derecho, de la cual dependían las leyes laborales propias del régimen en su versión anterior4.
El abuso de la vida
Si bien la base de la economía capitalista consiste en la explotación de la fuerza de trabajo y de la cooperación inherente a la producción para extraer plusvalía de ellas, dicha operación —a la que podemos denominar proxenetización o cafisheo5 para asignarle un nombre que exprese con más precisión la frecuencia vibratoria de sus efectos en nuestros cuerpos— fue cambiando de figura con las transfiguraciones del régimen en el transcurso de los cinco siglos que nos separan de su origen. En su nueva versión es de la propia vida que el capital se apropia, más precisamente, de su potencia de creación y transformación en su nacedero —es decir, en su esencia germinal— y de la cooperación de la cual dicha potencia depende para efectuarse en su singularidad. La fuerza vital de creación y de cooperación es así canalizada por el régimen para construir un mundo acorde con sus designios. En otras palabras, en su nueva versión, es la propia pulsión de creación individual y colectiva de nuevas formas de existencia y sus funciones, sus códigos y sus representaciones lo que el capital explora, haciendo de ella su motor. Por eso la fuente de la cual el régimen extrae su fuerza deja de ser exclusivamente económica para ser también intrínseca e indisociablemente cultural y subjetiva —por no decir ontológica—, lo cual la dota de un poder perverso más amplio, más sutil y más difícil de combatir.
Frente a este cuadro, se hace evidente que no basta solo con actuar en la esfera macropolítica en donde actúan tradicionalmente las izquierdas, sobre todo las institucionales. Esto explicaría incluso su impotencia ante los rumbos actuales del régimen colonial-capitalístico. De acuerdo con la visión introducida por autores que pensaron la nueva relación entre el capital y el trabajo, enfocándose en la apropiación de la potencia de creación por el capital —especialmente Toni Negri y Michael Hardt6, quienes denominaron al nuevo pliegue del régimen capitalismo cognitivo—, la resistencia actualmente pasaría por un esfuerzo de reapropiación colectiva de esa potencia para construir con ella aquello a lo que tales autores designan como lo común7. En diálogo con estos autores, podemos definir a lo común como el campo inmanente de la pulsión vital de un cuerpo social cuando este la toma en sus manos y la direcciona hacia la creación de modos de existencia para aquello que pide paso. Según Hardt y Negri, de esta construcción de lo común resultan cambios en las formas de la realidad. Su argumento indica que, si en el capitalismo industrial las formas de la fuerza de trabajo y su cooperación —en este caso organizadas como producción en cadena— estaban predefinidas por el capital, en el modo de expropiación de esta fuerza, propio de la nueva versión del régimen, sus formas no están predeterminadas, pues es de la propia potencia de su construcción que se constituye el capital fijo. Esto abriría una posibilidad de autonomía en la orientación del destino de la fuerza vital, sin embargo, dicha fuerza es desviada a favor de la producción de escenarios destinados a la acumulación de capital.
También, según estos autores y partiendo del principio de que la potencia vital le pertenece a quien trabaja, es precisamente la experiencia de su relativa autonomía la que genera las condiciones favorables para su reapropiación. Retomando el diálogo con ellos, podemos añadir que de la reapropiación deseable, individual y cooperativa, del destino ético de la pulsión vital8 —en síntesis, de su reapropiación ontológica— puede resultar un desvío colectivo de su abuso a manos del régimen hacia una ética de la existencia. Sin embargo, tal como los autores mencionados lo señalan, su reapropiación por parte de la sociedad es virtual mientras no se encuentren formas de actualización, lo cual depende de una voluntad colectiva de actuar con miras a la construcción de lo común, que no está dado a priori.
Es exactamente en esta dirección que vienen actuando algunos de los mencionados movimientos colectivos que irrumpen a mediados de la década de los noventa y vuelven a irrumpir en distintos momentos desde entonces en el activismo propiamente dicho y, no por casualidad, también en el arte, con sus fronteras cada vez más indiscernibles. En esa transterritorialidad se crean condiciones favorables para la movilización de la potencia de creación de las prácticas activistas, como así también de la potencia micropolítica en las prácticas artísticas que, aunque su esencia reside en dicha potencia, se encuentran hoy en día desprovistas de ella debido a su proxenetización por el capital, que encuentra en ese dominio una fuente privilegiada para su expropiación.
Una inquietud mueve la escritura de este ensayo: si bien ya constituye un paso importante reconocer que no basta con resistir macropolíticamente al actual régimen y que urge obrar para reapropiarse de la fuerza de creación y cooperación —es decir, actuar micropolíticamente—, reconocer esto racionalmente no asegura acciones eficaces en esta dirección. Sucede que la reapropiación del impulso de creación depende de que esta incida en las acciones del deseo de forma que le imprima su dirección y su modo de relación con el otro, sin embargo, tales acciones tienden a chocar contra la barrera de la política de producción de la subjetividad y del deseo inherente del régimen vigente. Al igual que en cualquier otro régimen, es el modo de subjetivación que en él se produce lo que le imprime su consistencia existencial, sin la cual no se sostendría; uno no existe sin el otro. En el caso del nuevo pliegue del régimen colonial-capitalístico, el cafisheo de la pulsión vital nos impide reconocerla como nuestra, lo que hace que su reapropiación no sea tan obvia como lo pretende nuestra vana razón.
Si se tiene esto en cuenta, resulta evidente que no logramos retomar las riendas de esa potencia mediante un sencillo decreto de la voluntad, por más imperiosa que esta sea, ni tampoco a través de la conciencia, por más lúcida y bienintencionada que la misma sea. Ni mucho menos logramos reapropiarnos de ella colectivamente como un solo cuerpo supuestamente natural que estaría dado a priori y, por si fuera poco, en sinergia absoluta entre todos los elementos que lo componen, tal como lo pretenden los heraldos mesiánicos de un paraíso terrenal. Es necesario resistir en el propio campo de la política de producción de la subjetividad y del deseo dominante en el régimen en su versión contemporánea —es decir, resistir al régimen dominante en nosotros mismos—, lo cual no cae del cielo, ni se encuentra listo en alguna tierra prometida. Al contrario, es un territorio que debe ser conquistado y construido incansablemente en cada existencia humana que compone una sociedad y esto incluye intrínsecamente a su universo relacional. De dichas conexiones se originan comunidades temporales que aspiran actuar en esa dirección en la construcción de lo común, sin embargo, tales comunidades jamás ocupan el cuerpo de la sociedad como un todo, pues este se hace y se rehace en el inexorable embate entre distintos tipos de fuerzas.
Pero, ¿cómo liberar la vida de su proxenetización?
Insurgir o sublevarse en este terreno implica diagnosticar el modo de subjetivación vigente y el régimen de inconsciente que le es propio e investigar cómo y por dónde es viable un desplazamiento cualitativo del principio que lo rige. Sin ello, la tan propalada reapropiación colectiva de la fuerza creadora como profilaxis de la patología del presente no saldrá del laboratorio de las ideas y corre el riesgo de permanecer confinada en el plano imaginario con sus hermosas ilusiones alentadoras.
Propongo designar como inconsciente colonial-capitalístico a la política del inconsciente dominante en este régimen y que atraviesa toda su historia, pues lo único que varían son sus modalidades junto con sus transmutaciones y sus formas de abuso de la fuerza vital de creación y cooperación. En tal sentido, podemos también denominarlo inconsciente colonial-cafisheístico9, por las razones antes evocadas. Es probablemente a la resistencia contra este régimen del inconsciente a la que se refieren Deleuze y Guattari cuando claman por una protesta de los inconscientes en el año 1972, cuando apenas se esbozaba el trabajo de elaboración colectiva de la audaz experiencia de mayo de 1968 y, simultáneamente, la toma del poder por el nuevo régimen manifestaba entonces sus primeras señales, aún nebulosas.
La intención que mueve el presente texto es la de escrutar la modalidad actual del inconsciente colonial-cafisheístico introducida por el capitalismo financiarizado y neoliberal, la cual se define, insisto, por el secuestro de esa fuerza en el propio nacedero de su impulso germinador de mundos. Pero, ¿cómo esquivar ese régimen del inconsciente en nosotros mismos y en nuestro entorno? En otras palabras, ¿en qué consistiría la mentada protesta de los inconscientes? La respuesta a esta pregunta requiere un trabajo de investigación que solo puede efectuarse en el terreno de la propia experiencia subjetiva. Habrá que buscar vías de acceso a la potencia de la creación en nosotros mismos: la naciente del movimiento pulsional que mueve las acciones del deseo en sus distintos destinos. Se requiere un trabajo de experimentación sobre sí mismo que demanda una atención constante. En su ejercicio, la formulación de ideas es inseparable de un proceso de subjetivación en el cual esa reapropiación se vuelve posible durante breves y fugaces momentos, y cuya consistencia, su frecuencia y su duración se amplían paulatinamente, a medida que ese trabajo avanza.
De este modo, el trabajo necesario para contestar esta pregunta nos exige que, junto con el desplazamiento de la política de producción de la subjetividad y del deseo dominante en la nueva versión de la cultura moderna occidental colonial-capitalística, desplacemos igualmente la política de producción de pensamiento, propia de esa cultura, activando su médula vital y su habilidad para desarmar las configuraciones del poder. Sin ello, nuestra intención se muere al llegar a la playa. Desde la perspectiva de esos desplazamientos, pensar y sublevarse se convierten en una sola práctica: una no avanza sin la otra. Corrobora esta indisociabilidad el hecho de que, si bien tal práctica solo puede plasmarse por principio en el ámbito de cada existencia, la misma no transcurre aisladamente. En primer lugar, porque su propio motor no empieza ni termina en el individuo, ya que su origen reside en los efectos de las fuerzas del mundo que habitan en cada uno de los cuerpos que lo componen y su producto lo constituyen las formas de expresión de esas fuerzas, los procesos de singularización en cada uno de ellos, los cuales se plasman en un terreno común a todos y lo transfiguran. Nada que ver con la autorreflexión, la interioridad o los temas privados. La segunda razón, que resulta inseparable de la primera, consiste en que tal práctica se alimenta de las resonancias de otros esfuerzos que van en la misma dirección y de la fuerza colectiva que promueven no solamente a causa de su poder de polinización, sino también y fundamentalmente por la sinergia que producen.
Resonancias de este tipo no se encuentran únicamente en un campo determinado del saber que tendría el presunto monopolio de la expertise en el tema, tal como el de los estudios culturales, poscoloniales o queer, por ejemplo, que serían los más obvios. Podemos encontrarlas en diversos campos de la práctica teórica y, más aún, pueden surgir a partir de la producción de pensamiento en cualquier esfera de la vida colectiva: desde la así llamada alta cultura hasta la canción popular, pasando por las experimentaciones que se llevan a cabo —entre otras esferas— en la sexualidad, en la relación con el otro, en la agricultura o en aquello que los pueblos indígenas han venido insistiendo en decirnos desde que osaron tomar la palabra públicamente en alto y buen tono. Tales resonancias y las sinergias que producen crean las condiciones para la formación de un cuerpo colectivo común cuya potencia de invención, al actuar en direcciones singulares y variables, puede llegar a tener la fuerza suficiente para contener el poder de las fuerzas que prevalecen en otras constelaciones, aquellas que se componen de cuerpos que intentan cafishear la pulsión vital ajena, o que se entregan a su proxenetización. Con esas sinergias se abren caminos para desviar tal potencia de su destino destructor.
Es esta precisamente la perspectiva que rige el pensamiento en la elaboración de este ensayo y es, por ende y por principio, no solo transdisciplinaria, sino también indisociable de una pragmática clínico-política. Al ser este necesariamente el trabajo inagotable de muchos y de cada uno, las ideas que aquí se compartirán constituyen tan solo algunas herramientas conceptuales que hacen parte delas que están hoy en día inventándose en múltiples direcciones para abordar la pregunta anteriormente formulada: “¿cómo liberar la vida de su proxenetización?”. Este proceso de invención resulta de la inteligencia colectiva que viene activándose a una velocidad exponencial movilizada por la urgencia de enfrentar el alto grado de perversión del régimen en su nueva versión. Las herramientas aquí sugeridas nos ayudarán a examinar tanto la política de producción de la subjetividad, del deseo, del pensamiento y de la relación con el otro, que nos lleva a una entrega ciega de la apropiación de la fuerza de creación, como a aquella en la cual se hace viable su reapropiación. Contaremos así con un criterio para establecer la distinción entre esas micropolíticas y el tipo de formaciones del inconsciente que resulta de cada una de las mismas en el campo social.
Para poner en evidencia aquello que básicamente las diferenciaría, evocaré a Lygia Clark. Si recurro a esta artista brasileña es porque ella inventó una profusión de proposiciones, tal como ella misma denominaba a esas prácticas, que favorecen en aquellos que se disponen a experimentarlas el acceso a su propia potencia de creación y a la eventual activación del trabajo para reapropiársela, impidiendo lo máximo posible su abuso. En otras palabras, tales obras les proporcionan una oportunidad de lanzarse a vivir un proceso que los lleve a esquivar el poder del inconsciente colonial-capitalístico en sus propias subjetividades o, como mínimo, a legitimar y fortalecer ese proceso, en caso de que el mismo ya se encuentre en marcha. Privilegiaré únicamente Caminhando (Caminando), la primera de esas proposiciones de la artista y de la cual surgieron todas las restantes. Esta obra nos suministrará la base para lo que pretendo explorar aquí.
CAMINANDO CON LYGIA CLARK POR LA SUPERFICIE TOPOLÓGICA
Caminhando data de 1963. Su creación constituye una respuesta singular a uno de los retos que impulsó el movimiento de las prácticas artísticas durante las décadas de los sesenta y setenta: la activación de la potencia clínico-política del arte, de su potencia micropolítica, en ese entonces debilitada debido a su neutralización en el sistema del arte. El impulso que dio origen a este movimiento fue producto de un largo proceso disparado por las vanguardias de comienzos del siglo XX, cuyas invenciones fueron capilarizándose por la trama social y se interrumpieron únicamente durante la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. Una vez terminada la Segunda Guerra, dicha capilarización retomó su curso siendo aún más radical y densa hasta generar el amplio movimiento social que sacudió el planeta durante la década del sesenta hasta mediados de la del setenta, signado por la reapropiación de la pulsión creadora en las prácticas colectivas en la vida cotidiana, mucho más allá del campo restringido del arte.
El origen de esta proposición de Clark fue un estudio suyo para una obra que posteriormente —y no por casualidad— tituló O antes é o depois (El antes es el después). Con dicho estudio inauguró un nuevo rumbo de su conocida serie Bichos volcado hacia la exploración de la banda de Möbius: una superficie topológica en la cual el extremo de uno de los lados tiene continuidad en el reverso del otro, lo que los vuelve a ambos indiscernibles: así la superficie adquiere una cara única.
En su estudio para esta obra, la artista investigó sucesivos cortes longitudinales en la superficie de una banda de Möbius de papel. A medida que la investigación avanzaba, Clark se fue percatando de que ocurría una experiencia singular en el instante mismo del acto de cortar. Poco a poco, la artista fue descifrando lo que esa experiencia le revelaba: la obra propiamente dicha se plasma en esa acción y en la experiencia que la misma promueve, y no en el objeto que resulta de ella. Esta experiencia consiste en la apertura de otra manera de ver y de sentir el tiempo y el espacio: según Clark, es un tiempo sin antes ni después, un espacio sin anverso ni reverso, sin dentro ni fuera, sin arriba ni abajo, sin izquierda ni derecha. Es más: es un devenir de la forma de la tira de papel que se actualiza con cada vuelta del recorte en su superficie y genera la experiencia de un tiempo inmanente al acto de cortar. Por ende, esta otra manera de ver y de sentir brinda el acceso a la experiencia de un espacio que no precede al acto, sino que es producto de este y que, por tal motivo, tampoco puede disociarse del tiempo. En síntesis: el espacio, vivido desde esa perspectiva, surge a partir de los devenires de las formas que se van creando en la superficie topológica de la cinta, producto de las acciones de cortarla.
Haz tu propio Caminhando
Esta revelación deja a Lygia Clark perpleja y la lleva a transformar esta experiencia en una proposición artística, a la cual le da el nombre Caminhando (Caminando), que consiste en ofrecerle al público tiras de papel, tijeras y cola de pegar, junto con instrucciones de uso breves y sencillas, con una sola advertencia: cada vez que encuentren un punto elegido anteriormente para perforar la superficie, deben evitarlo para seguir recortando.
Quienes se dispongan a vivir esta obra deben apropiarse de los objetos que Clark pone a su disposición y montar sus propias bandas de Möbius efectuando una torsión en sus tiras de papel y pegando la superficie de uno de los extremos con el reverso del otro. Luego deben seleccionar un punto cualquiera de su superficie para iniciar, a partir del mismo, el corte en sentido longitudinal y seguir cortando hasta que la tira de papel se agote, al no haber más espacio para efectuar nuevas perforaciones. En ese momento, independientemente de que haya sido respetada o no la advertencia formulada por la artista, la tira vuelve a tener dos caras y adquiere de nuevo su frente y su reverso, su dentro y fuera, su arriba y abajo, su izquierda y derecha: deja entonces de ser una superficie topológica. Seguramente, no en vano formula la artista la recomendación al iniciar la experiencia, pues la posibilidad de que haya obra depende del hecho de tenerla en cuenta. El acto de cortar no es neutro: sus efectos varían según el tipo de recorte que cada quien elija para efectuar su caminando.
Si tenemos en cuenta la advertencia de la artista y seleccionamos un nuevo punto a partir del cual seguir cortando cuando nos encontremos con un punto ya perforado, se produce una diferencia en la forma y en el espacio que se crea a partir de la misma. Dicha forma se va multiplicando en una variación continua que solo se agota cuando ya no queda ninguna superficie para recortar. La obra se efectúa en la repetición del acto creador de diferencias y en este culmina. En suma, la obra propiamente dicha es el acontecimiento de esa experiencia.
No obstante, en caso de que no sigamos las instrucciones de la artista e insistamos en volver a cortar a partir de un punto ya perforado, el resultado será la reproducción infinita de su forma inicial. Esta no cesará de permanecer idéntica a sí misma cada vez que repitamos la elección de nuestra acción hasta que no haya más lugar donde recortar. En este tipo de corte, el acto resulta estéril, no produce obra, que es el acontecimiento de la creación de una diferencia en la cual la obra como tal se plasma.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con reapropiarse de la potencia de creación? Y más ampliamente, ¿qué tiene que ver todo esto con desplazarse de la política de producción de subjetividad bajo el dominio del inconsciente colonial-cafisheístico, en la cual se hace viable la expropiación de esa potencia? La respuesta a estas preguntas depende de que examinemos la experiencia en la cual esta proposición se realiza como obra-acontecimiento y, sobre todo, de la elección de la acción que la vuelve posible y que la distingue de las elecciones que la impiden.
Con esta intención invito al lector a realizar un ejercicio de fabulación: proyecte una banda de Möbius sobre la superficie del mundo e imagínelo como una superficie topológica materializada con todo tipo de cuerpos (humanos y no humanos) con conexiones variadas y variables, lo que nos permite calificarla como una superficie topológica-relacional. Imagínese también que una de sus caras corresponde a las formas del mundo tal como este se encuentra moldeado en su actualidad, mientras que la otra corresponde a las fuerzas que se plasman en él en su condición de vivo y también a aquellas que lo agitan desestabilizando su forma vigente. Imagínese también que, al igual que en la banda de Möbius, dichas caras resultan indisociables y constituyen una sola y la misma superficie: una sola cara. En efecto, no hay forma que no sea una concreción del flujo vital y, recíprocamente, no hay fuerza que no esté moldeada en alguna forma produciendo la sustentación vital de la misma, como así también sus transfiguraciones e incluso su disolución en un proceso continuo de diferenciación. Con esto en mente, examinemos en primer lugar cómo aprehendemos las formas y las fuerzas respectivamente, cuál es el tipo de experiencias que cada una de esas capacidades promueve y cuál es la dinámica de la relación que se establece entre ambas.
Las formas y las fuerzas: una relación paradójica
Así como las formas y las fuerzas son distintas, no son las mismas las capacidades a través de las cuales se registran las señales de cada una de ellas. Del ejercicio de dichas capacidades resultan dos de las múltiples dimensiones de la experiencia compleja a la que le damos el nombre de subjetividad. Y así como las formas y las fuerzas, si bien son distintas, son inextricables y constituyen una sola y misma cara de la superficie topológica-relacional de un mundo, tales capacidades operan simultánea e inseparablemente en la trama relacional que se teje entre los cuerpos que la constituyen en cada momento, tengamos o no conciencia de las mismas e independientemente del grado en que mantengamos activa cada una de ellas para orientar nuestras elecciones y las acciones resultantes de las mismas.
Las señales de las formas de un mundo se captan por la vía de la percepción (la experiencia sensible) y del sentimiento (la experiencia de la emoción psicológica). De dichas capacidades está compuesta la experiencia más inmediata que tenemos de un mundo, en la cual lo aprehendemos concretamente y en sus actuales contornos: es aquello que denominamos realidad. Son modos de existencia articulados según códigos socioculturales que configuran distintos personajes, sus lugares y su distribución en el campo social, que resulta inseparable de la distribución del acceso a los bienes materiales e inmateriales, sus jerarquías y sus representaciones. Tales cartografías y sus códigos orientan ese modo de aprehensión de un mundo: cuando vemos, escuchamos, olemos o tocamos algo, nuestra percepción y nuestros sentimientos ya están asociados a los códigos y a las representaciones que disponemos y que proyectamos sobre ese algo, que es lo que nos permite adjudicarle un sentido.
Propongo calificar a tal capacidad como personal-sensorial-sentimental-cognoscitiva. A través de esta se produce la experiencia de la subjetividad como sujeto, intrínseca a nuestra condición sociocultural y moldeada según su imaginario. Su función consiste en hacer posible que nos ubiquemos en la vida social: descifrar sus formas, sus códigos y sus dinámicas a través de la percepción, la cognición y la información; establecer relaciones con los otros a través de la comunicación y sentirlas según nuestra dinámica psicológica. En resumen, el desciframiento de las señales de las formas nos permite existir socialmente.
Este modo de aprehensión del mundo nos es familiar por principio, pues está signado por los hábitos culturales que nos orientan en la cotidianidad, sin embargo, en las sociedades occidentales y occidentalizadas, bajo el poder del régimen colonial-capitalístico, la función que dicha capacidad desempeña adquiere un poder desmesurado. En la política de subjetivación dominante en esos contextos tendemos a ceñirnos a la experiencia como sujetos y a desconocer que, si bien la misma es sin lugar a dudas indispensable —por permitir la gestión de la cotidianidad o, la sociabilidad y la comunicación—, no es la única que conduce nuestra existencia: otras vías de aprehensión del mundo operan simultáneamente. Esta reducción constituye precisamente uno de los aspectos medulares del modo de subjetivación bajo el dominio del inconsciente colonial-capitalístico.
Examinemos ahora la vía de aprehensión de un mundo que nos permite captar las señales de las fuerzas que agitan su cuerpo y provocan efectos en nuestros propios cuerpos, ambos en su condición de vivientes. Tales efectos resultan de los encuentros que tenemos —con gente, cosas, paisajes, ideas, obras de arte, situaciones políticas u otras, etc.— presencialmente, a través de las tecnologías de la información y la comunicación a distancia, o de cualquier otro medio. Resultan de estos encuentros alteraciones en el diagrama de vectores de fuerzas y de las relaciones entre ellos que producen nuevos y distintos efectos. Se introducen otras maneras de ver y de sentir que podemos asociar a la experiencia que Lygia Clark tuvo al recortar su banda de Möbius y que la llevó a crear Caminhando. A esas otras maneras, Gilles Deleuze y Félix Guattari les dieron el nombre de perceptos y afectos, respectivamente.
El percepto se diferencia de la percepción, pues consiste en una atmósfera que excede a las situaciones vividas y sus representaciones. En cuanto al afecto, no se le debe confundir con la afección, el cariño o la ternura, que corresponden al sentido usual de esa palabra en las lenguas latinas, pues no se trata aquí de una emoción psicológica, sino de una emoción vital que puede ser contemplada en estas lenguas mediante el sentido del verbo afectar: tocar, perturbar, sacudir, alcanzar; sentido que, sin embargo, no se usa en las mismas en su forma sustantivada. Los perceptos y los afectos no tienen imágenes, ni palabras, ni gestos que les correspondan —en definitiva, no tienen nada que los exprese— y, no obstante, son reales, pues se refieren a lo que está vivo en nosotros y fuera de nosotros. Componen una experiencia de apreciación del entorno más sutil que funciona de un modo extracognoscitivo al cual podríamos denominar intuición, pero, como esta palabra puede generar equívocos, prefiero denominarlo saber-del-cuerpo, saber-de-lo-vivo, o también saber eco-etológico10. Es un saber intensivo, distinto a los conocimientos sensibles y racionales propios del sujeto.
Dicha capacidad, a la que propongo calificar como extrapersonal-extrasensorial-extrapsicológica-extrasentimental-extracognoscitiva, produce experiencias del mundo que componen la subjetividad, una es la experiencia fuera-del-sujeto, inmanente a nuestra condición de cuerpo vivo, a la cual denominé cuerpo vibrátil y, más recientemente, cuerpo pulsional. En esta esfera de la experiencia subjetiva, estamos constituidos por los efectos de las fuerzas y sus relaciones que agitan el flujo vital de un mundo y que atraviesan singularmente todos los cuerpos que lo componen, haciendo de este un solo cuerpo en variación continua, ya sea que se tenga o no conciencia de ello. Por ende, la función de esta capacidad consiste en permitirnos existir en ese plano inmanente a todos los vivientes entre los cuales se establecen relaciones variables que componen la biosfera en un proceso continuo de transmutación. El medio de relación con el otro en este plano es distinto a la comunicación característica del sujeto: podemos por ahora denominarlo resonancia o reverberación, a falta de una palabra que lo designe más precisamente. En este plano no existe distinción entre sujeto cognoscente y objeto exterior: el otro, humano o no humano, no se reduce a una mera representación de algo que le es exterior, tal como lo es en la experiencia del sujeto: el mundo vive efectivamente en nuestro cuerpo y produce en este gérmenes de otros mundos en estado virtual.
La pulsación de esos mundos larvarios en nuestro cuerpo nos lanza a un estado de extrañeza que se intensifica en las sociedades occidentales y occidentalizadas, que actualmente abarcan el conjunto del planeta. Eso resulta del hecho de que la reducción al sujeto en la política de subjetivación, que prevalece en ellas, implica permanecer disociados de nuestra condición de vivientes, lo cual nos separa de los afectos y perceptos y nos destituye del saber-de-lo-vivo. Con la obstrucción del acceso a los efectos de las fuerzas del mundo en nuestro cuerpo, aunque los mundos virtuales que estos engendran nos perturban, nos vemos imposibilitados de aprehenderlos, lo cual hace que su pulsación se vuelva más extraña aún. Este constituye un segundo aspecto esencial del modo de subjetivación bajo el dominio del inconsciente colonial-capitalístico, inseparable del primero.
La paradoja disparadora del deseo
Las experiencias de cada una de las caras de la superficie topológica-relacional del mundo funcionan según lógicas, escalas y velocidades por entero dispares. Siendo estas simultáneas e indisociables y, al mismo tiempo, irreductibles una a la otra, la dinámica de la relación que se establece entre ambas no es de oposición, sino que constituye una paradoja. Tal dinámica nunca desemboca en una síntesis (ni siquiera dialéctica), ni tampoco en la dominación o en la anulación de una por la otra (tal como lo prometen ciertas teorías del desarrollo cognoscitivo y psicológico, que son más bien ideologías que sostienen el imperio del sujeto, propio de la cultura moderna occidental colonial-capitalística). En suma, dicha relación no desemboca en cualquier tipo de armonía o estabilidad permanente; al contrario, al ser paradójica, es por principio ineludible y engendra una tensión constante, que varía únicamente en cuanto a su grado.
De este modo, los mundos virtuales engendrados en la experiencia de las fuerzas producen una fricción con la experiencia de las formas moldeadas según las cartografías socioculturales vigentes. La razón de esto es sencilla: el hecho de que tales cartografías constituyan la materialización de ordenamientos de fuerzas anteriores —distintos al actual, pues resultan de otros cuerpos y de otras conexiones entre ellos— impide la expresión de los mundos virtuales engendrados debido al nuevo ordenamiento de fuerzas en el presente. La subjetividad se ve lanzada a la experiencia de un estado concomitantemente extraño y familiar, lo cual desestabiliza su contorno y las imágenes que tiene de sí misma y del mundo, provocándole un malestar. Así es como se genera una tensión, por un lado, entre el movimiento que presiona a la subjetividad en dirección hacia la conservación de las formas en que la vida se encuentra materializada y, por otro, el movimiento que la presiona en dirección hacia la conservación de la vida en su potencia de germinación —que solo se completa cuando tales embriones toman consistencia en otras formas de la subjetividad y del mundo, lo que pone en riesgo sus formas vigentes—. Tensionada entre estos dos movimientos, la subjetividad se convierte en un gran signo de interrogación al que es necesario hallarle una respuesta.
Podemos darle a ese signo de interrogación que imprime tensión el nombre de inconsciente pulsional11. Este constituye el motor de los procesos de subjetivación: la pulsación del nuevo problema dispara una señal de alarma que llama a actuar al deseo para recobrar un equilibrio vital, existencial y emocional. El deseo es entonces impelido a realizar cortes sobre la superficie topológica-relacional del mundo que le devuelvan a la subjetividad un contorno, una dirección y su sentido.
Es precisamente en el momento en que el deseo es convocado a actuar cuando se definirán sus políticas y aquello que las distingue: estas políticas corresponden a distintos regímenes de inconsciente pulsional. Para describirlas, sugiero que volvamos a la obra Caminhando que nos propone Lygia Clark, recordando ahora los dos tipos de corte en la superficie de la banda de Möbius que dicha proposición nos hizo posible seguir.
Fabulando dos polos opuestos de políticas del deseo
Ahora invito al lector a reanudar el ejercicio de fabulación. En primer lugar, proyecte sobre la superficie topológica-relacional del mundo la acción de recortar. Posteriormente, considerando que el deseo es aquello que actúa en nosotros, imagínese que aquellos dos tipos de corte corresponden a dos políticas de acciones del deseo ante la interrogación que lo puso en movimiento, a sabiendas de que, por lo que vimos en Caminhando, la elección acerca de dónde y cómo cortar la superficie no es neutra. Imagínese entonces que las dos políticas del deseo en cuestión ocupan los extremos opuestos en el vasto y complejo espectro de micropolíticas que orientan sus acciones en el actual régimen, de cuyo embate resultan los destinos de la realidad: desde la posición del deseo más sumisa al régimen del inconsciente colonial-capitalístico, en la cual se produce una entrega total a la expropiación de la fuerza de creación, hasta la más desviada, en la cual se plasma su total reapropiación.
Resulta evidente que estas posiciones diametralmente opuestas son casos de figuras ficcionales: las mismas jamás dominan totalmente la orientación del deseo ni existen en estado puro. Oscilamos entre diversas micropolíticas o posiciones más o menos cercanas a una ética de la existencia que, en mayor o menor grado, varían en cada momento de nuestras vidas y a lo largo de su transcurso. Del mismo modo, resulta erróneo pensar el cuerpo colectivo —formado por el embate entre diferentes vectores de fuerzas del impulso vital, del cual surge la construcción de la realidad— como homogéneo y más aún pensarlo como estable, ya sea en la posición de dejar que esa fuerza sea apropiada o en aquella que resiste a su apropiación e inventa otros mundos, con otro régimen del inconsciente que oriente sus formaciones. Si bien valernos de este artificio puede resultarnos útil, lo es solamente porque nos permitirá distinguir con mayor nitidez las características esenciales de las micropolíticas con poder potencial de escapar del dominio del inconsciente colonial-cafisheístico respecto a aquellas que, al contrario, nos llevan a someternos a este y reproducirlo ad infinitum. Esto nos permitirá igualmente explorar el tipo de formaciones del inconsciente que resulta de cada una de estas micropolíticas en el campo social.
La micropolítica activa y su brújula ética
Le pido al lector que recuerde el primer tipo de acción del deseo que evita efectuar cortes en puntos anteriormente seleccionados, tal como sucede en Caminhando, cuando se toma en serio la advertencia de Lygia Clark. Imagínese ahora este tipo de cortes realizados en la superficie topológica-relacional de un mundo en la cual operan las acciones del deseo.
Pues bien, esta política del deseo es propia de una subjetividad que habita en la paradoja entre sus dos experiencias simultáneas: como sujeto y fuera-del-sujeto. Una subjetividad que logra sostenerse en la tensión entre las fuerzas que de esas experiencias emanan y que desencadenan ambos movimientos paradójicos que constituyen el inconsciente pulsional, que logra igualmente mantenerse alerta ante los efectos de los nuevos diagramas de fuerzas, generados en la experiencia intensiva de nuevos encuentros, y que tolera las turbulencias que tales encuentros provocan en su experiencia como sujeto, precisamente las turbulencias que la lanzan al estado extraño-familiar. En otras palabras, se trata de una subjetividad que se encuentra apta para sostenerse en el límite de la lengua que la estructura y en la inquietud que este estado le provoca, soportando la tensión que la desestabiliza y el tiempo necesario para la germinación de un mundo con su lengua y sus sentidos. Ella sabe (extracognoscitivamente) sin saber (cognoscitivamente) que cortar la superficie en los mismos puntos no le devolverá el equilibrio, pues la mantendrá confinada en la forma que perdió su sentido, cuya falencia es responsable de su desestabilización.
Lo que orienta el deseo en sus cortes en este caso es la búsqueda de una respuesta al signo de interrogación que se le planteó a la subjetividad al verse desprovista de sus parámetros habituales. En sus acciones, este se conectará con puntos inhabituales de la superficie para hacer su corte, en busca de vías de paso hacia la germinación y el nacimiento del referido embrión de mundo que habita silenciosamente en el cuerpo. La actualización de este mundo en estado virtual que su germen anuncia se efectuará mediante la invención de algo —una idea, una imagen, un gesto, una obra de arte, entre otros— en un nuevo modo de existencia, de sexualidad, de alimentación, de relacionarse con el otro, con el trabajo, con el Estado o con cualquier otro elemento del entorno. Sea lo que sea ese algo, lo que cuenta es que cargue con él la pulsación de los nuevos modos de ver y de sentir —que se producirán en la tela de relaciones entre los cuerpos y que habitan en cada uno de ellos singularmente— de manera tal que los torne sensibles. En otras palabras, lo que cuenta es transducir12 el afecto o emoción vital, con sus respectivas calidades intensivas, en una experiencia sensible —sea por la vía del gesto, de la palabra, etc.—, de forma que se inscriba en la superficie del mundo, generando desvíos en su arquitectura actual.
Como en Caminhando, imagínese que en este tipo de cortes la forma inicial de la superficie topológica-relacional del mundo va multiplicándose y diferenciándose en un proceso continuo de composición y recomposición, por ende, en esa micropolítica, las acciones del deseo consisten en actos de creación que se inscriben en los territorios existenciales establecidos y en sus respectivas cartografías, para romper así la pacata escena de lo instituido.
En este caso, el motor del deseo en sus acciones pensantes es la voluntad de conservación de la propia vida en su esencia, voluntad radicalmente distinta a aquella que aspira conservar la cartografía vigente. Sin embargo, la conservación de la vida no se hace en el aire, sino que depende de la negociación con las formas vigentes en la superficie del mundo, de manera tal que se encuentren los puntos en donde el deseo puede perforarla para inscribir los cortes de la fuerza instituyente. Una brújula ética lo guía: su aguja apunta hacia las demandas de la vida en su insistencia por mantenerse fecunda cada vez que se ve impedida para fluir en la cartografía del presente. Dicha brújula orienta las acciones del deseo hacia la creación de una diferencia: una respuesta que sea capaz de producir efectivamente un nuevo equilibrio para la pulsión vital, lo cual depende de su poder de actualizarla en nuevas formas. Esta es la naturaleza de aquello a lo que puede dársele el nombre de acontecimiento, que es producido por este tipo de política del deseo: un devenir de la subjetividad e indisociablemente del tejido relacional en el cual se generó su turbulencia y su ímpetu de actuar.
Regido por esta micropolítica, el deseo cumple su función ética de agente activo de la creación de mundos, propio de una subjetividad que apunta a ubicarse a la altura de lo que le sucede. Y si ampliamos el horizonte de nuestra mirada a los efectos de abarcar la superficie del mundo tal como esta se configura en la actualidad, constataremos que nos encontramos frente a la micropolítica de una vida individual o colectiva que logra reapropiarse de su potencia para esquivar el poder del inconsciente colonial-capitalístico que la expropia. En suma, una vida que logra orientarse de acuerdo con una ética pulsional. Vida noble, vida prolífica, vida singular, una vida.
LA MICROPOLÍTICA REACTIVA Y SU BRÚJULA MORAL
Le pido lector(a) que se imagine el tipo de acción sobre la superficie topológica-relacional del mundo por parte de un deseo que insiste en elegir puntos ya conocidos para efectuar sus cortes, como sucede en la experiencia de Caminhando, cuando no se tiene en cuenta la advertencia de Lygia Clark. Este tipo de corte corresponde al otro caso de figura ficcional ubicado en el extremo opuesto del amplio abanico de micropolíticas posibles: me refiero a la posición más sumisa al inconsciente colonial-cafishístico. Debido a que es precisamente esta la micropolítica que hace viable la expropiación de la fuerza de creación, desmenucemos más detenidamente su dinámica.
A diferencia del modo de subjetivación que acabamos de vislumbrar, esta política del deseo es propia de una subjetividad reducida a su experiencia como sujeto, en la cual empieza y termina su horizonte. Por estar bloqueada en su experiencia fuera-del-sujeto, no escucha los efectos de las fuerzas que agitan un mundo en su condición viviente, ignorando así aquello que el saber-del-cuerpo le apunta. El germen de mundo que la habita es vivido por la subjetividad como un cuerpo a tal punto extraño e imposible de absorberse que se vuelve aterrador, razón por la cual habrá que callarlo lo más rápido posible a cualquier costo.
Este tipo de subjetividad vive el universo exclusivamente como un objeto que es exterior y lo descifra únicamente desde la perspectiva de su experiencia como sujeto. La imagen que resulta de esa reducción es la de un individuo, un todo indivisible, tal como el propio vocablo lo indica. Es la imagen de una supuesta unidad cristalizada separada de las demás supuestas unidades que constituyen un mundo, el cual es indisociablemente concebido entonces como una supuesta totalidad organizada y acorde con una repartición estable de elementos fijos, cada uno en un supuesto lugar igualmente fijo.
Resulta evidente el tenor alucinatorio de esta imagen de una conservación eterna del statu quo de uno mismo y del mundo, pues, si tal conservación ocurriera efectivamente, implicaría un estancamiento de los flujos vitales que animan la existencia de ambos, lo cual en el límite significaría su muerte. Sin embargo, lo que lleva a la subjetividad a creer en ese espejismo es el miedo de que la disolución del mundo establecido cargue consigo su propia disolución. Al estar el sujeto estructurado en la cartografía cultural que lo dota de su forma y espejarse en ella, como si fuera el único mundo posible, desde la perspectiva de este tipo de subjetividad reducida al sujeto y que se confunde con él, el desmoronamiento de un mundo es interpretado como una señal del fin del mundo y de su supuesto sí mismo. Si la tensión entre lo extraño y lo familiar conlleva para la subjetividad ese peligro imaginario es porque, limitada al sujeto, desconoce el proceso que lleva a la constante transmutación de sí misma y del mundo y no tiene la posibilidad de sostenerse en ese proceso. Impedida para imaginar otro mundo e imaginarse distinta a lo que considera ser su supuesto sí mismo, la subjetividad se protege bajo la creencia de que este mundo, el suyo, puede durar tal como es para siempre. Sumida en el miedo que le provoca ese peligro imaginario de desfallecimiento, es invadida por fantasmas que la ensombrecen: seres de imagen que se proyectan sobre sus experiencias, manteniéndola separada de las mismas. Dichos fantasmas llevan la subjetividad a una interpretación errónea del malestar producto de la desestabilización que esa experiencia paradójica le provoca y que es vivido como algo malo. Interpretado de esta manera, dicho malestar se convierte en angustia del sujeto.
A diferencia de la micropolítica correspondiente al polo opuesto que describimos anteriormente, se trata aquí de una subjetividad que no logra sostenerse en la tensión que le produce la paradoja entre sus experiencias como sujeto y fuera-del-sujeto, ni tampoco entre los movimientos paradójicos que su fricción desencadena, de los cuales se constituye el inconsciente pulsional. Lo que orienta los cortes del deseo en este caso es entonces la evitación del signo de interrogación pulsional que la vibración del germen de mundo le plantea a la subjetividad. El deseo es convocado para recobrar apresuradamente un equilibrio y lo hace orientado por una brújula moral cuya aguja apunta hacia la cartografía en la cual la vida se encuentra materializada en la superficie topológica-relacional del mundo en su forma actual. La aguja moral conduce al deseo en dirección al rastreo de modos de existir y representaciones —ambos resultantes de cortes anteriores— para encontrar un punto en donde apoyar su corte, de manera tal que la subjetividad pueda rápidamente rehacerse en un contorno reconocible y librarse temporalmente de su angustia.
El mundo se convierte entonces en un vasto y variado mercado donde la subjetividad tiene a su disposición una infinidad de imágenes para identificarse y con las cuales establecerá una relación de consumo que le permitirá recobrar el fugaz alivio de un quimérico equilibrio. La elección del deseo respecto a dónde efectuar el corte en ese opulento mercado depende del repertorio de cada subjetividad y de la interpretación que esta haga de la razón de su incomodidad.
Al ser este malestar interpretado como algo malo, por supuesto, alguien debe ser el culpable. Reducida al sujeto, la subjetividad solo dispone de dos opciones para determinar de quién es la culpa de su estado inestable y ambas opciones son frutos de construcciones fantasmáticas: el propio sujeto o un otro cualquiera escogido para cumplir el rol del villano. En otras palabras, o la subjetividad introyecta la causa de su desestabilización como una supuesta deficiencia de sí misma, lo que impregna su angustia de sentimientos de inferioridad y vergüenza, o la proyecta sobre una presunta maldad que le estaría apuntando desde afuera, lo cual impregna su angustia de sentimientos paranoides, de odio y de resentimiento.
Cuando la vergüenza y la depreciación de sí mismo interrumpen la germinación de un mundo
En el primer caso, el de la introyección, con la intención de aplacar el sentimiento de depreciación de sí mismo y de vergüenza, el deseo va a elegir obviamente el punto de la superficie topológica-relacional del mundo más adecuado para tal fin. Dicho punto corresponde a los productos de venta bajo receta archivada o retenida de la industria farmacológica, cuyo mercado se alimenta precisamente de ese desaliento y también lo alimenta, contribuyendo así a su perpetuación, ya que confirma la interpretación fantasmática de su causa y la angustia que le provoca al patologizar la experiencia de la desestabilización13. Cualquiera que sea el uso que haga de ellos la subjetividad, apunta en ese caso a la neutralización de su angustia. El hecho de controlar químicamente su tensión no implica en absoluto que la subjetividad va a estar más dispuesta a escuchar lo que su saber ecoetológico le señala: una disponibilidad para la cual, por cierto, el uso de determinados químicos puede eventualmente contribuir. Dichos químicos neutralizan no solo su angustia, sino también los afectos que la provocan y, además, no ayudan a hacer viable la recomposición de su contorno anterior. Como los medicamentos no le aportan la respuesta esperada, con la insistente ilusión de poder rehacer un equilibrio, manteniéndose en el mismo lugar a toda costa, el deseo debe escoger otros puntos ya conocidos para conectarse con ellos y efectuar en ellos sus cortes.
Para adjudicarle un sentido al sinsentido del estado en que se encuentra la subjetividad, el deseo efectua sus conexiones y cortes en puntos de los productos discursivos que ofrecen los traficantes de recetas de una paz redentora. La oferta es abundante: terapias de entrenamiento de la autoestima, libros de autoayuda o de anuncio de una supuesta new age, ideologías de toda índole e iglesias evangélicas de tipo fundamentalista14, que proliferan a tal punto que se puede encontrar una en cualquier esquina del planeta. Puede también consumir religiones orientales, ya neutralizadas en su poder potencial de llevar a la subjetividad a experiencias de (re)conquista del saber-de-lo-viviente y su desarrollo en el transcurso de la existencia. ¿Cómo opera tal neutralización? Esas tradiciones atribuyen el saber-de-lo-viviente a los humanos y no a un supuesto dios y trabajan su desarrollo desde el nacimiento hasta la muerte en rituales individuales y colectivos. Esto hace de ellas más bien filosofías o éticas de la existencia que religiones propiamente dichas en el sentido que los occidentales tienden a concebirlas y a practicarlas. Sin embargo, cuando estas filosofías son practicadas por subjetividades reducidas al sujeto, tienden a convertirse en sistemas morales. El saber-de-lo-vivo es entonces proyectado esotéricamente sobre supuestas entidades superiores y los rituales, en lugar de llevar a apropiarse de ese saber, se convierten en cunas para arrullar blancos desvalidos e indefensos que adquieren una falsa autoimagen de sí mismos de seres evolucionados y espiritualizados. Y es esa autoimagen de una supuesta paz la que les proporciona un falso estado de equilibrio durante un breve lapso de tiempo, permitiéndoles mantenerse en el mismo lugar. Sean cuales sean las recetas tendientes a adquirir esa supuesta paz, provocan alucinaciones fantasmáticas que se superponen a la evaluación de la realidad y están acompañadas por rituales obsesivos que le permiten al sujeto canalizar la energía de su angustia en acciones que le devuelven la ilusión de control. En ese mismo registro, el deseo también puede conectar a la subjetividad con complejos discursos intelectuales, de los cuales hace igualmente un uso alucinatorio, reduciéndolos a esqueletos de una retórica seca y vacía destituida de la carne de un cuerpo vivo. En suma, se trata de un tipo de relación con tales discursos que neutraliza su potencia de afectar y la resonancia que dichos afectos pueden encontrar en el lector, favoreciendo su propia reapropiación o ampliación del saber-de-lo-vivo.
A decir verdad, da igual cuál sea el punto discursivo elegido para el corte: desde la denominada baja cultura hasta las más sofisticadas piruetas filosóficas, pues, desde la perspectiva de esta política de deseo, las distintas visiones de mundo son equivalentes, ya que la relación que la subjetividad establece con cualquiera de ellas es la misma: su consumo para recobrar temporalmente una voz a través de su mero eco. Sea cual sea la visión adoptada, es empleada como un discurso cliché que le sirve de guía a una subjetividad que, al estar disociada de su condición de viviente, no tiene cómo saber lo que le sucede y mucho menos puede encontrar palabras para decirlo. En su lugar, consume palabras ajenas envueltas en un aura de verdad que le permite idealizarlas y librarse de la depreciación de sí misma a través de su mimetización; es precisamente eso lo que la vuelve presa fácil de cualquier imagen o discurso y la hace acatarlos como consignas.
Pero solo los fármacos y las plataformas discursivas no aseguran la composición de un contorno que le devuelva a la subjetividad un equilibrio: para librarse de la vergüenza y del miedo a la exclusión que la depreciación de sí misma le provoca, debe mimetizar también estilos de vida que le devuelvan, como las palabras, la sensación de pertenencia, la condición para sentirse existente. Para lograr esto, el deseo la conecta con productos que el mercado ofrece: hay para todos los gustos, están diirigidos a todos los segmentos sociales y son seductoramente transmitidos por los medios de comunicación de masas. Dichos productos consisten en narrativas que transmiten imágenes de mundos siempre presentadas en escenarios idílicos y protagonizadas por personajes idealizados. Deslumbrada, la subjetividad intenta mimetizarlos mediante el consumo de mercaderías asociadas a dichos escenarios proveedores de performances prêt-à-porter (en el caso de la publicidad, esa dinámica se vuelve más evidente). Al igual que los medicamentos con receta archivada, las iglesias, las ideologías, los estimuladores de autoestima y los complejos discursos intelectuales, tales mercancías se usan como perfumes para camuflar el olor infecto de una vida estancada.
Cuando el odio y el resentimiento interrumpen la germinación de un mundo
En el segundo caso, cuando la subjetividad interpreta que la causa del malestar es una maldad que está supuestamente infligiéndosele desde afuera, el deseo elige como punto para el corte algo que le sirva de chivo expiatorio, un cuerpo al cual la subjetividad vacía de su singularidad para transformarlo en pantalla blanca sobre la cual proyecta la razón de su malestar, que se convierte en odio y resentimiento. Ese otro demonizado puede ser una persona, un pueblo, un color de piel, una clase social, un tipo de sexualidad, una ideología, un partido, un jefe de Estado, etc. De aquí surgen las xenofobias, las islamofobias, las homofobias, las transfobias y otras tantas fobias; como también los racismos, los machismos, los chauvinismos, los nacionalismos y otros ismos. Esto puede derivar en acciones sumamente agresivas, cuyo poder de contagio tiende a crear las condiciones para el surgimiento de una masa fascista. En la actualidad, no nos faltan ejemplos de esto, uno de ellos es el caso de Brasil donde basta mencionar uno de los fenómenos que ocurrieron durante la campaña mediática que preparó el terreno para el reciente golpe de Estado. Se trata de las manifestaciones callejeras que reunían a miles de personas, muchas de ellas envueltas en la bandera brasileña, clamando fervorosamente por el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff y algunas llegando al colmo de pedir el regreso de la dictadura militar.
Cualquiera que sean los puntos seleccionados para el corte en ambos casos de interpretación fantasmática de la causa del malestar provocado por la desestabilización —introyección y proyección—, las acciones del deseo regidas por una micropolítica reactiva tienen como efecto la disminución de la potencia de la condición de viviente: producen una especie de anemia vital que no por ello se hace menos presente ni es menos poderosa en sus efectos. Como en aquellos cortes de la banda de Möbius de Caminhando, cuando se ignora la advertencia de Lygia Clark, de la política de deseo reactiva resulta la eterna reproducción de las formas del mundo en su actual configuración.
Bajo el impacto de una micropolítica reactiva regida por una brújula moral, la subjetividad se disocia aún más de lo que le sucede. Y si ampliamos el horizonte de nuestra mirada para abarcar la superficie topológica-relacional del mundo tal como se encuentra configurada en la actualidad, constataremos que lo que se debilita es precisamente la potencia colectiva de creación y cooperación que constituye la condición para la construcción de lo común, la cual emana del poder de insurgencia y, al mismo tiempo, lo fortalece. Al revés, lo que se generará es la conservación del statu quo: la micropolítica de una existencia individual o colectiva que deja que su potencia vital creadora sea expropiada, se entrega por libre y espontánea voluntad y llega incluso a hacerlo con fervor.
En síntesis, al comparar la política activa y la política reactiva de las acciones del deseo, en la primera se plasma efectivamente un nuevo equilibrio mediante un acto de creación que transmuta la realidad con su fuerza instituyente, mientras que en la segunda el equilibrio se rehace en forma ficticia y fugaz mediante un acto que, a decir verdad, interrumpe el destino de la potencia de creación propia de la vida para reducirla a la creatividad. Dado que la creatividad es tan solo una de las capacidades indispensables para el trabajo de creación, cuando esta se disocia del saber-del-cuerpo, se vuelve estéril y no hace sino recomponer lo instituido. El deseo deja entonces de actuar en sintonía con lo que la vida le demanda y se desvía de su función ética.
Allí reside el veneno de la micropolítica inmanente a la cultura moderna occidental colonial-capitalística. Sus efectos tóxicos consisten en la separación de la subjetividad de la fuerza pulsional de germinación, lo que tiene graves secuelas: se estanca la potencia deseante de creación de mundos en los cuales se pueden disolver los elementos de la cartografía del presente donde la vida se encuentra asfixiada. Disociada de ese modo, la subjetividad se encuentra lista para dejar que esta potencia sea cafisheada por el capital y es el propio deseo el que orientará sus acciones en tal dirección, al hacer que la pulsión pase a gozar en ese lugar.
Regido por este tipo de micropolítica, el deseo pasa a funcionar como un agente reactivo que interrumpe el proceso de creación de mundos. Como los gérmenes de mundo que habitan los cuerpos se engendran en el encuentro entre ellos para formar el campo que los atraviesa a todos y hace de estos un solo cuerpo, la interrupción de su germinación en la vida de un individuo es también, e indisociablemente, un punto de necrosis de la vida a su alrededor. En otras palabras, cada vida, que no se pone a la altura de lo que le sucede, perjudica a la vida de toda su tela relacional: el veneno que se produce se propaga como una peste por sus flujos y los intoxica, estancando su proceso continuo de diferenciación. Estos son los efectos de una vida sujet al poder perverso del inconsciente colonial-capitalístico. Una vida genérica, una vida mínima, una vida estéril, una mísera vida.
Cuando el abuso perverso se refina
En el marco del capitalismo globalizador financiarizado, tal como lo hemos visto aquí, se transmuta, se refina y se intensifica el abuso perverso de la fuerza de trabajo (en el sentido amplio de todo tipo de acción en la cual se materialice el movimiento de la fuerza vital), abuso que constituye la esencia de la tradición colonial-capitalística. Lejos estamos del régimen identitario que estructuraba a la subjetividad en el fordismo y le atribuía la forma de su fuerza de trabajo (en este caso en sentido literal) y de cooperación. En su nuevo pliegue, se produce una subjetividad flexible, gestora de su propia potencia pulsional, lo cual, tal como se mencionó al comienzo, parecería favorecer su libertad para imprimirle un destino de expansión vital. Sin embargo, por el hecho de que la subjetividad se encuentra reducida al sujeto, el deseo tiende a desviar esa potencia de su destino ético con la esperanza de asegurarle su supuesta estabilidad y su sensación de pertenencia. De este modo, lo que se genera en este proceso son formas de existencia de las cuales se extrae libremente capital económico, político y cultural. Por ende, mediante las acciones del propio deseo, la subjetividad alimenta la acumulación de capital y su poder, ofreciéndose gozosamente al sacrificio, como la trabajadora sexual que, mientras no se de cuenta, continúa ofreciéndose a su proxeneta con la esperanza de que este le asegure no solo la supervivencia, sino el propio derecho a existir.
Por sí solo, esto ya sería suficiente para fomentar la producción de un deseo reactivo, pero existen otros factores que contribuyen para que ese sea el destino predominante de la fuerza pulsional, ahora supuestamente autogestionada. Con los avances de las tecnologías de la información y de la comunicación, que en el actual régimen son cada vez más veloces, el malestar de la paradoja impulsador de los procesos de subjetivación se vuelve más frecuente y más intenso. La subjetividad flexible es incesantemente bombardeada por imágenes del mundo y narrativas —cosa que se agrava con su proliferación robótica que las multiplica al infinito— que hacen que caduquen más rápido sus contornos, ya de por sí efímeros. Frente a ello, por estar reducida al sujeto, aumenta su propensión a someterse a respuestas prêt-à-porter que, como ya se ha consignado aquí, esos mismos medios le ofrecen en abundancia. Esa dinámica crea el suelo que sostiene aspectos esenciales del nuevo régimen. Su ventaja para la economía es obvia: las mercaderías encuentran en la fragilidad y en la interpretación fantasmática que hace el sujeto —quien proyecta en la fragilidad el peligro imaginario de exclusión, ya sea por depreciación de sí mismo o por una persecución paranoide— la base para su consumo asegurado. Pueden así multiplicarse al infinito, pero la operación de incremento de la fragilidad no se detiene ahí: también está presente en la estrategia de poder introducida por la nueva versión del régimen, en la cual se aúnan procedimientos micropolíticos a los tradicionales procedimientos macropolíticos en una triple alianza compuesta por los poderes judicial, legislativo y mediático.
Cuando el poder se vale del deseo como su principal arma
Si bien desde el capitalismo industrial los medios de comunicación de masas han venido erigiéndose como un importante equipamiento del poder, bajo la nueva versión del régimen, estos adquieren un protagonismo sin precedentes, sobre todo merced a los avances tecnológicos que permiten entablar una comunicación generalizada en tiempo real. Un ejemplo de ello lo constituye lo que se ha venido haciendo en diversos países de América del Sur durante la última década. Con base en la edición de informaciones obtenidas en investigaciones policiales y seleccionadas por una alianza entre la Policía y el poder judicial, los medios elaboran relatos que, al transmitirlos en tono dramático, amplifican y agravan la imagen de la crisis económica y del peligro de la cual esta es portadora. Esto alimenta la búsqueda desesperada de una salida que llevan a cabo las subjetividades, salida que les será ofertada por la misma narrativa bajo la figura ficticia de un personaje de chivo expiatorio sobre quien recae la culpa de la situación de crisis, también ficticiamente fraguada. Así como la construcción de este relato se basa en información real que es seleccionada y editada, asumen igualmente los roles de chivos expiatorios las figuras o los partidos que se pretende eliminar del escenario político, alrededor de los cuales se enfoca precisamente la selección y la edición de la información.
Transmitidas día tras día, repetidas varias veces y con diferentes tonos de dramatismo, dichas narrativas ofrecen una plétora de señales que confirman la escena temida, portadora del peligro de disgregación inminente, fabulado por una subjetividad reducida al sujeto. Al sucumbir frente al miedo, a tal punto que este sobrepasa el límite de lo metabolizable y se vuelve traumático, la subjetividad está lista para aferrarse al chivo expiatorio y proyectar en él la causa de su malestar como única salida, o al menos la más disponible en ese momento. Por ende, dichos relatos son recibidos con alivio, pues, al ser adoptados como verdades por mucha gente, legitiman una falsa explicación para la causa del malestar y permiten expulsarlo de sí mismos al proyectarlo sobre otro. Además, su efecto de contagio genera un sentimiento de pertenencia en subjetividades que, al no tener acceso al cuerpo vivo del mundo al cual pertenecen por principio —acceso a partir del cual podrían participar en la construcción de lo común—, se sienten aisladas y temen ser humilladas y excluidas de la convivencia social. Las manifestaciones públicas masivas de este tipo de subjetividades constituyen un ritual colectivo que les ofrece la sensación de pertenecer a una comunidad homogénea que forma un todo supuestamente estable que suplanta, a su vez, a la construcción múltiple y variable de lo común y las protege de la amenaza imaginaria que esa construcción les genera.
Con base en este trauma inducido se construyen las condiciones necesarias que requiere el poder sin límites del capitalismo globalitario, el cual pasa por la toma del poder del Estado, en las situaciones en que este aún no se encuentra enteramente en sus manos, mediante algunas operaciones que se alternan y se juntan, practicadas en distintas dosis. La primera operación la constituyen las elecciones enmascaradas de una supuesta voluntad popular, cuando, en realidad, dicha voluntad es mero fruto de una manipulación populista, mediante la aplicación de los procedimientos antes mencionados. La segunda se refiere a las operaciones fraudulentas que ocurren en el momento del voto, y la tercera al juicio político de los gobernantes en el poder, en caso de ser necesario. El juicio en cuestión le compete al Parlamento y se disfraza de una recuperación de la democracia mediante una ficción jurídica que le asegura la legitimidad —que, en ese caso, es maniobrada a través de la divulgación mediática masiva de tal ficción— y un amplio apoyo popular. Si bien los golpes de Estado perpetrados por la fuerza de las armas militares le interesaban al capitalismo industrial, ya no le interesan al capitalismo financiarizado. Los Estados totalitarios constituyen una piedra para el camino de la libre circulación de capitales, aparte de que este tipo de Estados promueve el principio identitario, cuando el nuevo régimen requiere subjetividades flexibles.
En lugar de la fuerza de las armas militares, las armas de las cuales se vale el capitalismo globalitario son de dos tipos: la fuerza pulsional y su portavoz, el deseo, su arma micropolítica, articulada a una alianza con las fuerzas políticas locales más reactivas, su arma macropolítica. Estas últimas se encarnan en figuras ignorantes, groseras, embrutecidas y sumamente conservadoras, remanentes de un capitalismo prefinanciarizado y, en la mayoría de los casos, de una mentalidad aún más arcaica, prerrepublicana, colonial y esclavista. Estos personajes patéticos son usados como testaferros para realizar el trabajo sucio que consiste en expulsar de la escena a los políticos progresistas a modo de preparación del terreno para la toma del poder por el capitalismo financiarizado y mundial dada su propia naturaleza, ya que en el mapa de su circulación no existen fronteras nacionales. En el caso de Brasil, resulta fácil encontrar este tipo de figuras en los tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), instaladas en ellos desde siempre variando apenas sus discursos y sus procedimientos. Ejemplos de este tipo de figuras los encontramos especialmente entre los diputados ruralistas y los diputados evangelistas. Los primeros son los dueños del agronegocio que destruye los ecosistemas y expulsa a las comunidades originarias de sus territorios ancestrales, que han sido recuperados gracias a la Constitución Brasileña de 1988, o las diezma literalmente en un genocidio impune, el cual ni siquiera aparece en la prensa local. Los segundos, los diputados evangélicos, suelen tener en su mayoría un moralismo hipócrita y su cerril machismo heteronormativo, patriarcal y familiar que ellos justifican y legitiman, con base en la supuesta voluntad de Dios. Más ampliamente están los corruptos que proliferan indistintamente por todos los partidos y que hacen viables espurios negocios de Estado, a cambio de coimas de las empresas, mediante la sobrefacturación y otros ardides. El ejemplo más obvio de esto es el de los contratistas de empresas brasileñas responsables de la construcción de equipamientos públicos, cuyo capital es transnacional, a excepción de algunas como Odebrecht.
Este trabajo sucio consiste antes que nada en la preparación y la realización del golpe propiamente dicho. Una vez consumado el mismo, la segunda tarea consiste en tomar rápidamente decisiones en el ámbito del poder ejecutivo o del poder legislativo, las cuales son a menudo votadas entre gallos y medianoche, cuando todos duermen, o durante las vacaciones o feriados, especialmente los de Navidad y Año Nuevo, cuando la sociedad está distraída haciendo compulsivamente compras de regalos y participando en celebraciones familiares con ansias de escenificar una imagen de felicidad y armonía. Se hace difícil seguir el ritmo alucinado de tales decisiones, pues, cuando la sociedad (o al menos parte de ella) se percata de alguna, ya se ha tomado otra igualmente violenta que, una vez más, pasa desapercibida. Ni siquiera es necesario decir que tales decisiones consisten básicamente en desmantelar las leyes laborales y previsionales y quitarle la responsabilidad al Estado en los sectores de la educación, la salud, la vivienda y las condiciones urbanísticas —lo cual afecta básicamente a los estratos más desfavorecidos—, así como privatizar la mayor cantidad posible de bienes públicos, sobre todo aquellos que el capital privado codicia debido a su alta rentabilidad.
Sin embargo, una vez realizado el trabajo sucio, empieza un segundo capítulo en el cual los personajes que lo ejecutaron pasan a ser también eyectados con los mismos procedimientos jurídico-mediáticos con los que expulsaron de la escena a los políticos progresistas. Esta estrategia consiste en multiplicar día tras día las órdenes de detención de estos personajes, al tiempo que se detiene también a los dueños y a los altos ejecutivos de las principales megaempresas que están mancomunados con ellos. A partir de las delaciones premiadas15 de los arrepentidos, de unos contra otros, se pasa a privilegiar las informaciones referentes a la corrupción de esos políticos que están afiliados precisamente a los partidos que asumieron el rol de testaferros en el derrocamiento de los gobiernos progresistas. En el relato mediático, se convierten en los nuevos protagonistas en el rol de chivos expiatorios. No obstante, esto no quiere decir que se retira el foco que está puesto sobre los políticos de los partidos progresistas, pues este perdura a la orden del día hasta su total destrucción. Con esta operación se resuelven dos problemas de un solo golpe. El primero consiste en la purga de esos personajes patéticos del escenario político mediante su condena, lo que les quita el derecho a ejercer funciones públicas. Esto cuenta con la ventaja adicional de darle a la operación una máscara de neutralidad, ya que aparentemente la misma es imparcial, pues apunta no solo a los partidos de izquierda, sino también a todos los demás partidos; lo que hace pensar que su presunto foco recae sobre la corrupción y no tiene nada que ver con posturas políticas. Se le infunde de este modo una mayor verosimilitud a la ficción de la legitimidad constitucional que encubre el golpe de Estado recién perpetrado, el cual, por cierto, sigue su curso mediante esta operación. El terreno queda entonces expedito para la toma del poder por parte de los administradores formados en el capitalismo de última generación, quienes aceitarán los rieles del país para facilitar el tráfico más eficiente de los flujos del capital financiarizado, aboliendo cualquier barrera para lograr su libre circulación. El segundo problema que se resuelve es el de la ampliación de la escena económica para la disputa de los negocios locales, los cuales se extienden a otros países, fundamentalmente de Latinoamérica y África, cuyos mercados fueron conquistados en su mayoría durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores en Brasil. Todo esto es recibido con los brazos abiertos por gran parte de la sociedad brasileña que a estas alturas está enteramente identificada con el relato mediático. El último capítulo de esta narrativa consistirá seguramente en presentar al capital financiarizado como el salvador de la patria que, de poder alzarse con el mando pleno del país, le devolverá a este la dignidad pública y reestablecerá su economía, tras la grave crisis orquestada deliberadamente en los capítulos anteriores.
En América Latina, dichos procedimientos se emplean para desmantelar a los gobiernos progresistas que se han instalado durante las últimas décadas en algunos países del continente, tras la disolución de las respectivas dictaduras militares que transcurrió a lo largo de la década de los ochenta. En el momento de la ascensión de la izquierda al poder empieza a concebirse una serie de una nueva modalidad de golpes. El primer laboratorio de la consumación de la nueva estrategia de poder fue la destitución de Fernando Lugo de la presidencia de Paraguay en 201216. Una vez comprobada la eficacia del nuevo concepto de golpe, la producción de la serie en Brasil, que había empezado a concebirse en 2002 con la elección de Lula da Silva, se intensifica y gana velocidad día tras día hasta culminar con el juicio político de la presidenta Dilma Rousseff en 2016. En las mencionadas grandes manifestaciones de masas a favor de su destitución, el lema que decía:
“La culpa es de Dilma”, que poco a poco tomó frenéticamente las calles y las plazas de todo el país, surgió precisamente del consumo de la ficción que los medios habían construido, que tenía a la presidenta, al Partido de los Trabajadores y a sus partidarios —fundamentalmente a su líder, Lula da Silva— como protagonistas en los papeles de chivos expiatorios17. Esto mismo ha venido ocurriendo en otros países latinoamericanos cuando aún les queda a sus gobernantes progresistas algún tiempo de mandato.
Mientras tanto, en otras situaciones, cuando sus mandatos se acercan a su fin, la estrategia mediática-jurídica-parlamentaria se inscribe en la preparación de las elecciones, eliminando de la disputa al (a los) candidato(s) más progresista(s), de tal manera que la misma transcurra entre candidatos neoliberales y ultraconservadores, siendo que estos últimos constituyen un indeseable efecto colateral de su empoderamiento por el propio capitalismo financiarizado que, tal como ya hemos visto, se apoya en ellos para la preparación de la toma del poder. Este es el caso de Perú18, donde el candidato progresista perdió ampliamente contra el candidato neoliberal que venció por un pequeño margen de diferencia a la candidata ultraconservadora.
De qué manera el abuso produce traumas y se alimenta de ellos
Por ende y por principio, la subjetividad flexible producida por ese régimen es mantenida constantemente en estado de fragilidad, a la vera del trauma o a menudo sobrepasando ese umbral y zozobrando en el naufragio. Esto se efectúa a través de los tres procedimientos antes referidos: su reducción al sujeto y el constante colapso de sus formas de existencia y de sus respectivos sentidos, colapso encubierto por el suministro inmediato de narrativas ficticias que se le inculcan diariamente a través de los medios de comunicación. Hay también un cuarto procedimiento del capitalismo financiarizado que participa de esta fragilización de la subjetividad, sobre todo en los estratos más desfavorecidos, se trata de la precarización de la fuerza de trabajo legalizada por la anulación de las leyes laborales por parte de los Estados neoliberales; es una anulación que se legitima con el argumento de que así cada trabajador tendrá su autonomía para negociar. Tal ilusión se apoya en la destrucción del imaginario progresista mencionado y, al mismo tiempo, la sostiene y la refuerza. Ahora bien, tal precarización, sumada a una supuesta autonomía, deja a las subjetividades más traumatizadas e imposibilitadas para actuar y, por consiguiente, se vuelven más vulnerables al abuso, y están listas para entregar su fuerza pulsional a la proxenetización con la ilusión de que esta les traerá de vuelta un contorno y un lugar. Y más ampliamente, también es así como la potencia colectiva de creación y cooperación es canalizada para sostener y alimentar el statu quo, ya sea mediante la apropiación de la fuerza de trabajo, del consumo desenfrenado, del apoyo masivo a golpes de Estado o electorales, u otras estrategias micropolíticas del régimen no mencionadas aquí. En suma, es así como la potencia del deseo es desviada de su destino ético, activo y creador para ser apropiada por el capital y convertirse en potencia reactiva de sumisión.
Allí es donde reside la perversión del régimen colonial-capitalístico en su nueva versión y también su real peligro. El régimen se nutre de la amenaza imaginaria que se genera en la subjetividad debido a su separación de la condición de viviente y, al mismo tiempo, nutre al fantasma de esa amenaza, al mantener a la subjetividad cautiva en esa reducción. La situación que estamos viviendo es una incubadora de ese peligro real y no hay ninguna garantía de que se pueda evitar. El uso de la micropolítica, que hace el capitalismo financiarizado transnacional para obtener poder macropolítico, sumado a la utilización de políticos disponibles para efectuar el trabajo sucio y al incremento del conservadurismo, cuenta con grandes posibilidades de producir una crisis de proporciones incontrolables. Esto es precisamente lo que está ocurriendo y lo que crea una atmósfera irrespirable. La elección de Trump como presidente de Estados Unidos y de candidatos de extrema derecha en Europa, así como el Brexit y el vislumbre de desmantelamiento de la Unión Europea, constituyen tan solo sus síntomas más notorios. En el plano local tampoco faltan ejemplos, pero son tantos que mencionarlos nos tomaría un espacio infinito y nos apartaría de nuestro foco, además citarlos aquí es innecesario y redundante, ya que están ampliamente presentes en los noticiarios cotidianos y hay una vasta bibliografía que los describe y los analiza.
Lo que importa aquí es reconocer que, en esa balanza inestable entre el neoliberalismo y el conservadurismo extremo temporalmente asociados, el peso puede pender hacia el segundo y con el pleno apoyo de las masas que, como barras bravas, retroceden al principio identitario en su máxima rigidez tanto en el plano individual y de grupos —clase, etnia, género, raza, etc.— como en el plano nacional. Esta amenaza sobrevuela el planeta actualmente, lo que para el capital transnacional implica la amenaza del cierre de las puertas a su libre flujo. En síntesis, el tiro al capitalismo financiarizado parece estar saliéndole por la culata. Esto no nos aporta ninguna ventaja, pues tanto el régimen colonial-cafisheístico en su nueva versión como el retorno a un conservadurismo nacionalista, arcaico y fatal —un efecto inevitable del propio régimen y que lo pone en crisis por su propia lógica— son igualmente nefastos, aunque de distintos modos. No se trata aquí de elegir cuál de ellos es menos peor, pues, al estar ambos intrínsecamente ligados, lo más grave es precisamente su explosiva combinación.
Es exactamente a esta situación que se refiere el término siniestro evocado al comienzo de este ensayo para calificar a la atmósfera que nos envuelve en la actualidad. La mezcla de varios tiempos de la historia del capitalismo, todos ellos en su cara más perversa, complejiza aún más las dinámicas del poder y, por consiguiente, también su desciframiento y la invención de estrategias tendientes a combatirlas. Si bien esto es alarmante, hay que reconocer que, precisamente por esta razón, es necesario expandir y complejizar la propia noción de resistencia y, más ampliamente, la de política. Esto genera un cierto aliento en la contracorriente de la tendencia a sucumbir al miedo y a las habituales reacciones que este provoca: ya sea la parálisis melancólica o la prisa por actuar para librarse de él aferrándose a viejas concepciones de resistencia que ya no tienen sentido, quizá sea este el caso del propio concepto de resistencia que, signado por una lógica de la negación, la oposición y la no aceptación, no incluye la positividad de una acción transformadora.
Ante este nuevo escenario, se hace evidente que no basta con tomar para sí mismo la responsabilidad como ciudadano y luchar por una distribución más justa de los bienes materiales e inmateriales, de los derechos civiles y, más allá de estos, del propio derecho a existir. Esto es lo mínimo que se debe anhelar y, cuando ni siquiera se asume esta responsabilidad, es porque la disociación ha llegado a un nivel de patología alarmante.
Más allá de esta tarea, es necesario también tomar para sí mismo la responsabilidad como ser vivo y luchar por la reapropiación de las potencias de creación y de cooperación y por la construcción de lo común que depende de ella. En otras palabras, no basta con un combate por el poder macropolítico y contra aquellos que lo detienen: se debe librar igualmente un combate por la potencia afirmativa de una micropolítica activa investida sobre cada una de nuestras acciones cotidianas, incluso en aquellas que implican nuestra relación con el Estado, ya sea que estemos dentro o fuera de este. ¿No será precisamente este el combate que libra el nuevo tipo de activismo que está proliferando por el planeta?
Se vuelve pues indispensable pensar y actuar hacia una micropolítica activa, de manera tal que se pueda enfrentar esta situación igualmente en el plano de la subjetividad, del deseo y del pensamiento, plano en el cual se sostiene existencialmente el capitalismo financiarizado transnacional tanto en su faceta neoliberal como en la conservadora, su adversario monstruoso que él mismo generó. La conquista de esta posibilidad depende de que se rompa el hechizo del poder tsunámico de la micropolítica reactiva del capitalismo globalitario que se propaga en todas las esferas de la vida humana, destruyendo sus modos de vida y, sobre todo, su potencia esencial de creación y transmutación. Esto implica la desidentificación con los modos de vida que el régimen construye en lugar de aquellos que devastó, a fin de que se pueda desertar de ellos no para volver a las formas del pasado, sino para inventar otras en función de los gérmenes de futuros incubados en el presente. Solo así la idea de reapropiarse de la fuerza colectiva de creación y cooperación, el medio indeclinable para combatir el actual estado de cosas, tendrá posibilidades de salir del papel y de los sueños utópicos para convertirse en realidad.
Cuando pensar y resistir se convierten en una sola y misma cosa
Decía al comienzo de este texto que no es por decreto de la voluntad o por la buena intención de la conciencia que se logra obrar en la dirección de esa reapropiación. Ahora quizá quede más claro por qué sugería que este es un trabajo que debe realizar cada uno en su propia subjetividad y en su indisociable trama relacional, de manera tal que pueda desplazarse de la sumisión al poder del inconsciente colonial-capitalístico. Quizá quede también más claro por qué afirmaba que es intrínseca a esta tarea la necesidad de desplazarse en el ámbito del pensamiento no en su contenido, sino en el propio principio que rige su producción, del cual resultan precisamente sus contenidos y sus modos de evaluación del presente. Si consideramos que a cada modo de producción de la subjetividad y del deseo le corresponde un modo de producción del pensamiento, vale la pena retomar aquí aquellos dos polos ficticios de la amplia gama de micropolíticas, desde la más activa hasta la más reactiva, para examinar brevemente en qué se diferencian los principios que rigen la producción del pensamiento en cada una de ellas y sus efectos sobre los destinos de la vida social.
Desde la perspectiva ética del ejercicio del pensamiento que rige las acciones del deseo en el polo activo, pensar consiste en escuchar los afectos, los efectos que las fuerzas de la atmósfera del ambiente producen en el cuerpo, las turbulencias que provocan en él y la pulsación de mundos larvarios que, generados en esa fecundación, se le anuncian al saber-de-lo-vivo; implicarse en el movimiento de desterritorialización que dichos gérmenes de mundos disparan y, guiados por esa escucha y por esa implicación, crear una expresión para aquello que pide paso, de modo tal que adquiera un cuerpo concreto. Los efectos del pensamiento ejercido desde esta perspectiva tienden a ser el contagio potenciador de las subjetividades que lo encuentran o, más precisamente, su polinización19; la transfiguración de la superficie topológica y relacional de un mundo en su forma vigente por la irrupción de ese cuerpo extraño en su contorno familiar y la transvaloración de los valores que en él predominan.
En tanto, desde la perspectiva de su polo reactivo, pensar consiste en ensordecerse a los afectos, a las turbulencias que ocasionan y a las demandas de la vida que estas necesariamente movilizan; reflexionar, o reflejar como en un espejo una supuesta verdad que está oculta en la oscuridad de la ignorancia y que explica la desterritorialización —el delirio de un sentido que la enmascara y presume su control—. Revelar esa supuesta verdad iluminándola con el farol de la razón, en ese caso, restringida a fórmulas retóricas vacías por emanar de la disociación de la experiencia real. En suma, pensar en este caso significa racionalizar lo molesto, denegando lo extraño al transformarlo en familiar. El efecto del pensamiento ejercido desde esta perspectiva tiende a ser el contagio despotenciador de las subjetividades que lo encuentran, lo cual contribuye a la interrupción del proceso de polinización, promoviendo un aborto de la germinación de futuros. Lo que resulta de ello es la reproducción de la cartografía vigente y sus valores.
A esta política reactiva de producción del pensamiento, regida por el inconsciente colonial-capitalístico, la denomino antropo-falo-ego-logocéntrica. Frente a su poder, que se propaga cada vez más, no basta con problematizar los conceptos que dicha política produjo y sigue produciendo: hay que problematizar el propio principio que la rige. Tal desafío implica reactivar el saber-de-lo-vivo en el ejercicio del pensamiento para liberarlo de su encarcelamiento en ese seco logocentrismo y sus falsos problemas, producto de su divorcio de los flujos vitales y de los verdaderos problemas que sus movimientos le plantean. Es preciso estar al acecho de aquello que el saber-de-lo-vivo nos muestra, de lo cual dependen tener la fuerza y la astucia necesarias como para resistir el poder del equipo de fantasmas nacidos de la sumisión al inconsciente colonial-capitalístico, que aún hoy en día comanda las subjetividades y orienta las jugadas del deseo. De allí el sentido de afirmar que, desde esta perspectiva, pensar y sublevarse pasan a ser una sola y misma cosa.
Pero, al final, ¿qué tendría que ver el arte con todo esto?
Si bien las prácticas artísticas tendrían sin duda mucho que enseñarnos para afrontar la exigencia de resistir en el ámbito de la producción del pensamiento y sus acciones —sustituyendo la perspectiva antropo-falo-ego-logocéntrica por una perspectiva ético-estético-clínico-política—, resulta también innegable que, bajo el actual régimen, esta potencia propia del arte se ha debilitado. En las sociedades occidentales y occidentalizadas en las cuales tuvo su origen la institución del arte hace poco más de dos siglos, esta constituía hasta hace poco tiempo el único campo de actividad humana en el cual la potencia de creación estaba habilitada para ejercerse y tornar sensibles los mundos virtuales que habitaban los cuerpos fecundados por el aire del tiempo. Y aunque la actualización de esos mundos en ese caso se restringía a las obras de arte —ya sea que fuesen pinturas, esculturas, instalaciones u otras—, cuando estas lograban encarnar la pulsación de esos mundos por venir, tenían el poder potencial de polinización de los ambientes en los cuales circulaban.
Sin embargo, y no por casualidad, en la nueva versión del régimen colonial-proxenetístico, el arte se ha convertido en un campo especialmente codiciado por el capitalismo como fuente privilegiada de apropiación de la fuerza creadora con el fin de instrumentalizarla. Se abre así una nueva frontera para la acumulación de capital mediante el uso que se hace del arte para lavar dinero, ya que permite una de las más rápidas y extraordinarias multiplicaciones del capital invertido con base en la pura especulación, pero la cosa no se detiene allí: esa instrumentalización también tiene objetivos micropolíticos. El primero de ellos consiste en neutralizar la fuerza transfiguradora de las prácticas artísticas reduciéndolas al mero ejercicio de la creatividad disociada de su función ética de dar cuerpo a lo que la vida anuncia. El segundo objetivo micropolítico consiste en valerse del arte como un pasaporte de admisión en los salones internacionales de las élites del capitalismo financiarizado. El figurín con el que se visten tales élites incluye ser coleccionista, tener en la punta de la lengua dos o tres nombres de artistas y curadores que figuran entre las estrellas mediáticas del momento —que no por casualidad son siempre los que se encuentran en la cresta de la ola del mercado del arte— y, por último, hacer turismo en los espacios institucionales a este consagrados, sobre todo en su circuito mundial. Consumir arte contemporáneo, o por lo menos exhibirse en sus salones, distingue a esas élites de las élites tradicionales del capitalismo, anteriores a su financierización, evitando así el riesgo de que las consideren cursis, lo cual facilita sus negocios. Esto es especialmente patético en el caso de las élites sudamericanas, las cuales, al vestir ese figurín, revelan sus ridículos falsos selfs de colonizados que encubren su escasa autoestima. Como esas nuevas élites internacionales dominan el mercado del arte debido a su poder de comprar obras y de participar en los Consejos de los principales museos —lo que les permite indicar cuáles artistas tendrán sus obras expuestas, elevando así su valor en el mercado y, con eso, multiplicando exponencialmente el capital invertido en las mismas—, los artistas tienden a adecuarse a sus demandas para asegurarse un lugar en este escenario. Es así como, también en este campo, la potencia de creación va siendo desviada de su destino ético y es llevada en dirección hacia la producción de mercaderías y activos financieros.
Dado que dichos fenómenos son hoy en día plenamente reconocidos, su descripción minuciosa constituiría una pérdida de tiempo. Sin embargo, vale la pena señalar que exactamente por el hecho de que se ha vuelto cada vez más difícil ejercer el pensamiento desde una perspectiva ético-estético-clínico-política también en las acciones en el campo del arte, muchos artistas se han dedicado a prácticas que hacen de la problematización de este estado de cosas la materia prima de su obra. Tal como se planteó al comienzo, tales prácticas tienden a extrapolar las fronteras del campo del arte para habitar una transterritorialidad donde se encuentran y se desencuentran con prácticas activistas de toda índole: feministas, ecológicas, antirracistas e indígenas, al igual que con los movimientos LGBTQI y los que luchan por el derecho a la vivienda y contra la gentrificación, entre otros. En esos encuentros y desencuentros entre prácticas distintas, se producen devenires singulares de cada una de ellas que se dirigen a la construcción de un común.
Y ahora planteo una pregunta, querido(a) lector(a): ¿no residiría precisamente en el acontecimiento de esos devenires la potencia política del arte? Esto es muy distinto a una determinada idea de arte político o arte comprometido que convierte sus prácticas en panfletos, vehículos macropolíticos de concientización, denuncia y transmisión ideológica. Se trata acá, en cambio, de una potencia micropolítica que ha venido afirmándose en los campos del arte en ciclos sucesivos desde la década de los sesenta y que cada vez más es asumida por prácticas sociales y activistas que están fuera de este campo.
En el campo específico del arte, dicho movimiento abarca no solo las prácticas artísticas, sino también todas las demás actividades que el mismo comprende: curaduría, gestión de museos, crítica, historia, etc. Lo que tienen en común las prácticas curatoriales, cuyo pensamiento se inserta en esa perspectiva, es la voluntad de promover el mencionado desplazamiento del paradigma cultural dominante. Cuando se logra transportar hasta la experiencia de una propuesta curatorial —ya sea realizada en museos o fuera de los mismos— la pulsación de los gérmenes de mundos que golpean la puerta de las formas cristalizadas, estos son potencialmente portadores de efectos de polinización. Y aun cuando dicha pulsación se refiera a movimientos artísticos del pasado, la posibilidad de que existan tales efectos extrapola su tiempo e incluso el espacio restringido del arte. Sucede que, si bien las referidas formas quedaron en el pasado, la pulsión que llevó a la germinación de los mundos en potencial que las habitan puede ser reactivada en cualquier momento. Esto hace que los gérmenes de futuro, que quedaron soterrados por la interrupción de este proceso, puedan ser activados en el presente engendrando otros escenarios, distintos a los del pasado. Y si nada asegura que los efectos que portan acontezcan efectivamente, es porque en el ámbito de las resistencias micropolíticas nada puede preverse ni mucho menos asegurarse. Sea cual sea el ámbito de la actividad humana en donde ocurra la insurrección en esta esfera, siempre se confrontarán distintos grados de fuerzas activas y reactivas en la definición de las formas del presente.
La creencia en el paraíso es una droga
En tal sentido, es preciso deshacerse de la creencia en el delirio de un control permanente y definitivo de los engranajes sociales que pueden llevar a una supuesta realización plena del potencial humano. Dicha creencia es heredera de las nociones de salvación de las religiones monoteístas occidentales y de su idea de paraíso: la única diferencia es la promesa de que puede y debe hallarse el paraíso en esta vida y no después de la muerte. Dicha idea es fruto de una política de subjetivación antropo-falo-ego-logocéntrica reducida al sujeto y orientada por el inconsciente colonial-capitalístico. Existe en ella una denegación del embate entre el plano de las fuerzas y su compleja y paradójica relación con el plano de las formas, en el cual siempre germinan nuevos modos de existencia en un proceso de creación sin fin.
En la esfera del combate micropolítico, la imagen del paraíso es la de un mundo en el cual la vida encontraría por fin su supuesta paz eterna (un delirio fabulado por fuerzas reactivas). En la esfera del combate macropolítico, la imagen del paraíso posee dos versiones: la del paraíso de la igualdad de una sociedad socialista o la de la libre competencia del mercado liberal. Ambas imágenes, concebidas luego de la primera Revolución Industrial, deniegan la esfera micropolítica. En el caso de la imagen propia de las izquierdas —sobre todo las tradicionales y más aún las institucionales—, dicha denegación es en parte responsable de su mencionada impotencia ante los actuales impasses del régimen colonial-capitalístico y sus perversas operaciones en la esfera micropolítica.
El abandono de la idea del paraíso, así como también de la idea de apocalipsis, la otra cara de la moneda, constituye uno de los desafíos del combate micropolítico contra el régimen colonial-capitalístico y a favor de una vida no cafisheada. Por definición, esta protesta de los inconscientes constituye un combate que nunca llega a ese supuesto goce de un gran finale, expectativa propia de una subjetividad reducida al sujeto, a su ignorancia acerca del saber-de-lo-vivo y sus consiguientes delirios. Estar a la altura de las demandas vitales lleva a otro tipo de goce desplazado de las demandas del ego: un goce vital.
Cabe ahora plantearnos una última pregunta, querido(a) lector(a), ¿no será precisamente que en el enfrentamiento de ese desafío habita el sentido y el sabor de una vida que insiste en perseverar?
1 Traducción del artículo al español por Damian Kraus.
2 Podemos clasificar a los movimientos que hicieron eclosión en diversas partes del mundo en el transcurso de la década de los ochenta y hasta comienzos de la década que empieza en el año 2000 en tres tipos. El primero se caracteriza por actuar más específicamente en la esfera micropolítica: un ejemplo es el movimiento punk —que empezó en Estados Unidos a mediados de la década de los setenta y en Brasil a finales de aquella década y se extendió a lo largo de la década de los ochenta— que se contraponía al optimismo pacifista y romántico del movimiento hippie. En Brasil, durante ese mismo periodo, cobraron fuerza movimientos que se encuadran en el segundo tipo, que se caracteriza por actuar simultánea e indisociablemente en las esferas micro y macropolítica. Entre ellos están el movimiento feminista y el movimiento negro que, si bien nacieron a finales del siglo XIX y han experimentado altibajos desde entonces, cobraron un nuevo aliento en aquella década. Otro ejemplo es el movimiento LGBTQI que en Brasil se organizó a finales de la década de los setenta y se expandió cada vez más desde la de los ochenta. En esta misma posición, podemos encontrar en Brasil las manifestaciones, que datan de comienzos de la década de los noventa, de los denominados caras pintadas (1992), grupos compuestos sobre todo por jóvenes que, reunidos a favor de un juicio político a Collor de Mello, actuaban también en la esfera micropolítica, aspecto que resurgirá más contundentemente en las manifestaciones masivas de 2013. Un ejemplo internacional de este segundo tipo de movimientos lo constituyen las manifestaciones del May Day que se propagaron por el mundo en el 2001. El tercer tipo de movimiento se caracteriza por operar más específicamente en la esfera macropolítica: en Brasil, encontramos el movimiento por las Diretas Já (Elecciones Directas Ya) (1983-1984) y el surgimiento del Partido de los Trabajadores que, en el momento de su fundación, funcionó como un catalizador de movimientos macro y micropolíticos y luego se redujo a la esfera macro; estos movimientos datan de comienzos de la década de los ochenta. También, a finales de esta década, surgieron ciertos movimientos sociales como el de los Sin Tierra (MST) y aquellos que se organizaron o se fortalecieron alrededor de la Asamblea Nacional Constituyente (1987), como el movimiento indígena. Un efecto significativo de estos movimientos fue la llegada de gobernantes de izquierda a la presidencia de algunos países del continente sudamericano que se concretó al comienzo de la década del año 2000, luego de un periodo de reconstitución de la democracia que acabó con los gobiernos dictatoriales en esos contextos.
3 Entre los movimientos que hacen eclosión por el mundo desde el 2010 y que unen la macro y micropolítica en su actuación están la Primavera Árabe (2010), Occupy (2011), el Movimiento 15-M o Movimiento de los Indignados (2011) y los movimientos de 2013 en Brasil.
4 A este respecto, véase la obra de Toni Negri y Michael Hardt, especialmente la trilogía compuesta por Imperio, Multitud: guerra y democracia en la era del Imperio y Commonwealth. Las ideas específicas de estos autores, con las cuales dialogo aquí, constituyen despliegues de la obra conjunta de Gilles Deleuze y Félix Guattari concerniente a la relación entre el capital y el trabajo. Véase fundamentalmente: El Anti-Edipo y Mil mesetas, obras publicadas originalmente en 1972 y 1980, respectivamente.
5 Cafishear es un neologismo basado en el verbo cafetinar en portugués, que designa la acción del cafetão, cuya traducción varía en los países hispanohablantes: proxeneta, alcahuete, cafisho, cafiche, chulo, fiolo, padrote, rufián, cabrón, maipiolo, cafiolo, celestina, chichifo y macarra, entre otros. Ninguno de los términos anteriores es usado en todos los países. No existe el uso verbal de este término en español como sí existe en portugués; además, su uso en portugués es bastante común, incluso en el sentido figurado, lo que tampoco es el caso en español. Siendo un concepto central del pensamiento de la autora y para que sea lo más claro posible, optamos por variar las opciones de traducción del término a lo largo del texto entre neologismos derivados de proxeneta y cafisho, buscando el que se acerque más al sentido en la frase en donde se inserta y sea más armonioso con su sonoridad.
6 Véase la nota 4.
7 La noción de común viene siendo elaborada por varios autores desde diferentes perspectivas. La problematización de esta noción en el presente texto se ubica en el diálogo con la perspectiva adoptada por Negri y Hardt, añadiéndole a su idea de construcción de lo común una dimensión estética y fundamentalmente clínica, necesaria para su viabilidad.
8 La idea de un destino ético de la pulsión, inspirada en Jacques Lacan, tal como aquí se plantea, surge del trabajo del psicoanalista y teórico brasileño João Perci Schiavon. Véase especialmente su tesis doctoral titulada Pragmatismo pulsional, defendida en 2007 en el Núcleo de Estudios e Investigaciones de la Subjetividad del Programa de Estudios de Posgrado de Psicología Clínica de la Pontificia Universidad Católica de São Paulo y su artículo homónimo publicado en la revista Cadernos de Subjetividade, editada por el Núcleo de Estudios e Investigaciones de la Subjetividad en São Paulo.
9 Para la expresión colonial-cafetinístico que propongo como equivalente a colonial-capitalístico, promoviendo una asociación entre los tres términos (facilitada por el sonido similar entre capitalístico y cafetinístico), me pareció que la traducción más adecuada era colonial-cafisheístico, a pesar de que cafisho solo se utiliza en el sur de América (Argentina y Paraguay).
10 La palabra intuición es portadora, en nuestra cultura, de una larga memoria de distorsiones de sentido. Dichas distorsiones resultan de interpretaciones orientadas por la perspectiva exclusiva del sujeto, a la cual se encuentra reducida la experiencia subjetiva en esta cultura. Como el sujeto no puede alcanzar la experiencia de desciframiento del mundo que corresponde a la intuición en su especificidad, la interpreta desde su perspectiva como inferior a la cognición (su propia forma de desciframiento), llegando incluso a demonizarla en momentos en que su práctica amenaza demasiado el statu quo.
11 La noción de inconsciente pulsional que adoptamos aquí se inspira en la perspectiva desde la cual la trabaja el psicoanalista y teórico brasileño João Perci Schiavon. Véase la nota 8.
12 Transducir es una noción de la física que corresponde a un proceso mediante el cual una energía se transforma en otra de naturaleza diferente.
13 Un ejemplo referente a la patologización de la experiencia de la desestabilización por parte de la psiquiatría que llega a ser caricaturesco, por no decir patético, es el diagnóstico de bipolar con el cual algunos psiquiatras clasifican a aquello que consideran que es la supuesta enfermedad de los artistas. Desde esta óptica, se interpreta como depresivo el estado de suspensión en el que se encuentra la subjetividad del artista cuando está en pleno proceso de creación desencadenado por un germen de un mundo que lo habita, pero su deseo aún no ha encontrado la expresión adecuada para llevarlo al plano sensible; y se interpreta como eufórico o maníaco el estado de goce vital que experimenta el artista cuando dicho germen encuentra su expresión.
14 El movimiento evangelista no se reduce a estas vertientes fundamentalistas. Existen incluso vertientes que han venido desarrollando un trabajo comunitario en la línea de la Teología de la Liberación propuesta por la Iglesia Católica, y que sustituye en parte el trabajo que ésta realizaba de una manera más amplia e intensa durante las décadas de los sesenta y setenta. Por eso se enfatiza que se trata en este caso de iglesias evangélicas “de tipo fundamentalista”.
15 Delación premiada es el nombre coloquial de Colaboração premiada que consiste en un acuerdo entre el juez y el demandado, en el cual el demandado ofrece información sobre otros involucrados en el delito por el cual está siendo juzgado sin tener que presentar pruebas y a cambio se le reduce la pena. La figura de la delación premiada pasó a ser más popularmente conocida en Brasil en las operaciones llevadas a cabo recientemente por la justicia contra la corrupción y el lavado de dinero en el país. Es esa la figura jurídica que ha permitido la prisión de Lula sin ninguna prueba.
16 La estrategia mediática-judicial-parlamentaria que preparó el golpe en Paraguay se puso en marcha en el año 2008 y se consumó en el 2012.
17 La narrativa ficcional logra hechizar a las masas porque hace eco en su subjetividad no solamente porque esta se encuentra frágil, debido a la amenaza de la crisis propagada por tal ficción, también porque su pulsión vital se encuentra bajo el efecto del proxenetismo y su estructura está fuertemente signada por la tradición colonial-esclavista, de la cual forma parte un sólido prejuicio de clase, incluso entre quienes se encuentran en la base de la pirámide social.
18 Durante la campaña electoral para reemplazar a Ollanta Humala al final de su mandato en la presidencia de Perú, a mediados de 2016, su figura fue destruida por la triple alianza de los poderes mediático, judicial y legislativo que logró bajar drásticamente su aprobación del 57,3 % al comienzo de su mandato al 16 % en el año de las elecciones. La disputa quedó entonces entre representantes de los dos poderes que actualmente dominan la escena mundial: el banquero de inversiones y economista neoliberal de centroderecha Pedro Pablo Kuczynski y la candidata de extrema derecha Keiko Fujimori, la hija del expresidente Alberto Fujimori, un dictador particularmente siniestro que gobernó el país entre 1990 y 2000 y que actualmente se encuentra cumpliendo una condena de 25 años por sus delitos de corrupción, secuestro y asesinato. Una campaña de igual ferocidad a la que se orquestó contra Humala fue dirigida a la representante de la ascensión de las fuerzas conservadoras para darle la victoria a su rival, pero con un cuasi empate. Kuczynski ya no es el presidente de Perú. La estrategia de la nueva modalidad de golpe se lo tragó: fue depuesto a comienzos de 2018 y reemplazado por el vicepresidente Martín Vizcarra Cornejo, quien cuenta con el apoyo del Congreso, incluso de la Fuerza Popular, el partido de Keiko Fujimori. El principal foco de acusación que lo llevó a su juicio político lo constituyeron sus relaciones con la empresa Odebrecht, la cual no por casualidad en ese mismo periodo desempeñaba el rol de chivo expiatorio del momento durante la segunda temporada de la serie del golpe en Brasil.
19 El término polinización me lo sugirió Rolf Abderhalden, artista y fundador de Mapa Teatro, junto a Heidi Abderhalden, y de la maestría de Artes Vivas de la Universidad Nacional de Colombia. Según Abderhalden, la palabra contagio tiene su origen en la medicina y es de este campo que la extrajo la sociología. Teniendo en cuenta que el término contagio se refiere a la contaminación de enfermedades, reservaré ambos para calificar a los fenómenos de proliferación de políticas de deseo reactivas, manteniendo la noción de polinización únicamente para los fenómenos de proliferación de las políticas de deseo activas.
Referencias
Deleuze, G. et Guattari, F. (mars 1972). Sur capitalisme et schizophrénie. L’Arc, 49. (Entrevista realizada por Catherine Backès-Clément). Edición en español: Deleuze, G. (1995). Conversaciones. Valencia: Pre-Textos.
Deleuze, G. y Guattari, F. (2008). Mil mesetas. Valencia: Pre-Textos.
Deleuze, G. y Guattari, F. (2010). El Anti-Edipo. Buenos Aires: Paidós.
Negri, T. y Hardt, M. (2002). Imperio. Barcelona-Buenos Aires: Paidós.
Negri, T. y Hardt, M. (2011). Commonwealth. Madrid: Akal.
Negri, T. y Hardt, M. (2014). Multitud: guerra y democracia en la era del Imperio. Madrid: Debate.
Perci Schiavon, J. (2010). Pragmatismo pulsional. Cadernos de Subjetividade, 124-131.