COREOPOLÍTICA DEL AFECTO. UNA ACCIÓN, UN ANIMAL Y LA TRADUCCIÓN A UN TEXTO DE LA EXPERIENCIA CORPÓREA
Mi dificultad, en esta instancia, radica en que la escritura implica simplificar, racionalizar, metamorfosear y transformar experiencias corpóreas a un texto y, ojalá, lograr que el lector se encuentre conmigo al otro lado. Mi cuerpo, aquí, se ve afectado por las contingencias de una estructura que opera, precisamente, sin cuerpo. Las aproximaciones que le he hecho al texto en el pasado se ven fundamentadas en la necesidad de dejar conceptos básicos sobre obras ya presentadas para que otras generaciones las traduzcan y, de alguna manera, el pensamiento se proyecte hacia el futuro. Jamás he escrito para publicar y tampoco quiero escribir de cierta manera para amoldar mi discurso a la estructura del discurso del arte contemporáneo. Espero más bien utilizar este espacio como un lugar de experimentación —personal— para crear un vocabulario que nos permita hablar del afecto y del gesto sin perder la experiencia.
El afecto es una construcción efímera que no se ve. Su naturaleza, podría decir, radica precisamente en el hecho de que supera la imagen, detona el discurso lógico para explorar el dominio poético-corpóreo-animal y retar el sistema de relaciones sobre el que normalmente operamos y desde el cual argumentamos y reproducimos la realidad social, política, ambiental y económica. Hablar del cuerpo, hoy, es tratar de vislumbrar una posible reescritura del movimiento —afectivo— fuera de la obediencia y la aceptación y también en la periferia de la imagen codificada y distribuida en plataformas en la red. La preocupación de este instante es la de ubicarnos —ubicar el cuerpo—, movernos en libertad hacia ese lugar que se construye únicamente desde el afecto y obligatoriamente con el cuerpo.
Espíritu, obra presentada en el 2014, servirá como topografía para describir diversas interacciones con el público —sin establecer un orden específico—, crear un tejido sobre el cual se pueda resaltar la importancia del carácter coreográfico en el performance y, finalmente, evidenciar el espacio democrático que estos movimientos corpóreo-afectivos generan más allá de la imagen visual. Hablaré de manadas, de formaciones afectivas, ocupaciones y fronteras. Tocaré el tema de lo animal para rescatar la migración como un movimiento fundamental de lo político en el gesto y espero, al final, haber escrito un texto más poético que conceptual.
El título de la obra pretende hablar, como lo dice su definición, de una entidad inmaterial a la que se le atribuye la capacidad de sentir y pensar. Este cuerpo inmaterial no habla, pero se mueve y, en ese movimiento incorpóreo, los límites que encuentra son eliminados. Pensar en un cuerpo que no esté sujeto a la imagen y me permita cruzar la frontera invisible, pero casi material en relación con el otro, y propiciar el encuentro que quiero, me hace pensar también que, en caso de que la estrategia funcione, el habla no es necesaria. Al anular la vista y silenciar la acción, estaré disipando el problema del idioma y también dislocando el lugar de poder que siempre guarda el performer en relación con su audiencia. El lugar del cuerpo, mi cuerpo, sería precisamente el de la vulnerabilidad.
A las 8:30 p.m. en la antigua iglesia de San Mateo (Lucca, Italia), dos gotas que dilatan las pupilas fueron suministradas en cada uno de mis ojos por el curador de la muestra. Después de más o menos diez minutos, mis pupilas comenzaron a dilatarse y poco a poco fui perdiendo la visión (este procedimiento sucedió frente al público que lentamente se acomodó alrededor del espacio central en donde yo estaba ubicada). Rectifiqué la pérdida de visión tratando de leer el tatuaje que tengo en mi mano derecha que está compuesto por números pequeños. Durante este tiempo pude oír claramente cómo los espectadores comenzaban a dispersarse por casi toda la iglesia, siendo un poco más difícil poder ubicarlos. Noté cómo el olfato despertó cuando pude oler el viento que entraba por las ventanas dispuestas en la parte superior y alrededor del espacio. La interacción sería sencilla y de uno a uno. Me interesaba el contacto personal, cercano, y sabía que los demás serían testigos de ese contacto y, a partir de este, todos comenzaríamos a construir una estructura empática a través del tacto, el oído y el olfato. De lo contrario, uno a uno, saldrían del espacio y quedaría yo sola hasta recuperar la visión nuevamente.
Había estado en el sur de Italia en el 2010, pero era mi primera vez en Lucca. Tenía claro que, al acercarme al norte, la interacción sería más compleja. Al mismo tiempo, sabía que, al no poder ver, le daría al público un grado de control sobre el performance y también algo de comodidad en relación con el uso del cuerpo. Lucca es una ciudad pequeña en donde casi todos sus habitantes se conocen. Muchos de ellos son familiares o amigos. Yo sería la única extranjera y esa distancia también jugaba en su favor. Era yo en singular y, metafóricamente hablando, ellos en manada. Me interesa hacer énfasis en esa palabra —manada—, pues es la que permite enunciar el afecto y las relaciones de poder que se establecen entre un miembro y otro para sobrevivir en el mundo. Como los lobos descritos por Deleuze (Deleuze y Guattari, 1994), ellos estarían localizados en su territorio y lo único que tendríamos en común sería el cuerpo (somos lobos, pero de manadas diferentes).
La acción comienza cuando no puedo leer los números en mi tatuaje. Solo veo masas, nada en detalle. No puedo establecer distancias con precisión. El viento que proviene de las ventanas sigue entrando.
Cierro los ojos y levanto la cabeza, respiro profundo tratando de definir los olores (en mi memoria surgen las imágenes de ríos y árboles que me recuerdan cuando viví en la selva y aprendí a oler el viento para saber qué animal estaba cerca). Los olores, los sonidos y su procedencia serían mis instrumentos de viaje para lograr el encuentro con el otro.
Empiezo a caminar; algo se mueve. Ubico el sonido y me dirijo hacia este. Lentamente, extendiendo mi mano hacia adelante. Encuentro la punta de un dedo y lo conecto con el mío. Hago contacto con la totalidad de la mano. Muevo la cabeza y mi nariz hace contacto con la palma de su mano. Huele a tabaco. Levanto la cabeza y sigo el recorrido; siento sus músculos rígidos y, entonces, decido acariciar su hombro hasta llegar al cuello. Vuelvo a olerlo y toco su cara. Paso mis dedos por su mentón, sobre su boca. Abro los ojos. Un momento de tensión. Él acerca su cara a la mía y se da cuenta de que en realidad no puedo verlo. Da un paso para acercarse aún más a mí. Pongo mi cara cerca de su pecho; puedo oír el latido del corazón. Siento una emoción singular y profunda. Despego mi cabeza de su pecho y tomo su mano para que pueda sentir mi cara, mi boca, mi respiración. Lo acerco con delicadeza a mi cuello, quiero que se sienta cómodo y que entienda que puede recorrerme de la misma manera como lo hice yo con él. Él se distancia después de unos minutos y, con tranquilidad, suelta mi mano dejándome libre para seguir mi camino.
Mientras encuentro un segundo cuerpo, pienso en la importancia del gesto como unidad constructiva de un dispositivo en el que el encuentro con el otro es el que posibilita la producción de significado. ¿Qué valor tiene, entonces, encontrarnos aquí?
Alguien respira profundo y sigo esa respiración. Tropiezo con algo sin caer. Oigo varios sonidos que denotan preocupación. Me quedo quieta y dejo que todo vuelva a permanecer en silencio. Respiro nuevamente y recupero el hilo conductor. El olfato es y ha sido mi sentido más desarrollado. Extiendo nuevamente la mano y encuentro un hombro. Repito más o menos la misma coreografía de gestos que tracé en el primer encuentro y así le dejo saber a este nuevo cuerpo que todo sucederá de la misma manera. La coreografía, el orden de los gestos, garantizan la confianza del otro (lo he visto en algunos mamíferos). Esta vez, al llegar a la cara, encuentro un par de gafas; las retiro y hago que el espectador vea mis pupilas dilatadas y tenga la certeza de que no puedo verlo (sé que él, sin sus gafas, me ve un poco menos a mí). Sigo la misma rutina de movimientos, que se repite cada vez que encuentro un cuerpo diferente, y voy añadiendo nuevos gestos al repertorio que he configurado después de casi 14 años de carrera.
Quiero pensar que la forma como nos movemos en el mundo promueve una migración necesaria, una cartografía cambiante; que cada coreografía que aprendemos, después de encontrarnos con otro cuerpo, instaura un espacio común en donde convergen manadas diferentes; que toda manada es nómada en relación con el afecto y que el afecto es una intensidad horizontal —de las multiplicidades— siempre en movimiento.
El gesto, en sus diferentes expresiones, promueve movimientos que no pertenecen a un estrato de poder, sino más bien a infinitas singularidades. Se propaga como un virus, contagia, hace resistencias, muta. La política que sugiere la construcción coreográfica del gesto humano puede ser pensada como una aglutinación de movimientos que conducen al encuentro con el otro más allá del contacto meramente visual. En lo que se refiere a esta acción en particular, implica, precisamente, una redefinición de la primacía de la mirada sobre los otros sentidos (negar la visión/cegarse), para migrar a ese otro cuerpo que desconozco al no verme reflejado. Me conozco en la diferencia, en mi singularidad.
Tengo grabado en mi memoria el olor de cada uno de los cuerpos que he recorrido con mis manos y entiendo que, de manera extraña, los he conocido en los instantes de interacción más que si los hubiera hallado de manera formal en algún otro lugar.
La temporalidad que se maneja en esta acción y la especificidad con la que cada cuerpo interactúa, no solo conmigo sino con los otros, como testigo de la relación que se establece, precipita al cuerpo a un plano empático y emocional. El discurso queda suspendido, pues ha sido afectado precisamente por la exaltación de los otros sentidos.
Pienso entonces que escribir sobre las experiencias sensoriales, fuera del dominio de la mirada, es intentar racionalizar la iteración y en esa instancia, como lo anuncio desde el principio de este texto, me hallo ante una gran dificultad dado que encuentro que la documentación de estas acciones no es suficiente o adecuada. Hay algo que no queda del todo archivado, ni en el texto ni en la imagen. El cuerpo, en cambio, ha logrado no solo memorizar o archivar la experiencia del afecto y sus afectaciones, sino que esas afectaciones, por sutiles que sean, modifican y amplían el espectro de interacción con el otro y posibilitan, a futuro, que el cuerpo tienda o busque un intercambio con lo desconocido.
Al negar en el artista el sentido más exacerbado —la vista—, hay también un desplazamiento del poder que inherentemente tiene el performer sobre la pieza (lo que sucede, aquí, es precisamente una resistencia a ese lugar de poder del cuerpo del performer en relación con el espectador para entregarle a este último el dominio sobre la posible imagen visual que se construye). Hemos visto en la historia del performance cómo el uso de la mirada es el primer lugar al que se acude para crear relaciones íntimas con el espectador sin tocarlo (físicamente). La imagen que se construye en esta relación es también el reflejo de la estructura social, política y económica del mundo contemporáneo en donde solo nos tocamos cuando nos conocemos y, sobre todo, cuando somos de alguna forma similares, del mismo núcleo social, del barrio, del mismo país, de la misma raza —nos vemos parecidos, luego somos parecidos—. Lo que promueve la imagen hoy es una relación con el otro de orden estético y semiótico que, a distancia y de manera enfática, niega el contacto a través de otros sentidos. El organismo de control del Estado reside precisamente en difundir ese distanciamiento, en controlar la migración de cuerpos y evitar, justamente, el contacto fuera de la imagen visual.
La rutina se interrumpe al encontrarme con un olor que conozco. Esto sucede aproximadamente dos horas y media después de haber comenzado. Reconocer a alguien, en ese momento, es encontrar un miembro de mi manada. Lo recorrí con mayor detenimiento —la temporalidad, al reconocer, requiere una velocidad diferente—. Olí su perfume y me acerqué a su cara. Reconocí la forma de su nariz con mis manos e intenté verlo sin poder hacerlo (acudí a una imagen de él en mi memoria y comencé a añadirle una serie de cualidades, temperaturas y texturas que antes no existían). Volví a la coreografía planteada, esta vez, deteniéndome en sus articulaciones, en una que otra cicatriz, en los aretes y anillos que llevaba. Llegué hasta los tobillos y me volví a levantar. Pronuncié su nombre (nombrar a alguien, en mi caso y justo en ese momento, era darle un lugar a ese cuerpo en mi mundo afectivo y ubicarlo dentro de mi manada).
Nombrar es el primer gesto para que algo exista en nuestro universo afectivo. Nombrar es reconocer y asimilar, es comenzar el trazo de una cartografía en donde incluyo al otro como parte de un recorrido que nunca es lineal, que reconoce en el encuentro un espacio emergente que da cuenta de la riqueza y diversidad inherentes a la experiencia humana y, simultáneamente, expande el significado de todo cuanto se haya aprendido hasta ese momento (Borges, 1995). Cuando nombro a alguien introduzco una fuerza externa con la que potencializo mi singularidad y, al mismo tiempo, comprendo que el otro tiene esa misma capacidad.
Los movimientos que se generan en el encuentro incitan al cuerpo a actualizar el archivo (Foucault, 2002; Lepecki, 2010), y esa dilatación promueve una migración física-emotiva-espacio-sensorial necesaria que pone a prueba la capacidad que tiene cada singularidad de hacer espacio para la llegada del otro y de los otros.
Si entendemos, finalmente, que el resultado de migrar —movernos— es el de gestar coreografías sociales (articuladas desde el gesto y potencializadas con cada encuentro), también podríamos pensar que el territorio del cuerpo no está contenido en lo que conocemos (de un territorio o de otro cuerpo), sino más bien en lo que desconocemos. Quiero pensar que somos animales migratorios en busca de otros que nos conmuevan, que nos acerquen a una experiencia vital y, por qué no, más afirmativa. Prefiero pensar que la práctica artística no solo debe evidenciar las tensiones políticas, sociales, ambientales y económicas por las que pasamos, sino que ojalá enuncie nuevos contenidos que nos permitan interactuar con el otro y eliminar esa separación entre el arte y la vida.
1 Lepecki (2013).
Referencias
Borges, J. L. (1995). Otras inquisiciones. Madrid: Alianza Editorial.
Deleuze, G. y Guattari, F. (1994). Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos.
Foucault, M. (2002). La arqueología del saber. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Lepecki, A. (2010). The Body as Archive: Will to Re-Enact and the Afterlives of Dances. Dance Research Journal, 42(2).
Lepecki, A. (2013). Choreopolice and Choreopolitics: or, the Task of the Dancer. The Drama Review, 57(4), 13-27. 10.1162/dram_a_00300.