ECHANDO LÁPIZ
El proyecto echando lápiz (así, escrito en minúscula) se originó en Bogotá a fines del año 2000 en un lote baldío cerca a la casa de los artistas y pedagogos Graciela Duarte y Manuel Santana, en el barrio Lourdes, entre Belén y Las Cruces. Preocupados porque dicho lote se estaba llenado de basuras, se estaba volviendo peligroso, Duarte y Santana decidieron invitar a los vecinos a realizar diferentes actividades dentro del espacio y recuperarlo. Una de esas actividades consistió en llevar a cabo una jornada para tratar de reconocer, dibujar y compartir conocimientos sobre las plantas del lugar. El ejercicio fue todo un éxito y por eso decidieron repetirlo todos los domingos de nueve de la mañana a una de la tarde. Pasó el tiempo, se rescató el lote, los vecinos se conocieron y, a la vez, la pareja se dio cuenta del contenido plástico, poético y social de tal actividad; por eso, durante años, la replicaron más allá del barrio, más allá de la ciudad, dando cuerpo al proyecto comunitario (escultura social u obra relacional, como quiera usted llamarlo) de más largo aliento en Colombia.
Es claro que la Expedición Botánica es uno de los referentes fundamentales de echando lápiz. Un referente que conocemos gracias a libros, revistas, láminas y demás impresos del programa científico, taxonómico y de registro dirigido por Mutis. Por eso no deja de ser significativo que quince años después de haberse iniciado, el proyecto finalmente tenga su libro, su impreso oficial, como ganador de la Beca de Publicaciones Artísticas del Ministerio de Cultura, en la Convocatoria de Estímulos 2013.
Como el de Mutis, extenso es el recorrido realizado por echando lápiz. Son cientos los participantes y miles los dibujos obtenidos a lo largo de estos años. El libro da testimonio de ello. En Bogotá se han llevado a cabo sesiones de dibujo en diferentes localidades, en barrios, parques, centros comerciales, museos y galerías. Luego se sumaron habitantes de Moravia, en Medellín. Después los de diferentes pueblos a lo largo del Magdalena Medio. Y finalmente, se han unido ciudadanos de Ibagué, Tunja, Neiva, Pasto, Montería y Sincelejo, gracias a que Duarte y Santana han sido invitados a trabajar dentro del programa Obra Viva del Banco de La República. Aquí es importante anotar que la pareja tiene claro que echando lápiz es un trabajo en conjunto cuyos autores son los demás, son los otros: los vecinos de Lourdes, los habitantes de Moravia, los participantes en San Vicente de Chucurí (en el Magdalena Medio) o los que trabajaron a lo largo de la cuenca del río Sinú en Montería, por ejemplo. Por supuesto, en el libro no hay espacio para mostrar todos los dibujos realizados; ni siquiera hay espacio para mostrar un dibujo de todos los que participaron. Duarte y Santana tuvieron que escoger. Ellos aseguran que en el libro hay al menos un dibujo de cada participante de los de fuera de Bogotá. Y con los dibujos disponibles realizados en la capital se hizo una curaduría, una selección guiada no tanto por lo llamativo del dibujo (cosa difícil de medir en este proyecto), sino por un afecto, una anécdota o una historia que recuerdan valiosa alrededor de quien hizo la imagen. Aquí me parece pertinente señalar tanto las reglas de juego como el espíritu que alienta echando lápiz: en la entrevista que concede Manuel Santana a Natalia Gutiérrez y que aparece en el primer capítulo del libro Textos en torno a echando lápiz, el coordinador apunta:
A cada uno le dábamos una libreta de papel bond tamaño media carta y un lápiz Mirado número dos, el lápiz de la secretaria, del estudiante, el lápiz del señor de la tienda [...] Una vez les comentábamos, en términos generales, en qué consistía el proyecto, surgía una primera inquietud: la gente nos decía que no sabía dibujar. Nosotros les respondíamos que no pretendíamos enseñarles a hacerlo; les estábamos proponiendo que se arriesgaran a explorar la capacidad sensible que los acompaña, porque seguramente iban a encontrar que sí sabían dibujar. Les decíamos que la idea era encontrar la forma particular que cada uno tenía de representar lo que estaba viendo […] ellos no copiaban [el modelo natural]; ellos experimentaban un encuentro con la naturaleza, con esa plantica que los cautivaba. Mientras trabajaban, el tiempo pasaba y no se daban cuenta en qué momento era ya la una de la tarde. Al final de la jornada intercambiábamos las libretas y aparecían cosas maravillosas.
Por tanto, a primera vista este libro puede ser visto como un compendio de libretas de dibujo, de diarios de campo. Muchas de sus imágenes van acompañadas de una fecha y un lugar, otras son complementadas por observaciones, por comentarios escritos a mano alzada y que testimonian el vínculo entre la planta escogida y su autor y/o la experiencia al tratar de dibujarla. Esto hace de la publicación un compendio de saberes y supersticiones, una bitácora de sentimientos. Y es que los dibujos de echando lápiz son conmovedores. Al no estar basados ni en la destreza técnica ni en el análisis y representación fiel de un especímen botánico, cada dibujo se carga de sí mismo, de su posibilidad, de sus falencias y aciertos, de su humanidad. Al fin y al cabo, son dibujos hechos por personas que no dibujan. Dibujos hechos como en un rito que también es aprendizaje. Dibujos hechos en silencio, y escuchando, en concentración, con el estómago apretado y mordiéndose los labios; como cuando éramos niños y aun no aprendíamos a controlar el lápiz. Entonces, la mayoría de estos dibujos están abiertos. Son vulnerables, incompletos, imperfectamente terminados; o mejor, perfectamente inacabados. Domesticados y salvajes, bellos y feos, objetivos y subjetivos a la vez. Algunos sin textos, ni nombres, ni firmas. Otros dicen lo que son: pensamientos, lulos, dientes de león, hortensias, rudas, pastos, cacaos, ajíes, achiotes, mentas, cocas, romeros, caléndulas, hinojos...
Los textos del primer capítulo del libro, escritos por Ana María Lozano, Fernando Escobar, Fernando Uhía, David Gutiérrez Castañeda y Sylvia Suárez, evidencian la pluralidad de intereses desde los cuales puede estudiarse este proyecto. Lozano lo señala como un espacio de encuentro colectivo que no niega la individualidad y está fundado sobre y para «el bien común». Un bien común que no es el dinero, pues la labor propuesta no está monetarizada. Sin plata de por medio y sin otros medios que el cuerpo, el lápiz y el papel, los participantes en su propio hacer convierten las plantas en las que fijan su atención, convierten el momento que comparten y se convierten a sí mismos en un bien común. Para Escobar, echando lápiz es valioso porque señala y se apropia de un tipo de naturaleza colombiana distinta a la imaginería que tenemos de ella (naturaleza para ser explotada, naturaleza enemiga) gracias a la bonanza cafetera, la bonanza ganadera, el narcotráfico, el Plan Colombia o la firma de la paz. Además, pone en entredicho «ese mito de la diferencia entre el arte culto y la expresión popular».
Para Uhía lo notable del proyecto es que da voz dentro del arte a «los estatalmente invisibles». Según él, echando lápiz reta el status quo (que en Colombia siempre ha contado con la complicidad de la academia) al visibilizar a «los perdedores» (al pueblo), sin usarlos como motivo o tema plástico (lo que generalmente se hace), aceptándolos, interactuando realmente con ellos, borrando las estratificaciones de clase y gusto estético en un ejercicio de resistencia necesaria en contra del «sostenimiento de un hiperindividualismo neoliberal protestante y (de gusto estético) aún grecolatino...».
David Gutiérrez, a su vez, formula tres tesis presentes en el proyecto: la práctica artística no se reduce a su objetualidad, la problematización de la figura del autor ni a la distinción entre el arte relacional y el arte considerado en la esfera de lo comunitario.
Finalmente, el texto de Suárez se centra en las tensiones y tangencias entre pedagogía y arte presentes en echando lápiz. Para ella, la acción primordial del proyecto consiste en religar a los sujetos con su entorno, empleando el dibujo descriptivo para vincular al participante y a su modelo en la descripción. De tal manera, la importancia del dibujo, señala Suárez: «está en la vivencia, no en sus residuos». Quizás por esto, cuando he visto en exposiciones los diarios de campo del proyecto, pese al encanto de sus dibujos, siempre me ha quedado un sinsabor; como que me falta algo. Y no es que su mecánica o la museografía estén mal. Lo que ocurre con procesos como echando lápiz es que deben ser vividos, experimentados para ser comprendidos del todo. Los dibujos exhibidos, los apuntes consignados, las fotos adosadas, todo esto es apenas un residuo. En su texto, Suárez cita tres aspectos irreductibles en cualquier experiencia cultural: «cierta temporalidad, en este caso la temporalidad de la atención mutua, del dibujo descriptivo; cierta espacialidad, la plural, sucia y heterótoma de la ciudad tendida ahí; y el cuerpo, como hechizado por estas dimensiones». Este libro, entonces, es un compendio de residuos. Pero son residuos que a la vez nos invitan a repetir la experiencia. La receta está en el libro mismo. Es clara y es sencilla. Solo hay que quererse hechizar.
Entender este documento como el punto final de echando lápiz sería fatal. He ahí la trampa del libro que se presenta como memoria y como aval de una experiencia. Es una trampa cerrada, como un libro cerrado. Y es que este libro como memoria de semejante proyecto resulta insuficiente. Por ejemplo, quisiera perderme en las bitácoras de Yuliana Quintero, de Wilmar Posso, de Natalia Garzón... Pero en el libro apenas aparece un dibujo de cada uno de estos participantes. ¿Y qué pasó con las bitácoras que se perdieron, o con las que nunca se devolvieron? Santana anota que a cada participante se le daba una bitácora que pasaba a ser de su propiedad, y por tanto nadie estaba obligado a devolverla o a prestarla para exponerla. Posiblemente haya participantes que aún tengan su cuaderno de apuntes lleno de representaciones maravillosas, solo para sus ojos.
Por otro lado, y aunque sé que es importante el espacio de reflexión, no siento «natural» la presencia de tanto texto académico (son más de cincuenta páginas, sin contar la entrevista) que habla, paradójicamente, sobre la importancia de dar voz a quienes no hacen parte de la institución, de la academia. Recordemos que la dinámica del proyecto habilita como artistas, como narradores, a quienes han sido inhabilitados como tales por la historia. A los perdedores, como escribe Uhía. echando lápiz invita a sus participantes a compartir su saber vernáculo; pero sus palabras, escritas en cursiva y a lápiz, se leen, obligatoriamente, en una jerarquía totalmente distinta a la de los textos oficiales. ¿Qué pasaría si en lugar de cinco ensayos en el libro apareciera uno solo? ¿Qué pasaría si, por ejemplo, los textos oficiales hubieran sido escritos por los vecinos del barrio Lourdes? Pregunto a Santana cómo escogió a los escritores de estos textos, y él responde que fueron colegas, artistas, investigadores y pedagogos que siguieron desde su origen el proyecto, discutiéndolo, pensándolo y a veces, incluso, participando, dibujando. Santana sostiene, además, que lo incluyente del proyecto hace posible que también se lo piense desde la academia.
Las tramas y tensiones del proyecto no pueden negarse. Como son innegables los conflictos inmanentes en su libro-memoria-aval. Entre lo vulgar y «lo culto»; entre lo vernáculo y lo académico; creando puentes entre lo popular, el arte, la ciencia, la pedagogía, la política, echando lápiz comparte, además, la filosofía Hágalo-Usted-Mismo de muchas empresas neoliberales (y eso que no hay plata de por medio): deje de ser un consumidor pasivo; conviértase en un consumidor activo. Consuma y produzca. Dibuje, aunque crea que no sabe dibujar. Sí, este libro es también una invitación. Una invitación múltiple. Primero que todo, es una invitación a echar lápiz. Pero también es una invitación a respetar, a conocer a sus vecinos. Por supuesto, es una invitación a apreciar la vegetación, la tenacidad y sabiduría de la vida que nos rodea, por insignificante que parezca (brota de quiebres, fisuras, entre baldosas). Y es una invitación a reconocer, respetar y poner en práctica la sabiduría y el conocimiento popular... Porque es nuestro, porque también somos pueblo. Eche ojo y verá.