CAMINO UN PRINCIPIO METANTRÓPICO
La experiencia del camino
Voy caminando, en un camino trazado por otros pies, algo del yo individual se ha perdido, algo se funde con esa historia dibujada sobre la montaña. Me hago permeable a los demás caminantes, soy parte de una huella colectiva, de una línea que se actualiza con cada pisada. El sonido es de roca contra pies, a ratos húmedo, a ratos polvoriento, a ratos piedras sueltas que se ruedan, a ratos rocas firmes que permiten pasos certeros. La respiración, los latidos, los cantos de aves, el viento, todo es atravesado por todo sin ninguna jerarquía, todo es permeable, sobre todo el propio cuerpo.
(Nota de bitácora de viaje, Eulalia de Valdenebro)
Este texto surge de la experiencia de caminar sobre el camino que está ubicado en la biorregión denominada Macizo Colombiano. Caminar largas horas en silencio implica alterar todo mi código de percepciones habituales en la aceleración propia de una ciudad. Esta alteración me ha permitido tener una doble comprensión del tiempo: una histórica, construida desde la narración de lo humano, la que más estamos habituados a tener; y una geológica, construida desde la comprensión del planeta que habitamos, en donde el humano es uno entre tantos elementos que lo constituyen. Esta doble comprensión en esta experiencia maravillosa del camino, me ha ayudado a elaborar el concepto de lo metantrópico, un principio que opera a la base de todo mi trabajo como artista, y que sustenta mis acciones como habitante de este planeta. Quisiera mencionar que todo mi trabajo ha sido motivado por la voluntad de responder la pregunta: ¿Por qué los humanos hemos llegado a tener una relación tan dañina con nuestro entorno y con los demás colegas planetarios?
Tomo la expresión —colegas planetarios— de Lynn Margulis como una manera de referirme a la vida en el planeta, pero, sobre todo, como una manera consciente de no usar la palabra naturaleza, pues históricamente esta palabra implica una separación, un dominio y una jerarquía entre el humano y el resto de seres y fuerzas del planeta. Colegas planetarios somos todos los habitantes de la Tierra, unidos en simbiosis y formando con esa unión el conjunto de las fuerzas y flujos donde todo se recicla a través de los metabolismos de los vivientes: esto es Gaia, un planeta donde la vida se organiza.
Esa pregunta —que estoy segura que muchos nos hacemos— ha encontrado para mí respuesta en el humanismo. Esta ideología es la que otorga a la especie humana una jerarquía sobre los demás seres, es la que necesita separar el humano del planeta y sus habitantes nombrándolos naturaleza. El humanismo ha sido construido con cuidado desde nuestra cosmogo1 -nía, alimentada en el Renacimiento y reforzada en la Ilustración mediante la mecanización de la naturaleza. Entiendo así que el humanismo y la separación jerarquizada que implica es el origen de esta crisis ecológica que atravesamos. Retomando a Lynn Margulis, no es otra cosa que una arrogancia especiecentrista.
Durante mucho tiempo traté de situar mi trabajo dentro de una postura antihumanista, suponiendo que este nicho es el más amplio de todos. Lo hice porque considero que el papel político del arte que piensa la relación con el planeta debe empezar por cuestionar el vínculo habitual de dominio que los humanos hemos asumido frente a los demás colegas planetarios. Esta posición debe criticar el humanismo desde donde hemos entablado tradicionalmente esa relación. Sin embargo, y a pesar de su amplitud, el prefijo «anti» me resultó muy incómodo porque es excluyente o supone una negación. Por el contrario, busco ubicar mi trabajo en un concepto en donde lo humano participe, pero sin tener una posición jerárquica.
La palabra metantrópico (meta: otro lugar; antrópico: humano) surge precisamente de la incomodidad de situar mi trabajo en una lógica anti, post o trans-humanista. Pues todos estos prefijos tienen ya una carga semántica y un nicho dentro del lenguaje académico lleno de referencias (Hottois, Missa y Perbal 2015). Sin embargo, aunque comparto el principio básico de repensar lo humano —y puedo llegar a suscribir algunos de los postulados que allí se debaten—, no me siento cómoda dentro de ninguno de ellos. En términos muy generales, estos movimientos han reflexionado en torno al sujeto del pensamiento, al lenguaje desde donde se enuncia, a las tecnologías y biotecnologías con las cuales producir una nueva forma de vida humana; abordan asuntos genéticos, biónicos, de prótesis o asuntos de género; reflexionan también en torno a una sociedad ya basada en estas posibilidades. Siendo así, siento que estos movimientos siguen manteniendo lo humano como asunto central del pensamiento. Lo metantrópico comparte la idea de repensar lo humano, pero como un elemento entre otros dentro de la vida del planeta. Propone pensarnos como especie dentro de una temporalidad geológica de la vida, en lugar de hacerlo desde una temporalidad histórica, y teniendo siempre la conciencia de estar transformando el clima del planeta. Lo metantrópico sería pues una postura política más acorde con un concepto como el del Antropoceno (Steffen et. al 2000), en el cual se argumenta que la presencia de la especie humana en el planeta ya tiene una escala suficiente para marcar una nueva era geológica, aquella en donde lo antrópico deviene fuerza planetaria.
Este punto de vista metantrópico, aplicado al hecho de recorrer varias veces un camino situado en la ecorregión del Macizo Colombiano, implica reconocer en este gesto la suma de una serie de gestos similares repetidos durante miles de años por no humanos y humanos de distintas condiciones culturales, pero que tienen en común el hecho de ser caminantes. Un caminante está despojado de casi todo excepto de la energía necesaria para moverse y de algunos implementos para soportar el clima de un páramo andino. Los caminantes del Macizo han recorrido el camino bajo distintos tipos de órdenes políticos que históricamente nos pueden hablar de la propiedad sobre esta biorregión, punto que, a mi manera de percibir las cosas —caminando—, no termina de esclarecerse. La propiedad en el Macizo se ha intentado establecer por una serie de eventos consecutivos y eternamente discutibles si los analizamos desde un punto de vista netamente humano. Pero si desplazamos la percepción a un punto de vista metantrópico, en el que las fuerzas de la naturaleza puedan tener agencia reconocida en una red de relaciones vitales y simbióticas, en lugar de jerárquicas y utilitarias, podríamos permitirnos pensar que a una biorregión como la del Macizo Colombiano no se le puede atribuir dueños, a lo sumo, custodios. Desde ese punto de vista, podríamos pensar que las montañas que se entrelazan con los ríos y con cada ser que vive allí son seres sujetos de derechos, tan claros y definidos como los propios humanos.
Camino, desde un punto de vista antrópico.
Dimensión histórica del tiempo
El camino al que hago referencia políticamente atraviesa la frontera que hay entre el Cauca y el Huila, (departamentos del sur de Colombia) y une en un camino de 50 km los municipios de Valencia y Quinchana. Gran parte del trayecto se encuentra hoy en un área protegida por el Parque Nacional Natural Puracé, y a su vez tiene jurisdicción sobre varios cabildos indígenas filiales del grupo Yanacona, entre ellos el Papallaqcta, al que pertenece el taita Auca Yarimajua, custodio y compañero del camino.
Si se sigue la ruta de Valencia a Quinchana, el camino que únicamente se puede transitar a pie, empieza en bosque andino a 2 700 m s. n. m. en Valencia o Valle de las Papas, y sube suavemente en una ruta de 17 km hasta alcanzar los 3 608 m s. n. m., el punto más alto desde donde se puede ver la laguna del Magdalena (nacimiento del río) y los cauces del río Cauca (vertiente Magdalena/Atlántico), Caquetá (vertiente Amazonas) y Patía (vertiente Pacífico), cuyos nacimientos están todos en la biorregión del Macizo Colombiano.
El camino empieza allí su descenso mucho más empinado en un trayecto de aproximadamente 33 km, volviendo a estar rápidamente en bosque andino y subandino.
La privilegiada condición geográfica del camino ha determinado su historia, pues permite la conexión de la región andina con la Amazónica, la Caribe y la Pacífica. Esto tiene relevancia en términos biológicos y políticos. Por un lado, hace de esta biorregión un núcleo con una riquísima biodiversidad basada en la confluencia de las vertientes hídricas y en la amplitud de los pisos térmicos; por otro lado, hace más comprensible la idea de territorio como volumen vivo (cosmovisión indígena) y no como superficie (cosmovisión moderna, nacional). Bajo esta comprensión volumétrica, el camino establece conexiones entre los territorios mansos y bravos relacionándolos verticalmente con los mundos e inframundos. En ese ordenamiento del territorio, el camino une los pisos térmicos con los estratos geológicos y los fundamentos cósmicos; el vínculo se realiza al caminar la palabra, al hacer del camino un conector de mundos, ecosistemas y mitos.
El camino no solo es un instrumento para el transporte; es un conector de mundos que ha permitido percibir a caminantes de diversas condiciones culturales la potencia vital y latente del Macizo Colombiano, y en virtud de ello se ha reconocido como un territorio que ha logrado mantener su equilibrio interno.
Cronología del camino 2
En su estudio etnoarqueológico, Genneco (2003) indica que hacia el 2200 a. C. pudieron darse las primeras ocupaciones estacionales, evidenciadas en la intervención humana sobre la geografía y en el escaso material cultural encontrado en las investigaciones de campo.
A través de estatuaria, terrazas, conchas del Pacífico, elementos para tomar yajé y obsidianas encontradas en la región de Valencia, se sostiene la tesis de que el camino tuvo una función ceremonial por la conexión que establece entre los cementerios de la cultura agustiniana, alrededores de Quinchana, Huila, y algunos asentamientos en la zona de Valencia, Cauca. Los vestigios encontrados hablan también de una conexión con el Amazonas y el Pacífico, mas no con la cultura inca desarrollada al sur del territorio. Sin embargo, la antigüedad del camino y su conectividad con la frontera de Ecuador supone, para la comunidad Papallaqcta, que el camino hace parte del Qhapaq Ñan 3 que en quechua quiere decir «camino principal» o «gran camino», y es nombrado así por el taita Auca Yarimajua como parte de la reconstrucción cultural (reindigenización) que está llevando a cabo.
A partir de 1536, el camino empieza a estar documentado históricamente por establecer la comunicación entre Popayán y Quito, y también se constituye como eje de las encomiendas otorgadas por la Corona para dominar, explotar y evangelizar indígenas —«pacificar» fue el término usado para referirse a estos propósitos—, y otorgando, a través de esta figura, los territorios a los colonos que cumplieran esta misión. Esta institución, de origen militar, introducida en América desde 1504, fue ideada por Isabel La Católica como un compromiso protector en el cual los colonizadores cuidaban y adoctrinaban a sus encomendados, pero se convirtió en la base del dominio sobre el territorio (Buenahora 2003, 107).
El camino en esa época se conocía como el que va de Almaguer (Cauca) a Timaná (San Agustín, Huila). El nombre revela también el interés y el uso comercial del camino, pues en el primer destino se explotaba oro, y en el segundo, quina, los principales productos del imperio colonial. La fundación de Almaguer en 1551 tuvo un doble propósito estratégico: por un lado, el de la extracción de oro, bien fuera hacia Quito
o hacia Popayán; por otro lado, el de establecer un asentamiento para la «pacificación» de los indígenas de la zona. Sin embargo, el camino no contaba con buena reputación, el paso por el páramo y las pendientes inclinadas cobraban muchas vidas. Además, a pesar de la encomienda, los pobladores indígenas mantuvieron en algún grado su identidad y defendieron su territorio, de modo que el trayecto se volvía más riesgoso.
Para 1711, y ante la ineficiencia de la encomienda, la Corona devuelve a la comunidad indígena el territorio de la hacienda los Laboyos, otorgado anteriormente a Mauricio Valderrama por el servicio prestado a la Corona en la reducción de salvajes. Dicho reconocimiento fue ignorado históricamente por los sucesivos colonos: la Corona donó a los «naturales» de San Agustín «todas las tierras que estos ocupan» (Friede 1943, 11).
El camino fue elegido en 1801 por Humboldt en su expedición, privilegiándolo frente al del Patía por su diversidad climática y biológica, y por la posibilidad panorámica de divisar las tres principales vertientes del territorio: Pacífico, Amazonas y Caribe.
Para 1850, ya bajo la naciente República, el territorio del Macizo Colombiano, bajo el título de Hacienda los Laboyos, fue comprado por el presidente José Hilario López, quien le otorgó al camino que lo atraviesa la categoría de Camino Nacional 4, caminos de más de 50 km que se manejaban con presupuesto de la nación y, en consecuencia, el mantenimiento y la ampliación constituyeron de las primeras misiones del Ministerio de Obras Públicas. Esta categoría también la adquirieron las rutas del Pacífico, aquella que conecta a Cali con Buenaventura, y la ruta del Quindío (Restrepo 1992), hoy conocida como la Línea, con las cuales se afianzaron las conexiones entre el Pacífico, Bogotá y el Caribe.
El camino también fue recorrido por la comisión coreográfica, cuyos miembros observaron que para entonces la región seguía teniendo el potencial económico de la explotación de la quina, el caucho y el oro como modelo colonial. Sin embargo, los cultivos organizados de estas plantas en el suroeste asiático y la India provocaron alteración del mercado, que posteriormente se reforzó con la producción sintética del caucho y de la quina.
De manera paralela, la naciente economía se basaba en la agricultura y la ruta de la Línea le dio fortaleza comercial a Cali y Buenaventura, dejando por fuera del circuito de desarrollo a Popayán y su conexión con Quito. Esta conexión tenía gran importancia durante la Colonia pues eran ciudades ejes del imperio, pero perdieron tal relevancia en la nueva etapa republicana. Las variaciones en los intereses comerciales del camino acontecidas durante la Primera República son la causa principal de que el camino no haya continuado su desarrollo como Camino Nacional, a diferencia de la Línea, que es hoy parte de la Vía Panamericana.
Para 1946 los arqueólogos Luis Duque Gómez, Héctor Llanos y Anabella Durán dieron a conocer la cultura agustiniana, y la región empezó a tener otro carácter: por un lado, investigativo y turístico; y por el otro, la articulación de la identidad indígena del territorio, basada en estos vestigios culturales que la pueden legitimar.
En 1961 el territorio es declarado Parque Nacional Natural de Puracé, con varias zonas de traslape con comunidades indígenas y campesinas, lo que significó para estas comunidades detener la frontera agrícola. En 1979 la biorregión del Macizo Colombiano fue declarada un ecosistema estratégico de la nación y del mundo, formando así parte de la red internacional de reservas de biosferas del cinturón andino dentro del programa Man and the Biosphera (MaB) lanzado en 1971. La declaración supone que la reserva es un modelo de relación equilibrada entre los humanos y el ecosistema que habita.
Entre los años setenta y noventa fue territorio de conflicto guerrillero y cultivos ilícitos, alterando las costumbres agrícolas de la región y algunos ecosistemas, sobre todo con la política de fumigación con glifosato.
A partir de la constitución de 1991, con la cual Colombia se reconoce como país pluricultural y étnicamente diverso, se fortalece el proceso de legitimación y reconstrucción de la comunidad indígena, y el camino de marras es un eje fundamental en dicho proceso.
En 2003 se instala un batallón de alta montaña que controla la situación de orden público e introduce un nuevo modelo de custodios a la región, sumándose y superponiéndose a los criterios de las comunidades indígenas, campesinas y a los de Parques Nacionales.
Actualmente, el camino tiene un potencial ecoturístico en el cual las visiones de PNNP y la de los indígenas pueden confluir en cuanto a la conservación de un páramo, y cuya principal estrategia es el camino para conocer el ecosistema sin alterarlo. No obstante, este potencial ecoturístico también significa una disputa por los beneficios económicos y administrativos que conlleve, y, en consecuencia, puede haber diferencias fundadas en la cosmovisión de lo que se supone que es la conservación.
A pesar de confluir tan distintas visiones sobre un mismo territorio, o justamente por la tensión que esas visiones generan, el camino y sus alrededores parecen haberse detenido en un tiempo muy remoto, sostenido únicamente por la dificultad que significa atravesar un páramo, pero seguramente también por la potencia vital que este ecosistema irradia y es reconocida por casi cualquiera de los diversos caminantes que se han sumado a este trazo milenario.
Camino, desde un punto de vista metantrópico. Dimensión geológica del tiempo
«Vamos a caminar la palabra». Esto dice mi guía Auca Yarimajua, taita de la comunidad Papallaqcta, quien prácticamente personifica la reconstrucción de una cultura que perdió su huella histórica. Auca, de unos cuarenta años, nació en una familia campesina y tuvo un bautizo, una educación y un nombre católicos. Todos los ha negado y los ha cambiado por aquella información que ha aprendido a leer en el territorio (así como él se refiere al Macizo Colombiano) y que ha adquirido en permanentes encuentros con otras comunidades. Caminar con él puede ser similar a caminar con un geólogo que va leyendo el paisaje mientras camina, así las montañas son madres y padres, cuentan historias de erupciones y furias, de amores y pasiones de dimensiones titánicas en una temporalidad definitivamente metantrópica. También es caminar con un arqueólogo, pues lee las huellas más inmediatas, reconoce terrazas, lee gestos en las piedras y busca caminos perdidos, interpreta sus hallazgos y narra una historia que aún no se ha escrito. Claro está, su conocimiento no se inscribe dentro de las certificaciones de las ciencias humanas porque pertenece a otro sistema y tiene otros métodos. Es realmente otro tipo de conocimiento que, a partir de la constitución de 1991, ha empezado a tener algo de reconocimiento, lo que a su vez le ha permitido tener
un valor político real. Las comunidades indígenas trabajan fuertemente hoy en articular sus cosmovisiones con el sistema político general. A este proceso se le ha llamado reindigenización, y en él es importante reconstruir la identidad cultural. Así el territorio no cesa de construirse, la identidad se actualiza como el camino con cada caminante que lo transita.
Caminar la palabra es una expresión cultural que se refiere a un acto político en las comunidades indígenas del Cauca; es similar al acto de la minga, en donde la comunidad se reúne para tomar y ejecutar acciones puntuales. Caminar la palabra es reunirse para hablar, leer el territorio, interpretarlo, elaborar a partir de ello un conocimiento y una posición política de la comunidad. Todo sucede mientras se camina.
Al caminar la palabra con Auca, reconozco en su lenguaje algo tan ancestral como nuevo; hay en su relato un claro animismo de las fuerzas de la naturaleza, tal vez motivado por esa necesidad de poner todo en nuestros términos narrativos; hay también en su relato la idealización de un pasado que pueda legitimar el presente de esa cultura que está reconstruyendo. Sin embargo, lo que me parece interesante de su relato son las consecuencias directas o aplicables para establecer una relación con las fuerzas de la naturaleza, la postura eco-ética que se deriva de este animismo es bastante cercana a teorías como la de Gaia (Margulis 2002, cap. 8) o a El contrato natural de Michel Serres (1991). Ambas se sitúan lejos del animismo: la primera reconoce el planeta como un sistema absolutamente conectado y autorregulado por la vida, mientras que la segunda propone reconocer en los seres y fuerzas de la naturaleza sujetos de derechos. Ambas cosas aparecen en los relatos de Auca. Otorgarles derechos a los seres de la naturaleza significa que algo como una laguna o una danta puedan tener derechos similares a aquellos que tienen los humanos, haciéndose defendibles ante un sistema legal.
Para Auca, el territorio no es un plano marcado con linderos, sino un volumen de materia viva, una suma de estratos superpuestos y conectados verticalmente, cada uno con un carácter dado por las fuerzas y los vivientes que definen cada zona del territorio. Así, el territorio/materia viva tiene zonas mansas o más habitables, zonas bravas que no deben ser intervenidas y suelen ser las más altas con ecosistema de páramo. Esta dupla conforma el mundo en donde vive la comunidad, pero hay también inframundo (subsuelo) y supramundo (cielo), todos habitados por seres (Portela 2000). El territorio es concebido verticalmente, y por esta razón el camino no es una línea superficial que lo atraviesa, sino un hilo conductor que los une. Para Auca, las montañas devienen familia originaria, las rocas tienen memoria, las lagunas tienen sus ciclos semejantes a los de las mujeres; estas personificaciones le otorgan a la geografía entidades que hay que reconocer y respetar. Por un camino muy distinto, Michel Serres (1991) propone dar a las fuerzas y seres de la naturaleza la posibilidad de ser sujetos de derecho. El primero lo hace a través del animismo, el segundo a través de un lenguaje legislativo, pero la propuesta de relación entre humanos y naturaleza termina siendo muy próxima: reconocer en los seres y fuerzas de la naturaleza un derecho primordial a ser, dejar de verlos como recurso natural, como entes a dominar, a explotar, a usar. Así, con la pérdida de toda jerarquía del humano frente a los demás seres de la naturaleza, se aboga por un principio metantrópico, que, en el caso del taita Auca, es motivado por un respeto ancestral, por un orden cosmológico que es imperativo seguir, y, en el caso de Michel Serres, por una sentencia a muerte:
En efecto, la Tierra nos habla en términos de fuerzas, de lazos y de interacciones y eso es suficiente para hacer un contrato. Así pues, cada uno de los miembros en simbiosis debe al otro, de hecho, la vida, so pena de muerte. Todo esto será letra muerta si no se inventa un nuevo hombre político. (Serres 1991, 71)
Podemos pensar, al menos de una manera parcial, que la laguna adquiere derechos, en el mismo sentido que un esclavo, un indígena o una mujer los obtuvieron; anteriormente ellos no los tenían (como la laguna hoy) por ser de la propiedad de un amo, pero, a partir de luchas sociales, finalmente los adquirieron. Adquirir esos derechos no eliminó ni el racismo ni el machismo, pero al menos ya no están avalados por la ley y son actitudes en permanente cuestionamiento desde la cultura. Cuando uno (esclavo, mujer, danta o laguna) adquiere derechos propios, es porque ha dejado de ser propiedad de alguien. Adquirir derechos es adquirir autonomía sobre su propio ser, esto tiene que ver con la idea de concebirnos como individuos independientes.
Hacerse un ser sujeto de derecho ha sido siempre el primer logro de los cambios sociales, pero nunca es suficiente, pues hacen falta cambios profundos en cada individuo para terminar de superar el racismo, el machismo, el humanocentrismo (entiendo este último como la causa profunda de la crisis ecológica); dada su potencia crítica sobre lo sensible, el arte tiene mucho por hacer en relación con estos cambios profundos (Rancière 2000).
La analogía que planteo es parcial, porque hoy esa lucha es ambiental y allí radica la diferencia con las luchas sociales mencionadas. Por primera vez en la modernidad estamos ante la dificultad de reconocer como sujetos de derecho a los vivientes no humanos y sus relaciones a nivel planetario. Estamos ante la dificultad de revaluar justamente la idea de autonomía que supone la idea de adquirir un derecho. Vale la pena recordar que ni los esclavos, ni las mujeres, ni los indígenas eran considerados humanos, o al menos no completos, y al otorgarles derechos se los reconoció como legítimamente humanos. Sin embargo, una laguna o una danta definitivamente no lo son. En este caso, la dificultad consiste en superar la idea de que los derechos son un privilegio de lo humano, que debemos ampliarlo a lo vivo, pero, aún más, que urge ampliar la posibilidad incluso a las fuerzas de la naturaleza. Para superar esa dificultad es imperativo entender que no somos seres autónomos (aunque este sea un valor perseguido por la declaración de derechos humanos), que ningún habitante del planeta Tierra lo es, que precisamente somos dependientes.
Es imperativo entender que la simbiosis evolutiva (Margulis 2002) es la ley que ha permitido la vida en el planeta, que las fuerzas de la naturaleza, como el agua, la atmósfera, la tierra negra que cubre el suelo y el color azul del cielo son el producto de las relaciones vitales y simbióticas que se dan en este maravilloso lugar. Es imperativo entender que no podemos imponer leyes humanas a este sistema organizado llamado Gaia; no son las leyes humanas las que rigen. A pesar del enorme poder de intervención que hemos adquirido, no podemos gobernar sobre los comportamientos de la atmósfera, sobre el magnetismo, la gravedad o la simbiosis evolutiva. Las leyes del planeta son las que rigen la vida de los humanos y no viceversa. Esta crisis ecológica que tanto nos aterra no es otra cosa que las leyes del planeta imponiéndose sobre las leyes humanas. Es imperativo desmontarnos de esa arrogancia humanocentrista y reconocer las leyes del planeta simbiótico, fluido, conectado y organizado que habitamos.
Una teoría como la de Gaia, en la cual esas fuerzas son precisamente reguladas por los seres vivos, se vuelve entonces un argumento con bases científicas para dar el paso jurídico. Pienso que, aunque una cosmovisión animista facilite dar dicho paso —como en las legislaciones con bases indígenas—, el reto es darlo por una convicción que también se puede construir con argumentos científicos y legales, certificados dentro de los sistemas de conocimiento imperantes. No porque sean superiores, sino porque son imperantes.
Volviendo a la situación actual de ese territorio en permanente tensión, pienso en la actitud de custodio que el taita Auca Yarimajua tiene frente a ese lugar.
El custodio, al igual que el caminante, asume su vida o su viaje con una temporalidad realmente corta comparada con la temporalidad de la región que camina o que custodia. El caminante o el custodio reconoce el tiempo en una escala geológica, se reconoce simbionte en la red de relaciones vitales que configuran esa biorregión y puede entenderla también como un territorio, compuesto por la superposición infinita de territorialidades de cada ser que lo habita, incluyéndose.
Declararse custodio de un territorio es distinto a declararse dueño. El primero está comprometido a guardar las relaciones que se dan en el ecosistema, pues también es parte de ellas; el segundo siente que tiene el derecho de alterarlas según su exclusivo criterio, ya que se encuentra en una posición privilegiada: la del propietario. Estas dos posiciones frente a un territorio replican la permanente tensión que se vive a nivel nacional, y que se vive puntualmente en el Macizo Colombiano. La noción de custodio también varía según el entendimiento de eso que es custodiado. En la biorregión del Macizo Colombiano se sobreponen varios puntos de vista en torno a esta cuestión, y caminar el camino que lo atraviesa es una manera de leerlos.
El camino es huella de esa relación permeable y mentantrópica que se ha mantenido en el Macizo Colombiano, a pesar de que algunas fuerzas políticas hayan intentado ir en sentido contrario, felizmente, sin lograrlo.
Referencias
Archivo Central del Cauca (ACC). 2005. Plan de manejo 2005-2009 Parque Nacional Natural Puracé. Resumen ejecutivo. Popayán.
Buenahora, G. 2003. Historia de la ciudad colonial de Almaguer y sus pueblos de indios. Siglos XVI-XVIII. Popayán: Universidad del Cauca.
De Valdenebro, Eulalia. «NATIVAS/FORÁNEAS, un principio metantrópico», en: M. J. Melendo y M. E. Borsani (comp). Ejercicios decolonizantes en el arte: experiencias estéticas desobedientes. Buenos Aires: El Signo.
Friede, Juan. 1943. Los indios del Alto Magdalena, vida luchas y exterminio 1609-1931. Bogotá: Instituto Indigenista de Colombia.
Friede, Juan. 1976. Fuentes documentales para la historia del Nuevo Reino de Granada. Tomo VIII, 1581-1590. Bogotá: Banco Popular.
Genneco, C. 2003. «Uso humano del espacio en el Alto Caquetá», en: Informe final Colciencias. Popayán: Universidad del Cauca.
Hottois, Gilbert, M. Jean-Noël y P Laurence. 2015. Encyclopédie du trans/posthumanisme L'humain et ses préfixes. Paris: Virin.
Margulis, Lynn 2002. Planeta simbiótico. Madrid: Editorial Debate.
Márquez, A. M. 2006. «El camino Valencia (Cauca)-Quinchiná (Huila). Pasado y presente de las vías de comunicación en los Andes Colombianos». Trabajo de grado para optar al título de antropóloga. Popayán: Universidad del Cauca.
Portela, H. 2000. El pensamiento de las aguas de las montañas. Coconucos, Guambianos, Paeces, Yanaconas. Popayán: Editorial Universidad del Cauca.
Rancière, J. 2000. Le Partage du sensible. Estétique et politique. Paris: La fabrique.
Restrepo, J. A. 1992. Paso del Quindío. Bogotá: Banco de la República.
Serres, M. 1991. El contrato natural. Valencia: Pre-Textos.
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1 Con «nuestra» me refiero a la tradición occidental y las diversas formas colonialismo bajo las cuales vivimos hoy en día.
2 La cronología de este apartado fue construida a partir del trabajo de investigación de Cristóbal Genneco (2003) y de la monografía de su estudiante, Ángela María Márquez (2006).
3 El Qhapaq Ñan recorre más de 6 000 km, desde el sur de Colombia (en la cuenca alta del río Guaítara) hasta la zona centro sur de Chile (cerca de la ciudad de Concepción), pasando por Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina. Es considerado como la red de caminos más extensa documentada arqueológica e históricamente para Suramérica, pues facilitó las comunicaciones y el comercio en tiempos prehispánicos, así como el posterior proceso de conquista y colonización por parte de los españoles.
4 En los documentos de PNN Puracé, el camino es nombrado como Camino Nacional o Camino Prehistórico Cultural Nacional de Valencia.