SENTIR LA NATURALEZA
Estamos ante dos preguntas distintas. ¿Qué se siente frente a la Naturaleza? ¿Cómo sentir la Naturaleza? Ambas están relacionadas entre sí, pero son diferentes, y no siempre es evidente esa distinción.
Las posturas frente a la Naturaleza son diversas. En la mayoría de las enormes ciudades latinoamericanas, los entornos naturales se han vuelto algo ocasional. Muchos creen conocer la Naturaleza por ver documentales televisivos, y es posible que sepan más de los rinocerontes y elefantes que de lo que sucede en algún rincón de la Amazonía colombiana. Algunos interactúan con esos entornos en sus vacaciones, si es que pueden escapar de los laberintos urbanos. Todos son espectadores ocasionales ante la Naturaleza.
Y quienes contemplan un paisaje, admirando la belleza de las laderas andinas o celebrando la vista de coloridas aves, reducen su interacción a valoraciones estéticas, basadas en las muy personales escalas que van de lo hermoso a lo feo.
Otros modos de interactuar ante la Naturaleza parten de intereses mucho más acotados. Son las personas que ven esos paisajes apenas como potenciales recursos naturales para explotar. En ese papel está el ejecutivo de una corporación minera que para nada se detiene en los paisajes, sino que su mirada penetra el suelo imaginando las toneladas de rocas que allí se esconden. Puede ser también la visión del hacendado que ya dejó de ver el bosque, pero, en cambio, vislumbra los pies cúbicos de madera que espera extraer de sus tierras para venderlos en el aserradero. Mientras los turistas ocasionales apelan a interacciones estéticas, estos últimos enfatizan posturas utilitaristas, forma dominante de plantarse ante la Naturaleza en la actualidad. De hecho, la conciben como un conjunto de recursos, la fragmentan, y la despojan de cualquier organicidad.
Unos observan yacimientos minerales, otros, depósitos petroleros, otros más, las potencialidades forestales, y así sucesivamente. Las valoraciones no se basan en consideraciones estéticas, ni desempeñan papel alguno lo bello o lo sublime, sino que la prioridad es la utilidad actual o potencial del ambiente. Una vez aceptada la primacía de esa perspectiva, la discusión pasa a ser cuáles son las mejores maneras de ponderar y medir esa utilidad. Esa discusión, en las últimas décadas, la viene ganando el economicismo: la Naturaleza es entendida como una canasta de recursos que son valorados económicamente, y que deberían ser transados en los mercados. El precio desplazó a la belleza.
De esta manera, el interrogante sobre qué se siente frente a la Naturaleza por momentos recuerda circunstancias similares a las que ocurren en el arte convencional. Por un lado, están quienes van a los museos de tanto en tanto, y se regocijan en la contemplación de un hermoso cuadro, incluso pueden conmoverse. Pero, por otro lado, se cuentan quienes retienen esas pinturas simplemente por su valor de mercado, como una inversión o negocio. La Naturaleza sería como una pintura exteriorizada al observador, y algunos la han convertido en una transacción.
El segundo interrogante, sobre cómo sentir la Naturaleza, tiene implicaciones mucho más complejas. Los humanos por mucho tiempo fueron parte de esa Naturaleza, y no meros espectadores. Incluso hoy en día, cuando las mayorías están atrapadas dentro de los edificios de apartamentos en las megaurbes, siguen existiendo grupos humanos que viven en la Naturaleza, como ocurre con varios pueblos originarios. No la contemplan, sino que la sienten cotidianamente, ya que están inmersos dentro de ella.
La distinción entre sociedad y Naturaleza en realidad es algo más o menos reciente en tiempos evolutivos. Fue un proceso que se reforzó en el Renacimiento europeo, desde el gabinete de René Descartes o las reflexiones de Galileo Galilei. La Naturaleza debía ser dominada, reclamaba Francis Bacon y, por cierto, españoles y portugueses pusieron todo su empeño en esa faena cuando colonizaron estas tierras americanas. Se erigió la prevalencia de la razón, y la dominación se convirtió en el motor primario de la avalancha conquistadora que llegó a las Américas. Sojuzgaron ecosistemas y a la vez concibieron a los pueblos indígenas como parte de esa Naturaleza salvaje. La idea de silvestre o salvaje incluía por igual a la fauna y la flora como a los indígenas, y el objetivo era «civilizarlos» a todos.
Con el paso del tiempo, poco a poco, se sumaron más y más argumentos, manías y teorías para hacerlo, tanto en el norte como en el sur. Todas las tradiciones políticas contemporáneas, desde los liberales a los marxistas, terminan apostando por el progreso y conciben a la Naturaleza como un medio para lograrlo. La idea de desarrollo remplazó a la de progreso, y se difundió a todo el planeta.
En la actualidad queda en claro que estas posturas son insostenibles desde varios puntos de vista. Han generado tan alto nivel de destrucción ambiental que enfrentamos riesgos ciertos de un colapso ecológico a escala planetaria; generan tantos impactos sociales y ambientales que las comunidades locales terminan rebelándose y se cae en una espiral de conflicto. Incluso para quienes solo entienden las posturas utilitaristas, el colapso ecológico ya pone en riesgo sus negocios.
Ante este tipo de situaciones, retorna en toda su gravedad la pregunta sobre cómo sentir la Naturaleza. No es suficiente estar frente al ambiente, sino que se vuelve necesario recuperar el sentido de cómo volver a ser una parte más del entramado ambiental. Una necesidad que se vuelve indispensable para poder frenar el ritmo de la destrucción y a la vez asegurar la calidad de vida de las personas. En esa tarea, uno de los aspectos no solo centrales, sino inevitables, es el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza.
Derechos de la Naturaleza
La ruptura con las posturas tradicionales que colocan a los humanos como distintos y externos a la Naturaleza no es sencilla, ya que están profundamente arraigadas en la cultura contemporánea. Dar ese paso exige sentir el entorno de otra manera, concibiéndonos como un integrante más, aboliendo las jerarquías. Es responder aquella otra interrogante —¿cómo sentirse parte de la Naturaleza?—, reconociendo que lo no-humano también posee valores que le son propios. Dicho de otra manera, es admitir valores que no dependen del disfrute estético y de la utilidad económica.
Estamos ante un cambio sustancial en las formas de pensar y sentir, en el cual el ambiente deja de ser una colección de objetos que, en cambio, recuperan las cualidades de sujetos. Dicho de otro modo, la Naturaleza recupera valores propios que no dependen de la utilidad para los humanos.
La radicalidad de esta visión se debe a que rompe con toda la Modernidad, que ha jerarquizado como sujetos solo a los seres humanos y, por lo tanto, únicamente ellos tienen valor. Sin duda es sencillo escribirlo, más sencillo todavía leerlo, pero asumir las prácticas, las éticas y la política de un mundo donde la Naturaleza tiene derechos es una transformación radical de nuestras concepciones sobre nosotros mismos como humanos y sobre el ambiente que hoy llamamos Naturaleza.
En América del Sur está en marcha esa discusión, y en estos momentos el continente está liderando a nivel mundial los intentos por romper con las visiones dualistas convencionales y reconocer esos derechos. El ejemplo más concreto está en la nueva Constitución de Ecuador, aprobada en 2008, en la cual se reconocen los derechos de la Naturaleza. No solo eso, sino que se establece en una clave intercultural, ya que el texto constitucional sostiene que esos derechos son de la Naturaleza, con lo cual permite incorporar las visiones occidentales, o de la Pacha Mama. Esto abre las puertas a las concepciones indígenas, especialmente las andinas. La norma constitucional ecuatoriana precisa que el sujeto de esos derechos está allí donde se reproduce la vida, y además agrega que la restauración de los ambientes dañados también es un derecho.
El experimento de Ecuador sigue siendo el único de rango institucional. Se intentó algo similar en Bolivia, pero no se concretó, y en buena medida por las presiones de sectores extractivos como la minería y los hidrocarburos. Obviamente ese tipo de aprovechamiento intensivo de recursos naturales, con altos impactos ecológicos y sociales, es incompatible con los derechos de la Naturaleza o de la Pacha Mama.
Antecedentes conocidos y olvidados
En el pensamiento occidental existen distintas escuelas que cuestionan duramente la ceguera ecológica de la Modernidad. Son posturas que parten de ella misma, pero en su crítica radical se ubican en sus márgenes, intentando romper su cerco, reconociendo que puede haber otros órdenes más allá de lo moderno. Es común señalar que el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza corresponde a las posturas llamadas «biocéntricas» del filósofo noruego Arne Naess (1912-2009). Esa corriente inspiró un movimiento de gran influencia en la década de 1980, la «ecología profunda».
A su vez, las posturas de Naess son en parte herederas de las del biólogo de la vida silvestre Aldo Leopold (1887-1948), muy activo hasta mediados del siglo XX. A su manera, Leopold reclamaba una «ética de la Tierra», en la que los valores últimos se encontraban en lo más viejo que albergaban los desiertos y llanuras que conocía, y en las montañas.
De la misma manera, esas ideas se inscriben en el mismo espíritu de otro pensador y practicante, Henry David Thoreau (1817-1862). A propósito del bicentenario de su nacimiento, que tuvo lugar el año que acaba de pasar, considero oportuno rescatar su insistencia en la contemplación y estrecha vinculación con el ambiente. Su breve libro, Walden, combina esa sensibilidad con una defensa de una vida simple y austera en un bosque, junto a un lago.
No han faltado quienes señalaran que en América Latina no se contó con una tradición similar que explorara un transcendentalismo con la Naturaleza como el de Thoreau. Sin duda la Naturaleza estaba presente en muchos escritores de fines del siglo XIX e inicios del siglo XX, pero era siempre una Naturaleza repleta de humanos y ellos eran los protagonistas. Tal vez uno de los mejores ejemplos sea la novela Gran Sertón: Veredas, del brasileño João Guimarães Rosa.
Sin embargo, es importante rescatar nuestra propia tradición para romper esa costumbre de una y otra vez buscar las inspiraciones en el norte olvidando a nuestros propios autores. En efecto, uno de los pioneros suramericanos en ese terreno es el boliviano Manuel Céspedes, más conocido como Man Cesped. Nació en la ciudad de Sucre en 1874, pero vivió casi toda su vida en Cochabamba, donde falleció en 1932.
En su obra literaria es muy clara una profunda e intensa identificación con la Naturaleza, y concibe a los demás seres vivos como sus hermanos, con un cierto sentido religioso, por momentos panteísta. Es, sin duda, el autor menos reconocido, el más olvidado y relegado. Su libro más notorio es Símbolos profanos (1924), en el cual aparece la conocida petición a la Madre Naturaleza para que lo transforme en un árbol al momento de su muerte.
Otro exponente que merece mencionarse es el peruano José María Arguedas (1911-1969). Su narrativa es notablemente más compleja y se vincula muy estrechamente con los saberes y sentires indígenas. Por mucho tiempo ha sido identificado como parte de una literatura menor, telúrica e indigenista, un folclorismo andino. En eso ha tenido mucho que ver un ensayo de Mario Vargas Llosa, justamente desde esa visión eurocéntrica que insiste imponerse desde la razón. Me refiero a «La utopía arcaica», en la cual Vargas Llosa insiste en colocar a Arguedas como un factor de atraso, un canto al pasado, en lugar de permitir el avance hacia la Modernidad.
En muchas de las obras de Arguedas, como en Todas las sangres o El zorro de arriba y el zorro de abajo, se aborda una lucha entre la modernización (y con ello el papel de la Modernidad) frente a las cosmovisiones andinas. Para los modernos, esas creencias de quechuas y aymaras de las sierras eran síntomas de atraso, pero en realidad expresaban otro ser en el mundo, donde humanos y Naturaleza no estaban separados, la hermandad que se extendía a algunos animales y hasta cerros y piedras podían tener personalidad.
Todos podían ser sujetos, justamente uno de los sentidos del texto constitucional ecuatoriano al reconocer los derechos de la Naturaleza bajo la categoría de Pacha Mama.
En las páginas de Arguedas hay muchos ejemplos de sentir la Naturaleza de otro modo. Retomando la imagen del inicio, vemos que allí no hay un visitante en un museo que contemple un cuadro con un paisaje, ya que no existe ni la pintura ni el museo, y uno está inmerso, atado, enraizado en ese paisaje. No hay posibilidad para imitar un desarrollo occidental, porque eso significaría romper esas íntimas relaciones, volver a caer en una exterioridad que obliga a tener que pintar algún cuadro para recordar una Naturaleza que el progreso destruirá.
Salir de la Modernidad
«Lo moderno es un peligro para la santidad del alma», llegó a decir Arguedas a mediados de los años sesenta. Y su narrativa parece apuntar a sugerir una política propia de las mezclas e hibridaciones latinoamericanas que buscan la justicia, pero no necesariamente desde la Modernidad. Quizás la forma como se reconocieron los derechos de la Naturaleza en Ecuador sea un ejemplo.
En ese proceso, influencias como las de Thoreau, Leopold o Aness han sido limitadas, ninguna en el caso de Man Cesped, y es discutible si el mensaje de Arguedas fue escuchado por esos constituyentes. Pero más allá de la formalidad de las citas y referencias, el espíritu de todos ellos, los intentos de cada uno, todo eso está presente en la actual idea de los derechos de la Naturaleza.
De las dos preguntas con las que se iniciaba este breve ensayo, «¿Cómo sentir la Naturaleza?» es la más importante hoy en día. Necesitamos con urgencia una transformación radical en las formas de sentir la Naturaleza para detener el actual avance de la destrucción ambiental. La acumulación de información científica sobre los impactos ecológicos no generará los cambios políticos y culturales necesarios. Estamos constatando precisamente eso, pues nuestros gobiernos persisten en más o menos las mismas estrategias de desarrollo. Declaman que se preocupan por el planeta en los foros internacionales, pero cuando regresan a sus países promueven la minería o el fracking.
El cambio tampoco vendrá desde las ideologías políticas convencionales, y América del Sur es el duro ejemplo de ello. En los últimos quince años se han sucedido toda clase de gobiernos, tanto conservadores como progresistas, de menor a mayor radicalidad, pero todos, sin excepción, apostaron por el mismo desarrollismo basado en explotar los recursos naturales.
Por todas estas razones, un cambio hacia el ambiente solo es posible si se siente a la Naturaleza de otra manera. Y el primer paso es admitir que es un sujeto con sus propios derechos.
Referencias
Thoreau, Henry David. 1854. Walden. Disponible en: http://consumoetico.webs.uvigo.es/textos/walden.pdf
Guimarães Rosa, João. 1956. Gran Sertón: Veredas. Disponible en: https://lh2.weebly.com/uploads/2/3/9/0/23909114/141260791-gran-serton-ve...
Cesped, Man. 2009. Símbolos profanos. Disponible en: http://www.andesacd.org/wp-content/uploads/2012/01/S%C3%ADmbolos-Profano...
Vargas Llosa, Mario. 2015 [1996]. La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones
del indigenismo. Madrid: De Bolsillo.
Arguedas, José María. 1988. Todas las sangres. Madrid: Alianza Editorial.
Arguedas, José María. 2011 [1968]. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Buenos Aires: Losada.