DOS PROPIEDADES DE NATURALEZA DIVERSA
A mi mamá, Gilma Valencia,
cuyo feminismo acérrimo sufrí y usufruí,
con todo el amor del mundo.
Un año después de publicar La sagrada familia con Friedrich Engels, Karl Marx escribe un texto peculiar: Peuchet: sobre el suicidio (1846). Un artículo extenso relativamente desconocido en el conjunto de su producción, tanto así que solo en el 2012 fue traducido al español, quizás porque se trata de un escrito en el que Marx hace las veces de coautor, no de autor. De hecho, este texto es la edición y reformulación de una serie de crónicas que el señor Jacques Peuchet (1760-1830), archivista de la Policía de París, dejó para ser publicada después de su muerte, con el fin de evitarse problemas en vida por cuenta de una información muchas veces confidencial.
Peuchet murió en 1830, y los seis tomos de sus crónicas fueron publicados en 1838. Marx extrae fragmentos del cuarto volumen, toma los relatos, los limpia de moralismos o comentarios religiosos, los traduce al alemán y, agregando sus propios comentarios, pasa a publicarlos en la revista Espejo de la Sociedad (Gesellschaftsspiegel).
El resultado es un texto fluido, que se lee en un abrir y cerrar de ojos, con un denotado tono de revista de folletín, pero cuyos acontecimientos, en vez de ser crímenes misteriosos, son suicidios, y en vez de hechos de ficción, son realidad pura y fría, extraída de los archivos de París.
Un puñado de casos protagonizados principalmente por tres mujeres, dos solteras y una casada, a las que no les ha quedado otra opción que suicidarse. La pérdida de la virginidad antes del matrimonio, la imposibilidad de un aborto frente al embarazo causado por un tío y la prisión domiciliar por un marido demente, respectivamente. Todos estos, casos en los que la sociedad y, más aún, la familia, hacen las veces de verdugo al cerrar las puertas a cualquier escape. Es evidente que las víctimas habrían podido salvarse, de existir una mínima posibilidad de defensa, algún apoyo en que la condena no fuera ejecutada sin un juicio precedente.
Sobre el suicidio, sin embargo, no solo llama la atención por su petición de justicia o por ser uno de los pocos lugares —o acaso el único— en donde el autor habla directamente de un problema de género, sino por dos motivos específicos. Primero, porque revela el método empleado por Marx para construir un argumento: un camino que va de lo particular, la historia concreta, a lo general, el problema social, jamás a la inversa. Nunca de la especulación al hecho. En palabras de Ricardo Abduca, el traductor y prologuista del volumen,
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«si en Durkheim la unidad del análisis es la tasa de suicidios, en Marx es el caso». Segundo, porque el relato sobre las muertes de estas tres mujeres no se queda en un problema de las mujeres en sí, sino que lo excede, por ser un problema social que da cuenta de la subyugación de unos seres humanos por otros.
En suma, la liberación de las mujeres —esto es, dejar de ser propiedad de sus padres o maridos para pasar a ser ciudadanos con derechos políticos— hace parte del proyecto amplio de la liberación de la humanidad del dominio de la propia humanidad. Lo que es sumamente importante en nuestros días.
No estamos haciendo una revista sobre feminismo por un problema que se restrinja a las mujeres en sí o, en otras palabras, este tema no le interesa solo a la mitad de la población, sino que atañe al conjunto, pues hace parte del proyecto amplio de una revolución, que básicamente consiste en que ningún ser humano pueda pertenecerle a otro. En palabras de Peuchet, quien fue partidario de la Revolución francesa: «La revolución no ha hecho caer a todas las tiranías; los disgustos que se han reprochado a los poderes arbitrarios subsisten en las familias». (Marx 2012)
El problema de la mujer, su subyugación, es un asunto social que da cuenta de toda forma de tiranía. Y más aún lleva consigo a los demás subyugados. Así como su redención es la redención del conjunto. Por esta razón, aquellos que no están de acuerdo con la repartición de la tierra —que es en sí la posibilidad de liberación del hombre y la causa de las insurrecciones en América Latina desde la Revolución mexicana hasta nuestros días—, acostumbran a no estar de acuerdo con la legalización del aborto.
El aborto, la anticoncepción, significa más allá de cualquier otra cosa un asunto político: se trata de otorgarle a la mujer soberanía sobre su propio cuerpo, propiedad de sí, tornándola en un ser políticamente constituido, público.
La expresión «mujer pública» para significar «puta» continúa dando muchas luces a este respecto. Y digo que continúa porque, así como la tierra nunca fue repartida y los esclavos solo pasaron a ser miserables libres (es decir, libres de amos pero también de tierras), la mujer no se ha liberado de sus más terribles lazos. En suma, la revolución todavía ha de ser realizada, pero completamente diferente a cualquier discurso sobre dictadura del proletariado, completamente lejos de cualquier autoritarismo patriarcal y hegemónico. Yo propongo una revolución más capítulo veinticuatro de El Capital y menos Manifiesto comunista. Tal vez una revolución inspirada en Eleanor Marx, considerada la primera feminista social y cuya tragedia —su suicidio en 1898— rima con el artículo tomado de los extractos de Peuchet publicado por su padre, Marx, en 1846.
En fin, este número de la revista Errata, intitulado Feminismos, como cualquier feminismo, desborda el tema mujer (acordémonos de cómo Aristóteles metía en el mismo paquete a esclavos, mujeres, extranjeros y niños, es decir, todos los no-ciudadanos) para tratar sobre la liberación de cualquier subyugación social. Subyugación que en América Latina conocemos bastante bien desde que comenzamos a monetizar a Europa a través de nuestro oro, posibilitando el sistema capitalista en sí, para después pagar los intereses sobre el mismo oro que habíamos enviado, cosa que no hemos dejado de hacer hasta la fecha.
El otro día estaba pensando a quiénes escogería por artistas de la primera y de la segunda mitad del siglo XX. Debo decir que en Brasil escogería a Tarsila y a Lygia Clark. En Argentina, a Antonio Berni y a León Ferrari. En México, a Diego Rivera o a José Clemente Orozco (porque José Guadalupe Posada es más del XIX que del XX) y a Matías Goeritz. En Venezuela mi dupla sería, en la primera mitad, Armando Reverón y, en la segunda, Gego. Ahora bien, en Colombia, sin darle muchas vueltas al asunto, escogería a Débora Arango y a Feliza Bursztyn.
Ustedes pueden pensar mal de mí. «¡Ah! ¡Qué oportunista! Escoge a dos mujeres como representantes del arte en Colombia porque está escribiendo en una revista sobre feminismo». Pero yo los invito a sentarse y a reflexionar tan solo un poco, durante unos cuantos minutos. Digamos que escojo a Pedro Nel Gómez y a Ramírez Villamizar. Qué aburrido, qué solemne, qué artículo tan tedioso sería este. Bueno, exagero, pero habrán de concordar conmigo en que sería otro artículo, otra clase de texto, un tipo de escrito que muy probablemente no aceptaría en sus líneas esta intrusión de la primera persona.
Y ya entrados en gastos, lanzo mi hipótesis: más allá de cualquier cosa, las obras
de Débora Arango y Feliza Bursztyn plantean una subversión entre lo público y lo privado, es decir, hacen público aquello que debería quedarse en casa. Son obras en las cuales, por diversos caminos, lo personal, lo confidencial, lo íntimo, resulta expuesto. Lo no dicho es revelado, los trapos son puestos al sol, audacia que una sociedad jamás perdona.
Amanecer, de Débora Arango, es una acuarela de poco menos de un pliego. Con grandes manchas de tinta y fuertes contornos; los colores son los típicos de la pintora antioqueña. Una paleta llena de contrastes entre los tonos cálidos —rojo, naranja, verde limón, la piel humana llena de amarillos— y el frío del azul que irrumpe en el cuadro a través de algunas prendas de vestir, pero también en la piel, haciendo las veces de sombra. La escena es un burdel, están el cliente, la puta y la sirvienta. La puta es blanca, la sirvienta tiene rasgos negros e indios y cejas muy gruesas. En un primer plano están los tres personajes con una cortina roja, mientras que, muy al fondo, se alcanza a ver otra pareja. Tanto el hombre como la mujer han bebido todala noche. En efecto, él sostiene un vaso en la mano que debe ser de ron (¿Ron Medellín Añejo? ¿Ya existía en esa época?). Ahora, lo que más llama la atención es la expresión
de la mujer que es, sin lugar a dudas, protagonista del cuadro: su mano de uñas largas y rojas volteada sobre la frente, la posición de la cabeza y el guiño de su boca, que no se sabe si está a punto de soltar una carcajada o caerse sobre la mesa.
Esta obra pertenece a la escuela que va del Muralismo para expandirse por varios países del continente, llegando, en Colombia, a Pedro Nel Gómez, maestro de Débora Arango y quien le enseñó a usar la acuarela. Sin embargo, aun enmarcada en esa escuela, no se encuadra completamente en su molde; no estamos frente a un cuadro alegórico, tipo un Orozco o un Rivera; no se trata de «la mujer de la vida alegre», vale decir, tan estigmatizada y censurada por la escuela de los muralistas. Recordemos que cada vez que Orozco pinta a una puta, no pinta a una mujer oprimida sino al símbolo de la descomposición social de la burguesía. Por el contrario, en Amanecer no estamos viendo simplemente a «la puta», sino que estamos viendo una mujer particular en un momento específico, una mujer que ha bebido toda la noche y está a punto de desplomarse bajo el peso de su propia cabeza. Débora pertenece a la onda de realismo social que atraviesa a América Latina en los años treinta y cuarenta, pero no lo sigue a pie juntillas; como cualquier artista tiene una autonomía sólida, reinventa el problema y se mete en él llevando su propio fardo, que más que cualquier otra cosa es, en ese momento, ser mujer y estar confinada. La liberación social desde Débora Arango no será solo una lucha de clases, del campesino contra el latifundista o del proletario contra el burgués, sino que involucrará una lucha de género, que, a su vez, la involucra a ella y, con ella, a todos los excluidos: proletarios, campesinos, desplazados, inmigrantes, homosexuales, mujeres, latinoamericanos o árabes. Y sean bienvenidos todos; el conjunto de los excluidos siempre se renueva y amplía sus posibilidades de formas asombrosas.
Vuelvo. Ese carácter particular y confidencial de Amanecer es perceptible en otras obras de Débora Arango, específicamente en ese periodo de su pintura. En el siguiente, aquel que se va acercando a la década de los cincuenta, hay varias piezas que sí son de corte alegórico, me refiero a aquellas que dan cuenta de la Violencia en Colombia, la ola de muerte que se posó sobre el país tras el asesinato del mayor líder popular que ha tenido el país, Jorge Eliecer Gaitán. Líder que, vale decir, era amigo de la artista y estaba profundamente comprometido con la divulgación de su obra en el entorno conservador y católico que amenazaba con excomulgarla constantemente, hasta que la obligó a recluirse en su casa de Envigado. Si no podían atar las temáticas de los cuadros, marcar un límite en aquello que Débora sacaba a la luz, entonces había que encerrarla a ella y a sus cuadros en una casa, recluirlos en el ámbito de lo doméstico, retirándola de museos y galerías, esto es, de lo público.
A diferencia de su Física, la Política de Aristóteles es un libro que me veo obligada a cerrar cada vez que lo abro. Básicamente nos dice que no podemos confundir a la mujer con el esclavo, pues son dos propiedades de naturaleza diversa. La primera será la encargada de dar cría, el segundo no. Enfoque que, sin embargo, no debe ser tomado a la ligera. Mi acto de cerrar el libro y dedicarme a refunfuñar no debe finalizar la cuestión, dado que allí está la clave del lugar de la mujer en la sociedad, ya no solo en tiempos de Aristóteles, sino en nuestros propios tiempos.
En su artículo «Las mujeres y la propiedad privada», Magdala Velásquez hace un recorrido sobre cómo las mujeres han sido históricamente excluidas de ser titulares de propiedad:
En Francia, el Código Civil de Napoleón garantizó la reclusión de la mujer en el hogar, le negó derechos civiles elementales y la colocó bajo el imperio del marido, con severas repercusiones en el acceso a la propiedad.
[…]
Las jóvenes repúblicas americanas independizadas de la Corona española crearon sus normas civiles con influencia de las normas napoleónicas, en especial el Código Civil chileno de 1855, elaborado por Andrés Bello, que sirvió de guía a los legisladores en nuestro país [Colombia]. […] Por el solo hecho del matrimonio, la mujer adquiría la condición de incapaz, y la propiedad, derecho sagrado en el nuevo régimen liberal, era inaccesible para las mujeres casadas, ya que sin capacidad no podían ejercerla. […] Las mujeres no podían ni contratar, ni hipotecar, ni vender, ni comprar bienes inmuebles, ni aceptar herencias, ni comparecer en juicio, sin la autorización escrita del marido. (Velázquez 2002)
Esta relación con la propiedad no solo considera a la mujer como incapaz, sino que, más aún, la propone como una especie de propiedad privada del marido. La mujer no puede tener propiedad porque ella misma es una propiedad. Así como un esclavo no podría dejar herencia porque si algo le pertenece, él no podría pertenecer a alguien. En la actualidad quedan lastres de esta estructura de pensamiento, lo que se advierte en el lenguaje cotidiano. Un hombre puede decir, sin mayores complicaciones «le presento a mi mujer», pero una mujer jamás diría «le presento a mi hombre». El posesivo estaría mal empleado, pues un hombre no es de nadie, es ciudadano y, como ciudadano, es libre, es un ser público, es decir, un ser político, aquel que puede participar en la polis.
La división entre público y doméstico, entre político y privado, es una marca que llega a nuestro propio tiempo. Quebrar esa frontera, trascender esa categoría, implica quebrar el orden mismo, el statu quo social. Llevar lo doméstico a lo público, lo íntimo a lo político, es en sí un gesto revolucionario.
En 1974, Feliza Bursztyn presentó sus Cujas en el Museo de Arte Moderno: trece camas metálicas sobre las que dispuso motores enlazados a estructuras cubiertas con brillantes telas de satín, ora púrpura ora fucsia.
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Las camas se movían, traqueaban, se estremecían, vibraban. Entre más ocultaban más exhibían; los brillos de las telas remataban el espectáculo, dando a entender que un par de personas estaban bajo las brillantes sábanas jodiendo, tirando, fornicando, y, a su vez, contradiciendo la misma definición de cama que sale en el diccionario y que fue impresa en las invitaciones de la muestra, a saber: «Conjunto formado generalmente por una armazón de madera o metal con jergón o colchón, almohada, sábanas y otras ropas, destinado a que las personas se acuesten en él». Nada de sexo. Esto no aparece por ninguna parte. Y aunque las camas no solo sirven para tener sexo, tampoco sirven exclusivamente para acostarse. Ahora bien, el asunto de la cama, lo que puede suceder en una cama, está tan velado en los manuales como lo está en la propuesta de Bursztyn: encubierto. Mas en Bursztyn lo que tapa es lo que atrae: el brillo del satín y su color chirriante llaman al espectador aun antes de que empiece la acción, de que lo motores se enciendan. Lo que no puede ser visto, lo que no puede ser dicho, de aquello que
no se habla, es expuesto, revelado.
La cuja que más me gusta es la de satín púrpura. El mismo color de la cuaresma, el mismo color del pecado, que dispuesto aquí revela aquello que encubre. Camas que salen de la casa, de lo doméstico, llevando consigo a su par de amantes, para ser expuestas, con todo su torbellino de chirridos y movimientos, en el museo, lugar público por excelencia.
En efecto, a Feliza no le iban a perdonar tan rápidamente este tipo de comportamiento, de transgresiones. Como no pudieron encerrarla en la casa, la expulsaron del país, la exiliaron. Gabriel García Márquez lo cuenta en una crónica extraordinaria:
Feliza Bursztyn tuvo que escapar de Colombia —como hubiera podido hacerlo el protagonista de El proceso de Kafka— para no ser encarcelada por un delito que nunca le fue revelado. El viernes 24 de julio de 1981 una patrulla de militares al mando de un teniente se presentó en su casa de Bogotá a las cuatro de la madrugada.
[…]
Siempre insistió en que la trataron con mucha corrección, que le pidieron excusas por tener que vendarla, y que ninguna de las incontables preguntas le permitió vislumbrar de qué la acusaban. Se lo preguntó a uno de los interrogadores invisibles, y este le dio una respuesta deslumbrante: «Lo vamos a saber ahora por lo que usted nos diga».
Le preguntaron si no temía que la violaran, y contestó que no, porque toda mujer casada está acostumbrada a que la violen todas las noches. Sin embargo, los distintos interrogadores que nunca pudo ver coincidieron en poner en duda su nacionalidad colombiana. Nunca, en las horas interminables de su exilio, Feliza pareció olvidar que alguien en su propio país le hiciera esa ofensa. «Soy más colombiana que el presidente de la República», solía decir en sus últimos días. Más aún: mucho antes de que tuviera que abandonar Colombia, una revista preguntó a muchos artistas colombianos en qué ciudad del mundo querían vivir, y Feliza fue la única que contestó: «En Bogotá».
La mujer que Pablo Leyva encontró en París no era la misma que había despedido en Bogotá. Estaba atónita y distante, y su risa explosiva y deslenguada se había apagado para siempre. Sin embargo, un examen médico muy completo había establecido que no tenía nada más que un agotamiento general, que es el nombre científico de la tristeza. El viernes 8 de enero, a nuestro regreso de Barcelona, Mercedes y yo los invitamos a cenar, junto con Enrique Santos y su esposa, María Teresa. Era una noche glacial de este invierno feroz y triste, y había rastros de nieve congelada en la calle, pero todos quisimos irnos caminando. Feliza, sentada a mi izquierda, no había acabado de leer la carta para ordenar la cena cuando inclinó la cabeza sobre la mesa muy despacio, sin un suspiro, sin una palabra, sin una expresión de dolor, y murió en el instante. Se murió sin saber siquiera por qué, ni qué era lo que había hecho para morirse así, ni cuáles eran las dos palabras sencillas que hubiera podido decir para no haberse muerto tan lejos de su casa. (García Márquez 1982)
Débora y Feliza pertenecieron a sus respectivas épocas. La primera, como dije, con la generación que bebió del Muralismo, movimiento que abrió la posibilidad de un arte propio en América Latina (aunque debo decir que si no es propio, no es arte). Feliza en el campo de un arte no figurativo, no representativo, que fue adoptado en el continente, en contraposición a una escuela figurativa, muralista, que ya resultaba dogmática y panfletaria. Cada una en su momento, pero cada una sin encajar en el molde, trayendo su problemática intrínseca, en la que el hecho de ser mujer tiene un peso enorme, es eje y motor del conflicto. En suma, la rebeldía que las caracteriza parte de la pesada subyugación que implica su propio lugar social. Desobediencia civil, motor de sus respectivas obras, las cuales, justamente por eso, resultan absolutamente contemporáneas, pues tratan del conflicto humano en sí, de una subyugación que combatimos en una revolución permanente que hoy tiene un carácter más cotidiano que histórico.
Arremeter con lo íntimo en el campo de lo político, la polis, lo público, es de suyo una forma de minar el orden social, el statu quo, pues subvierte la relación entre subyugador-subyugado, entre dominador-dominado. Transgresión de un límite social que envuelve el sueño humano por excelencia: la libertad. Alcanzar la libertad de no ser dominado, lo que implica, más allá de cualquier cosa, escapar del impulso por dominar.
Publicado por Laguna Libros en 2012, el libro Memorias por correspondencia está conformado por veintitrés cartas que Emma Reyes le envió a Germán Arciniegas entre 1967 y 1997. La publicación póstuma sorprendió a todos sus lectores. Yo puedo decir que hacía mucho tiempo no había abierto un libro que me tocara las tripas, que me conmoviera con semejante fuerza. No fui la única: rápidamente el libro fue reeditado y en un par de años ganó el epíteto de nuevo clásico de la literatura en Colombia.
Como es sabido, las cartas, con un lenguaje directo y sin la menor carga de adjetivos innecesarios, cuentan la vida de Reyes desde sus primeros años encerrada en una casa-cuarto inmunda del sur de Bogotá, hasta el tiempo en que pasó a ser niña-esclava en un convento de la misma ciudad. En el relato, el uso de la primera persona es asombroso; Emma habla de su propia experiencia en un vendaval de anécdotas que va llevando al lector sin darle la menor pausa. La primera carta es la construcción, muerte y entierro del General Rebollo, un muñeco de barro gigante hecho por un
conjunto de niños gamines de la cuadra. Las historias contadas en el libro son de las más terribles que puedan ser leídas —las crónicas de suicidio publicadas por Marx son un dulce frente al libro de Reyes— y, sin embargo, no hay nada de autoconmiseración o de dramatismo en su relato.
Emma Reyes cuenta experiencias que exceden el límite de la miseria humana, sin revolcarse en el fango, sin querer, en ningún momento, conmover al lector. ¿Para qué querría conmoverlo si lo narrado ya es más que suficiente? A diferencia de un Víctor Hugo, Reyes no tiene el menor interés de sacarle lágrimas a quien la lee, pero es imposible dejar de llorar leyéndola. Ustedes, los que la han leído, saben de lo que estoy hablando. Los que no lo saben, no duden en buscar el libro. Y, sin embargo, en el relato también hay una alta dosis de humor. Emma Reyes cuenta los asuntos más terribles sin dejarse sofocar por ellos e, incluso, con levedad, un tono que exalta más a su lector, quien se pregunta ya no cómo puede suceder semejante atrocidad en una sociedad humana, sino más bien cómo alguien puede contar aquello que Emma cuenta. Reyes irrumpe con una primera persona que es en sí misma desnuda, expuesta (no es una casualidad que ese texto solo se pudiera publicar después de su muerte). Una primera persona real, no ficticia, que es, perdonen la redundancia, personal, íntima. Una voz narrativa completamente involucrada en el relato autobiográfico y una voz narrativa que se expone totalmente al revelar lo relatado. Porque lo que cuenta Emma Reyes es lo innombrable. Toda sociedad tiene aquello que es innombrable, la peor escoria, la peor injusticia contra el débil, y en Emma Reyes parecen unirse todos los débiles posibles, o por lo menos un buen conjunto de estos: es pobre, es mujer, es niña, es india y es bizca.
Si el siglo XIX tendría que esperar la muerte de Peuchet para publicar sus relatos —y debo decir que de las historias de este archivista no bebió únicamente Marx, sino el mismo Alejandro Dumas, pues la trama de El conde de Montecristo salió de uno de esos tomos—, el siglo XXI debió esperar la muerte de Emma Reyes para conocer sus cartas. Pero aquí hay que guardar las distancias: si Dumas hace un relato de ficción y Marx publica las crónicas, Emma Reyes se expone a sí misma. Ya no son casos policiacos, ya no son crímenes atroces cometidos por asesinos anónimos o venganzas espectaculares. En el caso de Reyes tenemos un relato en primera persona donde lo íntimo es expuesto, donde lo que debería ser guardado bajo llave en el ámbito de lo doméstico toma el lugar de lo público. Nuevamente, insisto, lo innombrable es nombrado. Y con ello la redención es de todos, pues todos hacemos parte de una sociedad que acuna lo que sucedió con una Emma Reyes.
Finalizo este texto con las fotografías de una artista que conocí hace poco, Cristina Figueroa Palau, bogotana, nacida en los ochenta. Cristina trabaja con tejidos y fotografía. En el primer caso, hilos de algodón y fibras naturales; en el segundo, fotografías sobre un abanico de temas, entre los cuales ha estado capturando presentaciones de reinas de belleza.
El tema comenzó en un apartamento en Francia, donde Cristina fotografió a una reina que iba de paso para un certamen en Asia. En la imagen, Reina París (2003) lo íntimo y lo público se mezclan. La mujer está vestida con un traje de gala de reinado, pero la extrañeza de la imagen radica en que no hay la menor pose, es decir, la actitud de la retratada no se corresponde con el vestido que lleva. Incluso, el hecho de no tener tacones, de estar en un cuarto con una cama a medio tender y unos objetos regados reafirman el carácter incierto de la escena. ¿Se está preparando para salir o ya ha llegado? A lo que se suma el contraste cromático entre el rojo encendido del vestido y el azul del tapete industrial del recinto, azul que constituye una gran área de fondo de la imagen.
A partir de allí, Cristina Figueroa ha seguido certámenes de belleza, registrando y tomando atenta nota, en toda una actitud de fascinación frente a estas mujeres, de sus desfiles, sus trajes, sus colores, mucho más allá que de un juicio moral o de valor. De hecho, en una conversación personal, la artista me dijo que de niña quería ser reina. Sin embargo, en la serie de imágenes Reina y policía. Festival folclórico, Ibagué (2014), se advierte una singularidad en la que yo no había reparado antes y que la artista involucra de manera directa en la fotografía: el policía que suele acompañar a las reinas, y cuyas manos acostumbran sujetarlas por la cintura, en posiciones que tienen una alta dosis sexual. Las reinas van en un carro que avanza muy lentamente, pero el policía las sostiene, parece ser que para evitar una posible caída. Dos aspectos son interesantes: primero que el acto de sostener, de tomar a esas reinas, las pone en la posición de inválidas; ningún policía sostendría a un travesti con tacones en un acto similar. Es decir, en este caso no se trata de un soporte útil, sino de una especie de subyugación velada, no dicha. El segundo aspecto es el papel del ojo de la artista que muestra aquello que no suele ser mostrado. En efecto, si Cristina no lo señalara con el dedo, no lo especificara, el hecho pasaría inadvertido.
El artista se encarga de mostrar lo que, siendo visible y evidente, resulta invisible para todos. Aquello que no se ve, aquello que no se dice. La serie de fotos sobre reinas evidencia algo que es sabido: el carácter objetual que toma la mujer en estos certámenes. Ahora bien, la mujer no solo es objeto de consumo, sino que es incapaz de tenerse en pie por sus propios medios, aun cuando tenga una baranda de metal de la cual asirse.
La mujer que es sostenida hace las veces de inválida, de menor de edad, de persona sin conciencia. Tipo Casa de muñecas de Ibsen, cuando Helmer le dice a Nora, después de disculpar su falla: «¡Es tan dulce, es tan grato para la conciencia de un hombre perdonar sinceramente! No es ya su esposa lo único que ve en el ser amado, sino también a su hija» (Ibsen 2001, 97). El paralelo de mujer y menor de edad es evidenciado por Ibsen en esta pieza. La mujer no solo no es ciudadana, sino que además es una especie de discapacitada en términos intelectuales, discapacitada que pasará del padre al marido, de ahí que ser esposa sea lo mismo que ser hija y, en consecuencia, impedida de tomar decisiones por sí misma.
Cuento la trama de Casa de muñecas para refrescar un poco la memoria del lector. Nora Helmer adquirió un préstamo a escondidas de su marido, para lo cual falsificó la firma de su padre, «porque —como se dice en la misma obra— una mujer casada no puede tomar dinero en préstamo sin el consentimiento de su marido» (2001, 23). El motivo del préstamo fue un viaje de la familia prescrito por el médico al señor Helmer. Las cosas salieron bien, Nora logró pagar el préstamo haciendo toda clase de maromas, pero llega un momento en que el prestamista comienza a extorsionarla amenazando con contar el asunto al marido y, más grave aún, revelar públicamente que la firma de su padre es falsa. La condición de la esposa como incapacitada es expuesta a través de toda la trama. Frente a esta condición, Nora se sublevará al final de la obra, y con ella se levantarán todos los subyugados, porque, repito, con uno vamos todos.
Se dice que en algún momento de las últimas décadas del siglo XIX Eleanor Marx, traductora de Madame Bovary, de Flaubert, y de algunas piezas de Ibsen al inglés, acostumbraba a montar Casa de muñecas en sesiones privadas. Con su compañero, tal vez haciendo el papel del señor Helmer, y George Bernard Shaw, por acaso, haciendo
el papel de Krogstad, el extorsionador.
Yo solo tengo la posibilidad de imaginar el asunto, proyectar en mi mente semejante escena, semejante obra en la sala de una casa londinense justo al final del siglo XIX. Sin embargo, la otra escena, la real, ya no quiero imaginarla. Como es sabido, en 1898, Eleanor Marx manda a comprar ácido prúsico y cloroformo a la farmacia para suicidarse ante la noticia de que el hombre con el que ha vivido los últimos catorce años se ha casado, a escondidas, con una actriz de veinte años de edad. Eleanor Marx, feminista acérrima, no creía en papeles, en lazos, y no había formalizado el matrimonio, tal vez porque no le apetecía asumir el papel de menor de edad, de incapacitada intelectualmente que, en la época, era conferido a toda mujer casada. En suma, tal vez porque no quería hacer el papel de Nora Helmer en la vida real, pero entonces por otros caminos y de otra manera, terminó haciendo el de Madame Bovary.
Sin embargo, estas ya son especulaciones mías. Yo ya estoy divagando. Así que termino. Hemos recorrido casos extraordinarios de obras de arte que muestran lo que no se muestra, que dicen lo que no se dice, ejercicio que hay que continuar una y otra vez, de forma permanente, en una actitud revolucionaria que tiene más que ver con lo cotidiano que con el acontecimiento, con el día a día que con la Historia, una actitud que, repito, no involucra únicamente a las mujeres, sino a todos los subyugados, en un mundo donde la discriminación, las fronteras y los muros, tanto físicos como mentales, están cada vez más exaltados.
Referencias
Abduca, Ricardo. 2012. «Introducción», en: Karl Marx: Peuchet: acerca del suicidio. Buenos Aires: Editorial Las Cuarenta.
Buenaventura, Julia. 2007. En primera persona. Seis pasajes sobre Feliza Bursztyn. Tesis de la Maestría en Historia y Teoría del Arte, la Arquitectura y la Ciudad. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
García Márquez, Gabriel. 1982. «Los últimos 166 días de Feliza Bursztyn», en: El País. Bogotá.
González, Miguel. 1981. «Feliza Bursztyn», en: Arte en Colombia. Mayo 26. Bogotá, 46.
Ibsen, Henrik. 2001. Casa de muñecas. Santiago de Chile: Pehuén Editores.
Marx, Karl. 2012. (1846). Peuchet: acerca del suicidio. Buenos Aires: Editorial Las Cuarenta.
Velázquez Toro, Magdala. 2002. «Las mujeres y la propiedad privada», en: Revista Credencial Historia no 149. Bogotá.
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Aun cuando pocas veces recomiendo un prólogo, el de Ricardo Abduca es excelente, de forma que lo recomiendo sin vacilaciones. (Marx 2012)
[2]
De hecho, mi tesis en la Maestría en Historia y Teoría del Arte, la Arquitectura y la Ciudad, Universidad Nacional de Colombia, orientada por Ivonne Pini, se tituló «En primera persona. Seis pasajes sobre Feliza Bursztyn». (Buenaventura 2007)
[3]
Poco antes, en 1972, había presentado su obra Construcción en movimiento para la II Bienal de Medellín, pieza que refería, a través de un motor y unas varillas, dos personajes arrodillados bajo una tela teniendo sexo. Ahora bien, tal como señala Miguel González: «La ambientación de las Camas era más elaborada y precisa. Con música de latidos preparada por Jacqueline Nova, y un ambiente de penumbra sugerido por cuadros de tela negra. La idea de una gran casa de citas». (González 1981)