DÍAS DE REVOLUCIÓN
¿Qué sienten las mujeres negras en relación con la Liberación Femenina? Desconfianza. Es blanca, por lo tanto, sospechosa. A pesar del hecho de que los movimientos liberadores en el mundo negro han sido catalizadores para el feminismo blanco, demasiados movimientos y organizaciones han hecho intentos deliberados por enlistar a los negros, y han terminado por «enrollarlos». No quieren que vuelvan a usarlas para ayudar a alguien a obtener poder, un poder que con cuidado se mantiene fuera de su alcance. Miran a las mujeres blancas y las ven como su enemigo, porque saben que el racismo no se limita a los hombres blancos, y que hay más mujeres blancas que hombres en este país (...). Pero no solo está la cuestión del color; también está el color de la experiencia. Las mujeres negras no están convencidas de que revolución femenina sea útil a sus intereses o que pueda hacer frente a la singularidad de su experiencia, que es a su vez un factor alienante. (Morrison 1971)
En plena segunda ola del feminismo, la escritora
estadounidense Toni Morrison publicó en la revista de The New York Times el ensayo «What the Black Woman Thinks About the Women’s Lib» («Lo que piensa la mujer negra de la liberación femenina», en el que cuestionaba el papel de la liberación femenina, tal como estaba planteada en los años setenta por las mujeres blancas estadounidenses de clase media, en relación con el feminismo de las mujeres negras. También se pregunta, al inicio, por qué los avisos de los baños decían «damas blancas» o «mujeres de color»; ¿las negras no merecen el mismo trato respetuoso de las «damas» blancas?, ¿son menos mujeres por ser negras?, ¿son menos dignas de alzar su voz? ¿Acaso las feministas quieren ser consideradas «damas» con la fragilidad y dependencia que esta palabra implica? En últimas, ¿las mujeres de color son diferentes de las mujeres blancas? Sí: su posición social es otra, se ven diferentes, sus raíces son otras, sus luchas son otras: no buscan su lugar en el mundo laboral; buscan mejorar sus salarios, sus condiciones, quieren ir a la universidad. De hecho, el mundo laboral es un viejo conocido para ellas.
Se encuentran doblemente oprimidas: son mujeres y son negras, acompañan la lucha del Movimiento de los Derechos Civiles, pero también deben buscarse un lugar en sus propias casas, frente a los hombres negros, que, como los hombres blancos, las consideran menos, a veces casi un objeto sobre el que descargar su rabia e impotencia ante una sociedad que los ignora o los mata.
¿Y si estas mujeres negras son artistas?
A partir de esta pregunta nace «We Wanted a Revolution. Black Radical Women, 1965-1985», la muestra que para el Museo de Brooklyn curaron Catherine Morris, curadora sénior para el Centro de Arte Feminista Elizabeth A. Sackler, y Rujeko Hockley, anterior curadora asistente de arte contemporáneo del Museo de Brooklyn y actual curadora asistente del Museo Whitney, y quien tiene a cargo la bienal del mismo para 2019.
La muestra, compuesta por más de 270 obras 1, ilustra cómo más de cuarenta mujeres artistas de color —negras, no-blancas, latinas— contribuyeron a las revoluciones culturales y sociales de estas dos décadas, por medio de su obra y activismo. Su intención era buscar espacios para la diferencia dentro de circuitos preestablecidos y formar otros menos jerárquicos en los que pudieran convivir diversas necesidades y lenguajes. La «exposición se concibe como un correctivo histórico oportuno: una presentación de enfoques radicales del pensamiento feminista que fueron desarrollados por mujeres de color simultáneamente con, y a menudo en oposición a, los puntos de vista más ampliamente reconocidos promovidos por el feminismo de la segunda ola» (Morris et ál. 2017).
Feminismo negro
El recorrido abre con la pintura For the Women’s House (1971), de Faith Ringgold (1930). Esta obra, pensada como un mural para la Institución Correccional para Mujeres en Rikers Island y dedicado a sus reclusas, muestra ocho escenas: una mujer mayor, blanca, como conductora de un bus; una mujer médica dando una clase sobre rehabilitación de drogas; una mujer puertorriqueña a punto de casarse; mujeres chinas tocando un tambor; una mujer negra recién nombrada presidenta de los Estados Unidos; jugadoras de baloncesto profesional; una mujer policía; una madre soltera con un bebé de raza mezclada. Cada escena tiene un mensaje: cada mujer desempeña un papel que en la época no se permitiría, e igual lo hacen dentro del «sistema» (gobierno, Policía, el sistema de salud), cada rostro, con la mirada estática, pero llena de significado, da cuenta de una sociedad que para ese entonces podría parecer utópica y que representa los anhelos de las mujeres de la correccional, privadas de su libertad y dudosas sobre el papel que podrían desempeñar una vez regresaran al sistema. Y esto era lo que buscaba Ringgold, según una entrevista con su hija, la crítica de arte, Michele Wallace: hacer obras con significado por fuera del circuito de arte tradicional, hacer del arte activismo, llevarlo a la comunidad que lo necesita para entender su papel en la sociedad y las posibilidades del ser mujer.
En esa misma sala se encuentra la instalación Leaning (1980) de Maren Hassinger (1947), compuesta de más de treinta piezas oscuras hechas cuerda de alambre que se asemejan a figuras orgánicas, como arbustos salvajes, pero cada una diferente dentro del colectivo, cada una inclinada en un ángulo propio, como un individuo que busca su propio camino.
Ringgold, figurativa (que además hace otras apariciones a lo largo del recorrido), y Hassinger, abstracta, abren la muestra con dos lenguajes completamente diferentes pero que parecen apuntar a lo mismo: la fuerza del colectivo y la importancia de ver —de en realidad ver y escuchar— al individuo, que con sus características de raza, género y clase compone dicho colectivo. Porque, ¿quién hace la revolución? ¿Qué significa la revolución desde el arte? ¿Quién es ese «we», ese nosotras, del título de esta muestra? Y esas nosotras que querían —«wanted», en pasado— la revolución, ¿todavía la quieren, la buscan? ¿Llegó alguna vez dicha revolución?
La siguiente sala apunta precisamente a esa idea de colectivo con obras del muy masculino Movimiento de las Artes Negras (Black Arts Movement), formado en la década de los sesenta en la cúspide del Movimiento por los Derechos Civiles; el colectivo Spiral, que solo tenía un miembro mujer, Emma Amos (1938), y el colectivo de Chicago AfriCOBRA (African Commune of Bad Relevant Artists). Entre las obras expuestas se encuentran varias serigrafías de colores vibrantes que recuerdan telas y patrones africanos y que el Movimiento usaba como piezas gráficas que comunicaban decisiones, reuniones y mítines (más adelante veremos una, también de Ringgold, que le trajo problemas a las Panteras Negras, pues incluía la dirección de su sede principal); una estrategia económica y efectiva por su producción a gran escala y fácil distribución. Las artes gráficas abundan en esta muestra: es arte que se sale del circuito tradicional, que a la vez cumple con la función de regar la voz sobre las necesidades políticas y búsquedas estéticas de los colectivos detrás de las piezas. También hay autorretratos en grabado, figuras que sugieren, por medio de formas simples y colores fuertes, cómo se veían a sí mismas las artistas negras de estas décadas, y cómo utilizaban el imaginario que otros les adjudicaban para contrarrestar esa imagen unidimensional.
Sin embargo, en esta sala es imposible no gravitar hacia dos piezas de Jae Jarrell (1935), quien fundó AfriCOBRA con su esposo, Wadsworth Jarrell, Jeff Donaldson, Barbara Jones-Hogu y Gerald Williams.
La primera, Urban Wall Suit (1969), es un traje de dos piezas cosido a mano a partir de retazos de tela de algodón y seda. Parece una colcha de retazos en los colores «coolade» que usaba el colectivo —brillantes, llamativos, casi infantiles—, con fotografías de familias negras y, como el nombre de la obra lo indica, un diseño que mezcla líneas dibujadas en negro que sugieren la forma de ladrillos y letreros a mano alzada con consignas que recuerdan grafitis con los que las pandillas se apropian de un terreno, y que gritan que el cuerpo puede ser un espacio de protesta. La otra es Ebony Family (1969), un traje de terciopelo negro con un collage, también en terciopelo, de una familia negra. Ambas piezas, únicas, eran constantemente usadas por la artista en su vida diaria con una intención performática que ilustraba su identidad como mujer negra, que, además, se reconoce como artista, que cose, que usa su ropa para significarse y que hace parte del mensaje del Movimiento de las Artes Negras.
Esta sala, llena de colores y abstracciones, cierra con dos pinturas de Amos y una escultura en cedro de Elizabeth Catlett (1915-2012), Homage to My Young Black Sisters (1968), que saluda con el puño en alto —«Black Power»— y abre la siguiente sala en la que, entre varias piezas tridimensionales, se encuentran Target (Blanco, 1970), también de Catlett, y The Liberation of Aunt Jemima: Cocktail (1973), de Betty Saar (1926). Están rodeadas de vitrinas en las que se encuentran expuestas muestras de papelería del colectivo Where We At, ejemplares de la revista de The New York Times donde apareció originalmente el texto de Morrison, y de la revista Essence, donde apareció «Revolutionary Hope» (diciembre de 1984), una conversación entre la poeta Audre Lorde y el escritor James Baldwin, ambos voceros del Movimiento de Derechos Civiles y de la lucha del feminismo negro.
Son una escultura en bronce de la cabeza de un hombre negro convertida en blanco de tiro, una botella de vino californiano con la imagen de la Tía Jemima —de la mammy, el ícono más reconocido del estereotipo racista de feminidad negra— convertida en un coctel molotov, violento, que comenta sobre la resistencia armada a la opresión, cartas y manifiestos de un grupo que se resiste a través del arte, y dos textos transgresores, que hablan de la manera como las negras ven el mundo, a sus compañeros y a las blancas que no las reconocen dentro de su liberación.
¿Por qué todo esto en la misma sala? La revolución no solo se daba en el arte, en las reuniones de los colectivos; se estaba dando en los medios, denunciaba muertes violentas, silencios mortales, luchas de poder, reconocía —algunas veces— las diferencias y las «igualdades». La revolución de estas mujeres radicales no se estaba dando bajo la figura del feminismo, como ya lo hemos visto, y tal vez por eso el feminismo negro prefería el término «mujerista» («womanist»), acuñado por Alice Walker: «Una mujer que ama a otras mujeres, sexual y/o no sexualmente. Aprecia y prefiere la cultura de las mujeres, la flexibilidad emocional de las mujeres (valora las lágrimas como natural contrapeso de la risa) y la fuerza de las mujeres. A veces ama a hombres individuales, sexual y/o no sexualmente. Comprometida con la supervivencia y la integridad de personas enteras, hombre y mujer» (Walker 1983).
Las otras
En 1978, la artista cubana Ana Mendieta (1948-1985) se convirtió en un miembro activo de la galería A.I.R, fundada en 1972 como la primera galería en Estados Unidos compuesta solo por mujeres. La idea del grupo, formado en un principio por artistas feministas de la segunda ola y que no incluía mujeres de color —excepto por Howardena Pindell (1943)—, tenía la intención de incrementar el valor percibido del arte hecho por mujeres dentro de las estructuras establecidas, pero también querían alterarlo al implementar un nuevo sistema de inclusión, sin jerarquías y con la preocupación de no seguir perpetuando el círculo de condescendencia. Sin embargo, el sistema no cambió, y las prácticas dentro de la misma galería no obedecían a sus ideales: no había inclusión ni de raza ni de clase. Por esta razón, dos años antes de abandonar A.I.R., Mendieta curó, en compañía de la artista india Zarina (1937) y la artista japonesa Kazuko Miyamoto (1932), la muestra «Dialectics of Isolation: An Exhibition of Third World Women Artists of the United States» («Dialéctica del aislamiento: una exposición de mujeres artistas del Tercer Mundo de los Estados Unidos»), que abrió en la galería en septiembre de 1980, con obras de Judith Baca (1946), Beverly Buchanan (1940-2015), Lydia Okumura (1948), Howardena Pindell y Zarina, entre otras.
En las salas de «We Wanted a Revolution» se plantea qué es ser el «otro» —en este caso «la»—, el/la outsider, desde las descripciones de las obras y las intenciones artísticas de cada una de estas mujeres. Por otro lado, la introducción de Mendieta al catálogo apunta a cómo existir desde la periferia, cómo ser las herederas del llamado Tercer Mundo:
[...] ¿Existimos?... Cuestionar nuestras culturas es cuestionar nuestra propia existencia, nuestra realidad humana. Hacer frente a este hecho significa adquirir una conciencia de nosotras mismas. Esto, a su vez, se convierte en una búsqueda, un cuestionamiento de quiénes somos y cómo nos entendemos nosotras mismas.Durante la segunda mitad de la década de 1960, cuando las mujeres en los Estados Unidos se politizaron y se unieron en el Movimiento Feminista con el propósito de poner fin a la dominación y explotación de la cultura masculina blanca, fallaron a la hora de recordarnos. El feminismo estadounidense es básicamente un movimiento blanco de la clase media.Como mujeres no blancas, nuestras luchas son doble lucha. Esta exposición no apunta necesariamente a la injusticia o incapacidad de una sociedad que no ha estado dispuesta a incluirnos, sino más bien a una voluntad personal de continuar siendo «otro». (Morris et ál. 2017)
Esta misma reflexión, que es espejo del planteamiento de Morrison y que luego se repite en «The Master’s Tools Will Never Dismantle the Master’s House», el ensayo en el que Audre Lorde (1984) continúa preguntándose —más de diez años después del texto de Morrison, casi cien años después del inicio del Unión Nacional de Sociedades de Sufragio Femenino— cómo es que hay círculos de feminismo, de arte feminista, que no se cuestionan por las diferencias, por las individualidades. ¿Dónde están representadas las feministas lesbianas? ¿Dónde está esa interseccionalidad2 que claramente se ve en la calle, en las casas, entre quienes conforman la fuerza de trabajo, entre quienes no se han querido quedar calladas respecto a ser la opresión? No existe teoría feminista sin dichas diferencias. No existe arte —de ningún tipo— ni crítica de arte si la diversidad en lenguaje, en medios, en necesidades estéticas, no están presentes. No hay posibilidad de encontrar significado en la homogeneidad.
Lo personal sigue siendo político
Las salas que anuncian el final del recorrido muestran un giro en el lenguaje: más fotografía, más performance, más trabajo documental.
Entre las piezas que más llaman la atención está, sin duda alguna, la fotografía icónica de Lorna Simpson (1960), The Waterbearer (La portadora de agua, 1986), un tanto apartada y con una banquita en frente, para invitar a la pausa. En esta, una joven vestida de blanco nos da la espalda mientras riega agua con una jarra de metal en su mano izquierda y con un contenedor plástico de la otra; abajo dice: «Lo vio desaparecer por el río, le pidieron contar qué había ocurrido, solo para desechar su recuerdo» 3 . No podemos ver la cara de esta mujer, sus ojos, no sabemos qué pasó, pero tampoco estamos —o están— dispuestos a creerle. Su historia, puesta a escrutinio público tal vez a la fuerza, no cuenta, no se puede contar.
Hay dos piezas de la serie fotográfica Ain’t Jokin’ de Carrie Mae Williams (1953), que de manera ácida sacan resaltan el racismo de ciertas bromas que se hacen a expensas de la gente de color. De Carrie Mae Williams también es la serie documental «Family Pictures and Stories, 1978-1984», en respuesta a un estudio de 1965, en el que se aseguraba que «el deterioro de la estructura de la sociedad negra» encontraba sus orígenes en una familia débil y también deteriorada.
La serie, compuesta de seis imágenes, muestra momentos sin importancia de su propia familia que dan cuenta de una intimidad cálida, feliz, salida de los estereotipos de violencia adjudicados a las familias de color estadounidenses. Pueden ser excepciones, sí, pero esto apunta también a la necesidad de buscar otras valoraciones que dejen atrás la homogeneización del estereotipo.
También se encuentran piezas de registro de apariciones del grupo teatral Rodeo Caldonia High-Fidelity Performance Theater, compuesto por mujeres nacidas en los sesenta, beneficiarias y herederas de las luchas de generaciones anteriores y con sus propias y nueva preocupaciones. Este grupo estaba al tanto de los boicots que continuaban siendo pan de cada día dentro del mundo del arte para artistas de color, pero no era su tema: ellas no se preocupaban por ser damas respetables y politizadas, por alzar su voz por encima de sus homólogos masculinos; buscaban alcanzar su lugar en las industrias de la moda, de la belleza. En sus performances, fotos de sociales y apariciones se las veía triunfales, exquisitas, lejos de las formas en las que habían sido representadas hasta entonces las mujeres negras.
Una nota final
El Museo de Brooklyn es la casa de The Dinner Party (1979), la instalación inmensa de Judy Chicago (1939), hito del arte feminista y que desde el 2007 tiene un lugar de residencia en el Centro de Arte Feminista Elizabeth A. Sackler. La instalación, una mesa gigante con treinta y nueve puestos a los que se invitaron a treinta y nueve mujeres que marcaron la historia del feminismo de una u otra manera, solo tiene una invitada negra, Sojourner Truth (1797-1883), abolicionista y sufragista. Esta situación es otra muestra de la falta de conexión del feminismo de la segunda ola con las necesidades —incluso la presencia— de las mujeres de color y del mal nombrado Tercer Mundo. Sin embargo, algo curioso es que mientras estuvo montada la muestra «We Wanted a Revolution» —con sus incontables documentos de archivo, con las obras que apuntan una y otra vez a la importancia del activismo, de trabajar comprometidamente en comunidad sin anular las necesidades del individuo, con su manera de ampliar el arte como concepto, con sus cuestionamientos sobre qué hace que una obra sea radical y cómo lucha contra las dinámicas de poder que se perpetúan— no era posible acceder a la instalación sin haber hecho todo el recorrido por la retrospectiva, que también es un recorrido histórico de lo que pasaba en la periferia mientras Chicago ponía la mesa para una cena a la que estas mujeres radicales no estaban invitadas.
Referencias
Lorde, Audre. 1984. «The Master’s Tools Will Never Dismantle the Master’s House». Disponible en: https://www.muhlenberg.edu/media/contentassets/pdf/campuslife/SDP%20Read....
Morris, Catherine, Rujeko Hockley, Connie H. Choi, Carmen Hermo y Stephanie Weissberg. 2017. We Wanted a Revolution Black Radical Women, 1965-85: a Sourcebook. Publicado para la exposición «We Wanted a Revolution: Black Radical Women, 1965-85» en el Museo de Brooklyn, abril 21 a septiembre 17, 2017. Brooklyn, NY: Brooklyn Museum.
Morrison, Tony. 1971. «What the Black Woman Thinks about Women’s Lib». New York Times. Disponible en: https://www.nytimes.com/1971/08/22/archives/what-the-black-woman-thinks-....
Walker, Alice. 2004 (1983). In Search of Our Mothers’ Gardens: Womanist Prose. Orlando: Harcourt.
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1 Hay que decir, antes de empezar, que cualquier intento escrito de recorrer esta muestra se quedará corto: cada sala merecería un capítulo propio que con detalle se adentre en el recorrido de cada una de estas mujeres artistas, en el contexto histórico en el que se produjeron las obras, y en el extenso y excepcional trabajo de archivo presentado por las curadoras.
2 Aunque el término «interseccionalidad» no se empezará a usar sino a partir 1989, con el trabajo Kimberlé Crenshaw sobre feminismo negro, el colectivo The Combahee River, también presente en esta muestra, había hablado en los setenta de «simultaneidad», fin al que apuntan tantos los textos de Morris y Lorde, como el de Mendieta.
3 «She saw him disappear by the river, they asked her to tell what happened, only to discount her memory».