PAISAJE EN INTERIORES
Para Mono, sangre de mi sangre
Janette no tenía horario. Podía levantarse cuando se le antojaba abrir el ojo. Vivía sola porque quería. Pero siempre estaba acompañada, pues era joven, independiente y atrevida. La vida era una sola sonrisa.
Vivía en su pequeña casita cerca al cerro de la ciudad de Bogotá donde se oían los rumores del barrio, un colegio de niños, un taller de metal y a doña Inés al lado, que pegaba cada grito para llamarle la atención a su hijita. La delicia. Un largo corredor abierto a la intemperie la separaba de la calle y su nido.
Tenía un patio que era su refugio del mundo donde hacía todo lo que le diera la gana. A menudo se desnudaba para tomar el sol canicular o para fumarse todos los tintos posibles. Y, claro, todo lo hacía mientras registraba su propia actividad. No quería olvidar el momento de placer infinito que le causaba su lugar en el mundo. Su patio lo llenó de plantas que crecían con libertad total, en donde rondaba su gato, Chiquito, el blanco y negro. Nunca vivió en su vida un momento con más emociones encontradas que los vividos en su casita.
Janette se dibujaba con el deseo de contarse.
Visitaba a diario al señor Rojas, el viejo dueño de la tienda, más abajo, en la misma cuadra. El coqueteo era mutuo. Nunca lo vio sin su ruana bien puesta, como un viejo pastor, una leyenda echada en la silla detrás de la vitrina. Alguna vez ella vio que le tocó pararse ayudándose con un bastón para servir el masato. No se le había ocurrido que necesitara un bastón, ni se lo imaginó fuera de la silla.
El señor Rojas se tomaba sus aguardienticos por la mañana y quedaba todo coloradito, simpático, a veces convidándola. Janette le tenía cariño al viejo, le compraba Pielroja sin filtro, mogollas y Pony Malta. Nunca tenía Marlboro. De vez en cuando, el queso Paipa le picaba el ojo desde la vitrina y le tocaba llevar un pedazo, envuelto en papel.
Esta tienda le traía siempre tiernos recuerdos de su infancia en el trópico. Con toda la iconografía popular y católica que se le había grabado en la memoria, al lado de los miedos y vivencias con sus hermanos, la tierra húmeda y arrecha, esa naturaleza violenta y de belleza infinita con todos sus olores dulces y amargos. La sabana con su pasto kikuyo, donde se le hunde a uno el pie, como caminando sobre una esponja, un ácido de infancia, el olor al fogón y el ferrocarril. Cementos Samper y las gelatinas, la finca en tierra caliente, más el olor al fogón y los huevos recién puestos todavía con pluma. Todo era familiar, aunque ya grande se sentía en una máquina del tiempo, pero como testigo, con cierta distancia, cierta timidez, a la defensiva. Y el cuerpo quedaba extasiado dentro del espacio que tejía su imaginación.
Janette había conocido otro mundo en donde también se había formado. Lejos del trópico, un sitio frío, con nieve y rubios. Y una forma de vivir sin ruana, pero con monjas. En un inicio vivió un poco triste en esta nueva realidad, tal vez por niña y extranjera le era más difícil entender este cambio. Hasta el día en que ya tuvo razón de pensar.
Las Nueva York y San Francisco de los años sesenta marcaron su adolescencia sin piedad y quedó armada pa’largo. Las prácticas del amor libre y «No a la guerra», junto con la liberación femenina, conformaron el coctel preciso para poder sobrevivir a Colombia, el paraíso de las drogas y el más allá.
Su promiscuidad e independencia le aseguraban constantemente que había tomado el camino correcto. Janette terminó siendo gringa, aunque no del todo. Al regresar a Bogotá, insistió en seguir desarrollando su vena artística, dibujando, pintando... Y, poco a poco, la vida se le vino encima. Pa’lante, compañera.
Llega un poco desubicada. Pero los amigos de familia y with a little help from my friends, le ayudan a aterrizar de una manera más amable. Los cerros la acompañan todos los días en su acoplamiento. Su intensa curiosidad por la vida y las circunstancias cósmicas la llevan a un viaje de cinco meses a dedo hasta la tierra de los gauchos, en donde cada día tenía su motivo de festejo: el estar viva. La felicidad existía con cada reacción que Janette tenía de mujer liberada entre semejante mar de machismo y política. Era 1973 y los mochileros andaban por doquier. Afortunadamente ella lograba reírse de cada contradicción en el diario vivir. Y su gringuez se fue diluyendo en cada país, pues ella era una concha abierta, esponja húmeda en el continente en llamas, como una imagen revisitada de El Bosco, en donde se le salió el indio: un inca con guantes de oro bajo la luna llena en Puma Punku, donde se le reveló la ciudad de cristal en la puerta del sol de Tiahuanaco. Se punkió con el cactus San Pedro. Fue como si la hubieran zambullido en una alberca helada de la que salió, eso sí, bien templada. Welcome to the Breakfast Show… Y encuentra ese patio para irse de la casa materna. Su primer hogar dulce hogar. El Jardín de las Delicias en pasta.
Su casita era refugio para más de uno. Ahí se reunían a alimentar el deseo de inventarse con cada forma de expresión, sin recetas ni horarios.
Fue encontrando su gente, la que la apoyaba y le ayudó con su trabajo. Exponiendo poco a poco en diversos lugares fue creando su persona. Una viajera a rienda suelta recobrando el paisaje interno que recordaba.
El trópico excitado escapaba a través de su mano con el lápiz que dibujaba.
Candelaria, su abuela, decía que andaba más que una mala noticia.
Siempre llegaba como extranjera a cada lugar. Pero cada vez se fue sintiendo más de ahí. Después de un tiempo, se dio cuenta de que ya no importaba… ella siempre iba a sentirse diferente. Porque lo era. Janette no temía exponerse. Pero sí había uno que otro que se incomodaba con sus sorpresas. Ella simplemente andaba a sus anchas, defendiendo una timidez desbordada que ella misma se obligaba a sacarse. Pura vida.
La Guajira, El Darién, Arauca, El Opón. Algunos lugares explorados por esta gitana. Le encantaba viajar. En cada lugar encontraba sin buscar. Llegando sin andar, un día la invitaron al puerto de Barrancabermeja, a las ferias de ganado. Terminó bailando en una caseta, rodeada de hombres todos con sus tragos, compartiendo el mismo vaivén de confusión y sudor. Janette, la única mujer, a todo volumen. Sobrevivir, sobrevivir, sobrevivir. No olvida el puerto de Turbo donde pasó una noche esperando un jeep que la arrimara a Montería, noche de fétidos olores, alumbraba ella como una luna… para luego llegar a su amada Cartagena.
Las situaciones con cierta atmósfera amenazante terminaban por revelarle la soledad infinita ante la vida y la muerte. Se entregaba a gozarlas plenamente, logrando darle el grado de vulnerabilidad para alimentar su vena artística ya convertida en timidez desafiante. ¡Ajá! ¡Y tú qué!
Trataba siempre de registrar momentos dentro de sus viajes, y eso lo justificaba todo. A veces se lo proponía de antemano. La llenaban y le daban a su vida cada vez más impulso para seguir al próximo tema o episodio. Eso sí, siempre terminaba regresando a Bogotá…
Por lo general, tenía resultados favorables. Poder mostrar estas experiencias a través de sus pinturas. Aunque no siempre era lo que las señoras querían colgar en sus paredes. Había galeristas que se interesaban por mostrar sus acuarelas con esos cuerpos fragmentados y algunos le sugerían pintar bodegones. Mijita, ¿por qué pinta esas imágenes? Hágame un paisaje, ¿sí?
Ay, hermanita. ¡En las que se mete! Ella misma no se explicaba la razón detrás del hecho. Pero no quería censurarse a sí misma y tenía razón. No se podía imaginar lo contrario.
Llevó su pincel a la cama, al baño, en donde estuviera, con las ganas y el afán necesario para dibujar. No tenía cámara fotográfica y por eso debe ser que le dio por ahí. A veces a media caña o en sano juicio. Vivía del rebusque pero primordialmente de su pintura. Sus trabajos llamaban la atención porque hay mucho arrecho en el mundo y ella no se quedaba atrás.
Tenía sus romances sin querer compromisos, pues le gustaba practicar el amor libre desde niña. ¿Buscaba a alguien en cada hombre? Quién sabe, no creo. Cada amor era como un lienzo sobre el cual necesitaba dejar su marca. Buen pulso tenía, sobre todo a mano alzada.
Ella no se medía, no se obligaba a nada pero tampoco se privaba de lo que tenía enfrente. No pensaba en reproducirse sino cuando le dio por las artes gráficas. Las bienales y los salones se le atravesaban y se sometía a jurados. Navegaba por el mundo de los galeristas y curadores, esos seres interesados y desinteresados en todo. Juegos de poder y no poder. Y los poderes la trataron bien. Tal vez la veían como la extraña persona que no cabía en ningún cajón, la que no podían ignorar.
¿Cómo le parece?
Pues ella sí quería ser parte de algo, de un lugar, o que la vieran por lo que era. Y siempre contaba con unos pocos buenos amigos.
Esos amigos eran su alegría y siempre tenía a alguien al lado para amar y sentirse mujer. Eso sí, no siempre amaneció con un hombre al lado en su cama…
Su imaginación la llevaba a dimensiones desconocidas y celebrar cada instante era su brújula. Decía: «Uno no es dueño de nada, ni del cuerpo que lo transporta. Pero uno logra quererse a pesar de todo»
Le gustaba la noche porque ahí sí podía ella hacer su propio ruido. Se encerraba a dibujarse cuando llegaba después de una noche de parranda, acostándose antes de que amaneciera para no ver el azul reproche. Y en medio de todo este vivir y compartir consiguió su cámara fotográfica. Esta le abrió otras puertas y amistades.
Como irse del altiplano cundiboyacense pa’l Valle cinematográfico. A El Séptimo Cielo fue a dar una y otra vez para bailar salsa con un utilero, con quien hizo varios comerciales de piscinas. La película le cambiaba con cada locación, y los personajes se le fueron intercambiando. Parece que se le corrió del todo de producción en producción. Realmente eso es algo que no se puede calcular. That’s showbiz .
Creo que la vi en una película porno alemana alguna vez. Me parece que fue una que filmaron en Valledupar
con travestis y osos perezosos en cantidades. Ella cantaba tangos y tocaba el acordeón, pero en alemán. Esa película se perdió. Y Janette no sé dónde andará.
La última vez que la vieron andaba dizque trepada en un camión de cebollas.