LA LUZ NEGRA
Como seres humanos, la vida contemporánea nos pone en encrucijadas de las que pocas veces somos conscientes. Hemos pasado siglos tratando de diferenciarnos de la naturaleza, como si no fuéramos parte de ella, luchando contra ella, dominándola y colonizándola para convencernos de que somos superiores, o por lo menos que nos encanta la idea de creer serlo.
Con el paso de los años y el desarrollo de la ciencia y la tecnología, hemos creado infinidad de sistemas (construcciones sociales y mentales, artificios, tradiciones, leyes y convicciones) que nos afectan y nos permiten organizarnos, pero que, a la vez, nos limitan demarcando direcciones regidas por el zeitgeist de cada época (Joseph, 2007). Tenemos creencias que evolucionan y nos hacen crecer y descubrirnos, pero también dogmas enquistados que atascan nuestra evolución como seres integrales.
Podríamos decir que hemos ido dando tumbos, tratando de entendernos y de encontrar el sentido de nuestra existencia en el universo. Cada cosa que inventamos nos catapulta hacia adelante o nos sumerge en arenas movedizas de ignorancia. Nuestro afecto por la tragedia y el desastre busca constantemente esperanza, anhela formas de entender el lugar en el que estamos y el drama que vivimos.
El momento actual, literalmente, nos bombardea con miedo, incertidumbre, afán de control y un olor a apocalipsis omnipresente en un río de información casi ineludible, enorme y multidireccional. Nunca habíamos procesado simultáneamente tantas verdades tan diversas, tantas emociones y sensaciones encontradas y tantos credos y cosmogonías. Perdimos la fe en las ideologías políticas y en las iglesias tradicionales y nos encontramos surcando un mar de opciones que, con alguna forma de estrategia, nos llevará a un nuevo tipo de existencia. Muchos encuentran respuestas afectándose hacia adentro y para otros la mejor opción está en fundirse con el entorno. No sabemos cuál es la dirección y no conocemos el camino, e incluso no sabemos si debe haber uno. Todas las opciones exploran lo desconocido y quieren desenterrar lo oculto para sobrevivir espiritualmente mientras tengamos aún conciencia de ello. Terry Eagleton, por ejemplo, se refiere a la cultura como al diálogo que existe entre lo que es natural y lo que es artificial, o construido por los humanos (Eagleton, 2000).
En esta aventura, hoy vivimos una transformación paulatina, voluntaria e inconsciente entre seres orgánicos, que hacen parte de un mundo físico que no acabamos de entender, y construcciones humanas o inclusive poshumanas (entendiendo este artificio como la alteración de lo que queremos ser), que son el producto de nuestro ingenio y delirio. Nuestros sentidos se debaten entre la pornografía (uso de estéticas para manipular a través del deseo) y la propaganda (uso de estéticas para manipular a través del miedo) y todo aquello que fabricamos a la vez nos consume (Martel, 2015).
Desde la producción artística, “La luz negra” nos propone escapatorias para algunas de nuestras construcciones mentales, sociales y políticas que han estado fascinadas con el conocimiento, el método científico (el control, la convicción, la exactitud) y la aparente certeza que nos dan la racionalidad, lo tangible y los números. Claramente, hemos dejado una huella de la que intentamos huir usando múltiples tretas y coartadas que el arte ha creado para ello.
La luz negra es un concepto sufista que se refiere a la conexión directa con la divinidad. A través de una serie de técnicas de meditación, los sufistas alcanzan un estado místico concentrándose en las luces que vemos al cerrar los ojos y centrándose en alcanzar la luz negra, que es ese momento de éxtasis y conexión con el universo y la divinidad, como lo explica Enrique Juncosa, curador de la exposición.
Sin embargo, esta luz negra también nos muestra que en toda transformación añoramos nuestra esencia inicial, extrañamos secretamente la imagen de nuestro pasado ancestral, nuestra supuesta esencia primitiva, nuestro valor y temor primarios, nuestra parte animal y nuestra relación con el mundo orgánico lleno de misterios que nos fascinan y nos hacen sentir vivos, estimulados y retados.
En medio de todo esto, espectros de luces de todos los colores iluminan y oscurecen nuestra percepción y nuestra invención y son los artistas, entre otros genios, quienes ponen al descubierto todos aquellos mundos simultáneos que existen en nuestra realidad.
Visitar la exposición “La luz negra” es como entrar en un gran catálogo de afecciones: ventanas, túneles y puertas que nos conducen a múltiples dimensiones. Nos encontramos inmersos en una bodega mágica que guarda los sortilegios, los hechizos, las fórmulas y los secretos de magos, artistas y locos que se atrevieron a conectarse con lo desconocido sin temor y sin límites. Es una manera segura de explorar las dimensiones del arte y del más allá. Al recorrer la exposición, en cada obra se descubren reiteradamente tretas y fórmulas para entrar y explorar lo desconocido. A continuación, algunas de ellas:
Como seres trascendentes podemos imaginar nuestro universo dividido entre lo interior y lo exterior. Por un lado, está lo místico que se refiere a todo lo que es cerrado, a los dogmas y a las estructuras de pensamiento, a aquello racional y científico que establece leyes y prácticas que reticulan religiones e ideologías (sin excluir la cultura y las normas) y, por otro lado, encontramos lo esotérico que se relaciona con todo lo que es interior, con nuestra infinita capacidad y dimensión humana y con la forma como se conecta y se expande hacia lo inconsciente y lo universal.
El miedo a lo desconocido y sobre todo a lo conocido está presente en propuestas y posturas de la exhibición. Es un miedo a la vez mórbido y motivador, un terror fascinante que nos embelesa y nos impulsa a dejarnos ir, a encontrarnos con nuestro yo irracional, con demonios fabricados por nosotros mismos y por las estructuras que habitamos. Con formas, colores, sonido y actitudes recurrentes, este miedo parece exigir un acuerdo transcultural sobre lo escalofriante y lo que nos aterroriza a todos; lo que como humanos nos pone frente a un borde y nos hace atravesar puertas hacia lo que no sabemos. Es un miedo activador. La curiosidad y el llamado de la esencia se mezclan en este elemento, pues, aquello que nos paraliza, nos invita a entregarnos y nos conquista hasta que las estructuras y la mente racional nos devuelven a lo cotidiano. Esto lo vemos en obras como el imponente Dark Angel (s.d.) de Marjorie Cameron, miembro de la generación Beat que colaboró con Kenneth Anger en Lucifer Rising (1972).
Para navegar propuestas que tocan lo primitivo y lo natural podríamos referirnos a lo esencial y evadir así calificativos y discusiones que nos desvíen de la parte más nutritiva de esta apreciación. “La luz negra” presenta el rescate de lo esencial como lo único realmente nuestro, como el factor identitario y existencial al que recurren este grupo de artistas para tomar distancia y así combatir o cuestionar los sistemas a los que pertenecen. Reconocemos lo esencial como lo verdadero y correcto, como origen y destino final. Lo esencial nos define sin que tengamos que entenderlo y nos permite saber que existimos, simplemente lo sentimos y sabemos que es nuestro o no lo es.
Volver a lo esencial y liberar la bestia es una decisión compleja, socialmente inaceptable, juzgable y enteramente incorrecta ante los ojos omnipresentes del sistema social, sin embargo, es una decisión masiva y muy persistente que surge de nuevo cada fin de semana, con cada copa, cada arranque pasional, cada duda, cada dispersión y, por supuesto, cada momento de expresión. Lo plantea María Sabina en su documental Mujer Espíritu (1979), donde mujeres indígenas comparten su visión de la vida y su cosmogonía; la obra casi inédita de Joan Ponç y artistas, como Genesis P-Orridge con Burns Forever Thee Light (1986) o Yearning Flesh (1993), que ven lo esencial en lo tribal de las selvas y las ciudades.
Lo corporal y lo sexual se ubican entre la vida y la muerte y siempre está esa mini muerte que es el orgasmo, lugar donde la máxima expresión de la vida nos abre la puerta de la muerte y nos lleva hacia nuestra esencia; es una puerta que nos muestra de nuevo quiénes somos y cómo éramos, una bomba poderosa que nos recuerda nuestra increíble conexión con lo universal y lo animal. Lo sexual ha sido siempre el puente hacia lo propio y hacia lo común, un refugio de placer y dolor, y una fuente de sabiduría espiritual enorme que nos ayuda a entender lo que construimos y nos aprisiona para evadirlo, convertirlo en fetiche, en juguete y en objeto de deseo, transformarlo a nuestro antojo y subvertirlo. Podemos ver esto en artistas apasionantes como Joan Jonas, quien, en su película Reanimation (2012) —donde la relación del cuerpo con el paisaje y lo externo se convierte en un puente de conocimiento interno, meditativo y también sublime—, trabaja en la luz negra el poder del cuerpo, su presencia amoral y magnética, y Derek Jarman, quien en sus películas In the Shadow of the Sun (1974) o Imagining October (1984), presenta la corporalidad masculina y su sexualidad en el contexto de las relaciones de poder y las imposiciones sobre lo correcto, la conducta y los roles de lo masculino establecidos por las sociedades, especialmente en contacto con el poder político y militar. La guerra es el escenario y los soldados son los personajes de una metáfora pictórica donde se representan estos dogmas.
No sobra mencionar que el dogma, la secta, las religiones y la institucionalización de los místicos son ejemplos evidentes cuando hablamos de estructuras que nos atrapan en la ignorancia y afectan profundamente, a través del miedo, el ejercicio colectivo de nuestra trascendencia. Una vez institucionalizado, lo esencial se convierte en una celda de la cual queremos escapar. Nos lo muestran apasionadamente Kenneth Anger en Invocation of My Demon Brother (1969) con música de Mick Jagger, allí toda acción es un acto mágico, se invoca a Lucifer bajo la convicción de que la felicidad está en la desobediencia; Aleister Crowley, miembro de OTO (Orden de los Templarios Orientales), novelista, pintor, mago y ocultista, quien, junto con Fernando Pessoa, creó su falso suicidio desapareciendo en Boca do Inferno en Portugal; Sun Ra, estrella del jazz norteamericano fundador de una sociedad secreta, quien creó su propia secta y la promovió a través de su música y de sus conciertos; artistas del pop, como David Bowie, los Beatles y los Rolling Stones, quienes frecuentaron y colaboraron también con sectas y desobedecieron dogmas a lo largo de sus carreras. Cuando conectamos estas sociedades con lo secreto, lo entendemos como el poder que se otorga a los informados, la segregación que ejerce sobre los desinformados y los ejercicios de dominación e intercambio de lo conocido y lo desconocido y sus múltiples oráculos, como los que nos ofrecen los tarots de Francesco Clemente y Aleister Crowley, y los experimentos sobre imaginación activa publicados en El libro rojo (2009) de Cal Gustav Jung.
Lo religioso conecta con lo sublime en muchas obras y artistas de “La luz negra”, pero particularmente en los cut-ups de William Burroughs, los cuales invitan a alucinaciones a través del mantra y la asociación de imágenes; en la Habitación para la iniciación de Tania Mouraud (1968), donde hay un espacio blanco de iniciación a lo trascendental; o en Status (1979) de Gino de Dominicis, donde aparece una suerte de rastro sugerido sobre un ser que no vemos. Lo sublime constituye otra puerta vinculada a lo místico que busca el conocimiento a través de la percepción alternativa o potenciada.
La escultora polaca Goshka Macuga usa la puerta de la nostalgia en Madame Blavatsky (2006), instalación que presenta a una dama aparentemente hipnotizada o muerta suspendida entre dos sillas y crea todo tipo de reacciones, curiosidad e interacciones por parte de los visitantes. Carlos Amorales evoca la infancia y las narrativas fantásticas con el filme No me Mires (2015), mientras Henri Michaux en sus pinturas, William Burroughs en los cut-ups y Brion Gysin en The Dream Machine (1962) exploran lo inconsciente en una época que lo desmaterializa todo y ponen al descubierto la monetización de nuestras identidades con un máximo control sobre las conductas, las ideas y los pensamientos con tecnologías que invaden secretamente de formas invisibles. Aparentemente indefensos, recurrimos a nuestra pulsión vital, un ethos sin conciencia en el que no todos confiamos, pero que nos rescata de la enajenación. Volvemos a refugiarnos en nuestra esencia.
Cada identidad digital que creamos, cada tribu a la que nos afiliamos y cada ideario que militamos constituyen nuestra repuesta consciente a lo tecnológico y las estructuras que transitamos en nuestra vida consciente, sin embargo, al cerrar los ojos y entrar en la luz negra, realmente los abrimos y experimentamos, a través de nuestros sentidos más anestesiados, capas nuevas de trascendencia y hábitats que voluntariamente ignoramos en pro de la normalización. Jodorowsky besa la alquimia con La montaña sagrada (1973), una metáfora bellísima en un filme sobre el proceso científico que transforma la mierda humana en oro, al ser mezclada con su esencia destilada. También lo hacen la cultura popular y la imaginería del consumo, con iniciativas como Psychic TV en la cual participaron Jarman, Burroughs y otros artistas de la época.
La combinación de lo científico y lo oculto nos presenta la metáfora de la alquimia (transformación del plomo en oro) como la evolución del ser humano en un ser superior conectado al cosmos. Isaac Newton, en su estudio de las fuerzas invisibles, descubre la gravedad por casualidad, al igual que Nicola Tesla navega desde la ciencia de la electricidad a lo oculto y lo más delirante es que esto ocurre al final de sus días. El hombre se percibe como un microcosmos que es y que, a su vez, contiene al universo.
La búsqueda del conocimiento a través de las sustancias hizo que toda la generación Beat entendiera que las estructuras sociales son nuestro artefacto y que existen múltiples vías para subvertirlas, una de ellas es la ciencia. Científicos psicotrópicos, como el sueco Emanuel Swedenborg y el alemán Franz Anton Mesmeer, sin pasar por alto a Timothy Leary, inventor del LSD, quien abre las puertas a la psicodelia moderna que se conecta con rituales ancestrales de muchas culturas americanas y asiáticas que utilizaron sustancias durante siglos, lo demuestran.
Cada vez que encendemos la luz negra somos capaces de transformar el mundo que habitamos, las estructuras que inventamos para aprisionarnos y evolucionar hacia el cosmos interior que nos define como humanos. Cada vez que entramos en la luz blanca, despertamos, abrimos los ojos y nuestra vida parece tener un sentido racional, aparentemente estable y convenientemente productivo. Nuestro tránsito entre los múltiples espectros de luz nos aporta vivencias y conocimientos que nos liberan y, a la vez, nos confunden. Jugamos con lo desconocido y tragamos sin digerir imaginarios, imágenes y escenas que esperanzadamente los artistas nos proporcionan.
Referencias
Eagleton, T. (2000). The Idea of Culture. Oxford: Blackwell Publishing.
Joseph, P. (2007). Zeitgeist: The Movie.
Juncosa, E. (2018). La luz negra (catálogo de la exposición). Barcelona: Ediciones Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona.
Martel, J. F. (2015). Reclaiming Art in the Age of Artifice. Berkeley: Evolver Editions.
Imagen 3. Zush, El ojo de Dios mirará siempre. 1967. Fotografía Jorge Zentgraf.