MAPA TEATRO: LA CREACIÓN A PARTIR DE UN AFECTO
A partir de una provocación de Suely Rolnik,
enunciada con esta frase: «Mapa Teatro:
La creación a partir de un afecto» y de las
reflexiones planteadas por la misma sobre
la producción artística de Mapa Teatro,
Heidi y Rolf Abderhalden despliegan en el
artículo, que lleva este mismo título, una serie
de situaciones, posturas y acciones que
pretenden hacer eco a esta provocación
Lo que surge primero en las obras de Mapa
Teatro es, sencillamente, un afecto. Un afecto
que, en aquel momento, pulsa en los cuerpos
de sus directores, los hermanos Heidi y Rolf
Abderhalden, y los pone en tensión. Desde
afuera, parece una nada.
Y es que los afectos no tienen imagen, ni pala–
bra, ni gesto y, sin embargo, son reales. Estos
consisten en los efectos de las fuerzas que
agitan un determinado contexto en los cuerpos
que lo componen, produciendo en el sujeto y
su repertorio, un estado intraducible que los
desestabiliza.
Esta tarea es lo que Mapa Teatro moviliza en
su imaginación creadora. Para enfrentarla, el
segundo movimiento de sus directores es salir
al encuentro de algún elemento portador de
una frecuencia de vibración que tenga resonan–
cias con el afecto disparador de la obra:
una
un
un
una
un
el fragmento
un pedazo
una
cierta secuencia
cierto detalle de
un
imagen
sonido
gesto
textura
poema
de un libro
de archivo
fotografía
de una película
una memoria
sueño.
Una vez encontrado este elemento que carga
en sí mismo un rastro del afecto disparador,
es este el que será presentado a la “«comu–
nidad temporal experimental”» que Heidi y Rolf
convocaron para este proyecto en particular.
Su presentación al grupo viene acompañada de
una pregunta: ¿cómo dar cuerpo a este afecto?
Así se dibujan los contornos de un espacio
inmaterial en el que se producirá el trabajo
de creación, colectivamente compartido. El ele–
mento elegido funcionará como catalizador de
otros tantos elementos que, también por medio
de resonancias, irán siendo aportados por
miembros del grupo a partir de la sensibilidad
singular de cada uno. Y así se irá componiendo
la obra, que solo se volverá visible al final del
proceso de su creación1.
1994. Recibimos una llamada de un interno de la Penitenciaría Central de Colombia que ha recobrado la libertad tras varios años de condena por homicidio en La Picota. Se trata de Darío. Llama desde una cabina telefónica que se encuentra a la salida del penal. Acaba de ser dejado en libertad y desea despedirse. Propone que nos encontremos en la Terminal de Transporte de Bogotá antes de tomar el bus de regreso a su casa en Medellín.
Nos dirigimos hacia la puerta del terminal que anuncia la salida de los buses para el noroccidente del país. Darío nos espera. Han pasado varios meses desde que nos vimos por última vez. Todas las tardes, durante un año, construimos con él y con un grupo de internos, nuestro primer laboratorio de la imaginación social: un espacio de creación que surgió de una inquietud que solo el mundo de la cárcel podía ayudarnos a desplegar. Darío aceptó participar porque esta actividad podía significar para él y los otros integrantes del grupo un tiempo de reducción de su condena, pero no imaginaba, como tampoco nosotros, de qué se trataría todo esto…
Nos encontramos en el lugar acordado y nos dirigimos los tres a una cafetería. Allí, Darío evoca nuestro primer encuentro en La Picota, su entusiasmo por montar una obra de teatro, como lo habíamos anunciado para simplificar nuestro acceso a la cárcel, y su extrañamiento al leer ese texto de apenas tres páginas que propusimos para iniciar el encuentro. También recuerda que ocho días después de la muerte de Pablo Escobar, el Día Internacional de los Derechos Humanos, estrenamos en un teatro de Bogotá nuestro montaje de Horacio, obra basada en el texto homónimo del dramaturgo alemán Heiner Müller.
Sobre el pequeño escenario del espacio de la cárcel, que nos ha sido atribuido para reunir al grupo de internos que participan en el montaje, trazamos un círculo con los cuerpos: primero de pie, luego acostados boca arriba, boca abajo, de costado, con los ojos cerrados. Los cuerpos no se reconocen en estas posiciones, tampoco se reconocen frente a otros cuerpos, ni siquiera se rozan. El movimiento y el contacto están cargados de prejuicios, inhibiciones y mitologías.
Un año después, el día de la presentación pública del montaje, Darío/Horacio baila en un escenario con su enemigo Edilberto/Curiacio. Se abrazan frente a 500 personas de una forma tan afectuosa y sensual que es difícil imaginar la resistencia que había en estos cuerpos a la experiencia sensible y a la expresión de los afectos. La presencia de Heidi, única mujer en el grupo y prácticamente en la cárcel, combinada con la de Rolf, como participante dentro del grupo de internos, ha sido parte de un largo proceso llevado a cabo para deshacer las capas endurecidas por las paredes del reclusorio y recuperar la potencia de sus sensibilidades.
Darío va retrasando la salida de su bus a lo largo de la conversación en esta cafetería donde vemos llegar y salir gente todo el tiempo. Este joven, pero experimentado hombre de Medellín, nos confió un día uno de sus secretos: la técnica de visualización que posee un delincuente, es decir, su capacidad para observar y realizar con precisión un gesto, se la debe, con toda certeza, a su entrenamiento para ver a través de la ropa. Gracias a esta tekné, y solo a ella, fue posible coreografiar con el grupo de internos una secuencia de una hora de movimiento en un espacio al que no tuvimos acceso (el teatro), sino el día de la presentación en público.
Tras múltiples negativas de sus subalternos, el ministro de Defensa del momento autorizó la salida de los internos de La Picota para la presentación de Horacio en un teatro del centro de Bogotá. Hasta este momento no sabíamos nada del prontuario de los nueve hombres con quienes habíamos construido este laboratorio. Todos los días, durante un año, buscamos juntos signos de su experiencia en la cárcel para transponerlos poéticamente con sus cuerpos en el espacio sin preguntar por qué delito habían llegado hasta allí.
En el bus que nos conduce al teatro, nos acompaña el cineasta Luis Ospina. La ciudad se va desplegando —de sur a norte— por el ojo de su cámara, atravesada por la mirada extasiada de los ocho internos que ven cómo la vida se abre ante sus ojos. Solo por esta salida, ha valido la pena entrar por la puerta dantesca, infranqueable, del penal. Al pasar por su barrio, Nelson reconoce su casa materna. Todos gritan con júbilo y exclaman ante una cosa u otra: euforia. En griego antiguo, euforia significa sobre todo fuerza y brío para soportar el dolor o la sensación de bienestar, pues también hay que soportar la sensación de bienestar cuando se ha conocido tan a fondo el dolor; soportar el goce de los aplausos de un público que, de pie, aplaude adolorido, a rabiar.
Darío está a punto de irse, se agacha y recoge de debajo de la mesa una bolsa de tela. La bolsa es el souvenir que reciben los participantes del IV Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Saca el libro del festival. No hay nada más en la bolsa, no tiene nada más en las manos, nada más. Abre una página del libro marcada con el programa de la obra y señala su nombre y su fotografía. «Para que me reconozcan —dice— y sepan qué he estado haciendo por fuera todos estos años».
En 1995, un año después de este encuentro con Darío en la terminal de buses de Bogotá, Heiner Müller muere en Berlín, tras una larga enfermedad causada por un cáncer en la garganta.
Horacio fue ejecutado con el hacha
sangre cayó al suelo.
uno de los romanos preguntó:
Qué debe suceder con el cadáver del vencedor?
El pueblo respondió al unísono:
Que el cadáver del vencedor sea expuesto sobre
los escudos de la tropa.
Que el cadáver del asesino sea arrojado a los perros
Para que lo destrocen
otro de los romanos preguntó:
Cómo debe ser llamado Horacio en la posteridad?
Y el pueblo respondió al unísono:
Debe ser llamado vencedor por Roma
Debe ser llamado asesino de su hermana
En una sola respiración su mérito y su culpa.
Porque las palabras deben permanecer puras.
Ya que una espada puede ser destruida
Y un hombre también puede ser destruido
Pero al caer en el movimiento del mundo
Las palabras son irrecuperables
Volviendo las cosas conocibles o irreconocibles.
Mortal es para el hombre lo irreconocible2.
Quince años más tarde, al abrir las páginas de una revista francesa dedicada a Heiner Müller, leemos, en una entrevista realizada el 16 de octubre de 1995 por una joven dramaturga alemana, un mensaje enviado por el escritor a Mapa Teatro como una botella lanzada al mar…
«¿Se está muriendo el teatro? ¿Cuánto tiempo va a durar todavía? Digamos: el teatro ya ha muerto, muere constantemente; está siempre en el proceso de morir y de reconstruirse de nuevo», le pregunta la entrevistadora al dramaturgo y Müller responde:
… Hubo una presentación que lamentablemente no vi; leí un informe sobre ella. Se llevó a cabo en una cárcel de Bogotá (…), no estoy del todo seguro. Fue en una cárcel donde había principalmente condenados a muerte, asesinos… y algún trabajador social, o quien haya sido, montó Mauser y actuó con ellos. Y fue para todos una experiencia fantástica porque en Mauser se trata de matar; y entonces el verdadero límite se me hizo claro...hay que reflexionar sobre esto: ¿qué significa cuando se transgrede este límite?...
En la obra alguien va a ser ejecutado, naturalmente de forma ficticia. El teatro es ficción: el que es ejecutado en la obra, puede avanzar luego hacia el proscenio y recibir los aplausos. Ahora supongamos que se hiciera de esta presentación un ritual: alguien está condenado a muerte y ese alguien actúa el rol del que al final será ejecutado… y es asesinado realmente. ¿Qué significa transgredir este límite?
[…] Sin este paso en la oscuridad absoluta, en lo desconocido, el teatro no puede seguir existiendo3.
En el año 2000, al tocar a la puerta de una casa republicana del centro de Bogotá, en busca de un lugar para el montaje de Ricardo III de William Shakespeare, escuchamos, del otro lado de la puerta, los ladridos furiosos de quien bien podría ser el guardián del ambicioso rey. El artista y amigo Rafael Ortiz nos abre la puerta y calma al animal. Al atravesar el zaguán, un perro negro y grande se nos cuela entre las piernas. A partir de ese momento, Atlanta, ya no se separaría de nosotros, ni nosotros de ella, hasta su muerte. Atlanta adoptó su nombre del aviso del hotel que apareció entre las ruinas del inmueble y, fiel a su nombre mitológico, es la columna de la casa. Sobre ella reposa el techo que nos reúne a todos en este lugar, que devino el laboratorio de creación de Mapa Teatro desde el año 2000, y también es el sensorium que nos permite detectar lo que acontece en cualquier parte de la casa. Cuando inician los ensayos de la obra de Shakespeare en el patio central, Atlanta toma su lugar en la escena. A medida que el montaje avanza, el tiempo de trabajo se extiende, el ritmo se acelera, el proceso de creación se intensifica, impacientes o extenuados, algunos actores se retiran, y Atlanta persiste, permanece.
Los que permanecemos a su lado, seis en total, continuamos pronunciando durante horas, una a una, las palabras de este emblemático texto de Shakespeare —escrito supuestamente en 1593— hasta encontrar, en la vibración de cada palabra, la densidad del aire, la velocidad justa de sus sílabas, el color y el timbre de su imagen, la intensidad de su afecto. Casi siempre el actor, atrapado en su exclusiva dimensión de sujeto —es decir, en su mera entidad sicológica y cultural—, está demasiado presente y preocupado por él mismo como productor de significado, explica lo que dice, vacía el contenido de su contenedor y le otorga un valor superior al pensamiento, como si este no estuviera presente en la extensión de su cuerpo, escindiendo dos atributos indisociables: el cuerpo y el alma (palabras de Spinoza).
La quietud de Atlanta, su atención y escucha desmesuradas, su manera de reaccionar a uno u otro movimiento, a una palabra o a un sonido, es extraordinaria. A veces irrumpe con un ladrido o un aullido señalando algo invisible, inaudible o imperceptible para nosotros, pero su mirada, sobrecogedora, sobrepasa lo inaprehensible de su lengua. Atlanta es presencia pura; lo que todo artista vivo busca experimentar en algún momento de su trayectoria, pero que no consigue, a fuerza de voluntad, estudio o tekné: la intensidad de la presencia.
«Nos gustaba la casa porque, aparte de espaciosa y
antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los
recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que
era una locura pues en esa casa podían vivir ocho per–
sonas sin estorbarse. […] Entramos en los cuarenta años
con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silen–
cioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura
de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra
casa.
Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos
se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enri–
quecerse con el terreno y los ladrillos, o mejor, nosotros
mismos, la voltearíamos justicieramente antes de que
fuese demasiado tarde. […]
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de
Irene, porque yo no tengo importancia»4.
Después de quince años de nomadismo, solo una ruina podía acogernos y convertirse, sin haberlo programado, en la residencia de Mapa. Nuestra fascinación por la ruina nos trajo esta vez hasta esta casa. De lo que alguna vez fue un hotel, solo queda el número de cada una de las habitaciones sobre las puertas, y de la escuela de bellas artes que algún tiempo albergó, la pátina y las huellas de las mesas de modelado. Cuentan que el poeta Rafael Pombo, propietario en algún momento del inmueble, apostó la casa en un juego y la perdió. También hay constancia de que el cura guerrillero Camilo Torres dio una célebre conferencia en el salón que da a la carrera Séptima. Lo hospitalario, lo poético, lo lúdico, lo político: presentes en alma y cuerpo en esta casa.
Nuestra relación con este espacio ha sido fundamental para crear lo que hemos creado. Nada sería igual, si hubiera sido producido en otro lugar, ni nuestro pensamiento, ni las formas, ni los acontecimientos, ni las relaciones. Esta casa ha sido potenciadora de todo cuanto hemos creado, desde el año 2000 hasta la actualidad. Su ubicación en una esquina problemática del centro de Bogotá hace de ella un sensor de la dinámica urbana que la rodea; desde su angosto y profundo zaguán hasta el último patio, en el trasfondo de la casa, cada rincón está impregnado de capas de historia, de relatos, de materia, de «gérmenes en devenir»5.
El primer montaje de Mapa, Casa tomada, parece haber sido imaginado por Julio Cortázar aquí donde los dos hermanos terminaron cumpliendo el destino de este cuento, produciendo las ficciones de su propia existencia en este país, sus etno-ficciones. Con una comunidad temporal experimental de artistas y no artistas, preservan, remueven y activan permanentemente la ruina: este es el trabajo de laboratorio que hace Mapa a través de cada proceso de creación. Esta dinámica de activación de lo que ya está ahí, detrás de cada capa, produce numerosas posibilidades conceptuales, formales, relacionales, que se hacen visibles en cada gesto tras una diversidad de operaciones de montaje. El contenedor aparente, que es la casa, deviene así contenido haciendo de todos sus atributos una experiencia de sentido indisociable de aquello que alberga.
La noción de escenografía, propia del gesto teatral, por ejemplo, es desplazada de esta manera hacia otro tipo de gesto, táctil, vibrátil, al interior de la misma arquitectura y no por fuera de ella, potenciando la plasticidad no solo de esta ruina, sino de las relaciones que en y con ella se establecen en cada acontecimiento que Mapa produce. Al mismo tiempo, la casa funciona como un mecanismo de transconducción del ecosistema urbano, tan potente en esta zona de la ciudad, permitiendo la articulación de un adentro construido y ordenado con un afuera caótico e impredecible, dejando siempre un espacio abierto para el azar. Algo de allá, un grito, llega hasta aquí para inquietar, interrogar y tensar la experiencia del aquí y del ahora; un signo de lo real que fricciona la ficción dándole al acontecimiento poético su intensidad definitiva, la vida condensada en un aliento.
La casa de Mapa nos ha permitido y le ha permitido a otros, encuentros improbables: afectos improbables. Su naturaleza ruinosa, su lugar en la ciudad, sus modos de producción y los gestos que aquí acontecen descolocan su identidad hacia una singularidad que hace posibles otros encuentros no solo con otras existencias, sino también con otros modos de hacer y con otros mundos. Este lugar heterotópico, fuera de lugar, ha afectado nuestras subjetividades y nuestro trabajo tanto como nosotros lo hemos afectado.
Como comunidad temporal, que también somos para la casa, nuestra permanencia en ella depende de otros, sus propietarios, interesados en este predio más por su creciente valor inmobiliario que por lo que hemos hecho de él. A pesar de habernos tomado la casa, cualquier día nosotros, sus residentes temporales, tendremos que entregar sus llaves…
«[…] salimos así a la calle. Antes de alejarnos
tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada
y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a
algún pobre diablo se le ocurriera robar y se
metiera en la casa, a esa hora y con la casa
tomada»6.
En el año 2004, nos encontramos bajando a las bóvedas del Museo del Oro que son algo así como un moderno galeón rescatado hace miles de años de las profundidades del océano. Todo está perfectamente clasificado, excepto unas pequeñísimas piezas que hacen parte del inmenso depósito de restos que nunca accedieron a ninguna de las vitrinas de la colección del Museo. Aún tenemos en mente aquellas visitas del colegio al antiguo Museo del Oro, en los años setenta, cuando, después de una visita, diseñada cronológicamente, por la colección del Museo, entrábamos por unos pocos minutos a una bóveda sellada en la cual aparecía, como por arte de magia, la cueva de Alí Baba y los cuarenta ladrones. En medio de un hipnotismo aúreo, el sueño dorado se desvanecía en la oscuridad.
Todas esas piezas amontonadas como un botín de piratas hacen ahora parte de este depósito de piezas anónimas, carentes en apariencia de valor museográfico. Tres décadas después estamos allí para escogerlas entre el montón de piezas, clasificarlas de acuerdo a una noción distinta a la de tesoro y darles un lugar en la nueva “sala de las ofrenda” que Mapa Teatro tiene la paradójica y difícil tarea de imaginar.
Se trata para nosotros de producir un afecto colectivo, no un sentimiento individual y psicológico, así como una forma de pensamiento, no una explicación ilustrada, a partir de una experiencia sensible e inteligible que tenga, a la vez, la potencia suficiente para afectar los cuerpos de los visitantes. Se trata de una extensión de nuestra propia experiencia y de nuestro contacto físico y simbólico con estas minúsculas piezas moldeadas con la piedra y con el fuego por los gestos de los antepasados donde también esté presente nuestra mirada crítica ante las formas de representación de lo intangible.
En las minas de Marmato, en Caldas, repetiremos esta misma escena, 14 años más tarde en el 2018, pero esta vez el mineral, desprovisto de toda representación, recién salido de la última quema en el horno, lavado y pulido con un cepillo con la sola forma que le confiere el molde, será quien ocupe las cuencas de nuestras manos. La tradicional técnica precolombina del aluvión ha sido sustituida, en el mejor de los casos, como en Marmato, por la explotación por socavón. En el peor de los casos, como en casi todo el país, por la explotación a cielo abierto. Cinco siglos después, de las entrañas de esta montaña, los mineros formales e informales, legales e ilegales, siguen extrayendo oro y plata. Durante veinticuatro horas, cada día, miles de hombres y mujeres venidos de esta zona y de otras regiones del país entran y salen de los oscuros socavones con coches de hierro cargados de mineral. A pesar de tener un cuerpo labrado por el duro trabajo en las minas, la figura del minero es objeto de múltiples metamorfosis: su aspecto humano va deviniendo mineral hasta transformarse en una especie de sombra fantasmal.
Hemos llegado hasta aquí siguiendo una intuición, guiados por el afecto que despertó el oro en nosotros en nuestro paso por el Museo del Oro en Bogotá, en el año 2004, y por los hechos relacionados con él durante varios siglos de historia colonial. Solo la experiencia del cuerpo o como dice, más precisamente, Suely Rolnik, nuestro saber del cuerpo podía poner en relación las bóvedas y escaleras de un antiguo hospital madrileño del siglo XVI, que fuera albergue de los dementes o faltos de juicio y que hoy hace parte del Museo Reina Sofía, con las minas de Marmato, en Caldas, para imaginar una etno-ficción7 instalada actualmente en este Museo de Madrid8.
Fueron nuestras visitas a estos lugares específicos del Museo, primero las bóvedas y luego nuestro recorrido por las escaleras que las comunican con las otras plantas del edificio Sabatini, las que fueron despertando, concretamente, unos afectos: poner el cuerpo ha sido, desde el inicio de nuestro trabajo, el primer paso, nuestra única y certera metodología. Esta experiencia del cuerpo nos llevó a buscar los archivos del antiguo hospital y en esta búsqueda descubrimos que estábamos en un lugar construido y mantenido en parte con el oro de Las Indias desde el siglo XVI hasta entrado el siglo XVIII. Ha sido una experiencia temporal, corpórea, táctil, visual y espacial a través de varios archivos: un archivo que registra el paso de los cuerpos, constituido por las bóvedas y la escalera del actual museo, y otros archivos alfabéticos donde yace la memoria escrita de una época.
Y de las minas de Marmato hemos llegado hasta el taller de un orfebre en Bogotá para que realice un nuevo original, como él mismo dice, de una figura quimbaya que hace parte del llamado Tesoro de los Quimbayas, hoy propiedad del Museo de América en Madrid y cuyo préstamo para la exposición en el Museo Reina Sofía nos fue negada. Mientras visitamos el taller y escuchamos las explicaciones que nos da sobre su técnica, Heidi reconoce al guaquero y contrabandista de piezas precolombinas que conoció en su adolescencia y que hoy es un experto y honorable orfebre. Las conexiones entre espacios y las conexiones entre tiempos, todas imprevisibles al inicio de cualquier proyecto, hacen pues parte del conjunto de relaciones que van configurando la constelación de cada creación.
Este ir y venir entre lugares, relatos y archivos, a la escucha de todo aquello que parece resonar con una innombrable sensación inicial, un afecto, y que va tomando la forma provisional de una pregunta, o de varias preguntas, es una táctica corporal fundamental para darle cuerpo a cualquiera de nuestras intuiciones de pensamiento-creación. Investigar o hacer trabajo de archivo, trabajo de campo o estudios de mesa sobre textos teóricos no es pues algo ajeno y distinto al trabajo de cuerpo que ocupa permanentemente nuestro trabajo de creación. Es parte de su inmanencia.
«Nadie sabe lo
que puede un
cuerpo»,
dice Spinoza.
«Lo
sorprendente
es el cuerpo»,
dice Nietzsche.
Y usted, ¿es
que no tiene cuerpo?:
dicho popular del viejo Caldas.
La Biblioteca de la duquesa Ana Amalia, en Weimar, Alemania, dirigida en un tiempo por Wolfgang Goethe, exhibe en las vitrinas de su primera sala una serie de libros quemados sobrevivientes del incendio que arrasó este lugar en el 2004. Remontando hacia atrás un plano-secuencia, vemos en las vitrinas cómo de las cenizas va surgiendo quemado el papel y cómo van reapareciendo las letras y, más allá, las páginas y, por último, el libro, restaurado, devuelto a la vida.
La fotógrafa suiza Claudia Andújar, de 83 años, hija de un judío víctima de El Holocausto y primera fotógrafa de los yanomamis encabeza la visita; sigue sus pasos Davi Kopenawa, chamán yanomami de Brasil y, tras él, nosotros, Heidi y Rolf Abderhalden, fundadores de Mapa Teatro. Solo falta el compositor húngaro Peter Eötvös, pero su hija es quien ha venido en su lugar. Esta visita guiada a una de las joyas de la República de Weimar hace parte de los actos de entrega de la Medalla Goethe a los que los laureados del año 2018 hemos sido invitados.
Entramos a la sala principal que deslumbra por su estilo manierista, puramente rococó. Los libros más preciosos están aquí, colocados precisa y ordenadamente en estanterías que se yerguen verticales hasta el techo como árboles de un bosque domesticado. Nosotros seguimos atentos los pasos de Davi Kopenawa por este bosque, observando de manera particular la mirada del chamán, activista y defensor del territorio yanomami en el Amazonas, quien aceptó finalmente que sus palabras quedaran plasmadas en su libro, La caída del cielo, solo para que los blancos supieran la existencia de los yanomami, tras intensas conversaciones, a lo largo de muchos años, con el antropólogo francés Bruce Albert.
Mientras escuchamos la historia de esta biblioteca emblemática de la cultura alemana, Davi Kopenawa mira con desconfianza todos esos libros alineados de arriba a abajo. Sonríe cuando nuestras miradas se cruzan. Ninguno de nosotros habla su lengua. Antes de salir de la sala principal, después de la foto de rigor, Davi quiere decir unas palabras. Se hace silencio, pero el chamán no habla enseguida, como invitándonos a escuchar primero las voces de los libros. «Este bosque no está vivo —dice en portugués, con la autoridad que le confiere su lucha por la sobrevivencia de una cultura milenaria que ha sido devastada y a la que le ha sido usurpada una inmensa porción de su territorio—. Este bosque no está vivo. El conocimiento no está en estos libros. Aquí están solo las pieles de muchas almas aniquiladas». Salimos de allí en silencio. Nos dirigimos hacia la última sala donde hay una vitrina con un globo terráqueo que es uno de los mapamundis más antiguos de la historia de la humanidad. Estamos extasiados por la belleza de esta reliquia histórica. Davi se sienta en la silla del vigilante, ubicada al lado de la vitrina, para observar a los ojos la esfera dorada que representa el mundo. La visita a la biblioteca de Weimar ha finalizado aquí. El grupo se aleja. El chamán yanomami permanece sentado frente a la vitrina. Ríe y le dice al mapamundi:
«Voçe è tam joven!».
Referencias:
1 Rolnik, Suely (2018). Mapa Teatro: la creación a partir de un afecto, folleto de la exposición De los dementes ó faltos de juicio, programa Fisuras, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.
2 Muller Heiner (1968). Der Horatier, traducción al español de Heidi y Rolf Abderhalden.
3 “Le théâtre est crise” (2001). Théâtre/Public, n. 160-161: Heiner Müller, Généalogie d’une oeuvre à venir, Académie Expérimentale des Théâtres.
4 Cortázar, Julio (1970). Los relatos. Barcelona: Círculo de Lectores, pp. 399-400.
5 Expresión de Suely Rolnik, germinada a partir de sus encuentros con Gilles Deleuze y Félix Guattari
6 Cortázar, op. cit. p. 403.
7 El término etno-ficción, adoptado y resignificado por Mapa Teatro para sus procesos de creación, fue acuñado por el antropólogo y cineasta francés Jean Rouge.
8 De los dementes ó faltos de juicio es una obra que fue comisionada a Mapa Teatro por el Museo Reina Sofía de Madrid dentro de su programa Fisuras y se presentó desde el 30 de octubre de 2018 hasta el 29 de abril de 2019.