LA MALDICIÓN DEL TRAVESTI
Mi nombre es Manuel Parra, la gente me conoce como Manu Mojito. Crecí en medio de una familia tradicional católica colombiana. En mi adolescencia asumí mi homosexualidad y, debido a esto, fui objeto de los juicios, las críticas y los insultos de mis compañeros de colegio y de mis profesores. Durante los años de colegio prefería estar casi inmóvil para que no se notara lo afeminado que podía llegar a ser y observaba cuidadosamente cómo se manifestaban los prejuicios de las personas que me rodeaban, algunos de los cuales, a mi pesar, yo mismo compartía.
Este texto revisa una serie de imaginarios homofóbicos y transfóbicos con los que crecí y que han sido parte de la construcción simbólica del género que culturalmente ha constituido mi subjetividad. Con dichos imaginarios debí enfrentarme y aprender a reconstruir una mirada que me exigió transformar y cuestionar la misma ideología que yo habitaba.
Mi madre solía decirme: “¡Tú puedes ser gay!, pero… ¡no te me vayas a vestir de mujer!”. Creo que lo decía temiendo la discriminación que sufren los hombres que se visten de mujer, así como la vergüenza familiar que tal comportamiento provoca con frecuencia. Por esto y por muchas razones más, cuando vi por primera vez a una mujer transformista en un emblemático bar bogotano, Blues Bar, no pude evitar poner cara de pánico y quedarme paralizado. Al notar ella mi reacción, metió la mano en su bolso y, antes de alejarse riendo, sacó un puñado de brillantina que me lanzó a la cara exclamando: “¡Te mando la maldición del travesti!”.
Nunca supe qué era eso de la maldición del travesti, pero lo que sí supe con el paso del tiempo es que yo había actuado mal al juzgarla por su apariencia y por las decisiones de vida que dicha apariencia implicaban. Por eso, durante varios años la busqué para disculparme y conversar con ella, pero ella nunca quiso. En esa búsqueda, me crucé con un mundo que desmontó muchas creencias que yo tenía respecto al género y puso en evidencia la mirada llena de prejuicios que yo cargaba.
Gracias a Amada Rosa Pérez (la mujer de la maldición), llegué a conocer a Tyra Ibáñez, una bailarina con la que conversé muchísimo. Tyra tenía muchas dudas y miedos de hacer el tránsito, pues, por una parte, su novio le había dicho que lo amaba como hombre gay, y, por otra, temía lo qué podía ocurrir con su futuro laboral y familiar. Estaba seguro de que vivir como mujer le iba a acarrear muchísimas dificultades en ese plano. Yo lo escuchaba y no entendía cómo un ser tan bello podía ser discriminado solo por querer una apariencia distinta para su cuerpo y, al mismo tiempo, de forma contradictoria, reconocía que yo tampoco querría tener cerca a ninguna persona trans, pues las consideraba peligrosas. “¡Qué ignorantes somos!”, pienso ahora.
La madre trans de Tyra era Madorilyn Crawford, una famosa transformista que en los años noventa había hecho una carrera apropiándose de los shows de la cantante italo-americana Madonna. Tyra me presentó una tarde de agosto de 2011 a Madorilyn en una cafetería de Lourdes. Ese día ella tenía su apariencia masculina. Hablamos durante horas y, mientras ella me contaba su historia, yo no podía dejar de sentir emoción. Sin duda, lo que más me impresionó de su relato tenía que ver con las referencias que hacía a ser madre trans, lo que en ese momento no comprendí. Debido a esto, mi primera pregunta fue: “¿Por qué dicen que eres madre?”. Me contestó que había dedicado sus días, luego de retirarse de los escenarios, a encaminar chicos que querían ser transformistas, transexuales o transgénero que habían sido rechazados o desterrados de sus casas, pueblos y ciudades por esta decisión. Entre esas personas estaba Tyra Ibáñez.
Cuando fui a la casa de Madorilyn conocí un universo que no entendí. Me encontré en una habitación llena de arte, vestidos y mil historias maravillosas encriptadas en el miedo a la discriminación. Debajo de su cama tenía varios objetos escondidos porque tenía miedo de que los vieran y la juzgaran.
Uno de ellos era una pintura muy bien hecha (ahí supe que Madorilyn era pintora) de un hombre desnudo con su pene erecto. Al preguntarle quién era, me contóque era un hombre con el que tenía relaciones y, como le gustaba mucho, lo pintaba despacio para que las sesiones fueran más largas, pues sabía que, al terminar el cuadro, el hombre no volvería, ya que tenía esposa e hijos. El segundo objeto que sacó de debajo de la cama era un cómic elaborado por ella que narraba las peripecias de un súper héroe que tenía que vivir con el VIH y el tercer objeto, hecho con el gran amor que sentía por su carrera, era un álbum fotográfico/collage que recogía toda su historia en el mundo del transformismo. Carrera que había permanecido oculta por el rechazo, pero que en ese momento de su vida parecía querer revivir como el ave fénix.
Madorilyn y yo entablamos una amistad que nos ha acompañado muchos años, durante los cuales he conocido a muchas personas del entorno trans. Así conocí a Pamela Mena, una mujer transgénero que vivía en el barrio Santa Fe y desempeñaba el trabajo sexual. La vi por primera vez en una reunión sobre proyectos desarrollados por personas LGBTIQ. Su apariencia era la de una amazona: grande, negra, empoderada y dominante.
Cuando Pamela comentósu proyecto, dentro de mí colapsaron los paradigmas éticos en los cuales me formé. Pamela quería luchar a través del arte contra la discriminación hacia las personas trans trabajadoras sexuales, pues de forma cotidiana esa comunidad sufre la vulneración de sus derechos. De hecho, las personas trans trabajadoras sexuales son asesinadas todos los días a manos de sus clientes, la policía, los familiares y las personas que simplemente no entienden su opción de vida. Al escuchar los argumentos de Pamela entendí sus puntos de vista y fue claro para mí que estaba ante una persona que no tenía nada que ver con lo que me habían enseñado, pues ni ella, ni las otras trabajadoras sexuales y trans eran peligrosas, inmorales o malas personas. Pamela vivía en un edificio junto al Cementerio Central de Bogotá donde una mujer trans, Cindy, le arrendaba una habitación. El día que conocí su espacio debo confesar que se dispararon muchas de mis alarmas. La primera de ellas se manifestó cuando Pamela me ofreció un vaso de gaseosa que no acepté porque pensé que su trabajo de sexo-servidora podía afectarme, pues ¡quién sabe cuántas enfermedades tendría!
Después aprendí que las personas que trabajan en el ejercicio de la prostitución son muy cuidadosas con su limpieza, su seguridad personal y el cuidado de sus cuerpos. El segundo prejuicio que ese día salió a flote fue tomar como obvio que Cindy fuera la arrendataria de ese apartamento, pues ¿de dónde una persona trans va a tener para más? No podía estar más equivocado.
Cindy no solo era la dueña del apartamento, era la dueña del edificio donde yo estaba parado. Había logrado esto ahorrando dinero a través de ejercer la prostitución durante toda su vida, gran parte de la cual transcurrió en Italia donde aprendió a hablar italiano, sin embargo, nunca logró aprender a leer ni siquiera en su propio idioma debido a las dificultades económicas y a la discriminación.
Cuando era joven, Cindy trabajó en un pequeño bar en el centro de Bogotá como asistente de la propietaria, quien aprendió a estimarla y le prestó el dinero para viajar a Italia. Quería llegar a Roma, pues sabía que dicha ciudad era un destino para el trabajo sexual y era un lugar muy apetecido por las mujeres trans. Viajó por toda Italia y otros lugares de Europa trabajando, conociendo y sufriendo la persecución y el matoneo. Pasados cerca de 15 años decidió volver a su país con el dinero ahorrado y construyó su edificio.
“¿Por qué construir un edificio?”, pensé yo. Con su respuesta empecé a entender muchas de las secuelas que deja la discriminación en las personas trans en Colombia. “Construí este edificio porque usted no sabe lo difícil que es conseguir apartamento para nosotras las maricas, y ¡yo quería ayudar a mis maricas! —fue lo primero que me dijo—. Para una persona trans en Colombia es muy difícil arrendar un apartamento por papeles, por dinero, pero, sobre todo, porque los vecinos no quieren convivir con este tipo de personas o porque el arrendatario no quiere que su espacio sea habitado por gente rara”. Después Cindy me comentó que además quería tener un espacio que le asegurara una vejez digna y así poder enseñarle a las nuevas generaciones que sí se puede ser vieja y trans en Colombia1.
Cuando Cindy me mostrósu apartamento, no pude dejar de notar la cantidad de platos souvenirs y de fotografías que había por todo el lugar. Al viajar por Europa tenía la costumbre, como muchas de sus compañeras, de coleccionar los platos que vendían en las tiendas de souvenirs de los lugares que visitaba. Igualmente, conservaba fotografías, pues “las fotografías son el recuerdo de lo que el tiempo nos arrebata”. Por su parte, Pamela lideraba un grupo activista en el barrio Santa Fe que realizaba algunas actividades junto a una fundación que también estaba empezando a trabajar en la misma localidad. El grupo era la Red Comunitaria Trans creada por Daniela Maldonado y Katalina Ángel, ambas mujeres trans.
Katalina es también la directora de un programa social que se desarrolla con personas que han perdido la libertad llamado “Cuerpos en prisión, mentes en acción”. Cuando la conocí, pensé: “Si estuvo en la cárcel fue porque hizo algo malo, ¡qué miedo!”.
Y, de nuevo, me ocurrió que escuchar su historia me hizo cambiar rotundamente de opinión, pues entendí que “no hay mala obra que no tenga castigo”. Katalina permaneció alrededor de cinco años en la cárcel porque estaba en un lugar en el momento equivocado.
Ella trabajaba como masajista domiciliaria y utilizaba unas cremas muy populares que prometían ayudar a adelgazar; tenía entre sus clientes a dos mujeres que la llamaban constantemente para que les hiciera masajes. Katalina no sabía que estas clientas eran expendedoras de drogas y que les estaban siguiendo un proceso judicial.
Una tarde llegó la policía, hizo una redada y se las llevó presas a las tres. De cara a la investigación, Katalina figuraba como parte de la organización, dada su constante presencia en el lugar. Al cierre del juicio que le adelantaron, una vez leída la sentencia que la condenaba a cinco años de prisión, la fiscal le dijo: “Vaya a la cárcel para que aprenda a ser hombrecito”. Sin embargo, la ingenuidad y desesperación la llevaron a aprovechar un momento de descuido por parte de los policías y la fiscal para escapar. Sentía que estaba siendo perseguida en parte por homofobia (en esa época, Katalina tenía apariencia andrógina). Tras refugiarse donde un amigo y, creyendo que ya no la perseguían, decidió ir al barrio Santa Fe a empezar su tránsito y ejercer el trabajo sexual. Pasados dos años, en medio de una redada de la policía, fue capturada y procesada.
Fue en la cárcel donde vivió un proceso que cambió su vida. Con humor me dijo: “Ahí hice mi máster, encanada”. Sometida a insultos, discriminación, violencia psicológica y física por parte de las autoridades, entendió que las personas trans en la cárcel no solo pierden su libertad, sino también pierden la libre expresión de su personalidad. Al entrar a la cárcel, lo primero que hicieron fue cortarle el pelo, pues “un hombre no va con pelo largo”. La obligaron a cumplir la condena en una cárcel de hombres, pues, aunque su aspecto fuera de mujer, para las autoridades era un hombre.
Al salir de la cárcel, Katalina emprendió el proyecto “Cuerpos en prisión, mentes en acción” dirigido a hacer cumplir los derechos de las personas trans y LGBTIQ dentro del sistema penitenciario. El objetivo del proyecto es acompañar a aquellas personas que están privadas de la libertad y se sienten solas a causa de la transfobia. Desarrolla procesos de emancipación, sensibilización y empoderamiento desde y a través del arte.
Katalina estaba ejerciendo la prostitución, cuando subió al carro de un cliente. Este, muy violento, trató de abusar de ella. Katalina saltó del carro y cayó en el bosque del Parque Nacional. Allí, utilizó la misma naturaleza para esconderse.
Por su parte, Daniela Maldonado me ayudó a entender por qué las mujeres trans debían ser quienes lideraran sus luchas reivindicativas y de derechos, pues eran muchos los que, de forma oportunista, se acercaban a ellas con el pretexto de ayudarlas y solo las utilizaban para conseguir dinero y reconocimiento a costa de su sufrimiento.
Sin duda podría contar muchísimos logros y aciertos que Daniela y su grupo han obtenido como artistas y activistas. Construyeron, por ejemplo, una plataforma política crítica que cambió el rumbo de la comunidad LGBTIQ que antes era invisibilizada y ahora se destaca y transforma a través de actividades altruistas que procuran el bienestar de la comunidad.
Precisamente fue Daniela quien me hizo entender hasta qué punto puede la transfobia determinar el curso de una vida o destruirla. Antes de conocerla, yo no podía entender por qué las personas trans no terminaban el colegio y, en cambio, se dedicaban a la prostitución. “¡Quién las manda!”, pensaba yo. Cuando conocí a Daniela decidí preguntarle y ella entonces me explicó que hay varios círculos desde los cuales se produce la discriminación: el primero lo constituye la familia. En la mayoría de los casos, la familia es la primera que rechaza y discrimina al sujeto trans hasta el punto de sacarlo de su propia casa. Luego está el colegio donde, por supuesto, una persona trans puede estudiar, pero es discriminada por sus compañeros. “¡Pues ponga la queja!”, pensaba yo. Pero ahí aparece otro círculo de discriminación: los profesores y las directivas de los colegios, quienes, generalmente, también maltratan y matonean haciendo caso omiso de las denuncias y obstaculizando así que la persona trans continúe su proceso educativo. Lo mismo sucede en los planteles universitarios donde, además, pueden ser acosados sexualmente, pues ¡si es trans, es puta! Otro espacio de discriminación lo constituye el mercado laboral. Una empresa no quiere contratar personas trans por múltiples razones: por transfobia, porque no está interesada en introducir motivos de incomodidad entre los empleados, o, finalmente, por proteger la imagen de la entidad. Así que, si eres trans, por dictamen social debes ser ¡puta o peluquera!
Hace un tiempo Daniela conoció a Máximo Castellanos, un hombre trans que se integró a la red. Hoy en día son pareja. Su historia de amor logra transgredir otros tantos paradigmas y desconfigura de forma compleja las construcciones de cuerpo, de género y de familia que tenemos.
Saber que Daniela y Máximo estaban conformando una familia, me confrontó: “¡Una persona trans no puede consolidar una familia!”. Para la gran mayoría de la población colombiana es obvio que las personas trans pueden tener relaciones amorosas, pero, en cambio, no pueden inscribirse afectivamente dentro de un modelo social, tradicionalmente heteronormativo y binario, como es la institución familia. Yo pensaba: “Si un hombre decide vivir como mujer, seguramente le gustan los hombres, y, si una mujer decide vivir como hombre, le gustan las mujeres”.
¡Qué equivocado estaba! Hay mujeres trans que son lesbianas y hombres trans que son gay o bisexuales, ¿por quéno? Ser trans es una construcción de género, no una preferencia sexual.
De la relación entre Daniela y Máximo nació una hermosa bebé. Cuando oí hablar de Luchi y de todo su proceso de gestación, experimenté un profundo rechazo respecto a la manera tan violenta con que la sociedad recibía la existencia de ese bebé. ¿Cómo podía ser posible que una familia sufriera discriminación en un proceso tan maravilloso como es esperar a un bebé?
Como quien estaba en embarazo era Máximo, las entidades médicas detenían y obstaculizaban constantemente los exámenes por una u otra razón. Claramente, les costaba entender que se trataba de atender a un hombre en embarazo. Esto muestra cómo nuestro sistema de salud no está preparado para considerar el derecho a estos servicios por parte de cuerpos en tránsito o no binarios. Para una EPS en Colombia, la casuística de un hombre embarazado no se encuentra contemplada.
Luchi nació en una familia que la ama, lo que significa que, a pesar de toda esta historia amarga de la población trans, hay una luz que dibuja un futuro más prometedor para toda la sociedad LGBTIQ gracias a la lucha de personas como Daniela, Máximo, Katalina, Cindy, Pamela, Madorilyn, Tyra y Amada Rosa, entre otras. Ellas realizaron activismos y adelantaron procesos que contribuyeron para que hoy Luchi, sus padres y otros núcleos familiares similares tengan la oportunidad de plantear nuevos formatos de cuerpos y de familia, y vivir una existencia con respeto y con opciones.
Por ahora, personas como yo queremos estar ahí para ser aliados en estas luchas y también, claro está, para defender nuestros derechos. En mi caso, como persona queer. Por cierto, no sé si mañana quizás pueda enamorarme y tener una Luchi. Si así fuera, quisiera que ella encontrara un entorno de amor, un lugar en el mundo que le muestre respeto para que sea libre y se exprese de acuerdo a cómo se sienta. Un entorno en el que sienta respeto por sí misma y por la vida.
1 El promedio de vida de una mujer trans es de 35 años, según las estadísticas del director de la Subdirección de Asuntos LGBTI.
Referencia
Rodríguez, S. M. (15 de octubre de 2018). “La expectativa de vida de un trans es de 35 años”. Entrevista. El Espectador. Recuperado de https://www.elespectador.com/noticias/bogota/la-expectativa-de-vida-de-u...