LA POLÍTICA CULTURAL DE LAS EMOCIONES
Las emociones son ese elemento que le da forma a la estructura de nuestro vivir y habitar humano, es decir, a aquello que configura nuestra subjetividad al igual que a las formas de coexistencia en común con esos muchos otros, también sintientes, que nos rodean. Sin embargo, a partir de un sistema discursivo de racionalidad moderna que infesta de una forma contagiosa a las ciencias sociales, las emociones han quedado relegadas a un exilio eterno en el terreno de la individualidad pura, lo que, en consecuencia, provoca su olvido en la diversa gama de enunciados que tratan de articular una comprensión de la sociedad. Este es, precisamente, el punto de quiebre en los estudios humanos y sociales desde el que Sara Ahmed1 tiene la osadía de deconstruir las nociones de las estructuras de la sociedad, la política, el poder y la corporeidad misma de aquellos seres que construyen y habitan estas dimensiones, para así proponer una ruptura en las categorías adentro-afuera que limitan de forma irremediable a las emociones como campo de estudio.
Es así como, a través de una serie de problemáticas sociales bastante significativas en la articulación humana contemporánea como el racismo, la separación forzosa de familias por conflictos entre comunidades y las reacciones al terrorismo, entre otros, logra, más allá de evidenciar los sentimientos que encarnan y representan una afectación del entretejido social, develar la dimensión corpórea y afectiva que atraviesa, de forma tajante, la comunicación e interrelación entre los seres humanos; lo cual, en consecuencia, se convierte en una articulación estructural que, a pesar de darle sentido al constante movimiento político y social, se hace invisible en el curso de la cotidianidad. Aunque, ante esto último, es más que pertinente recordar el contexto histórico que habitamos, en el cual se experimenta la resaca de una modernidad fallida que no deja de imponernos un eje racionalista con una cara oculta de antropocentrismo y falocentrismo2 en la que se repudia del todo la existencia femenina, al igual que la animal y, por esto, se busca pasar por alto la dimensión política y cultural de las emociones que usualmente se les asocia, razón por la cual es más imperante que nunca construir el conocimiento desde los saberes feministas y queer que plantean una mirada divergente hacia los terrenos olvidados de las ciencias humanas.
Por ello, a través de una composición que teje un profundo análisis e investigación a partir de relatos íntimamente sensibles en diálogo con una argumentación rigurosamente académica, Ahmed propone una mirada a la corporeidad de los lazos de lo común, es decir, de la articulación cultural de la sociedad en la que las emociones juegan un papel fundamental en las estructuras de poder al reconfigurar constantemente la organización de esos mismos cuerpos individuales que le dan forma. Se trata, en consecuencia, de hacer visible de una vez por todas al cuerpo social con sus propias dinámicas afectivas que, al estar en una danza constante con las emociones individuales, se convierte en gestor del espacio y de los cuerpos que lo habitan.
Esto último tiene una importancia vital en el momento de entender las configuraciones de las estructuras de poder, pues estas solo pueden darse, como lo explica la autora, desde el movimiento espacial de las emociones materializadas en los individuos articulados en formas que dependen de sus colisiones corpóreas, lo cual permite construir al otro como un ser afín que comparte los mismos miedos, el mismo llanto y la misma memoria emocional, entre otros tantos, al igual que, de una forma opuesta, reaccionar a él como un ser ajeno, un ente exterior que amenaza la fragilidad de un cuerpo sociocultural femenino que corre el riesgo de ser violado por aquellos agentes que pierden, incluso, toda dimensión humana.
Quizá, por estas razones, resulta imperante para Ahmed apelar a las teorías fundamentales de la comunicación en relación con la sociedad de masas, como las propuestas por Gustave Le Bon y Sigmund Freud3, pues estas ofrecen una visión panorámica de la forma en la que los cuerpos que cohabitan un complejo social se convierten, al interrelacionarse o no los unos con los otros, en la corporeidad misma de una cultura con sus respectivas narrativas y estructuras de poder. Es entonces cuando la génesis compartida de las palabras contagio y contacto adquiere una relevancia significativa, pues se trata de ese elemento crítico que materializa a las emociones en el complejo social, lo que sucede al entrar en contacto dos o más cuerpos en un proceso de comunicación que, a la vez, terminan contagiados por el impacto del otro. Este último elemento también resulta de suma importancia, pues es el responsable del rastro emocional que se marca ilimitadamente en el cuerpo del otro o de los muchos otros que sufren la colisión, al configurar lo que la autora denomina impresión.
De esta forma, a partir de estos elementos básicos de la corporeidad de las articulaciones entre seres humanos, es evidente la dimensión semiótica que atraviesa los procesos afectivos, pues las impresiones actúan como signos que pueden ser contagiados, es decir, apropiados y aprehendidos por ese común que articula la cultura; gracias a esto tienen la enorme capacidad de definir las estructuras de poder en el imaginario social a través de gestos de interactividad tan críticos, pero a la vez tan normalizados, como reaccionar ante el otro cuerpo con palabras de odio y miedo, por ejemplo, al igual que permitirle o negarle la sensibilidad propia del dolor. En consecuencia, es innegable que, además de la inmersión constante dentro de los procesos de comunicación humanos o, en otras palabras, de la interrelación entre individuos bajo un mismo marco de interacción simbólica, se trata de una economía política que gestiona los intereses de unos grupos sociales en relación con los otros a partir de su propia dimensión afectiva. Como ejemplo de ello, Ahmed toma sentimientos como el miedo o el odio para demostrar la forma en la que se dibujan los límites de ese adentro y afuera que configuran las reacciones, tanto inmediatas como simbólicas, de unos cuerpos hacia otros en sus procesos de interacción cotidiana, los cuales, a la vez, obedecen a una suerte de intereses políticos provenientes de las estructuras de poder que saben construirse y consolidarse desde los afectos puros de la corporeidad social. En el caso del miedo, se observa que la organización proxémica del entretejido humano está absolutamente mediada por la inminente amenaza de un contacto violento indeseado en el cuerpo simbólico social, con lo cual los espacios se definen por la circulación demarcada en pro de la evasión de la otredad indeseable que amenaza la corporeidad política y cultural propia. Mientras que, en el segundo caso, el odio resulta inherente al amor, al estar los dos ligados a los procesos de reafirmación de la articulación simbólica de las identidades socioculturales.
Esto último tiene su raíz en el cuerpo femenino que representa a los complejos sociales, como sucede con la patria o la raza, pues este mantiene una dualidad entre la madre protectora y la niña que provoca deseos lujuriosos, por lo que los individuos se encuentran unidos por un poderoso sentimiento de amor compartido que se acumula en una suerte de capital afectivo que reafirma la identidad colectiva. En consecuencia, cualquier manifestación de contacto externo puede ser concebida como una amenaza potencial de otro cuerpo hacia aquel que representa la feminidad amada, convirtiéndose en sinónimo de un peligro inminente de violación a este último, lo que provoca la acumulación excesiva del capital afectivo, es decir, la concentración común en torno al amor por ese ser-cuerpo deseado que lleva a expulsar a cualquier organismo que intente profanarlo. Por supuesto, resulta más que pertinente resaltar que dicha corporeidad se articula también en la dimensión simbólica, razón por la cual se arrasa con todo signo de diferencia amenazadora al cuerpo virgen del entretejido de un común humano con su complejidad política y cultural.
Sin embargo, la acumulación del mencionado capital afectivo dentro de los circuitos económicos y políticos de las emociones no sería posible sin lo que Ahmed denomina la pegajosidad, la cual se ilustra a la perfección con la repugnancia, pues el asco, como el dolor, solo tienen sentido cuando pueden ser expresados frente a otros cuerpos afines, es decir, cuando se convierten en signos que pueden ser enseñados o compartidos para replicarse. Aunque, por supuesto, esto también demuestra la dimensión intensamente política de las emociones, ya que, sentir y manifestar dolor en búsqueda del testimonio de otros, que puedan apropiarse de esa emoción dentro de sus propias narrativas, representa un poder político sin igual en el que la posesión del derecho por experimentar este tipo de afectividades y de, por supuesto, compartirlas en un común, le pertenece a las agrupaciones sociales y simbólicas dominantes, pues, como se observa en el caso queer, las formas de duelo pueden excluir a aquellos sujetos que significan una amenaza para las formas hegemónicas de ese cuerpo social que configura las narrativas de nuestra contemporaneidad, al igual que, al ser incluido dentro de las propias prácticas dominantes del dolor, termina por diluirse dentro de las estructuras de poder que lo queer mismo reta con su sentir propio, por lo que, de una forma u otra, se niega toda su dimensión afectiva, ya que representa la otredad amenazadora ante la debilidad de ese cuerpo simbólico amado que tiene su máxima representación en los discursos de poder que lo protegen.
Por otra parte, la vergüenza funciona como un afecto que evidencia a la perfección la forma en la que la economía política y cultural de las emociones puede manifestarse en dimensiones globales dentro del marco imperialista y nacionalista, pues representa una reacción a ese mismo movimiento de otredad amenazadora observado en el miedo y en el odio, pero desde el propio cuerpo; así, se convierte en la punzada profanadora de la feminidad amada dentro de sí mismo o, en otras palabras, en una paradoja afectiva que requiere con urgencia ser solucionada en la reafirmación de los valores simbólicos que configuran la corporeidad del común en cuestión. Así pues, el sentimiento de vergüenza nacionalista no va más allá de ser una forma de expiación de culpas bajo unos discursos identitarios que reafirman a ese común social dentro del sistema mundo.
Finalmente, solo restaría preguntarse cómo, a través de las mismas emociones, es posible tomar un camino alternativo que sirva para la reconfiguración social en lugar de reafirmar los regímenes de poder político. Ahmed responde a esta inquietud desde los saberes queer y feministas en los que, por un lado, resulta imprescindible reafirmar la capacidad propia —desde aquellos comunes alternativos— de expresar las emociones sin ceder a las ataduras de las estructuras sociales, mientras que, por otra parte, es más que necesario retomar el asombro como un afecto que permite abrirse y abrir, a la vez, en el terreno de lo común la puerta al cambio, lo cual funciona como una manera brillante de finalizar una cartografía por esa dimensión emocional que le da forma a las articulaciones humanas, ya que nos recuerda la propia capacidad política de la misma para destruir los cimientos de la hegemonía dominante y así lograr construir nuevas alternativas y otredades.
1 Académica británico-australiana independiente, anteriormente profesora de Estudios Raciales y Culturales en Goldsmiths, University of London, al igual que directora inaugural del Centro para Investigación Feminista de la misma universidad. Su campo de estudio se enfoca en las problemáticas corporales de las nociones de género y raza, apoyada en las teorías queer y feministas.
2 Esta distinción resulta fundamental desde la postura de Ahmed en la que es posible entender la marcada representación social y política moderna del ser humano fundamentada desde el ideal de la figura masculina como único actor racional, lo que da lugar a una heteronormatividad que desconoce lo femenino como campo de conocimiento, al igual que su corporeidad y las cualidades asociadas a ella, como la propia afectividad.
3 Estos dos autores configuran las bases teóricas de la psicología social enfocada en las multitudes y la sociedad de masas. Por una parte, desde la sociología, Gustave Le Bon elaboró, en el libro Psicología de las masas, una cartografía sobre la intersubjetividad y la cohesión de las masas, al igual que sobre el impacto que estas tienen en el comportamiento de los individuos, de lo cual Ahmed rescata, principalmente, el efecto del contagio afectivo entre los seres para la configuración de un cuerpo social a partir de sus emociones compartidas. Mientras que, por parte de la psicología, Sigmund Freud profundizó, en Psicología de las masas y análisis del yo, sobre el rol del inconsciente en la articulación del individuo a la masa y la incidencia que tiene esta sobre su comportamiento, punto desde el que es posible partir para entender cómo la corporeidad afectiva del entramado social tiene una relación directa con la configuración del cuerpo individual, al igual que con su subjetividad.