TRANS
Al cumplir ochos años, mis papás me regalaron un perro de color gris, con pelo corto, ojos turquesa, orejas anchas y largas, se llamaba Teo.
Siempre fue muy tierno conmigo, nos adoramos todos los días de su vida: me despertaba con él, desayunaba con él, me bañaba con él, me acompañaba al colegio y, como él no podía entrar, me esperaba en la puerta. Al salir, le daba el almuerzo que le había guardado, lo menos feo de lo que nos servían, torta de pan, torta de carne, torta de zanahoria, torta de atún con alcaparras, torta de arroz con espinaca, torta de lentejas con arracacha y papa. Obviamente nunca le di la torta de chorizo con huevo duro gris, ni mucho menos la torta de mortadela, arroz y queso cheddar en grumos… Nunca entendí por qué todo lo tenían que hacer en torta, pero así era.
Él se comía lo que fuera rápidamente, corría a la quebrada, tomaba un poco de agua y nos íbamos juntos para la casa. Siempre me sentí más como él que como los demás compañeros. Nos queríamos y nos entendíamos mejor. El último día de colegio, a mis dieciocho años, Teo me acompañó, y cuando salí con su torta de almuerzo, estaba acostadito a la entrada. Cuando lo toqué para despertarlo, no respondió, me di cuenta de que estaba muerto.
Ese mismo día, destrozada por dentro y muerta del desaliento, empecé a hacer averiguaciones para salir de mi pueblo y hasta del país. Sentía una tristeza infinita, pero además de eso mucha fuerza y certeza de lo que quería hacer. En esa época estaba de moda la música «trans». A mí me encantaba. La oía todo el tiempo en la casa porque teníamos un vecino calavera desde chiquito, que se la pasaba disfrazado bailando mientras oía esa música a todo volumen. En el barrio decían que tenía el demonio adentro, pero a Teo y a mí nos caía bien. Recuerdo que una vez me ayudó a pedir una bolsa de leche en la tienda porque había mucha gente y nadie, además de él, me veía u oía mi voz. Desde ese día supe con certeza que nos caíamos bien y cada vez que nos encontrábamos en la calle —no muy a menudo porque ninguno de los dos salía mucho—, nos medio saludábamos con una sonrisa o levantando y moviendo un poquito la mano.
Antes de que bajara el sol pasé a su casa, no por la puerta principal sino por el patio de atrás que estaba comunicado con el de mi casa. Tanto su cuarto como
el mío tenían la ventana sobre el patio trasero y compartíamos la vista al árbol de limón. Su cuarto tenía un ventanal más grande que el mío que daba al árbol y a unas maticas medio muertas que se ponían verdes solo cuando llovía. Al pasar me di cuenta de que en su lado tenían todos los limones colgando y varios ya espichados y pichos regados en el piso. Teo y yo, en cambio, apenas veíamos uno listo lo cogíamos y lo hacíamos limonada o lo usábamos para lavarnos el pelo. Oír música del vecino, hacer limonada y bañarnos eran nuestros planes predilectos después de volver del colegio. Cuando pasé donde el vecino, esa tarde después de la muerte de Teo, fui a preguntarle en qué país había un festival de música «trans». Él sin extrañeza sacó unos cuadernos con dibujos y apuntes y me mostró unas fotocopias en blanco y negro de fotos de un festival en Berlín, me explicó que los puntos de la imagen eran personas… Se veía como un hormiguero. El festival se llamaba Love Parade. Entonces saqué mis ahorros de las ventas de chicles y galletas que hacía en el colegio, hice las vueltas y me fui.
Llegué un mes antes del festival a un hostal para estudiantes, mientras conseguía algo más fijo. Ahí me recomendaron una página de internet con anuncios clasificados; había secciones dedicadas a vivienda, servicios, trabajos, actividades y un portal para jóvenes por el cual decidí buscar un cuarto en un apartamento que fuera barato y para compartir. Al llenar el formulario dije de qué parte del mundo venía, que hablaba inglés y español y que mis intereses eran que al compañero de la casa le gustaran el «trans» y los perros, pero no había un espacio para ser explícito al respecto, entonces en la casilla donde preguntaban los requerimientos, puse las palabras: trans, aire, luz y perros. Rápidamente me escribieron un párrafo corto con la dirección y unas fotos de un apartamento largo y angosto, una de las fotos mostraba una ventana con un árbol. Tenía buena pinta y me llevé mis cosas por si acaso.
Cuando llegué al barrio había mucha basura, restaurantes chinos en las esquinas y ratas en las calles. Después de dar varias vueltas encontré la dirección, timbré y oí que alguien bajó la escalera pero nunca abrió la puerta. Entonces volví a timbrar. Podía oír una respiración agitada que venía de adentro, pero no me abrían, entonces toqué con la mano y salió una voz. «¿Trina?». Y yo: «¡Sí, sí esa soy yo!».
Cuando abrió la puerta no me vio, ya iba a volver a cerrar. Me tocó poner las manos de tranca, entonces miró para abajo y por fin me vio (como soy enana no podía verme por el ojo de la puerta). Desde el primer momento fue queridísima conmigo. Era una pelada morena, grande, el capul le rozaba las pestañas, una mujer fuerte y femenina llamada Betty. Cuando le dije que me quedaba de una vez a vivir con ella se sorprendió y me ofreció una torta de garbanzos con arroz que había hecho de almuerzo. Almorzamos y hablamos de su llegada a Berlín, de Teo, de cómo había sido crecer en un país latino siendo enana y mujer, y entonces ella me preguntó: «¿Y trans?». Ahí me di cuenta de mi error: ¡había escrito trans sin pensar en transexual sino en la música trance! Me reí y le conté mi error, entonces me dijo con desazón: «¡Ah, ¿entonces eres hetero?». «Hmmm no, no soy nada», le respondí. Así que exhaló con un poco más de cariño.
Me di un baño y dejé el morral en el espacio de mi cuarto, que, a propósito, no era un cuarto sino un corredor con futón, ventana y cortina. Me recosté media hora y cuando abrí el ojo fui a la tienda de la esquina a comprar una manzana, un jugo de tomate, una cuchilla de afeitar y unas medias veladas.
Al volver, Betty se estaba arreglando, con música rock a todo volumen, parecía otra persona, trabajaba de bailarina gogó en un bar nocturno. Me dijo que si quería podía acompañarla esa noche. Yo no tenía idea de qué era un espectáculo gogó, entonces me arreglé. Las medias veladas que había conseguido eran negras con huecos, muy diferentes a las que siempre usé. Hacía calor, así que me puse mi pantaloneta de terciopelo rojo, mi blusa de tiras negra y una malla negra en la cabeza para que no se me notara el pelo sucio. Salimos. Ella iba con una peluca parada hacia el lado, el capul se asomaba firme y abundante, la punta del pelo fucsia y el resto negro, tenía tres candongas grandes en una oreja y en la otra, una más grande que las del otro lado. Llevaba un vestido enterizo de terciopelo negro, estampado con verde fluorescente, y estaba montada en unos tacones de veinte centímetros. Medía más de dos metros, mientras yo, con los cinco centímetros de tacón no medía ni un metro. En el poco rato que compartimos me sentí muy cómoda con Betty, era una mujer extrovertida, amable y chistosa. En la caminata, sin yo darme cuenta, me levantó de la cintura un par de veces para pasar una calle y apurar el paso. Me hizo cosquillas, nos reímos todo el camino hasta la discoteca.
Nunca había visto algo así. Había mucha gente disfrazada, algunos llevaban disfraces parecidos a los que usaba mi vecino trancero en Colombia. Al llegar hubo una avalancha de personas que abrazaron a Betty, quien rápida y generosamente me presentó. Ella entró corriendo, yo me quedé hablando con un pelado o una pelada, no entendía bien qué era, pero se llamaba Glenn y estaba un tanto pasada de kilos. Tenía una bandana roja, sombras en los ojos de escarcha amarilla y verde, camisa de cuello con manga corta, collares largos que le moldeaban la panza resaltándola, pantalones azul claro y unas botas amarillas, desamarradas, como de constructor.
Entramos al ambiente de la música, la gente bailaba como loca, todo el mundo era más grande de lo que siempre había percibido. Me morí del calor dentro de tantas rodillas frenéticas, sudé y sudé. Realmente nunca vi a Betty en acción, y eso que traté de buscar el espectáculo, pero nunca lo encontré. Tuve un flashback, recordé con terror mi pueblo, vi a su gente amargada viviendo del chisme, la censura, el castigo y la queja, sentí pesar por mis seres queridos, pero supe que nunca volvería. Me quité la blusa y quedé en brasier. Sentí timidez, pero sabía que nadie me conocía. Cuando sentía que alguien me estaba mirando, simplemente cerraba los ojos y bailaba. Todos estábamos muy felices. La música nos movía como si fuéramos personajes de un videojuego. Nunca había bailado así, más que frente a Teo y al espejo. En varias ocasiones me montaron a la barra para que bailara ahí.
Entrada la noche se me acercó una persona. Sus manos tocaron mis mejillas y después cubrieron mis ojos, sus labios rozaron mi oreja. Me pasó corriente de la cabeza a los pies y mis pezones y poros se erizaron. Por segunda vez en mi vida me sentí sexual. La primera fue la vez me que arrechó la trompa de Teo clavada dentro de mis nalgas, oliendo mi regla. Estando con la oreja toda chupada, no supe qué hacer, pero sentí que me derretía, caí de rodillas y puse las manos en el suelo y, como si fuera una perra, le lamí la mano y después sus muslos hasta llegar a la humedad. Con mi nariz metida entre sus piernas sentía cómo me consentía la cabeza y el cuello. De repente sentí un pellizco grande en el cuello que me hizo poner de pie, mire para arriba y era Glenn. Me puso un collar de cuero y me hizo poner en cuatro nuevamente. Trató de penetrarme con lo que después vi que era una cola de perro de silicona, pero yo tenía toda la ropa puesta, así que no me entraba. Se arrodilló y con fuerza rasgó mi pantaloneta. Empecé a sentirme incómoda. Ella metió su mano y también le abrió un hueco más grande a las medias y corrió los calzones para un lado, chupó la cola de silicona y me la metió. Era molesto y duro, sentí un ardor insoportable, cerré los ojos, puse la cabeza en el piso y pensé en Teo. La confusión era enorme, se me escurrieron las lágrimas. Después de un rato de no entender, sentí que poco a poco Glenn me lamía y delicadamente me volvía a meter la cola, moviéndola suavemente de un lado para el otro. Entonces, finalmente, volví a sentir placer.