PERO, EL VIAJE, ¿SON LAS IMÁGENES DEL VIAJE?
Cuando nos preguntan qué hacemos, en qué trabajamos, respondemos: “Nos dedicamos al cine”. Y lo decimos así porque los últimos 10 años no los hemos sentido como un trabajo, o un oficio, sino como la vida misma. No sabríamos delimitar dónde comienza uno y dónde termina el otro, pues vida y cine parecen hechos de lo mismo: luz y oscuridad, tiempo y movimiento. Lo que sí cuestionamos (sobre todo en los momentos difíciles, que no son pocos) son la razones que nos llevaron a querer hacer cine 10 años atrás. Aún no lo sabemos, pero sospechamos que, tal vez, más que razones, se trata de obsesiones.
El cineasta cree que lo suyo es el movimiento, la representación del mundo o la puesta en marcha de un simulacro de imágenes que revela otras realidades posibles gracias a su imaginación, e irá convenciéndose de ello cada vez que, sentado en la 157 mesa de montaje, engendre una historia que toma la forma de su voluntad. Es como un semidiós facultado para ordenar el caos de las infinitas posibilidades en las que cada plano, cada corte, cada giro sucede al ritmo de sus decisiones. El cineasta concibe, construye y ejerce la creación de un universo viviente que habrá de habitar esa pantalla en la que todos creemos. Pero, ¿qué pretende realmente, de qué está hecha esa obsesión?
Como autoras nos limitamos a responder las preguntas de rigor y vamos armando, tal vez sin darnos cuenta, un discurso sobre el que reposan cómodamente nuestras intenciones o justificaciones. Sin embargo, acá estamos. Comisionadas a escribir sobre nuestra película bajo una consigna, además, enigmática: afectos, afectividades, afectaciones. Así, en ese orden que parece concluir con una advertencia sobre los posibles efectos secundarios del afecto. En cualquier caso, parece señalar la transformación de los significantes, sus múltiples articulaciones e implicancias.
Curiosamente, nuestro documental fue concebido bajo un término hermanado a nuestra consigna enigmática. Lo que sostuvimos desde el principio, cuando la película era idea, borrador y proyecto, y durante los casi cinco años que pasaron hasta que pudimos filmar, de lo que nos agarramos para sobrellevar dos años de montaje como un señuelo para no perdernos o para encontrarnos ante las dudas y las certezas era una sola palabra que representaba todo lo inamovible e innegociable a la hora de pensar la película que queríamos hacer: afección. Lo primordial para nosotras era buscar y encontrar esa cualidad afectiva que habíamos descubierto en cierto tipo de cine que, precisamente, nos había afectado irremediablemente.
Podríamos mencionar acá autores fundamentales, como Henri Bergson o Gilles Deleuze, quienes determinaron el primer encuentro con esa filosofía del cine que, en teoría, contenía la sustancia de aquello que buscábamos, el tipo de relato o imagen que nos interesaba. Pero, por otro lado, vino la práctica que en nuestro caso llegó con los primeros rodajes de cine de ficción: equipos de decenas de personas separadas por rubros y jerarquías comunicándose a través de radio-teléfonos en un operativo que buscaba liquidar la mayor cantidad de escenas en cada jornada. No podía ser de otra manera cuando buena parte del presupuesto se invertía en alquilar la mejor cámara disponible en el mercado; esa que sentenciaba la obsolescencia de todos los modelos anteriores y era la única que legitimaba estar haciendo un cine de calidad, aunque, para hacer ese cine de calidad, no era necesario haber leído el guion de la película. Bastaba con recibir el plan de rodaje para cada día y esperar a ser llamado como quien acude a realizar un peritaje. En esas condiciones era muy difícil pensar en términos de inmanencia, tiempo, intuición y todo eso que habíamos subrayado en nuestros libros. De ninguna manera lográbamos implicarnos afectivamente con el oficio que habíamos elegido y pensábamos que tal vez la poética del cine era una abstracción nacida del espíritu de otros tiempos radicalmente opuestos a los nuestros. Entonces, toda esa teoría también parecía obsoleta.
“¿Cuál es la diferencia entre el cine documental y el cine de ficción?” fue la pregunta introductoria al diplomado en Documental de Creación que hicimos en 2011 y cuya respuesta, que puede parecer obvia, funcionó como disparador de una discusión fascinante que se extendió durante todo ese año que nos dedicamos a estudiar el cine de lo real. El ejercicio de cuestionar todo aquello que asumimos como real o verdad sirvió para desmontar en primer lugar un paquete de ideas aprendidas sobre categorías y géneros que, finalmente, le sirve más a una industria que busca segmentar mercados y necesita cultivar nichos de espectadores bien diferenciados. Después, nos llevó a conocer un cine hecho a partir de otros supuestos, otras motivaciones, otros recursos. Un cine híbrido, inclasificable, que juega a ser ficción, documental y experimental, para punzar al espectador en esa necesidad de rotular lo que ve. Un cine formalmente subversivo que mira amorosamente otras formas de arte para engendrar texturas y textos diferentes: un cine hecho de poesía, de pintura, de teatro. Un cine concebido por grandes mujeres cineastas excluidas de la lista de autores imprescindibles, de la tradición y la historia del cine en la que nos educamos. Un cine hecho por hombres —muchos de ellos también relegados de estas listas— que buscaron construir estéticas sobre lo femenino y lo masculino desde la disidencia, proponer nuevas mitologías alrededor de la sexualidad, el deseo, el erotismo1.
Lo que vimos en ese cine era vida en estado puro. La obra de alguien que se arrojaba al mundo a enfrentar con su cuerpo, con su cámara, la contingencia y el azar. Y lo hacía porque había encontrado un pedazo de realidad que le interesaba, lo interpelaba y entonces buscaba recogerla, interpretarla, asirla, darle forma y devolvérnosla a nosotros, espectadores, para que pudiéramos mirar el mundo, mirarnos, a través de su mirada. De ahí la afección, que no es otra cosa que sentir el flujo de un tiempo que está sucediendo frente a nuestros ojos; que sacude nuestro ser en este mundo, nuestro pedazo de realidad.
Como espectadoras descubrimos una cualidad afectiva en un tipo de cine, pero, como realizadoras, nos preguntábamos si la puesta en marcha de ciertos dispositivos sería suficiente para construir esa imagen afectiva y qué forma le daríamos a esa afección en nuestros propios términos frente a un cine en el que cada autor encontraba una sustancia única y rehusaba cualquier pretensión aleccionadora. Estas preguntas, que fuimos aclarando a lo largo de un proceso creativo de varios años, se sostuvieron al comienzo por una pura intuición: si ese cine que nos conmovía se parecía tanto a la vida, así mismo llegaría a nuestras manos, a nuestras vidas, un pedazo de realidad justo para nosotras. Y así fue. Ese mismo año conocimos por azar a Norma Castillo y a Ramona Arévalo, quienes se convertirían en la primera pareja de mujeres casadas por ley en Latinoamérica y en las protagonistas de nuestro primer largometraje documental.
Era como si se hubiera trazado un puente entre nosotras. Nos conocimos viviendo en Buenos Aires, Argentina, pero ninguna había nacido allí. Ellas bordeaban los 70 años, a nosotras nos faltaba más de un lustro para llegar a los treinta. Éramos dos parejas de mujeres; la relación de ellas ya llevaba décadas, la nuestra apenas iniciaba. Nosotras no queríamos hacer una película de militancia LGBTIQ y ellas, al poco tiempo de conocerlas, se convirtieron en el símbolo del triunfo de la ley de matrimonio igualitario en Argentina. Nosotras pretendíamos hacer un retrato íntimo de su vida y ellas, envueltas en un boom mediático, comenzaron a recibir periodistas de todas partes del mundo en su casa... Nuestra dinámica era como un partido de dobles o un juego de espejos enfrentados. Sin duda mirábamos el mundo desde dos tiempos fundamentalmente distintos, pero esa brecha generacional era lo que precisamente hacía interesante el intercambio y las discusiones. Además, Norma zanjaba cualquier diferencia entre risas recordándonos que ellas nacieron el año que terminó la Segunda Guerra Mundial mientras que nosotras nos habíamos enterado de esa guerra gracias a Google. Las cuatro estábamos separadas en el tiempo, pero enlazadas por un mismo espacio; desde nuestro primer encuentro lo único que hicimos fue compartir el afecto que teníamos por un país que nos había afectado, de maneras diferentes, a cada una: decidimos entonces cruzar el puente y viajar a Colombia, juntas.
La historia de cómo una argentina y una uruguaya se casaron con un par de primos colombianos, cruzaron el continente y terminaron viviendo en el mismo pueblo remoto del Caribe donde se conocieron, se enamoraron y sostuvieron una relación clandestina durante más de 20 años en una de las regiones más conservadoras de un país ya de por sí retrógrado como Colombia, era sin duda una gran anécdota. Parecía ser, también, lo que más le interesaba a muchos periodistas que insistían en saber detalles sobre ese pasado en el que se podían imaginar a Norma y a Cachita como un par de mujeres jóvenes y atractivas envueltas en un tórrido romance; aunque después, en sus notas, se refirieran a ellas como las abuelitas que habían decidido casarse al final de sus vidas. Ahí entendimos que, para una buena parte de la prensa —y de la sociedad—, Norma y Cachita eran la imagen de una homosexualidad inofensiva, asexuada. Por ser mujeres, los periodistas se atrevían a hacer cierto tipo de preguntas que no le hacían a la primera pareja de hombres (jóvenes ellos) que se casaron en Argentina casi al mismo tiempo que ellas. Y, por su edad, efectivamente eran vistas como un par de abuelitas que compartían una casa, aunque ellas insistían en hacer visible que tenían una relación sexual y afectiva como cualquier pareja.
Durante los dos primeros años que frecuentamos a Norma y a Cachita en su casa de Buenos Aires, el fenómeno mediático y social que las rodeaba nos llevó a preguntarnos si había allí una película para nosotras, pues todo ese tiempo nos había dejado una larga lista de decisiones tomadas sobre lo que no queríamos hacer: no haríamos entrevistas sentándolas frente a una cámara para obtener los testimonios de sus vidas, ni les pediríamos que mostraran las fotografías de su juventud para ilustrar un pasado irrecuperable, no hurgaríamos en los baches de su historia porque no pretendíamos juntar las piezas en un relato sin fisuras o apropiado, tampoco buscábamos reproducir un simulacro de su rutina hogareña que diera cuenta de la normalidad de su vida en pareja. No queríamos hacer una película para definirlas como mujeres o institucionalizarlas como representantes de una comunidad. Nos negábamos a confeccionar un documental tipo biopic para apresar una vida, muchos menos dos, en un par de horas. Lo que pretendíamos era capturar un pedazo de sus vidas, siendo, en toda su potencia y en toda su verdad. Finalmente, entendimos que nuestra película no estaba en esa casa de Buenos Aires simplemente porque Norma y Cachita tenían el corazón en otro lado. “Dejamos Colombia jurando que íbamos a volver muy pronto, pero el tiempo tenía otros planes y quiso que pasaran más de 20 años. Ahora estamos acá…tratando de seguirle el juego a la memoria. Algunas cosas están tal como las recordábamos, pero, ¿y las que no?, ¿las inventamos en algún momento? o quizás todo está igual y las que cambiaron fuimos nosotras…”.
***
No sabíamos qué íbamos a encontrar del otro lado del puente, pero decidimos hacer ese viaje juntas. Ellas volvieron al territorio simbólico y real en el que habían quedado suspendidas: un lugar atravesado por capas de memoria, de deseo y de tiempo. Un lugar que, 20 años después, no era el mismo y en el que ellas tampoco eran las mismas: volvían con otro cuerpo y otro espíritu a confrontar el pasado, lo que habían sido y lo que ya no eran. Regresaban sin miedos tomadas de la mano y casadas por ley como esposas.
**
El 26 de octubre de 2018 murió Ramona “Cachita” Arévalo, la mitad de Norma Castillo y la mitad de esta historia. Sucedió mientras escribíamos sobre esta película que ella, Cachita, y el amor de su vida, Norma, nos regalaron. Juntas es un pedazo de sus vidas, está hecha de guiños y de las pocas palabras de esta mujer que no necesitaba decir nada para decirlo todo.
—¡Y seguiremos viéndonos! —se despide Cachita, al lado de Norma, al final de una película que no es más que el intervalo que habitarán juntas para siempre.
*
El cineasta cree que persigue la vida, pero, tal vez, lo obsesiona la muerte, el deseo de apresar una vida que algún día solo vivirá en esas imágenes que ha creado. La afección no es estar en presencia de la vida en estado puro. Nos equivocamos. Es estar en presencia de la vida y de su contraluz, la muerte. Es vencer a la muerte en un intervalo y conservar la vida en una reproducción que habrá de engañarnos una y otra vez al ver lo que amamos una y otra vez siendo, tal y como era.
1 Sobre ese cine de la afección, un puñado de autores para nosotras imprescindibles son: Werner Schroeter, Marguerite Duras, Derek Jarman, Miklós Jancsó, Chantal Akerman, Alexander Kluge. Gracias al maestro Ricardo Parodi y a su amoroso cineclub en Buenos Aires por presentarnos ese cine que nos afectó de manera irremediable.